Febrero de 1193
– ¡No! -Justino dejó el vaso con tal fuerza sobre la mesa que la cerveza se derramó por todas partes-. ¿Has perdido la razón, Nell? No te permitiré que vayas a una distancia de menos de un kilómetro de Gilbert el Flamenco, ni siquiera cuando lleve muerto seis meses y esté a seis pies bajo tierra.
Nell arqueó una ceja.
– ¿Es que tengo que recordarte que no eres mi marido? Y ciertamente tampoco mi padre. Así que a no ser que seas un ángel del Todopoderoso disfrazado, ¿qué derecho tienes tú a prohibirme que haga nada?
Justino frunció el ceño, pero el argumento de Nell era irrefutable.
– Ningún derecho -aceptó-. Pero no es que me esté entrometiendo en tu vida, Nell, estoy simplemente tratando de salvarla. Creo que no te das cuenta de lo peligroso que es un hombre como el Flamenco.
– ¿No? Y ¿quién te remendó después de tu propio encuentro con el Flamenco? -Con los brazos en jarras, Nell fulminó a Justino con la mirada, pero casi inmediatamente se suavizó-. Sé que lo dices con la mejor intención, Justino. Pero no tienes necesidad de preocuparte por mí. No voy a intentar competir con el Flamenco ni mi camino se va a cruzar con el suyo. Es a su ramera a la que voy a tratar de atraerme y, por supuesto, espero que estéis todos por los alrededores.
– Puedes contar con eso, muchacha -dijo Lucas, con tanto entusiasmo que Justino se dio cuenta de que había adoptado la idea de Nell como si fuera la suya propia.
En cuanto a Jonás, Justino no dudó ni por un momento de que sería partidario de jugarse un cordero para cazar a un lobo. Encontrándose superado en número y en votos, Justino no tuvo más remedio que reconocer que no le gustaba la idea, pero interiormente se hacía el firme propósito de no perder de vista a Nell, pasara lo que pasara.
Gunter no estaba menos preocupado que Justino y lo suficientemente inquieto como para abandonar su acostumbrada reticencia.
– No tengo nada que decir sobre esta cuestión. Pero, no obstante, debo manifestar mis temores. Nell, te pido que reflexiones sobre tu ofrecimiento. Este Flamenco es un demonio, un hombre despiadado, que mata por el placer de matar. ¿Por qué se te ha ocurrido exponerte a un riesgo así?
– Por dinero, por supuesto -Nell le sonrió a Gunter pacientemente-. Después de todo, se paga a los espías. Hasta a veces ofrecen recompensas por capturar a algunos criminales. ¿No es así? -les preguntó a Jonás y a Lucas, guiñando los ojos hasta que los dos asintieron-. Así que ya veis, Gunter, será una asociación de la que todos sacaremos provecho. Ellos consiguen lo que quieren: ver a Gilbert el Flamenco en la horca; y yo el dinero que necesito para mi Lucy. ¿Puede haber un objetivo más digno de consideración que ése?
Gunter refunfuñó entre dientes con expresión sombría.
– Todas las madres desean lo mejor para sus hijos. Pero ¿qué pasará si el plan no sale bien? ¿Qué harás si te encuentras frente a frente con el Flamenco? ¿Cuál será entonces la suerte de Lucy?
A pesar de su firme determinación, las palabras de Gunter estremecieron a Nell. ¿Qué pasaría si tuviera mala suerte y muriera a manos del Flamenco? No era fácil para un huérfano salir adelante. ¿Podría contar con su prima para que se ocupara de Lucy? Por espacio de unos momentos Nell vaciló, pero después decidió no prestar atención a estas dudas de última hora.
– No puedo negar que haya en esto un riesgo. Pero los riesgos forman parte de la vida como el aire que respiramos. Puedo poner el pie en un clavo herrumbroso esta misma noche, se me puede infectar y puedo morir antes del fin de semana. Yo confío en que estos hombres me protejan del peligro. ¿Tengo razón en albergar esa confianza? -dijo en tono desafiante, y recibió la respuesta que esperaba, palabras tranquilizadoras de Justino, de Lucas e incluso de Jonás de que su fe en ellos estaba plenamente justificada.
Lucas añadió, temerariamente, que no correría ningún peligro. Pero ni Justino ni Jonás se hicieron eco de esa declaración, porque el primero no lograba deshacerse de una sensación de aprensión y el segundo sabía que hasta la promesa más sincera podía quedar hecha jirones por obra de un afilado cuchillo.
Cuando no se celebraban actos litúrgicos, la catedral de San Pablo se usaba para otros fines más profanos. La nave, conocida como el Paseo de San Pablo, era el lugar favorito de reunión de los ciudadanos que iban en busca de gangas, de cotilleo o de refugio del desapacible tiempo invernal. Aunque todo esto ocurría con la censura del cabildo y demás miembros de la comunidad eclesiástica, que intentaban impedir que la gente exhibiera sus mercancías para la venta, en esta mañana gris de un martes de febrero la catedral estaba abarrotada de vendedores ambulantes y sus clientes. Junto a la «columna de hombres dispuestos a prestar sus servicios», jóvenes con aspecto aburrido deambulaban de un lado a otro con la esperanza de encontrar empleo. Cerca de allí, los abogados celebraban consultas con sus futuros clientes, mientras los revoltosos mozalbetes jugaban al corre que te pillo, a pesar de las indignadas reprimendas de sus irritados padres o de quienes se ocuparan de ellos.
La mirada de Justino se fijó una y otra vez en el extremo occidental de la nave, donde los escribas sentados ante pequeñas mesas de madera, alquilaban los servicios de sus plumas de ganso, como los soldados hacían con sus espadas. Si no se hubiera tropezado con aquel notorio asesinato en el camino de Alresford, él estaría también probablemente sentado ante una de esas mesas, trabajando para ganarse el pan, con la escritura de cartas y testamentos.
– Tengo la impresión de que llevo anteojeras -se quejó Lucas, pero aun así mantuvo su capucha prudentemente puesta para ocultar la cara. Echándole una ojeada al perfil de Justino, igualmente cubierto, bromeó-: No me gusta deciros esto, De Quincy, pero dais la impresión de que os acabáis de escapar de un lazareto.
Justino manifestó su asentimiento, porque el único manto con capucha que pudo encontrar en el escaso tiempo de que dispuso fue una prenda demasiado grande, de color indefinido, de arpillera, tejido burdo y áspero al tacto.
– ¡Mira quién fue a hablar! -respondió Justino-, porque vos tenéis el aspecto de quien deambula por un cementerio a medianoche. -Escudriñando de nuevo la nave, meneó la cabeza con gesto de frustración-. ¿Dónde diablos está Jonás? ¿Qué pasa si no llega a tiempo?
– Si no hay más remedio lo dejamos para otro día. Pero no creo que fracase. Tuvimos suerte de que Aldred oyera decir a Nora que estaría en la catedral de San Pablo esta mañana. Creo que volveremos a tener suerte. Debéis… -Lucas se interrumpió a mitad de la frase-. Veo a Jonás entrando por la puerta de «Si Quis». -Pero a continuación profirió un leve juramento-. ¡Demonios, viene solo!
Envuelto en una capa negra, Jonás se fue abriendo paso hasta que llegó a ellos, respondiendo enseguida a sus inquietas preguntas con total compostura.
– Le mandé un recado diciéndole que se tenía que encontrar conmigo en la catedral de San Pablo. Y vendrá.
Justino no compartía su confianza.
– Debí encerrar a Nell con llave y candado en el sótano y acabar con esto -murmuró, dirigiendo una sombría mirada hacia donde se encontraba Nell, que regateaba insistentemente con un vendedor el precio de una pieza de lino. Estaba a menos de diez pies de su blanco, pero Justino no la había sorprendido mirando una sola vez a Nora. Tenía que reconocer que Nell hacía esto mejor de lo que él se habría podido esperar.
Su mirada se volvió a concentrar en Nora, porque no tenía el aspecto que él le habría atribuido. Se había imaginado a una mujer cuya apariencia delatara descaradamente su profesión, exageradamente exuberante y voluptuosa y demasiado maquillada y empolvada, como una fruta que hubiera madurado más de lo debido. En lugar de eso, era como Aldred la había descrito: guapa, con un colorido más bien rubio y a la moda, y unos atractivos hoyuelos en las mejillas. Justino nunca la habría tomado por una ramera de Southwark, y menos aún se la habría imaginado en el ejercicio del acto sexual con el brutal y despiadado Flamenco. Sería como unir una serpiente a un pájaro cantor.
Lucas miraba también con admiración a Nora.
– Nunca creí que al Flamenco y a mí nos gustara el mismo tipo de mujer. ¡Estaba convencido de que las buscaría escarbando en las pocilgas! -Volviéndose a Jonás, dijo en tono de duda-. Y ese hombre tuyo, ¿estás seguro de que no nos va a dejar plantados?
– Felipe el Zorro es el mejor ladrón que he conocido en mi vida. Lo suficientemente hábil para desplumar a una paloma sin dejar ni una sola pluma que lo delate y lo suficientemente espabilado como para darse cuenta de que esta habilidad podría hacerlo terminar en la horca antes o después. Ahora está tomando parte en las carreras de los viernes en Smithfield y gana con la suficiente frecuencia como para estar muy solicitado. Si fracasa de vez en cuando, yo todavía no lo he visto. Cuando le pica el gusanillo, se lo rasca al otro lado del río en Southwark, donde no tiene efecto la autoridad del justicia.
– Es una pena que todos los delincuentes de Londres no sean tan complacientes -dijo Lucas secamente, y Jonás se encogió de hombros.
– ¿No habéis oído decir que nadie tira piedras a su propio tejado? Pues bien, Felipe el Zorro sabe muy bien que no puede tirarlas al mío. Y hablando de Felipe, aquí lo tenemos, como bien os dije. Debéis saber ya a estas alturas que nunca prometo lo que no puedo cumplir.
Por un instante, a Justino le pareció que estaba viendo un fantasma deslizándose hacia ellos a lo largo de la nave, porque Felipe el Zorro tenía el mismo color pelirrojo y la misma constitución del espía de dos caras Pepper Clem. Pero cuando Felipe se acercó más, Justino se dio cuenta de que cualquier parecido era pura ilusión. Felipe era mucho más joven que Clem y posiblemente más joven que el propio Justino. Aunque bajo de estatura como Clem, no tenía nada de la dejadez del raterillo, ni la postura gacha y flácida del que está acostumbrado a perder. Felipe tenía un cuerpo delgado y atlético, tan alerta y ágil como el habitante de los bosques cuyo nombre llevaba. La masa de su pelo revuelto y rojizo se parecía al rabo de un zorro, y sus ojos -de un color castaño claro, sesgados hacia arriba en los extremos- eran extrañamente atractivos, resueltos y de mirada firme. Si el desventurado y torpe Clem había sido la presa de la naturaleza, este joven enjuto y vigilante era indudablemente un ave de presa.
A Justino le impresionó el que Felipe no hiciera ninguna de las nerviosas protestas de inocencia que una llamada de Jonás pidiéndole que compareciera podía fácilmente provocar. Se limitó a un cauteloso: «¿Queríais verme?».
Jonás movió bruscamente la cabeza y Felipe los siguió hacia un lugar menos visible en el pasillo de al lado.
– Éste es Lucas de Marston, el auxiliar del justicia de Hampshire. -Y mirando a Justino, Jonás añadió esbozando una sonrisa-: Y Justino de Quincy, que responde solamente ante la reina y Dios. Quiero presentaros a los dos a Felipe de Aldgate, conocido también como Felipe el Zorro, el mejor ladrón de Londres.
– No lo soy ya -objetó Felipe con serenidad-. Ahora soy un ciudadano respetuoso de la ley.
– Por mucho que esto me satisfaga, no dejaría de ser una pena que tus dones se enmohecieran por falta de uso. Así que sugiero que los pongas en práctica en bien de la Corona. ¿Ves a aquella mujer que lleva el manto azul? Quiero que le robes el monedero.
Justino sospechaba que a Felipe no era fácil sorprenderle, pero Jonás lo había logrado. Los ojos de reflejos dorados del muchacho se abrieron de par en par.
– Estaréis hablando en broma, ¿no?
– ¿Se me conoce por mi buen humor? Cuando se mueve, se le ve la bolsa del dinero colgándole del cinturón. Después de que la hayas mangado, quiero que se la entregues a esa joven que está allí donde te señalo con la mano.
La mirada de Felipe pasó de un rostro a otro. Una vez convencido de que estaban hablando en serio, permaneció en silencio unos momentos.
– Es muy amable por vuestra parte querer incluirme en este plan vuestro tan interesante. Pero me parece que no voy a formar parte de él por divertido que parezca.
– Piénsalo bien -dijo Jonás con calma-. Hazlo por mí y te devolveré el favor. ¿Deseas realmente rechazar lo que te hemos pedido?
– No, supongo que no. -Cuando miró de nuevo a Nora, lo hizo de manera calculadora y profesional-. ¿Queréis sólo el monedero?
Cuando Jonás asintió, Felipe se volvió para marcharse. Lucas le cogió apresuradamente del brazo.
– ¿Quieres que alguno de nosotros provoque alguna distracción?
– No será necesario -contestó Felipe, demasiado cortésmente para el gusto de Justino y de Lucas, porque les pareció notar un oculto regocijo en su voz, una absoluta certeza que estaba muy cerca de la arrogancia. Mientras ellos lo observaban, él se fue dando un paseo por la nave en dirección a Nora. Justino pensaba que se tropezaría con ella y llevaría a cabo su misión en la confusión que se originaría. Pero apenas parecieron rozarse uno a otro y su contacto fue tan breve e intrascendente que ni siquiera se precisaron perdones. Justino sintió una aguda sensación de desencanto. Felipe había fracasado en su primer intento. ¿Cuántos más necesitaría antes de despertar las sospechas de Nora?
– Se echó atrás como un caballo asustado -susurró Lucas entre dientes-, ¿Y éste es tu ladrón perfecto, Jonás?
– Ciertamente lo es -contestó Jonás complacido y mientras Justino y Lucas observaban la escena asombrados, Felipe se dirigió a Nell, pasó por donde estaba ella y siguió su camino. Miró una vez hacia atrás, hizo una mueca de triunfo y se mezcló con la multitud, dejándolos a todos maravillados ante un juego de manos tan hábil que ni lo habían visto ni eran capaces de explicar cómo había tenido lugar, aunque lo estaban observando con la misma intensidad con la que los gatos miran una ratonera.
Ni Justino ni Lucas habían visto a Felipe pasarle el monedero a Nell. Pero ahora ésta se estaba inclinando y se enderezó después con la bolsa en la mano y una expresión de asombro en el rostro. Miró a la gente que tenía alrededor, cerca de ella, y se aproximó a Nora. Parados hombres era como mirar una obra de teatro sin diálogo. Pero aun así era fácil seguir el argumento.
Al ver la bolsa del dinero Nora dio un grito ahogado de asombro y rebuscó por entre los pliegues de su manto. Nell hizo un gesto indicando el lugar donde fingió haber encontrado la bolsa. Unos minutos después estaban las dos charlando con gran animación. Y cuando Nora finalmente se volvió hacia el impaciente vendedor, le mostró a Nell el tejido para ver qué le parecía. Nell meneó la cabeza enfáticamente indicando una pieza de lana de color rojizo. Por un instante, miró en dirección al lugar donde estaban los hombres. Aunque no podía estar seguro, a Justino le pareció que había guiñado un ojo.
Echaron a cara o cruz la cuestión de quién seguiría a Nell y a Nora. Lucas ganó, Jonás fue a ocuparse de otras cosas y Justino regresó a Gracechurch Street. Gunter estaba cuidando de Lucy y de Shadow y Justino pasó inquieto toda una hora en compañía de los tres hasta que se marchó a la taberna en espera de noticias.
Nell volvió muy excitada a última hora de la tarde, con el rostro aterido de frío. Había compartido ya con Lucas todo lo que sabía, pero estaba encantada de volver a relatarlo para que lo oyera Justino. La taberna estaba abarrotada, pero en lugar de sustituir al agobiado Ellis, pidió cerveza y empezó su narración con gran entusiasmo.
Nora y ella habían pasado la tarde juntas, curioseando por las tiendas de la Cheapside, parándose para comer en una fonda a la orilla del río. Se entendieron estupendamente, confesaba Nell muy radiante, y quedaron en volverse a ver dos días después. No, por supuesto no se había enterado aún de nada acerca del Flamenco. Qué esperaba Justino de ella, ¿milagros? Debía ir con mucho tiento al principio y no hacer nada que despertara sospechas en Nora. Porque de eso sí se había enterado hoy mismo: Nora no tenía un pelo de tonta.
– Aldred tenía razón. Esta es una mujer con secretos. Estaba muy agradecida de que yo hubiera recuperado su monedero y no dio la impresión de estar midiendo sus palabras conmigo. No obstante, me contó muy poco de sí misma. Necesitaré tiempo para ganarme su confianza.
Esto no era lo que Lucas quería oír, porque le parecía que sus días en Londres se iban desgranando como la arena en un reloj.
– Dices que no te contó nada útil, pero de lo que me cuentas saco la impresión de que a ninguna de las dos os faltaron las palabras, con más cháchara que dos cotorras. Entonces ¿de qué hablasteis?
– Hablamos principalmente de hombres, que Dios los proteja, de lo tontos que llegan a ser. -Nell sonrió de una manera tan insulsa que no estaban seguros de si hablaba en broma o en serio.
Los días que siguieron fueron una dura prueba de paciencia para Lucas y Justino. Tomaron por turno seguirle la pista a Nell, mientras ella y Nora exploraban la ciudad y los contornos de su recién descubierta amistad. Cuando Nora estaba libre, se iban a comer juntas a una venta, iban a ver las carreras de caballos de los viernes en Smithfield, visitaban el mercado de Eastcheap y hasta presenciaron una pelea de gallos. Y por fin empezaron, con exasperante lentitud, a intercambiar confidencias.
Nell había sido franca desde el principio al contar la vida que se había inventado ella misma con ayuda de sus compañeros. Se hacía llamar «Bella». Bella aseguraba ser la esposa de un hombre autoritario, mayor que ella, un fabricante de velas que tenía como clientes a la mitad de las iglesias de Londres. No era un matrimonio feliz; había soltado suficientes indirectas para asegurarse de que Nora se había dado cuenta de su descontento. Desgraciadamente para Nell y sus compañeros de conspiración, Nora era mucho más parca en lo referente a detalles de su propia vida íntima. Nell tardó más de una semana en enterarse de algún detalle del pasado de la otra mujer.
– Ha tenido una vida difícil -le contó Nell a un auditorio muy atento-. A los quince años la sedujo un comerciante inglés que estaba en Dublín en viaje de negocios. Cuando regresó a su país se la llevó con él a Londres; le prometió que se casaría con ella, pero se olvidó de mencionar que estaba ya casado. Así que alojó a Nora en una casita, mientras Nora trataba de convencerse a sí misma de que, pasado algún tiempo, dejaría a su mujer para irse a vivir con ella. No sucedieron así las cosas, sino que la dejó embarazada y cesó de pagar el alquiler de la casa. Arrojada a la calle, sufrió un aborto y perdió el niño. No me contó nada más. Me ha reconocido que se gana la vida trabajando de puta.
Justino sintió gran compasión por esa joven irlandesa, sola en una ciudad extraña, sin parientes ni amigos a quienes acudir en busca de ayuda.
– No es de extrañar que esa pobre chica se haya convertido en una ramera. ¿Con qué otra cosa puede comerciar si no es con su cuerpo?
– Y por si eso fuera poco, se vio envuelta en la red de ese engendro del demonio apodado el Flamenco. -Lucas meneó la cabeza-. La única suerte que tiene la desdichada es la mala suerte, ¿no es así?
Nell se echó hacia atrás en su asiento mirándolos con ojos resplandecientes y burlones.
– ¿Sois ambos siempre tan compasivos con las prostitutas o solamente con las que tienen el pelo rubio y las pestañas rizadas?
Lucas y Justino intercambiaron miradas de perplejidad.
– Tú misma dijiste, Nell -dijo Justino en tono de protesta-, que Nora ha tenido una vida muy dura. Si he de decir la verdad, lo que a mí me sorprende es que tú parezcas tener tan poca compasión por la muchacha.
– Bueno, a mí no me sorprende que a Justino le sobre tanta compasión. Pero no esperaba que tú, Lucas, fueras tan confiado. Sé que hay muchos hombres que tienen una fe conmovedora en putas con corazones de oro. Pero nunca creí que pudiera encontrar a un auxiliar de justicia entre ellos. ¿Puede ser que algunas de estas legendarias criaturas se encuentren en Winchester?
Jonás soltó una carchada y casi se atragantó con la cerveza. Justino y Lucas se enfurecieron, Lucas rechazando vehementemente la acusación de ser «confiado» y Justino exigiendo que Nell le dijera por qué le sobraba tanta compasión.
– Han abusado de esa pobre mujer. ¿Cómo, por lo menos, no te conmueve su triste historia?
– Tal vez porque no la creí como el Evangelio.
Los dos hombres se volvieron a mirar.
– ¿Crees entonces que es todo mentira?
– No, todo no. Es muy posible que su amante de Londres la abandonara. Pero ni aun teniendo sólo quince años, puedo creer que fuera tan inocente como ella dice. Y si el embarazo terminó en aborto, creo muy probable que la razón fuera que encontró a una comadrona que sabía qué hierbas pueden terminar con un embarazo. En cuanto a lo de ser arrojada al arroyo sin un penique en el bolsillo, eso tampoco me lo creo. Nuestra amiga Nora es capaz de enseñarle a un gato cómo caer de pie.
– ¿Por qué juzgas con tanta dureza a esa mujer, Nell?, ¿consideras realmente un pecado imperdonable el ganarse la vida haciendo de puta?
– No, no lo considero -insistió-. Para muchas mujeres ésa es la única manera de llevarse un pedazo de pan a la boca y a la de sus hijos. Justino, tú siempre eres espabilado. ¿Por qué ahora te muestras tan lento en captar lo que estoy diciendo? Yo no desconfío de Nora por ser una prostituta de Southwark, como no confiaría en ella si fuera la mujer del alcalde. Cuando dije que había tenido una vida dura, lo dije en serio. Pero la lluvia cae lo mismo sobre los buenos que sobre los impíos, ¿no es verdad?
– ¿Y Nora es uno de los impíos?
– Sí -dijo firmemente-. Creo que lo es. Tal vez tenga una sonrisa angelical y una voz suave y melodiosa, pero tiene pedernal donde debía tener corazón. Después de pasar una semana en su compañía, os puedo decir acerca de vuestra «pobre muchacha» que pone en primer lugar a Nora y a nadie más que a Nora. ¿Os acordáis de cuando estábamos tratando de adivinar por qué se había liado con un asesino como el Flamenco? Pues bien, yo diría que por lo que puede sacarle.
Justino se sumió en un preocupante silencio. Si Nell tenía razón acerca del egoísmo y falta de escrúpulos de Nora, eso suponía que el peligro era doble al proceder de dos personas: el Flamenco y su puta.
Justino llegó a la taberna a media mañana porque Nell había quedado con Nora en el mercado de Westcheap a las doce. La acompañaría parte del camino y después seguiría a las dos mujeres a una discreta distancia, envuelto en uno de esos mantos con capuchón de aspecto indefinido que había comprado especialmente con esta idea.
Estaba de mejor humor esta mañana porque la labor de investigación de Nell parecía estar produciendo al fin resultados. Nora había empezado a mencionar a un amante misterioso y anónimo y a presumir de los generosos regalos que recibía de él y de cómo estaba pendiente de todos sus deseos. Añadió que estaba fuera en viaje de negocios, pero que esperaba que no tardara mucho en regresar.
Jonás había puesto fin a la caza oficial de Gilbert. Sus hombres ya no frecuentaban las tabernas ni interrogaban a los propietarios de los «estofados» en busca del Flamenco y había hecho circular el rumor de que creían que Gilbert se había ido de Londres. Así que renacieron sus esperanzas al oír de boca de Nell las observaciones casuales sobre el regreso de su amante. ¿Quería esto decir que su estratagema había dado resultado? ¿Creería ahora el Flamenco que no había peligro en salir a la superficie otra vez?
Al ver a Nell, Justino se quedó boquiabierto.
– ¡Santo Dios! ¿qué te ha pasado?
– Tiene muy mal aspecto, ¿verdad? -Nell levantó una vela a la altura de su cara para que Justino pudiera ver mejor su ojo amoratado-. Podrías jurar que fue obra del puño de un hombre -dijo muy ufana-. ¿Quieres saber cómo lo hice? Primero me unté de polvo negro el contorno del ojo y después apliqué una ligera capa de ceniza. Por último, me puse una capa espesa de polvos, como haría una mujer que quisiera ocultar lo ocurrido.
– Muy bien logrado -asintió Justino-. Pero nunca hemos hablado de esto, Nell. ¿Qué estás tratando de hacer?
– Yo también me he cansado de esperar. Cuando tropecé en las escaleras ayer y me hice un cardenal en la muñeca, tuve una idea. Ahora que hemos encontrado el sitio donde pescar, ha llegado la hora de que echemos el anzuelo.
Nell y Nora estaban sentadas a una mesa plegable en la taberna de una bocacalle de Watling Street. Estaba mal alumbrada por velas de sebo que despedían un olor fuerte, sus paredes encaladas estaban ennegrecidas por el humo y la estera que cubría el suelo mugriento, lleno de barro y cagadas de ratón. Pero Nora había sugerido este lugar porque servían comidas. Las dos mujeres habían pedido una empanada de anguila caliente acompañada de vino y el aroma que despedía era apetitoso. Pero Nell estaba demasiado nerviosa para tener muchas ganas de comer y Nora estaba absorta observando el ojo amoratado de Nell y el cardenal en la muñeca.
– ¿Ha sido tu marido quien te ha hecho esto?
Nell hizo un gesto afirmativo con la cabeza, desviando la mirada. Por espacio de un segundo, no logró recordar qué nombre le habían dado. Lo había escogido Justino, el nombre de un molinero muy agarrado que vivía en Winchester. ¿Adán? No, Abel.
– Se pone de un humor de mil diablos cuando bebe -masculló Nell entre dientes, echándose un buen trago de vino. ¿Debería decir más? No, había hecho bastante con quejarse de su carácter agrio y su manera mezquina de comportarse. Que los moratones hablaran por sí mismos.
Nora estaba frunciendo el ceño y a punto de hablar, pero las interrumpió de nuevo otro cliente, éste muy tímido, apocado con su gorra de lana agarrada por unas manos encallecidas por el trabajo, mientras les ofrecía, tímidamente, invitarlas a más vino. Aunque era bastante frecuente que las mujeres acudieran a menudo a las tabernas de su vecindad, Nora y Nell eran demasiado jóvenes y guapas para no llamar una atención que no deseaban. Nora despidió al hombre de una manera agria, acompañada de improperios. A pesar de que parecía tan recatada como una novia virginal, dominaba un lenguaje plagado de invectivas que podrían muy bien envidiar carreteros y marineros. Al ver retirarse al hombre, abochornado, Nell no pudo por menos de sentir compasión por él. Pero al menos no las molestaría más; los ecos de la despreciativa bronca de Nora resonaban por toda la taberna.
– ¿Te pasa esto con frecuencia, Bella?
Nell se encogió de hombros.
– A Abel le gusta su cerveza y es difícil de satisfacer hasta cuando está sobrio. -Por primera vez se sintió vagamente incómoda al fingir una amistad como ésta; la compasión de Nora parecía genuina-. Lo peor de todo es que me maltrata delante de los demás, llamándome «puerca» y «vaca estúpida», sin importarle que los criados o Joel le oigan.
– ¿Joel? No has mencionado nunca a Joel.
– ¿No lo he mencionado? -Nell jugueteó nerviosamente con su servilleta-. Joel es el empleado de Abel. Sólo Dios sabe por qué no se marcha, porque Abel le paga cuatro perras gordas y descarga también en él su mal humor. Una pena, porque a Joel le iría muy bien si se estableciera él solo. Fue idea suya añadir perfume al jabón francés. Te dije que Abel vende jabón además de velas, ¿verdad? Pues bien, el jabón francés se hace hirviendo grasa de cordero con ceniza de madera y sosa cáustica. Después de que Joel convenciera a Abel de que lo perfumara con agua de rosas, las ventas aumentaron. Procuraré acordarme de traerte alguna pastilla cuando nos volvamos a ver.
– Gracias -dijo Nora distraídamente. Los ojos azules que habían fascinado tanto a Justino y a Lucas eran demasiado astutos y rebosantes de complicidad para el gusto de Nell, y ésta continuó con los ojos fijos en el arrugado mantel-. ¿Es joven ese Joel? -Cuando Nell asintió, una sonrisa cínica empezó a juguetear en los labios de Nora-, ¿Así que te gusta?
Nell levantó la cabeza:
– ¿Y qué si me gusta?
– Cálmate, chica, no te estoy censurando por tener un capricho. ¿Qué mujer no prefiere un cordero joven a una cabra vieja? ¿Qué piensas hacer tú con esto?
– ¿Y qué puedo hacer? No voy a fugarme con Joel, nos moriríamos los dos de hambre. Los días que Abel va a su gremio, disfrutamos de un tiempo juntos en la tienda, en el cuarto de atrás. Nos arreglamos como podemos, pero si Abel nos pillara… -Fue bastante fácil fingir un estremecimiento. Nell había tenido siempre una imaginación desbordada y era capaz hasta de suscitar un poquito de compasión por la pobre y desdichada Bella, atrapada en un matrimonio desgraciado y a punto de salir del fuego para meterse en las brasas.
– ¿Y para qué esperar a que se te caiga encima el tejado?
– ¡Ya te lo he dicho, Nora, porque no nos podemos fugar! ¿O eres tú una de esas tontas que creen que la gente puede vivir sólo de amor?
Nora se echó a reír.
– ¡Cuando los gatos gasten zapatos! Me parece a mí que tu problema es Abel. Deshazte de él y tu problema estará resuelto, así de simple.
Nell se apretó el manto alrededor de los hombros porque sintió de repente unos escalofríos que le helaban los huesos. Creyó que tenía calada a Nora, pero no había esperado oír a la mujer sugerir un asesinato con la misma calma que si estuviera pidiendo que le trajeran más vino.
– ¿Y cómo puedo hacer eso, Nora? -dijo con todo el sarcasmo de que fue capaz-. ¿Ahogarle con la almohada mientras está dormido?
Nora alargó la mano para coger el vino.
– Creo que podemos hacer algo mejor…
El pulso de Nell se aceleraba por momentos.
– Nora, ¿estás hablando en serio?
Nora tomó un sorbito de vino, sonriendo.
– Depende. ¿Te interesa realmente que lo haga?
– Tal…, tal vez. Si lo quisiera, ¿me podrías ayudar?
– No. Pero conozco a alguien que podría hacerlo. A Giles se le da muy bien eso de resolver problemas como el de Abel. Pero tiene que merecerle la pena, ya sabes a lo que me refiero. ¿Estás en posición de hacerlo, Bella?
Nell bajó la vista apresuradamente para que Nora no viera el destello de placer que le asomaba a los ojos. Giles ¿sería el mismo? Del mismo modo que ella había escogido deliberadamente un nombre parecido al suyo, lo podía haber hecho Nora. Cogiendo su servilleta, se la llevó a la boca para ocultar su sonrisa.
– Creo que sí -contestó lentamente-. Como te he dicho, a Abel le van muy bien los negocios y ahorra casi todo lo que gana. Pero todo esto me está resultando demasiado rápido. Tengo que saber algo más.
La sonrisa de Nora era tan fría como para helarle la sangre a uno.
– Lo único que necesitas saber -dijo- es que Giles puede hacer por ti lo que tú misma no te atreves a hacer si estás dispuesta a pagar su precio. ¿Lo estás, Bella?
Nell exhaló un profundo suspiro.
– Sí -dijo-, lo estoy.
– ¡Ha mordido al anzuelo! -gritó Nell echándole los brazos al cuello a Justino, abrazándolo con alegría-. ¡Sugirió asesinarlo, mientras nos comíamos la empanada de anguila!
Como Justino estaba esperando a que Nora se perdiera totalmente de vista, antes de acercarse a Nell, le inquietaba que ésta le abordara tan expresivamente en público. La cogió del brazo y la llevó a un lugar más escondido, en un callejón cercano.
– ¿Mencionó el nombre de Gilbert?
– Lo llamó Giles, pero ¿qué otra persona puede ser? ¿Con cuántos asesinos puede estar la mujer compartiendo su lecho?
– Entonces, ¿crees que sabe dónde está?
Algo del optimismo de Nell se desvaneció.
– Desgraciadamente, no. Me ha explicado que Giles «ha estado tratando ele pasar inadvertido, esperando que la tormenta amainara», así que ella no lo ha visto desde hace varias semanas. Pero le hizo llegar un mensaje en el que le decía que «el puchero ya no estaba hirviendo», por lo tanto confía en que no tarde mucho en aparecer.
Nell hizo una pausa para recobrar aliento.
– De donde se deduce que habría sido un error por parte de Jonás y de Lucas el arrestarla. Trataré de resistir la tentación de decirle que ya se lo advertí, ¡pero no puedo prometerlo!
– ¿Reveló Nora cómo le hizo llegar ese mensaje, Nell?
– No, no lo hizo; pensé que suscitaría sospechas que yo se lo preguntase. Supongo que mandaría un hombre al lupanar. Pero no era lógico que me contara eso a mí, porque el hacerlo me haría pensar que era la puta de Giles. Creo que ésa es la razón por la que nunca me ha invitado a su casa. Dices que la comparte con otras tres prostitutas, un ambiente muy distinto al lujoso nidito de amor de que ella ha estado alardeando. Pero creo que esa vanidosa mentira nos va a resultar provechosa a nosotros. Como ella tiene también algo que ocultar, tal vez esa sea la razón por la que no analizó mi propia excusa de no invitarla a mi propia casa: que mi marido es tan celoso que le molestan hasta mis amigas y hace que los criados me espíen.
– ¿Y qué va a pasar ahora?
– Dice que le hablará a Giles de mi problema para ver si está dispuesto a «ayudarme». Hemos quedado en encontrarnos otra vez el domingo en la misma taberna. Si ese «Giles» está todavía escondido, lo único que podemos hacer es esperar otra cita. Después de eso… -Se encogió de hombros y Justino terminó sus pensamientos.
– Después de eso… seguiremos esperando -dijo-. Que Dios nos ayude, no podemos hacer más que esperar.
La cita del domingo entre Nell y Nora resultó totalmente inútil, porque Nora no había tenido noticias de su fugitivo amante. Echaron chispas en vano y Lucas mandó una segunda carta a Winchester, retrasando su salida de Londres y esperando convencer al justicia y a Aldith de la necesidad de otra demora. Nora y Nell concertaron otra cita para el miércoles por la tarde, esta vez en la Cruz de San Pablo, en el cementerio de la catedral.
Aquel miércoles por la mañana, Justino cabalgó a la Torre para dar la bienvenida a Leonor, que acababa de regresar de la reunión del Gran Consejo en Oxford, y para acechar la aparición de Claudine, meterla en el hueco de las escaleras y robarle unos cuantos dulces y furtivos besos. La había echado de menos mucho más de lo que habría creído o querido. Este amor clandestino con Claudine le estaba proporcionando mayor placer -en la cama y fuera de ella- del que había experimentado con ninguna otra mujer. Pero se repetía una y otra vez que para amantes sin futuro, el enemigo era el tiempo.
Después de salir de la Torre, Justino se dirigió a la taberna. Le tocaba a Jonás hacer de guardaespaldas de Nell, así que pasó el tiempo en compañía de Lucas jugando a las damas y echando pulsos, poniéndose cada vez más nervioso conforme iban pasando las horas. Lucas estaba de mal humor y apostó con Justino una cantidad exagerada de dinero a que esto también resultaría inútil; pero el justicia adjunto no se sintió jamás tan satisfecho de perder una apuesta, por grande que fuera, como cuando Nell y Jonás regresaron a la caída de la tarde.
Dirigieron a Nell hacia una mesa vacía y la rodearon con tal ansiedad que ella comentó que le recordaban a buitres hambrientos listos a caer sobre la carroña.
– Sentaos -insistió ella, con un tono tan autoritario que Shadow fue el primero que lo hizo-. Os prometo contaros todo sin omitir detalle. El Flamenco ha salido de su madriguera. Nora se lo encontró en su casa cuando regresó a ella ayer después ir al mercado.
Hizo un rápido gesto con la mano levantada para que no la interrumpieran.
– Quiero decir con esto que sé que Aldred lo fastidió porque su obligación era estar observando la casa de Nora. Pero espero que me ayudéis a convencer a Jonás de que no fue del todo culpa suya. Gilbert tenía una llave y…
– ¡Al diablo con Aldred! -interrumpió Lucas inclinándose sobre la mesa-, ¿Qué dijo Gilbert?
Nell suspiró abandonando a Aldred a su sino.
– Nora dijo que le habló de mi «problema» y que él cree que me puede ayudar. Esas son sus palabras, no las mías. -Miró de reojo a Justino sabiendo que no le iba a gustar lo que estaba a punto de decir, pero lo dijo-: Ha quedado en verme el viernes, en la feria de caballos de Smithfield.
– ¡No! ¡Eso nunca formó parte del trato! No te permitiré que te pongas al alcance de la navaja del Flamenco.
Con gran sorpresa de Justino, encontró un apoyo inesperado en Lucas.
– Yo tengo también mis dudas acerca de eso -confesó el auxiliar del justicia-. El riesgo es excesivo, Nell. Tiene que haber otra manera.
– No la hay -afirmó Jonás rotundamente-. Nell es la única que puede sacarle de su reclusión y ésta es nuestra única oportunidad. Nell lo comprende y está dispuesta a correr ese riesgo.
Nell había estado esperando en su fuero interno que a Justino y a Lucas se les ocurriera otro plan, uno que la mantuviera alejada del Flamenco y su bien afilada cuchilla. Pero el orgullo le impedía echarse atrás, y cuando Jonás la miró para obtener su confirmación, ella asintió lentamente:
– No veo qué otra opción podemos tener.
Tampoco la veían los hombres, aunque Justino no estaba todavía dispuesto a aceptarla.
– ¿Por qué tiene que ser Nell quien se encuentre con él? ¿Y si buscáramos a otra persona que se haga pasar por Bella? Jonás, ¿no conoces ningún muchacho lo suficientemente menudo para poder pasar por una mujer?
– Puede ser. Pero olvidas lo precavido que es el Flamenco. Nora tiene que acompañar a Nell a Smithfield. Así que a no ser que puedas sugerir una manera de engañar a Nora también con esta sustituía de Bella, tenemos que dejar que vaya la genuina Bella, por así decir.
El silencio de Justino equivalía a aceptar la derrota. Lucas se volvió a un lado y le dio un golpecito en el brazo.
– ¡Entre nosotros y Jonás, me atrevo a asegurar que podremos protegerla del mismísimo demonio!
Justino extendió el brazo y tomó en la suya la mano de Nell.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto, muchacha?
– Sí -mintió ella-, totalmente segura.
– Entonces, vamos a empezar a hacer planes -sugirió Lucas-, porque sólo nos queda un día para el viernes. Ese engendro del diablo tenía que haber escogido el mercado de caballos. Lo más probable es que medio Londres esté allí. ¿Dónde vas a encontrarte con él, Nell?
– Junto a la charca de los caballos, mientras tienen lugar las carreras. Él llevará un caballo castrado de color castaño y yo tengo que simular que quiero comprarlo… -Nell se detuvo porque notó la mirada de consternación que intercambiaron Justino y Lucas-. ¿Qué pasa? Tengo derecho a saberlo.
– Lo tienes -asintió Justino-, y no te ocultaremos nada. Ese astuto hijo de puta es tan resbaladizo como un cerdo engrasado y tan difícil de arrinconar como a una anguila. La multitud en ese momento será escasa, porque la mayoría de la gente estará mirando las carreras. Y allí estará él junto a la charca de los caballos, cogido a las riendas de un semental veloz, preparado para darse a la fuga si nota algo sospechoso. ¡Que lo hundan en el infierno!
Nell se mordió el labio inferior.
– ¿Podréis situaros lo suficientemente cerca para agarrarlo?
– Y si no podemos hacerlo -dijo Justino-, no te dejaremos acercarte a la charca.
Lucas hizo un gesto de asentimiento y su mirada se encontró con la de Justino. Tenían un día y dos noches para idear una estratagema que superara la de un hombre que parecía tener ahora la suerte del propio demonio, o que, una vez más, se les escaparía de las redes.
Justino se despertó sobresaltado. La habitación le pareció desconocida y tardó un momento en recordar dónde estaba. A su lado, Claudine dormía pacíficamente, con su cabello cayendo en cascada sobre los dos como un manto de marta cibelina. Ésta era la primera noche entera que pasaban juntos, todo organizado por Claudine. Había ideado una excusa para explicarle su ausencia a la reina y alquiló una habitación en una posada retirada, junto al río, en las afueras de Londres. Con la cuestión del Flamenco a punto de estallar la mañana siguiente, Justino trató de excusarse, pero ella insistió, y cuando le confió que deseaba quedarse dormida en sus brazos al menos una vez, lo único en que Justino pudo pensar fue en lo mucho que él también lo deseaba.
Aunque había hecho lo posible para no molestarla, cuando se echó boca arriba los ojos de la joven se abrieron, oscuros y somnolientos. Reprimiendo un bostezo, se apretó más contra él.
– Estás durmiendo muy mal, amor mío.
– Lo siento -murmuró, besando la comisura de sus labios-. Probablemente habría sido mejor que hubiéramos hecho esto otra noche. Indudablemente tú habrías dormido mejor.
– No me quejo, pero habría sido más fácil si hubiéramos podido pasar la noche en tu casa. ¿Se quedará ese amigo tuyo contigo mucho más tiempo?
– Depende -contestó Justino- de lo que pase mañana.
Se dio la vuelta en sus brazos mirándole fijamente al rostro.
– ¿Qué dijiste el otro día, Justino, que mi curiosidad pondría en evidencia a un gato? Tenías razón. Soy demasiado curiosa, me encanta descubrir secretos y adoro el cotilleo. Mientras que tú, amor mío, eres más callado que una tumba.
– ¡No exageres! -protestó y se acercó a ella, trazando la curva de su boca con la yema de su dedo.
– ¡Claro que lo eres! Hay mucho que quisiera saber acerca de ti. Cuándo naciste. Si tienes hermanos. Porqué tienes esta cicatriz en el hombro. Tu comida favorita, tu color favorito. Por qué eres tan reservado acerca de tu pasado. Y otra cosa que nunca te he preguntado ni una sola vez, cómo llegaste a convertirte en el hombre de la reina y qué has hecho por ella. ¿Te he preguntado algo de esto?
– No, no lo has hecho.
– Ni te lo voy a preguntar ahora. Pero sé que estás metido en algo peligroso. Justino, siento temor por ti. No lo puedo evitar, lo siento.
Justino no había tenido nunca a nadie que se preocupara por él y sus brazos la estrecharon con más fuerza, de una manera más íntima.
– Mañana por la mañana vamos a apresar a un asesino. No te puedo contar más que eso, Claudine, todavía no. Pero el peligro no será tan grande, al menos para mí.
– Espero que me estés contando la verdad -dijo ella, y Justino no la había oído jamás hablar con tanta seriedad-. Pero si no vas a estar en peligro mañana, ¿por qué no puedes dormir esta noche? ¿Por quién te preocupas, si no es por ti?
– Por una mujer.
– ¿Una mujer? -repitió Claudine-. Justino de Quincy, ¿me estás engañando ya? ¡No es frecuente que se le vayan a un hombre los ojos detrás de otras mujeres hasta que haya pasado mucho más tiempo en una relación amorosa!
– No tienes por qué preocuparte, querida. Sea cual sea el juego, yo siempre sigo las reglas.
Pero no bromeaba, y se le notaba. Claudine volvió la cabeza y le besó en el pecho.
– No debía haberte provocado -dijo con tono contrito-, ahora no, que estás tan inquieto. Pero háblame de esa mujer, amor mío. ¿Qué temes que le pueda ocurrir?
– Esta mujer es una amiga -dijo melosamente- que quiere ayudarnos a cazar a un asesino. Pero para hacerlo, ella ha de ser el cebo. Y si le pasa algo, Claudine, nunca me lo perdonaré