Febrero de 1193
Londres era demasiado ruidoso para los que se levantaban tarde. Por eso Justino se despertó temprano a la mañana siguiente, se vistió deprisa porque el cuarto estaba helado y abrió las contraventanas para ver qué día le esperaba. El cielo tenía el color del peltre y estaba nublado. Pero se podía disfrutar de cierta claridad mirando hacia abajo, al patio, donde una niña jugaba con Shadow. Justino asumió que la niña era Lucy, la hijita de Nell, y observó, complacido, sus jugueteos. Tal vez le fuera más fácil encontrar un dueño para Shadow de lo que le pareció a primera vista.
Estaba en la escalera cuando oyó un ruido extraño, un grito estridente, pronto sofocado. El cuarto de estar estaba vacío, invadido aún por las sombras nocturnas. La puerta de la cocina estaba entornada y, al acercarse, se oyó un golpe sordo y otro grito contenido. Acelerando el paso, Justino llegó a la puerta y la empujó.
Alguien había tirado al suelo un montón de astillas para el fuego; una silla se encontraba volcada. Al otro lado de la cocina, un hombre corpulento tenía a Nell sujeta contra la pared, con una mano apretándole la boca y con la otra rasgando su vestido. Su cuerpo ocultaba casi por completo a Nell, porque era un hombre robusto y fornido, no excesivamente alto pero ancho como un barril. Apretada y medio asfixiada contra el tórax del hombre, continuaba defendiéndose, retorciéndose y pataleando, mientras el intruso trataba de levantarle la falda. Estaba de espaldas a la puerta y tan decidido a domeñar a Nell que no se dio cuenta de que no estaban ya solos.
Justino ya a punto de empuñar la espada vio un saco de harina en una mesa cercana y lo cogió y puesto al lado del hombre antes de que éste pudiera darse cuenta, lo volcó sobre su cabeza y sobre sus hombros. Cegado y casi asfixiado, el individuo soltó a Nell y se echó hacia atrás. Antes de que pudiera zafarse del saco, Justino le dio con la rodilla en la entrepierna y cayó al suelo como si le hubieran dado un mazazo, retorciéndose por el suelo a los pies de Justino.
Nell estaba contra la pared, respirando con dificultad. Había perdido el velo, estaba despeinada y con el rostro y la ropa cubiertos de harina, pero se recuperó con admirable rapidez. Cogió una pesada sartén de las trébedes y estaba a punto de golpear con ella la cabeza de su agresor cuando Justino la cogió del brazo, y evitó el golpe.
– ¡No se merece que corras el riesgo de que te ahorquen, muchacha!
Fue difícil convencerla y Justino tuvo que quitarle la sartén de las manos. Cuando lo hizo, Nell dio una patada en las costillas al hombre que yacía en el suelo, llamándole sapo asqueroso y volvió a darle otra patada. Justino sacó su espada y la puso a la altura del pecho jadeante del hombre, se inclinó después y le quitó de encima el saco.
El agresor de Nell gemía, se frotaba los ojos, parpadeaba, estornudaba y se encogió al ver la amenazadora hoja de acero.
– Si me traes una soga -dijo Justino a Nell-, lo ato y voy en busca del justicia.
Nell miró al acobardado violador.
– No -dijo-. Simplemente échalo de aquí.
A Justino no le sorprendió su reacción porque una acusación de violación no era fácil de demostrar.
– ¿Estás segura? Yo haré de testigo de lo que he visto. -Pero cuando Nell se negó con un gesto de cabeza, no insistió e hizo que el hombre se pusiera de pie, tocándole con la punta de la espada. No halló la menor resistencia y momentos después arrojó al hombre a la calle haciéndolo salir por la puerta de la taberna.
La gente se volvía para mirar a esta súbita aparición y se reía, porque no sólo tenía el aspecto de haberse caído de cabeza en un montón de cal, sino que andaba con el cuerpo encorvado formando un ángulo extraño, andando de lado como un cangrejo. No sólo era un objeto ridículo sino que se convirtió después en motivo de desprecio cuando Nell daba gritos detrás de él:
– ¡Si te vuelvo a ver otra vez en Gracechurch Street, so hijo de puta, te castraré con una cuchara roma!
El hombre huyó entre gritos y mofas de la gente; Nell continuaba encolerizada, maldiciendo a su agresor con originales insultos, echando sapos y culebras al mirar la manga, hecha jirones, de su túnica. Pero había empezado a temblar y no protestó cuando Justino la incitó a que volviera dentro. Haciéndole que se sentara cerca del hogar, él recorrió la cocina de arriba abajo en busca de una bebida que la tranquilizara.
– Es demasiado pronto para una cerveza y no hay vino. Así que tendrá que ser sidra -dijo, sirviéndole una copa.
Nell se la bebió muy a gusto, enlazando los dedos en torno al pie de la copa para que dejaran de temblar. Pero de repente la copa se le movió en la mano, derramando la sidra sobre su manga rota.
– ¿Lucy?
– No ha visto nada -le aseguró Justino-. Está fuera jugando con el perro.
– Gracias a Dios -dijo Nell con dulzura. Pero un momento después, volvió a enfadarse, esta vez contra sí misma-. ¿Cómo he podido ser tan descuidada? Le había comprado ya dos veces leña a ese cabrón y cada vez no hacía más que olisquearme las faldas como un perro en celo. Pero le tomé simplemente por el típico charlatán medio tonto y no le hice caso. Debía haber tenido más cuidado. -Meneó la cabeza con tanta vehemencia que la única horquilla que le quedaba se le cayó entre las pajas del suelo-. La mayoría de los hombres andan a ver qué sacan en limpio, y que Dios los pudra, pero la cosa es que ¡se salen con la suya!
– Esta vez, no.
Nell se detuvo a mitad de su parlamento y miró fijamente a Justino.
– No -asintió-, esta vez no y supongo que os lo debo a vos.
Justino se encogió de hombros y se sirvió más sidra.
– No quiero meterme en donde no me llaman, pero tiene que haber un oficio menos peligroso para una mujer.
– ¿De verdad? -Nell pestañeó, simulando sorpresa-. ¡Y yo que creía que era esto o morirme de hambre! -Se suavizó un poco y le dirigió a Justino una sonrisa rápida y algo forzada-. No tengo mucha práctica en esto de dar las gracias. Pero os estoy agradecida por lo que habéis hecho por mí. ¿Creéis de verdad que necesito que se me hagan ver los peligros de mi empleo? ¡Si vives con canallas, amigo, no puedes por menos de notarlo!
Se levantó antes de que él pudiera responder, cruzó el cuarto, se acercó a la ventana y abrió las contraventanas.
– Quiero estar segura de que a mi hija no le faltarán cuidados.
Justino se acercó también y se quedó de pie junto a ella.
– Le ha gustado mucho el cachorro, Nell. Da no sé qué el tener que separarlos.
Nell se volvió para mirarle y sonrió.
– Estoy en deuda con vos, ¡pero no hasta ese punto! -añadió y Justino le devolvió la sonrisa, recibiendo por primera vez el impacto de una mujer que le gustaba.
– Y el padre de Lucy, ¿no puede ayudarte?
– No es muy probable. Ha muerto. -Lo dijo como si tal cosa: si esto era una herida, era una herida cicatrizada. Volviendo a cerrar las contraventanas, se sentó a la mesa y cogió de nuevo su vaso de sidra. Cuando Justino la siguió, dijo-: Mi hombre y yo estábamos casados como Dios manda, lo hicimos en la puerta de la iglesia. -Levantó el mentón, como desafiándole a que dudara de ello-. Yo insistí en que fuera así. Tal vez no sea una santa, pero no soy una cualquiera. No estaba dispuesta a consentir que nadie llamara bastarda a mi hija porque ésta es una palabra dura como una piedra y amarga como la hiel. Y yo lo sé muy bien.
– Yo también -contestó Justino y notó en Nell un destello de sorpresa-, ¿Qué le pasó a tu marido?
– Mi marido era «rastrillador». -Al notar la perplejidad de Justino, Nell se lo explicó-. Así es como llaman los londinenses a los hombres que limpian las calles de la ciudad. No le pagaban mucho, y bien sabe Dios que era una forma miserable de ganarse la vida, pero Will carecía de oficio y no era un ladrón. Tenía un buen corazón, pero no era el tipo de hombre que hace planes para el día de mañana. Se divertía como y donde podía y lo hizo cada vez con más frecuencia en las tabernas. Le gustaba echar un trago al terminar el trabajo y a veces durante las horas de trabajo también. Llegó un momento en que se paraba demasiado a menudo y un día se cayó del carro. Si hubiera estado sobrio, no habría tenido consecuencias, pero no lo estaba y las ruedas le aplastaron el pecho. -Poniendo la sidra en la mesa, dijo sin ironía-: Tuvo suerte. Murió enseguida.
Justino no pronunció ninguna palabra de condolencia porque era evidente que ella ni las esperaba ni las quería.
– Y tú ¿no tenías familia a quien acudir, Nell?
– Dinero y familia nunca tuve mucho de ninguna de las dos cosas. Familiares, la mayoría han muerto, como Will. Así que me puse a lavar para otros y después a coser, y lo que hice unas cuantas veces mejor es dejarlo entre Dios y yo. Nada bastaba para pagar el alquiler de nuestra casa. Aquí al menos tenemos una cama mi niña y yo. Yeso no es poco, señor De Quincy.
– Llámame Justino -dijo él-, Y ¿cómo terminaste aquí?
– No he «terminado» en ningún sitio, por lo menos todavía no. Reconozco que los designios del Señor para mí pueden parecer a veces algo turbios y que tratar de encontrar mi camino puede ser como buscar un gato negro en noche cerrada. De momento, el camino nos ha traído a Lucy y a mí aquí. Una prima, por parte de madre, está casada con Godfrey, propietario de esta pocilga. Es viejo, está casi inmovilizado por la gota, y ha llegado a depender de mí más de lo que le gustaría reconocer. Empecé ayudándole, pero ahora soy yo la que hace los pedidos, da los empleos y despide a la gente, y a cambio de todo esto me da una cama arriba, un jornal cada semana y la oportunidad de divertirme defendiéndome de tipos como ése que me habéis quitado de encima. Pero espero que…
Nell se estremeció al oír un aldabonazo repentino y persistente, dando a entender que sus nervios no eran tan templados como quería hacerle creer a Justino.
– Les voy a decir que la taberna no está abierta todavía -propuso él, y cuando Nell asintió, Justino se dirigió a la puerta.
Los golpes continuaban sin interrupción. Justino descorrió el cerrojo, abrió la puerta y miró al intruso con el ceño fruncido.
– Tendréis que volver más tarde.
– Me parece que no -contestó un hombre desde fuera. Justino se puso a la defensiva. El aspecto del tipo no era más tranquilizador que sus palabras. Era de estatura mediana y musculoso; iba bien armado: su manto, al abrirse, dejaba ver una vaina y una daga enfundada. Era difícil calcular su edad. Justino pensó que tendría entre treinta y cuarenta años y que cuando la muerte llegara, no sería una muerte pacífica. Llevaba un parche negro en un ojo y tenía una boca de labios muy delgados, torcida en una de las comisuras, en una siniestra parodia de una sonrisa a causa de una irregular cicatriz que no podía haber sido causada más que por la hoja de un cuchillo mellado. No era un hombre con el que a Justino le hubiera gustado encontrarse en una callejuela oscura. Tampoco le agradaba tener que tratar con él aquí en este momento. Así que le dijo de manera cortante:
– La taberna está cerrada. Tendréis que ir a buscar vuestra cerveza a otro sitio.
– No estoy aquí para buscar cerveza. A quien estoy buscando es a un hombre llamado De Quincy.
– ¿Por qué? -preguntó Justino, cauteloso, y el hombre le dirigió una mirada sobrecogedora, con su único ojo tan negro e impenetrable como pulido azabache.
– ¿Sois vos De Quincy? Si no lo sois, ¿por qué he de contestar a vuestra pregunta?
– Sí, lo soy. Y ahora os toca a vos. ¿Quién sois?
– Jonás. -Cuando Justino le volvió a mirar sin comprenderle, el hombre dijo con impaciencia-: ¿No os dijo Fitz Alan que su sargento vendría a buscaros?
– ¿Sois vos el sargento? -La sonrisa de Justino era tanto de arrepentimiento como de alivio-. Lo siento. El justicia no mencionó vuestro nombre. Entrad.
Pasó un buen rato antes de que pudieran hablar, porque Justino tuvo que tranquilizar a Nell de que este desconocido de tan mala catadura era persona de total confianza. Trajo velas y sidra y el sargento continuaba de pie. Cuando Justino le señaló una mesa, notó que Jonás escogía el asiento que miraba hacia el cuarto. Estaba seguro de que hacía muchos años que el sargento no se sentaba dándole la espalda a una puerta. Haciendo deslizar un vaso de sidra sobre la mesa, dijo:
– ¿Conocéis a Gilbert el Flamenco?
El sargento asintió.
– Es el peor entre los peores. Sé al menos de tres robos y dos asesinatos cometidos por él y quiero interrogarle sobre ellos. Pero no es hombre fácil de localizar, como vos mismo estáis viendo.
– Tiene la suerte del diablo -asintió Justino-. Si hubo alguna vez un hombre que mereciera la horca, ése es este hombre. Pero de una manera u otra parece escaparse de todos los lazos que se le tienden. ¿Me podéis ayudar a cambiar su suerte? ¿Me podéis echar una mano para encontrarlo?
Jonás empujó a un lado su vaso de sidra.
– Si de mí dependiera, pasaría sin comida, sin dormir y hasta sin putas, con tal de cazar a ese engendro del diablo. Pero el justicia dice que no puede prescindir de mí, al menos hasta que encontremos al responsable del incendio de Lime Street, en el que ardieron media docena de casas, incluida una que pertenecía a un concejal, el cual viene hostigando al justicia un día tras otro para que busque al culpable. Lo del incendio tiene que resolverse primero, me guste o no me guste.
– Lo comprendo. -Y Justino lo comprendía. El temor al fuego se había apoderado de todas las ciudades y se le temía más que a las plagas, porque era más frecuente. Pero el hecho de que lo comprendiera no sirvió de mucho para paliar su decepción-. ¿Podéis al menos sugerirme a qué otro sitio me puedo dirigir?
– Puedo hacer algo más. Os puedo dar el nombre de una persona que en alguna ocasión me facilitó ciertos informes. Es una cobarde ratita de alcantarilla, con menos sentido común del que Dios confirió a una oveja, pero tiene un don asombroso para husmear en los secretos de los demás. Tal vez pueda ayudaros, si vuestra recompensa merece la pena.
– Mi recompensa merece la pena. ¿Cómo se llama? ¿Y dónde lo puedo encontrar?
Jonás sonrió.
– Se llama Pepper Clem y sí, hay una historia curiosa sobre él. Clem no tiene el suficiente coraje para robar a un hombre cara a cara, y además era un ratero torpe. No lo hacía muy bien y casi siempre su víctima lo cogía con las manos en la masa. Entonces se le ocurrió una idea. Toparse con su víctima y echarle a escondidas un poco de pimienta en la ropa: esto le haría estornudar. Y mientras estaba estornudando, el compinche de Clem le quitaría la bolsa con el dinero.
Volvió a sonreír burlonamente ante la expresión de incredulidad que reflejaba el rostro de Justino.
– Ya he dicho que el tipo en cuestión no era muy listo, ¿verdad? No es preciso decir que su estratagema de la pimienta fracasó. Una víctima se encolerizó de tal manera que dio un puñetazo a Clem en la boca y le rompió un diente. Su cómplice divulgó la historia por todo Londres, y ésta es la razón por la que se le conocerá como Pepper Clem hasta el día de su muerte.
El tal Pepper Clem no sonaba como el aliado ideal de Justino, pero no estaba en situación de ser exigente.
– ¿Cómo puedo encontrarlo? -repitió, y el sargento le dio una descripción y a continuación los nombres de varias tabernas en Southwark que a Clem le gustaba frecuentar.
Terminada la conversación, Jonás se levantó.
– Si se me ocurre otra cosa mejor, os la diré. -Al llegar a la puerta, hizo una pausa, mirando de arriba abajo a Justino, con una mirada de aprobación-. Buena suerte, muchacho. -El solitario ojo negro brilló en la oscuridad-, Creo que vais a necesitarla.
El resto de aquel jueves y el día siguiente no trajeron más que frustración y cansancio. Al volver a Gracechurch Street agotado, y desilusionado noche tras noche, Justino tenía la sensación de haberse recorrido todas las calles, callejas y callejones de Londres y hacía tiempo que había perdido la cuenta de las tabernas y tugurios que había visitado. Todo fue fracaso tras fracaso. Había inventado varias historias diferentes: que era un primo de Pepper Clem, que tenía un empleo que ofrecerle a Clem y hasta que -en el colmo de la desesperación- estaba tratando de pagarle una vieja deuda. Por muy originales que fueran sus historias, por mucho que las adornase o elaborase, el resultado era siempre el mismo. Silencio, encogimiento de hombros, indiferencia y sospechas.
¿Creían que era uno de los hombres del justicia? ¿Un espía? Dando vueltas y más vueltas en su estrecho camastro, un jergón de paja, no lograba hallar una respuesta. Pero como lo que había estado haciendo no le daba ningún resultado, tendría que pensar en una forma nueva de abordar la situación. ¿Cómo había llamado Jonás a Pepper Clem? ¿Una cobarde ratita de alcantarilla? ¿Tendría un hombre así muchos amigos? ¿Ningún amigo? Tal vez ése fuera el camino a seguir.
Southwark estaba al otro lado del río cerca de Londres y tenía fama por sus prostíbulos, sus reyertas y sus peligros pecaminosos. La taberna favorita de Pepper Clem estaba en el Bankside, en un barrio de dudosa reputación conocido por el nombre de los «estofados». Justino había estado ya allí dos veces y cuando atravesó la puerta de la ciudad el sábado por la mañana, el tabernero mostró que lo reconocía levantando una ceja y esbozando una cínica sonrisa.
– Conque de vuelta, ¿eh? ¿Y todavía buscando a ese perdido primo vuestro?
Justino pidió una botella de vino. En su última visita había oído a un parroquiano llamar al hombre por su nombre y ahora dijo como quien no quiere la cosa:
– Rauf ¿no te llamas así?, saca otro vaso para ti, que pago yo.
La ceja de Rauf se enarcó un poco más. Pero habría aceptado una bebida del mismísimo diablo. Acercó un taburete y vio cómo Justino cogía la botella y servía dos vasos.
– Veo que tenéis todavía al perro callejero.
Justino se había acostumbrado ya a tener un fiel compañero de cuatro patas. Al menos el perro tenía hoy un aspecto menos desaliñado, porque había recibido -muy a su pesar- el primer baño de su corta vida. Justino esbozó una sonrisa al recordarlo, porque Lucy y él habían terminado más mojados que Shadow, con la cocina inundada y Nell sin dejar de protestar.
– Este no es un perro callejero -dijo bromeando-. Tiene al menos un dedal de sangre real. Rauf, tengo que hacerte una confesión, por llamarla de algún modo. El otro día no fui totalmente sincero contigo.
– ¿Se parece este tugurio a una iglesia? ¿Y tengo yo pinta de cura? Por supuesto que me mentisteis, amigo. La gente miente siempre en las tabernas. Las únicas que oyen más mentiras son las putas, pero vuestra mentira era particularmente lamentable, no tengo más remedio que decíroslo. Un primo perdido, ¡ja, ja! Ningún pariente de esa rata estaría dispuesto a reconocerlo, a no ser que le amenazaran con un cuchillo.
– Tienes razón. No demostré una pizca de inteligencia al decirlo. La verdadera razón por la que estoy buscando a «esa ratita» es la que ya habrás adivinado. Tiene una deuda conmigo.
– ¿Dinero o sangre? -Rauf tenía una risa estridente, casi como un cacareo-. No tenéis que contestarme a eso. Me basta saber que le vais a dar un disgusto. -Miró dentro de su vaso y echó otra mirada significativa a la botella. Captando la indirecta, Justino volvió a llenar el vaso.
– Ahora, veamos dónde es más probable que encontréis a Pepper Clem. -Rauf frunció la frente, pensativo-. Podéis intentar en el patio de la iglesia de San Pablo. Anda a veces por allí tratando de vender ampollas de la sangre del santo mártir de Canterbury, santo Tomás. De vez en cuando encuentra a alguien lo suficientemente ingenuo como para creérselo. O vagabundea por el Cheapside vendiendo piel de gato como cuero de conejo. O intentad en El Gallo, uno de los prostíbulos del Bankside. Allí les hace recados a las putas y ofrece pócimas a sus clientes.
– ¿Qué tipo de pócimas?
– Las que tienen el efecto de prender fuego a la sangre de un hombre y convertirlo de caballo castrado en garañón con un solo trago. Los hombres la compran por lo menos una vez. -Rauf se echó a reír de nuevo-. Puede que Clem sea tonto ¡pero no le falta nunca compañía, esa es la verdad!
Justino había encontrado lo que vino a buscar. Lo único que deseaba era que el resultado de la caza mereciera el esfuerzo que estaba poniendo en ella. Hasta ahora nada de lo que había oído sobre Pepper Clem le inspiraba mucha confianza.
Justino decidió intentar en El Gallo primero, porque estaba más cerca. Todas las casas de citas estaban encaladas, con el propósito de atraer a los clientes al otro lado del río. Los símbolos de sus nombres -La Grúa, La Campana, La Media Luna – estaban pintados sobre sus puertas y Justino pudo localizar El Gallo sin dificultad. Le sorprendió encontrar el cuarto de estar casi lleno, a pesar de que era temprano. Se ve que el pecar era una actividad incesante en Southwark. Tan pronto como entró por la puerta le acosó una pelirroja regordeta y tuvo dificultad en deshacerse de ella. Se quitó de encima a la siguiente fingiendo timidez y ella se fue a por vino, esperando que éste le tranquilizara los nervios. Justino se aprovechó de su ausencia para dirigirse al extremo de la habitación donde había visto a su presa.
Pepper Clem fue fácil de reconocer. Jonás lo había descrito como un «prodigio sin mentón» y ciertamente la suya era una barbilla singular: hundida, mal disimulada por una barba pelirroja y rala. Todo en este hombre era escaso: un tórax estrecho, una boca pequeña y fruncida y un cabello lacio y ralo, como la barba. Su palidez era enfermiza, incluso en el mes de febrero, y toda su persona le recordaba a Justino a una seta cultivada en una cueva húmeda, lejos del calor del sol. Guiñó los ojos con actitud suspicaz cuando se le acercó Justino, y fluctuó entre la alarma y el interés al oír pronunciar su propio nombre.
Sin esperar a que se lo pidiera, Justino se sentó frente al ladrón.
– Te he estado buscando por todo Southwark, Clem.
– ¿Es que os conozco?
– No, pero tú conoces a alguien que yo necesito encontrar.
– No soy persona que esté dispuesta a hacer favores a los desconocidos.
– ¿Quién ha hablado de favores? Tú me consigues la información que necesito y yo te pago. Pero engáñame y serás tú el que lo pagues.
Clem asimiló la doble intención.
– ¿A quién estáis buscando?
– A un hombre llamado Gilbert el Flamenco -Justino se dio cuenta enseguida de que había apuntado la flecha al mismo centro de la diana. Clem se movió en su asiento y se echó hacia atrás como una tortuga que se esconde en su concha.
– ¿Qué?, ¿qué os hace pensar que lo conozco?
– Eso me ha dicho Jonás. -La reacción de Clem al oír el nombre del sargento fue inconfundible. Justino observó la lucha de las emociones en el rostro de Clem, su temor a Gilbert el Flamenco luchando con el temor a Jonás-, He dicho que te pagaré -le recordó al ladrón-. Averíguame el paradero de ese hombre y tendrás medio chelín más en tu bolsa. -Esa era una suma generosa y Clem se tiró al cebo como una trucha hambrienta sin fijarse en el anzuelo.
– Un chelín -le corrigió Clem y cuando Justino accedió se reflejó en su rostro el asombro de haberlo conseguido, porque no tenía manera de saber que ésa era la suma que Justino pensaba darle desde un principio-. La mitad ahora -regateó, envalentonado por su éxito, pero esta vez Justino hizo un movimiento negativo de cabeza.
– No me insultes, Clem -dijo con frialdad.
Clem aceptó la derrota con un encogimiento de hombros; tenía mucha práctica en estas lides.
– Veré lo que puedo hacer -prometió-. ¿Conocéis la taberna, la que está al lado de los baños públicos de Bankside? ¿Qué os parece si os encuentro allí mañana tres horas después del mediodía…?
Hecho el trato, Justino empujó la mesa para salir.
– Esperad -dijo Clem-, No sé cómo os llamáis.
– No, no lo sabes -asintió Justino-. El único nombre que importa es Gilbert el Flamenco.
– No sabéis cómo alejaros de la botella, ¿verdad?
Riéndose burlonamente, Rauf llenó otra botella de uno de los barriles de vino y la puso delante de Justino, aunque éste no se la había pedido. Parecía defraudado al ver que Justino no le invitaba a compartirla con él, pero Justino no quería que el incesante parloteo del otro le distrajera. Ahora que la persecución parecía estár llegando a su fin, se estaba poniendo tenso y nervioso. Una vez que encontrara a Gilbert el Flamenco, ¿qué? Seguro que el justicia ordenaría el arresto. Estuviera o no estuviera por medio el incendio en Lime Street, el hombre era un asesino. Tal vez sería mejor ponerse en contacto primero con Jonás. Asumiendo que el justicia cooperase plenamente y que el Flamenco fuera capturado, ¿conseguiría hacerle hablar? Justino no dudaba que Jonás sabría muchas maneras de soltarle la lengua, pero la reina no querría que Gilbert se desahogara con nadie que no fuera Justino. Estaba metido ciertamente en un callejón sin salida.
Justino nunca se imaginó que Clem fuera exageradamente puntual, así que al principio no le preocupó su retraso. Pero conforme iba pasando el tiempo y empezaron a alargarse las sombras, creció su turbación y empezó a intranquilizarse. ¿Dónde se había metido ese maldito ratero? Aunque no tuviera todavía nada útil que comunicar, debía estar allí, jurando por todos los santos de la corte celestial que iba a cumplir su promesa. Con un chelín en juego, tendría que hacer todo lo posible y lo imposible para disfrutar de la confianza de Justino. ¿Se habría emborrachado y dormido más de la cuenta?
Justino esperó dos horas más antes de darlo todo por perdido. Si Clem tenía la intención de acudir a la cita, tenía que haber llegado ya. Lo dejaría y volvería otra vez mañana. Pagó a Rauf la botella de vino y llamó a Shadow con un silbido. Una vez en la calle, se escondió en la entrada de la casa de baños para ver si alguien le estaba siguiendo. Nadie más salió de la taberna. Justino no había sospechado de ninguno de los otros parroquianos, pero estaba decidido a no arriesgarse, y mucho menos tratándose de un hombre como el Flamenco. Sus recuerdos del molino, salpicado por todas partes de sangre, eran todavía demasiado recientes.
Cuando Justino llegó al puente, las sombras del ocaso cubrían los tejados de Southwark. Las antorchas empezaban a cabecear sobre la superficie del río. Se detuvo un momento para observar cómo un barco pasaba por debajo del puente, moviéndose entre los inmensos pilares de madera en una peligrosa maniobra conocida como «salvar el puente». Justino hacía generalmente un alto en el camino en el puente para observar el progreso de la construcción del nuevo puente de piedra, muy cerca de allí, empezada por el rey Enrique quince años antes. Ahora los que transportaban los materiales se encontraban silenciosos porque se estaban llevando a los albañiles y carpinteros a la costa. Justino continuó su camino hacia Londres.
Estaba enojado, defraudado y preocupado porque Pepper Clem no hubiera acudido a la taberna, pero como el apetito le arañaba el estómago se dirigió a una casa de comidas junto al río. Estaba abarrotada de parroquianos y tendría que esperar un buen rato hasta que le sirvieran.
La comida tampoco era muy apetitosa; se les había acabado el cordero, cerdo no había, así que tuvo que contentarse con una empanada de anguila. Eso no mejoró su humor, porque no le gustaba mucho el pescado y estaba a punto de comenzar la cuaresma: seis largas semanas de ayuno y arenques salados.
Shadow mostró mucho más entusiasmo por la comida que su amo; engulló su empanada con cómico regodeo y pidió más, haciendo que Justino se echara a reír, muy a su pesar.
– Te tendré que encontrar un amo rico, muchacho -le dijo-, porque ¿qué otra persona puede mantenerte a ti?
Ya de mejor humor, inició el camino de regreso a Gracechurch Street. Clem aparecería antes o después, porque no estaría dispuesto a desperdiciar la oportunidad de ganar un chelín.
Las iglesias de la ciudad tocaban a vísperas. Justino empezó a aflojar el paso. Como la mayoría de los jinetes, no estaba acostumbrado a andar grandes distancias y se alegró de divisar un familiar y torcido poste de taberna proyectándose sobre la calle como una bandera a media asta. Shadow estaba ya retozando por delante de él y Justino sintió una punzada de compasión por el perro. Había necesitado sólo cuatro días para que la taberna se convirtiera en su hogar, indudablemente el primero que había tenido.
Estaba frente a la herrería de Gunter y decidió detenerse primero allí porque quería saber cómo estaba Copper.
– ¿Gunter? -llamó. Al no recibir respuesta, probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave y la empujó hacia adentro. En el interior todo estaba en silencio. La fragua se apagaba por la noche y no se encendía hasta que volvía el herrador, pero sí ardía una lámpara de aceite, lo cual indicaba que no tardaría mucho. La herrería estaba muy ordenada; Gunter era evidentemente un hombre que pensaba que el orden era una de las virtudes de Dios. Un yunque de hierro pesado ocupaba la mayor parte de la fragua y estaba montado sobre un gran tronco de roble. Una selección de martillos, mazos y cinceles se alineaban sobre un banco de madera. Un par de tenazas crepitaban aún en el depósito del agua, señal de que Gunter acababa de terminar su trabajo, porque era demasiado meticuloso y recogía las tenazas apenas se enfriaban. Lo más probable es que estuviera en la taberna del otro lado de la calle, pensó Justino, recordando que Nell le había dicho que al herrero le gustaba venir por la tarde a echar un trago.
La parte de atrás de la herrería daba al establo. Tenía cabida sólo para cuatro caballos y dos plazas estaban ocupadas. Copper había puesto la cabeza sobre la puerta de su compartimiento. Cuando Justino le dio unas palmaditas en el cuello, el animal acarició con el hocico el manto de su amo, buscando en vano algún regalito. El otro caballo era un recién llegado y hasta en la oscuridad del establo le llamó la atención a Justino porque el blanco era un color poco frecuente y altamente valorado en un caballo. Pero cuando se acercó, vio que no era blanco del todo. Era alazán pálido y no era lo que se dice un potro, con la curvatura del lomo muy pronunciada y un tumor en el corvejón. Pero Justino continuó mirándolo. ¿Un caballo blanco que resulta ser alazán lavado? ¿Qué le recordaba? ¿Qué estaba tratando de decirle su memoria?
No se oía nada porque la paja ahogaba los pasos de un intruso. Si no hubiera sido por su caballo, habría muerto en aquel instante, antes de saber lo que estaba pasando. Pero cuando relinchó el caballo, se giró y el lazo no le cogió el cuello únicamente, sino que enganchó también parte de la capucha del manto.
Antes de que Justino pudiera reaccionar, la correa se fue apretando, obstruyéndole el paso del aire. Instintivamente se agarró a la cuerda y el tejido enganchado le dio los segundos que tan desesperadamente precisaba, el tiempo que necesitaba para meter sus dedos debajo del lazo. El cuero se le estaba clavando en la garganta, pero consiguió detener el proceso de estrangulación. Sabiendo que si no se zafaba ahora del hombre que lo tenía agarrado, nunca lo haría, dejó de clavar sus dedos en el lazo y se echó hacia atrás. Oyó que su agresor exhalaba un grito de dolor al chocar ambos contra la pared del establo; entonces retorció el cuerpo hacia un lado y logró soltarse.
– ¡Átalo! -gritó su agresor y fue sólo entonces cuando Justino se dio cuenta de que eran dos hombres. El segundo salió de las sombras y la escasa luz de la lámpara arrancó reflejos de una daga desenvainada. Justino reconoció enseguida al hombre que se había convertido en su némesis y que tenía la intención de ser su verdugo. Sin tiempo para desenvainar su espada lanzó su brazo hacia delante para desviar la hoja. Respirando entrecortadamente al recorrerle el dolor el brazo desde la muñeca hasta el codo, giró sobre sus talones para evitar el segundo golpe y agarró la mano del asesino que sujetaba el cuchillo. Los labios del Flamenco se habían apartado de sus dientes en una mueca que parecía una extraña sonrisa y Justino se encontró frente a unos ojos que reflejaban todos los horrores del infierno, tan desprovistos estaban de compasión, conciencia o humanidad.
– ¡Mátale deprisa -urgió el compinche de Gilbert- antes de que alguien oiga el ruido!
Tenía la espada desenvainada y trataba de cogerle por detrás para apuñalar a Justino por la espalda. La lucha los había llevado a la fragua. Mientras forcejeaban el uno con el otro, se acercaban, tambaleándose, a la forja, y cayeron dando tumbos contra el yunque de Gunter. El Flamenco se dio contra el banco en la pantorrilla. Perdido ya el equilibrio, no se pudo enderezar y cayó al otro lado del yunque en las pajas del suelo, arrastrando a Justino con él.
Justino se dio un duro golpe contra el suelo y cuando trató de levantarse, el cuarto parecía que diera vueltas. Cuando al fin recuperó su visión, los dos asesinos estaban de pie, acercándose a él. Pero antes de que pudieran agredirle, la puerta se abrió de golpe y ambos se dieron la vuelta para encontrarse cara a cara con el herrador.
Los ojos de Gunter pasaron de Justino, aturdido y sangrando, a los dos hombres con las dagas desenvainadas. Creyeron que el herrador se daría a la fuga, pero en vez de eso continuó avanzando hasta que estuvo dentro de la habitación. La sorpresa de los criminales fue evidente, pero no perdieron el tiempo en enfrentarse a esta nueva amenaza y Gilbert cambió de posición para impedir la retirada de Gunter.
– No te debías haber metido en esto, viejo -dijo burlonamente-, porque ahora vas a morir tú también. -No pudo decir más porque Gunter se había adelantado a coger algo de las sombras del establo. Retrocedieron al ver esta nueva arma, una horca de aspecto mortal. Para entonces Justino se había levantado del suelo y estaba tratando de desenvainar la espada.
– ¡Cuidado! -gritó Gunter de repente-, ¡cuidado! ¡Ladrones! -Al mismo tiempo que lo decía se acercaba amenazador hacia ellos. Contraventanas y puertas empezaron a portear y se podían oír otras voces, cuyos ecos se levantaban en el aire de la noche. Los forajidos no lo dudaron más, se dieron la vuelta y se lanzaron a la puerta.
Lo que recordaba Justino de lo que pasó a continuación permanecería borroso en su mente. Al huir los hombres, Gunter salió detrás ele ellos, levantando la alarma con tanta eficacia que una docena de ciudadanos se unieron a la persecución y a éstos se unieron después muchos más. En unos momentos la fragua estaba llena de gente que acribillaba a preguntas a Justino. Fue un gran alivio cuando Nell se hizo cargo de ellas, porque él estaba aún muy alterado.
– ¡María, madre nuestra, mirad la sangre! -exclamó y le arrastró hacia el banco que se había vuelto a poner en su sitio-. Sentaos aquí, no os vayáis a caer. Y levantad el brazo: eso detendrá la hemorragia. ¿Qué os ha pasado en la cabeza?
Justino no se había dado cuenta.
– Nada -murmuró, pero cuando se llevó la mano a ella y al retirarla vio que estaba pegajosa y manchada de sangre, rectificó-. Supongo que me caí contra…
Nell se inclinó bruscamente, pasando los dedos por una de las esquinas del yunque.
– Apuesto a que os habéis dado con la cabeza en el banco -anunció triunfalmente-, ¿Veis esta sangre?
Justino se inclinó para mirar y se volvió a echar hacia atrás, asustado, porque la cabeza empezaba otra vez a darle vueltas. Nell vio que se estaba poniendo pálido, se acercó a él y le tocó la frente.
– ¡Estáis tan frío y sudoroso como una tumba! Creo que debemos llevaros enseguida a la taberna, para que yo pueda poneros una venda como Dios manda en ese brazo. ¿No hay nadie que haya mandado venir todavía a una patrulla de vigilancia? Virgen bendita, ¿es que soy yo la que tiene que hacerse cargo de todo? ¡Vete tú, Osborn, date prisa! Y tú, Ellis, ayúdame a poner a este hombre de pie. Y, por piedad, ¿hay alguien que deje entrar a ese perro?
Justino se encontraba cada vez peor, luchando contra las náuseas. Cuando Shadow entró disparado en la fragua y se tiró a Justino, éste se tambaleó y casi se cae otra vez.
– ¡Shadow, no!
– No le gritéis a ese pobre animal -objetó Nell-, Fueron sus ladridos los que hicieron volver a Gunter. Iba corriendo calle arriba y abajo, y ladrando con tanta fuerza que habría podido despertar a los muertos. Gunter encontró esto extraño y fue a ver si pasaba algo…
Pero Justino no oyó nada más. Al dar el primer paso, se desplomó contra el brazo que le sujetaba. Multitud de colores brillaban ante sus ojos, ardientes y borrosos. Después, la total oscuridad.