8. WESTMINSTER

Febrero de 1193


A última hora de la tarde del cuarto día, llegó Justino a Londres después de un viaje plagado de contratiempos: una rienda rota, la pérdida de una herradura y una fuerte sensación de inquietud. Le había alterado el ver a Lucas y Durand juntos más de lo que le gustaría reconocer. El enfrentamiento que Lucas y él tuvieron con el Flamenco había disipado las últimas dudas que albergaba de la buena fe del auxiliar del justicia. Seguía seguro de que Lucas no estaba implicado en el asesinato del orfebre. Pero ¿estaba pagado por el hijo del rey? Juan consideraría al auxiliar de un justicia como un útil aliado. ¿Sería Lucas de Marston el hombre del rey?

Justino no quería creerlo así y no era demasiado difícil encontrar explicaciones inocentes para la conversación mantenida en el desayuno entre Lucas y Durand. Pero cada vez que se convencía de que sus sospechas no tenían fundamento, sonaban en sus oídos los inquietantes ecos de la advertencia de Leonor: «Tened cuidado, mirad bien en quién depositáis vuestra confianza».

Se dirigió nada más llegar a la Torre, donde le dijeron que Leonor pasaría el día en Westminster. Sacó a Copper del establo y cabalgó de nuevo en dirección oeste. Quedaba menos de una hora de luz cuando entró montado en su caballo en el nuevo patio del palacio. Después de dejar su caballo, se dirigió al gran salón. El interior del castillo estaba abarrotado de gente y pronto se encontró mezclado entre la multitud, viéndose arrastrado por ella bien a su pesar.

– ¿Qué pasa? -le preguntó a quien tenía más cerca-. ¿Dónde va todo el mundo?

– A ver a los prisioneros que se van a someter a la ordalía. Los hombres del justicia los traerán de un momento a otro. Más vale que os deis prisa si queréis verlo de cerca.

Justino había presenciado ya un juicio por ordalía, hacía años, en Shrewsbury. Un hombre acusado de provocar un incendio fue llevado a la alberca del molino de la abadía, atado de pies y manos y arrojado al agua para ver si se hundía -prueba de inocencia- o flotaba -prueba de culpabilidad-. El acusado se hundió y fue por consiguiente declarado inocente, aunque estaba más muerto que vivo cuando lo sacaron del agua. Pero el agua más cercana aquí en Westminster era el río.

– ¿Qué tipo de ordalía?

– Vos mismo lo veréis. -El otro hombre señaló hacia delante, donde habían puesto a hervir, sobre una hoguera, un gran caldero de hierro lleno de agua.

Justino no estaba muy seguro de si a él le gustaría presenciar este espectáculo, pero la multitud lo arrastró hacia adelante. La gente se peleaba para situarse cuanto más cerca del caldero. El hombre de al lado de Justino le explicó que a esos hombres se les había acusado del asesinato de una viuda, pero otros aseguraban que el crimen era robo y otro muy contumaz insistía en que era por herejía. En medio de toda esta confusión, Justino se enteró de que no se podía obligar a los londinenses a someterse a una ordalía, por habérseles concedido una exención real. Así que los prisioneros, o no eran de Londres o ellos mismos habían optado por la ordalía, porque preferían que el juicio lo administrara Dios Todopoderoso y no un jurado de hombres. Mirando a la caldera hirviendo, Justino se estremeció e hizo rápidamente la señal de la cruz.

Los sargentos del justicia salían en ese momento escoltando a los prisioneros y la muchedumbre empujaba hacia adelante, ansiosa de no perderse el espectáculo. Ambos eran jóvenes y parecían muy asustados. Uno estaba evidentemente temblando mientras se le rociaba con agua bendita en el desnudo antebrazo y cuando se le instó a que bebiera, necesitó ayuda para sostener firme el recipiente que contenía el agua. Un sacerdote se adelantó y, haciendo una señal para que la multitud se callara, empezó a entonar una oración.

– Si estos hombres son inocentes, sálvalos, oh Tú, Señor, sálvalos como salvaste a Ananías, Azarías y Misael del horno ardiendo. Pero si son culpables y se atreven a hundir sus manos en el agua hirviendo porque el demonio ha endurecido sus corazones, dejad que se cumpla la justicia divina. Amén.

El ruido era ensordecedor, y de repente se hizo un profundo silencio. La multitud parecía contener el aliento mientras el sacerdote tiraba una piedra blanca y lisa en la caldera y ordenaba que se acercara el primer prisionero. Éste temblaba de tal forma que parecía estar a punto de desplomarse. Cerrando con fuerza los ojos, se inclinó sobre la caldera, pero se echó hacia atrás tan pronto como aspiró la nube de vapor que salía del agua. Intentó dos veces agarrar la piedra, pero en las dos ocasiones le faltó el valor y se volvió a echar hacia atrás. Después del tercer intento fallido, se echó a llorar y los sargentos lo alejaron del caldero.

Un murmullo recorrió la multitud, casi como un suspiro. Se había manifestado el Juicio de Dios y el hombre sería ahorcado. Ahora le tocaba a su compañero. Tenía el rostro ceniciento y se estaba mordiendo los labios hasta hacerlos sangrar, pero avanzó con resolución, mirando a través del vapor para ver dónde estaba la piedra. Vaciló durante tanto rato que la gente empezó a temer que él también se mostraría reacio a hundir las manos y empezaron a oírse murmullos de decepción y desaprobación. Pero entonces el hombre avanzó y metió el brazo en el caldero. Tambaleándose, sostuvo en sus manos la piedra para que todos la vieran y algunos de los espectadores le vitorearon.

El sacerdote los reprendió inmediatamente, recordándoles que el Todopoderoso no había emitido aún su veredicto. Se le ordenó al prisionero que extendiera el brazo y un sargento lo cubrió con una venda de lino grueso. Mientras ponían en ella el sello del justicia para asegurarse de que no habría manipulación o soborno, el sacerdote dio orden de que se volviera a llevar al hombre a la prisión. En un plazo de tres días se le quitaría la venda. Si la piel tenía ampollas y quemaduras, se le ahorcaría también. Si no, se le pondría en libertad.

La muchedumbre se dispersó con mucha lentitud, y Justino siguió rodeado de cuerpos humanos. Estaba esperando que se abriera un camino para poder salir cuando, al mirar a la derecha, vio a Juan y a Durand juntos, de pie al otro lado del caldero.


Se reconocieron mutuamente. Al encontrarse sus miradas, la consternación de Justino se reflejó en el rostro de Durand. A Justino no le sorprendió el que Durand hubiera llegado antes que él a Londres, porque era consciente de que había perdido medio día buscando un guarnicionero que reparara la rienda de su montura. No obstante, Durand tenía que haber salido de Winchester inmediatamente después de hacerlo él, una prueba más (si más pruebas eran necesarias) de que el caballero venía a la ciudad para espiarle.

Durand recuperó enseguida la serenidad, pero ese sobresalto había sido muy significativo; al parecer no le había dicho a Juan que se le había sorprendido con las manos en la masa. A Justino le encantó el darse cuenta de que le llevaba ventaja a Durand, pero antes de tener tiempo de decidir lo que quería hacer, Juan se volvió y lo vio. Justino no pudo por menos de admirar la ecuanimidad de este hombre, porque no mostró ni el menor destello de sorpresa. En su lugar, sonrió y le hizo señas a Justino para que se acercara.

– No hay nada como un Día del Juicio para congregar a la multitud -dijo Juan con sequedad-, sobre todo cuando los pecados que se van a juzgar no son los tuyos. ¿Qué os ha parecido la ordalía, señor De Quincy?

Justino se encogió de hombros.

– Yo preferiría correr el riesgo con un jurado.

Juan se echó a reír.

– Yo también. Es mucho más fácil sobornar a un miembro del jurado que al Todopoderoso. Pero hablando de cosas más importantes, ¿habéis decidido venderme ese caballo?

– Todavía no, señor conde.

– No me hagáis esperar mucho. Puedo arrepentirme.

– No sé por qué, pero lo dudo, milord. -El discutir con Juan tenía un cierto atractivo, por tenso que fuera. Era como arriesgarse a caminar sobre un lago helado, sin saber si el hielo se resquebrajaría bajo sus pies. Pero tratándose de Durand, la hostilidad no tenía que ser tácita y Justino le dirigió al caballero una fría sonrisa-. Aparecéis inesperadamente una y otra vez, esté donde esté. Si yo fuera más suspicaz, me preguntaría si os habríais convertido en mi sombra.

– Muy extraño -dijo Durand en tono de mofa-, porque yo estaba pensando lo mismo de vos.

Una inmediata aversión surgió entre los dos hombres; una aversión tan fuerte que no le faltaba más que echar chispas. La mirada de Juan iba del uno al otro, con los ojos entornados.

– Supongo que venís en busca de mi señora madre, señor De Quincy. La encontraréis en el gran salón.

Estas palabras eran evidentemente una autorización para que Justino se retirara, y Justino así lo hizo. Tan pronto como se vio envuelto por la multitud, se dio la vuelta. Se movió con rapidez, andando de puntillas, para llegar a situarse detrás de Juan a tiempo de oírle decir en voz baja y airada:

– ¿Por qué no me dijisteis que os conocía, Durand? Ahora tendré que buscar en otro sitio.


Justino no había visto nunca un salón tan inmenso como el gran salón de Westminster, que databa del siglo XI; calculó que su longitud sería de unos doscientos pies, con una tercera parte de anchura y un techo que se elevaba hacia el cielo, sostenido por macizas columnas de madera. Había gente por doquier y tardó unos momentos en divisar a la reina. Leonor y otra persona estaban arrellanadas en un banco debajo de una de las ventanas, inmersas en lo que era evidentemente una importante conversación. Justino dirigió su mirada hacia ella, con la intención de ser visto y retirarse después, en espera de su llamada.

Al acercarse, se sintió desfallecer, porque quien estaba con Leonor era un obispo. La visión de aquella sobrepelliz blanca y la lujosamente ornada capa le produjo un gran desasosiego, al traerle desagradables recuerdos de su padre. ¡Con cuánta frecuencia había visto a Aubrey ataviado con esas mismas vestiduras, sin tener la menor idea de que este orgulloso príncipe de la Iglesia era de su propia sangre! El hombre que estaba en el hueco de la ventana era demasiado bayo y fornido para ser Aubrey; por lo menos no tendría que verse cara a cara con su padre. Pero en aquel momento el obispo se movió en su asiento y por primera vez Justino pudo ver su perfil.

Lo reconoció enseguida. El obispo de Coventry había visitado a su padre con frecuencia en el transcurso de los pasados años, aunque no creía que Aubrey considerara a Hugh de Nonant como un amigo. Deteniéndose un momento, miró fijamente al obispo, tratando de acordarse de si estaba presente cuando él irrumpió en el palacio del obispo y se enfrentó a su padre. Sus sentimientos habían sufrido tal conmoción que no podía confiar en sus recuerdos de aquella famosa noche. Pero sí recordaba vagamente a Hugh de Nonant al lado de Aubrey. Más vale prevenir que curar, se dijo a sí mismo, y se retiró lo más discretamente posible.

– ¿A quién estáis tratando de esquivar, señor De Quincy? -No había oído acercarse a Claudine y se asustó tan visiblemente que ella se echó a reír-. Debéis de tener remordimientos de conciencia -añadió- si vuestros nervios son tan frágiles. ¿Estáis buscando a la reina?

– Sí, lo estaba -contestó Justino-, pero no quería interrumpir su conversación con el obispo de Coventry.

– ¿Conversación? ¿Creéis realmente que están conversando? No. Lo que estáis observando es un juego de ajedrez verbal entre dos consumados maestros, cada uno de ellos poniendo a prueba las flaquezas del otro, dispuestos a sacar ventaja de cualquier descuido del contrincante para darle jaque mate.

– ¿Por qué tiene que ser la reina tan cautelosa con el obispo Hugh? -preguntó Justino con curiosidad, y recibió una respuesta que no fue particularmente tranquilizadora.

– ¿No lo sabéis? -preguntó Claudine, sorprendida-. La reina tiene razones más que suficientes para andar con cautela porque Hugh de Nonant y Juan son antiguos aliados. -Bajó la voz y añadió en tono confidencial-: Si he de decir la verdad, son como uña y carne, y eso quiere decir que el obispo no es amigo de Ricardo.

Justino guardó silencio unos instantes, mientras trataba de aceptar que la sombra de Juan pudiera extenderse hasta Chester. Cogió a Claudine del brazo y la llevó al hueco de la ventana más cercana.

– Quiero daros las gracias, demoiselle, por advertirme de que el hijo de la reina estaba mostrando demasiado interés por mí. Hombre prevenido vale por dos.

– Con Juan siempre es prudente mantenerse alerta -asintió Claudine.

– Vos lo conocéis mejor que yo, demoiselle. Con toda franqueza, ¿qué tipo de hombre es?

– Muy complicado, señor De Quincy, con más capas que un galápago y taimado como él solo. Creo que es el doble de inteligente que Ricardo, peligrosamente encantador cuando quiere serlo y simplemente peligroso cuando no quiere. -Estaban de pie, muy cerca uno del otro porque Justino no había quitado la mano del brazo de Claudine. La manera en que ésta lo miró era a un mismo tiempo divertida e íntima-. ¿Queréis saber el nombre privado que yo tengo para describir a Juan? -murmuró-: «El Príncipe de las Tinieblas».


Se había levantado un viento glacial y se desvanecía rápidamente la última luz solar cuando Justino miraba de reojo y con cautela a la reina mientras caminaban, porque había escogido para reunirse con él los claustros de San Esteban y a la vista estaba que no había recibido de buen grado su sugerencia de hablar dentro de palacio. Leonor parecía insensible al frío reinante, pero Justino no pudo por menos de notar el aspecto cansado que aparentaba. Había un distanciamiento entre ellos que Justino no había notado antes. Era como si la Leonor íntima se hubiera retirado a un lugar donde él no podía seguirla.

Su primera pregunta lo cogió por sorpresa.

– Os vi antes en el salón. Os apartasteis del obispo de Coventry como si fuera un leproso. ¿Por qué?

– Conoce a mi padre, señora, y pudiera suscitar su curiosidad el verme a mí aquí, sobre todo si sabe que estoy utilizando el nombre De Quincy.

Eso era verdad, en parte. No quería que se revelara su parentesco con Aubrey, pero no era la reputación de su padre lo que más le atañía. ¡Quién sabe lo que Juan sería capaz de hacer con una información de esta índole! No quería reconocer ante Leonor que abrigaba tremendas sospechas sobre su hijo, y esperaba que ella no siguiera investigando. Y no lo hizo.

– ¿Por qué habéis regresado a Londres, Justino? Confío que no sea para decirme que se han perdido las pistas.

– No, señora. He averiguado que uno de los asesinos pagados, un hombre conocido como Gilbert el Flamenco, ha huido de Winchester con dirección a Londres.

– ¿Gilbert el Flamenco? ¿Así que habéis logrado averiguar el nombre de ese hombre? ¡Excelente!

Justino se ruborizó de placer.

– Ojalá pudiera adjudicarme exclusivamente ese mérito, pero me han ayudado. Lucas de Marston pudo identificar al hombre cuando le dije que había visto una serpiente en el lugar de la emboscada. Al parecer Gilbert opina que las serpientes son buenas compañeras de crimen, porque se puede contar con ellas para asustar a la mayoría de los caballos y porque no hablarán.

La curiosidad de Leonor era tan viva en su ancianidad como lo había sido en los luminosos años de su juventud, y seguía deleitándose en lo nuevo e inesperado.

– ¿Una serpiente cómplice? -dijo asombrada, y a continuación soltó una carcajada-: Bueno ¿y por qué no? Después de todo, una serpiente fue la aliada de Lucifer allá en los tiempos del Edén. Hablando de aliados, ¿qué os ha hecho cambiar de opinión acerca de Lucas de Marston? La última vez que hablamos parecíais estar dispuesto a echarle la soga del verdugo.

– Fui demasiado precipitado, señora. Juzgué al hombre antes de conocer los hechos -dijo Justino cautelosamente, recordándose a sí mismo que Lucas merecía también el beneficio de la duda, respecto a cualquier sospecha que Durand hubiera suscitado, y le contó a la reina todo lo que había averiguado en su última incursión sobre el asesinato del orfebre.

Leonor le escuchó sin interrumpirle. Cuando terminó, se sacó del jubón la carta de Lucas al justicia de Londres. Le sujetó la antorcha para que pudiera leerla, deseando con todas sus fuerzas que diera su consentimiento para que el justicia le ayudara en la persecución del asesino de Gervase. Si rehusaba, lo haría él solo, sin quejarse, porque el orgullo mantendría sus labios sellados. Pero se sentía consciente de una incómoda sensación de picor en la nuca y le parecía ver, con el rabillo del ojo, el destello de un puñal. Porque Lucas tenía razón: Gilbert el Flamenco no era un enemigo a quien se pudiera despreciar.

– Una prudente precaución -asintió Leonor, con gran alivio de Justino-. A Marston le va a ir bien en la corte porque sabe cómo darle rodeos a la verdad y evitar así el tener que decir una flagrante mentira. Se expresa muy bien en la carta. Sin reparo alguno, entregádsela al justicia. Una vez que esté localizado el asesino, decidiremos cuál será la mejor manera de sonsacarle la verdad. Así que estáis convencido de que éste es un crimen de familia y no tiene nada que ver con el rey de Francia.

– No, no totalmente -contestó Justino, muy a su pesar.

– ¿Por qué no? Por lo que me habéis dicho, el hogar de los Fitz Randolph está plagado de secretos y el único ser a quien le falta un motivo para el asesinato es el gato del establo, ¿no es eso?

– Eso lo reconozco, señora. Pero se me viene constantemente a la memoria lo que oí durante la emboscada. Mientras el Flamenco cacheaba a Fitz Randolph, el otro forajido gritaba: «¿La has encontrado». Eso me deja perplejo, señora, porque Gilbert tenía ya la bolsa con el dinero. Entonces ¿qué buscaban?

Ninguno de los dos dijo «la carta», pero el eco de esas palabras parecía flotar en el aire entre los dos. Después de unos momentos de silencio, Leonor dijo:

– He convocado una reunión del Gran Consejo en Oxford, a finales de mes. Decidiremos entonces qué medidas tomar en relación con Ricardo. El tiempo nos apremia, Justino. Tenéis que capturar a ese Flamenco y averiguar si estaba pagado por los Fitz Randolph o por los franceses.

– Haré todo lo que esté en mi poder, señora. -Justino cogió de manos de la reina la carta de Lucas y la escondió dentro de su jubón-. Señora, hay algo más que creo que debéis saber. Tengo razones para creer que uno de los caballeros de vuestra corte me ha seguido hasta Winchester.

Leonor se había dado la vuelta para entrar de nuevo en el gran salón. Volviéndose otra vez súbitamente, estudió con detenimiento el rostro de Justino.

– ¿Uno de mis hombres? ¿Sabéis su nombre?

– Sí, lo sé, señora. Su nombre es Durand. -Justino no añadió que Durand era el espía de Juan. No había necesidad de acusar al hijo de la reina. ¿Qué otro podía ser?

Leonor frunció el ceño y Justino lamentó tener que causarle más preocupaciones cuando ya tenía tantas.

– Yo me ocuparé de Durand. Ocupaos vos del Flamenco -dijo la reina.

Era noche cerrada. Había pasado media hora desde que Justino escoltara a Leonor de regreso al gran salón. Pero él se había quedado fuera, sin hacer caso del frío ni del paso del tiempo. En la calma de la noche, le pareció oír otra vez las palabras de Juan: «Ahora tendré que buscar en otro sitio». Y la reina había dicho: «Ocupaos vos del Flamenco». Pero ¿quién se iba a ocupar de Juan?

Pasado un rato, salió de los claustros y entró en los jardines reales, desiertos y desolados ahora, con la tierra dura como una roca y estéril, y los arbustos marchitos a consecuencia de la helada. El escenario hacía juego con su estado de ánimo y empezó a caminar a lo largo de los senderos alumbrados sólo por las remotas y milimétricas estrellas. El jardín no tenía un laberinto, pero la vida de Justino se había convertido en uno, enredándole en verdades a medias, sospechas, pistas falsas y huellas que no llevaban a ninguna parte.

Oyó pronto el rumor del río, salpicando los muros del jardín. Apoyado en una de las jambas, estaba observando un transbordador que pasaba cuando oyó un ladrido detrás de él. Un lebrel venía a todo correr sendero arriba, seguido por un hombre con un manto gris ribeteado de piel de zorro. Justino se puso instintivamente en guardia, porque había algo en la manera de andar del hombre que le recordaba a Juan. Pero cuando se acercó el intruso, se relajó, al reconocer a Will Longsword.

– ¡Párate, Cinder!- La orden llegó en el momento justo porque el lebrel estaba a punto de lanzarse sobre Justino-, No esperábamos encontrar a nadie en los jardines a estas horas, de lo contrario lo hubiera llevado atado a la correa. Pero lo único que hubiera hecho es lameros hasta más no poder. ¡Justino de Quincy! ¿Cuándo habéis regresado de Winchester?

– Hace unas horas, milord. ¿Y cómo sabíais que yo estaba en Winchester?

Will apoyó su antorcha contra la pared del jardín y se inclinó para poner una correa de cuero en el cuello del animal.

– La reina me lo dijo. Me contó que ibais a la caza de los asesinos del orfebre. ¿Habéis tenido suerte?

Justino experimentó una sensación de alivio al oír que Will estaba enterado de su misión. El hermanastro de Juan tenía una bien merecida reputación de hombre íntegro y honorable y él necesitaba alguien en quien confiar. Sentía también una extraña sensación de afinidad con él por ser ambos bastardos. Aunque las semejanzas terminaban ahí, porque el padre de Will lo había reconocido públicamente y hecho educar con los hijos de Leonor. Pero Will seguía siendo un extraño, si bien un extraño próspero y respetado, y Justino podía hablarle con una franqueza que no habría podido tener con Leonor.

Informó a Will de la persecución a Gilbert el Flamenco y le agradó sobremanera que él, que era mayor, le alabara, sin reservas, por sus esfuerzos. Después de reflexionarlo un instante, le habló a Will de Durand. Aunque no tenía la menor duda de que Leonor era perfectamente capaz de lidiar con su desleal caballero, no estaría de más tener otro par de ojos que vigilaran a Durand.

A Will no le sorprendió la revelación.

– ¡Maldito sea! -exclamó, más para consigo mismo que para contestar a Justino-. La reina me confió, no hace mucho tiempo, que sospechaba que Durand era cómplice de Juan. ¡Más tonto he sido yo por hacerle la vista gorda a su doble juego!

Justino se preguntó a cuál de los dos hombres se refería, si a Durand o a Juan. Pero ahora que Will había hablado abiertamente de Juan, decidió aprovechar esta oportunidad, que tal vez no volviera a surgir otra vez.

– Milord, ¿puedo hablaros con franqueza? Lord Juan ha estado mostrando gran interés por mí, más del que yo habría deseado. Como os pasa a vos, creo que Durand estaba en Winchester a instancias de él. Me encuentro en desventaja en esta persecución porque no sé qué es lo que quiere de mí. ¿Lo sabéis vos?

A eso se le podía llamar hablar con franqueza, pues tenía la impresión de que Will era un hombre que apreciaba esta cualidad. El hermano de Juan le miraba receloso.

– Os puedo decir lo que sospecho -dijo lentamente-, Pero esto ha de quedar entre nosotros dos. No quisiera que se hiciera uso de mis palabras para desacreditar a Juan, sobre todo cuando no tengo pruebas, sólo sospechas. ¿Me lo podéis jurar?

– Lo juro, milord.

Inclinándose, Will acarició la sedosa cabeza de su perro y a Justino le pareció oírle suspirar.

– No es ningún secreto que Juan desea la corona que pertenece a su hermano. Y si está tan inextricablemente enredado en la tela de araña del rey de Francia como tememos, es muy probable que esté enterado de la cautividad de Ricardo, porque ésa es una noticia que Felipe no puede por menos de compartir. Creo que sí lo sabe y que está tratando de averiguar si la reina lo sabe también.

– ¿Y por qué tiene eso tanta importancia para él?

– Mientras el paradero de Ricardo siga siendo un misterio, Juan puede sembrar rumores con total impunidad y encontrar quien esté dispuesto a creerlos. Hasta ahora ha estado contando con sus agentes y espías para hacer circular estas historias de la muerte de Ricardo. Pero pronto va a tener que declarar todo esto él mismo. Y sería muy violento, por no decir algo peor, que la reina Leonor pudiera ofrecer pruebas de que Ricardo está vivo. Estoy seguro de que ésa es la razón por la que tiene tanta curiosidad acerca de esa carta que le entregasteis y vuestras subsiguientes misiones en interés de la reina.

– Gracias, milord, por ser tan franco.

– Teníais derecho a saber todo esto -dijo simplemente Will. Chasqueando los dedos en dirección al lebrel, se dio la vuelta para marcharse-. Siento tener que deciros, muchacho, que estáis atrapado entre dos cazas separadas, una la persecución de un asesino y la otra la búsqueda de un trono.

Justino permaneció un momento junto al pretil del puente, observando cómo el resplandor de la tea de Will se iba debilitando. Había demasiados participantes en este juego -el Flamenco, el hijo de la reina, la propia reina, posiblemente hasta el rey de Francia- y las reglas cambiaban continuamente. Era grave y perturbador pensar que una equivocación suya podía prolongar el cautiverio de Ricardo Corazón de León.

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