1 . EL PALACIO DEL OBISPO DE CHESTER, INGLATERRA

Diciembre de 1192


– ¿Estáis seguro de que el rey ha muerto?

La pregunta y su propia negligencia cogieron a Aubrey de Quincy desprevenido y esto le puso furioso consigo mismo: debía haber esperado esta pregunta. El único tema de conversación durante la comida había sido la desaparición del rey Ricardo. Toda Inglaterra y, por supuesto, toda la cristiandad no hablaban de otra cosa, porque habían pasado más de dos meses desde que Ricardo Corazón de León se había hecho a la mar en el puerto de Acre. Otros cruzados habían atracado ya en puertos ingleses a principios del mes de diciembre, pero nadie había tenido noticias del rey.

Si la pregunta la hubiera hecho otro de sus invitados, Aubrey la habría interpretado como curiosidad natural, pero viniendo de Hug de Nonant no era ni inocente ni casual. Al obispo de Coventry, hombre de mundo, no había quien lo igualara en lo tocante a poner en aprietos verbales: tendía sus redes con tal habilidad que su presa no se daba cuenta del peligro hasta que ya era demasiado tarde.

Pero Aubrey no tenía la menor intención de que le pillaran desprevenido y así caer en la trampa que le había tendido el obispo. Para ganar tiempo, hizo una seña para que trajeran más vino; se enorgullecía tanto de su hospitalidad que la gente decía que no había nadie en las Marcas que ofreciera manjares tan exquisitos ni tan bien presentados como Su Excelencia Reverendísima, el obispo de Chester. Los criados estaban a punto de servir el plato siguiente, un pavo real flotando en un lago de salsa, con sus huesos, su piel y sus plumas vueltas a poner con esmero en su sitio, espectáculo lo suficientemente impresionante como para provocar murmullos de admiración en los invitados. Los cocineros de Aubrey habían trabajado horas y horas para crear esta obra de arte culinario. Pero Aubrey la contemplaba ahora con expresión de indiferencia, porque la sombra de la traición andaba rondando la estancia.

¿Había muerto el rey Ricardo? Así lo creían sin lugar a dudas muchos cortesanos, y en tascas y tabernas apuntaban la posibilidad de que su barco hubiera sido hundido por una tempestad o que lo hubieran atacado los piratas. Los más crédulos especulaban sobre otros peligros como los de los monstruos marinos. Pero conforme iban pasando las semanas, un número creciente de súbditos del rey desaparecido sospechaba que había muerto, que tenía que estar muerto. Y ninguno lo deseaba más ardientemente que el hombre a quien Hugh de Nonant servía.

La Cruzada había sido un fracaso; ni siquiera un rey soldado tan experto como Ricardo pudo recuperar Jerusalén de manos de los infieles. Pero para Aubrey, el gran fracaso de Ricardo Corazón de León era que no había logrado engendrar un hijo. Había nombrado heredero a su sobrino Arturo, pero éste era todavía un niño al cuidado de su madre en Bretaña. Había otro rival de sangre real, uno mucho más cercano, Juan, conde de Mortain, hermano menor de Ricardo. Nadie dudaba de que el conde trataba de disputarle a Arturo la corona, pero de lo que nadie tenía la menor idea era de lo que haría la reina madre. Todos sabían que Leonor y Juan estaban enemistados, pero a fin de cuentas era su hijo. Si el asunto llegara al terreno de las armas, ¿a quién respaldaría Leonor, a Juan o a Arturo?

Aubrey no creía que Juan llegara a ser un buen rey, porque si «la serpiente era el más astuto de todos los animales del campo», también era verdad que el hijo menor de la reina Leonor no reparaba ante nada y carecía de escrúpulos de conciencia. Pero de una u otra manera no le cabía duda de que Juan prevalecería sobre Arturo. Así que sacó la conclusión de que, si se veía alguna vez enfrentado a ese dilema, se pondría de parte de Juan.

Pero la pregunta aparentemente inocente del obispo de Coventry era mucho más peligrosa y confirmaba los más profundos temores de Aubrey. Juan no quería esperar a que llegara la noticia de la muerte de Ricardo. Juan no fue nunca persona dispuesta a esperar. Pero ¿y si Ricardo no había muerto? ¿Volvería a reclamar su corona? Si bien es verdad que Arturo no podía competir con Juan, también es cierto que Juan no podía competir con Ricardo. Y aunque el rey, finalmente, otorgara su perdón a Juan, seguro que no lo habría para los hombres que le respaldaran.

Aubrey sabía que si se mostraba reacio a apoyar el golpe de estado de Juan y Ricardo había muerto realmente, estaría desperdiciando la única oportunidad de ganar el favor del nuevo rey. Porque Juan guardaba rencor hasta la muerte y no olvidaría a los que se pusieran de su parte ni a los que se alistaran en su contra.

– Bueno -insinuó el obispo de Coventry, sonriendo afablemente como si sólo estuvieran intercambiando cortesías-, ¿qué sabéis de cierto, ha muerto o no?

La sonrisa de Aubrey era tan insulsa como la leche de almendras.

– Si supiera la respuesta a esa pregunta, señor obispo, no perdería un segundo en cabalgar a Londres para informar a la reina.

– Desgraciadamente me temo lo peor -confió Hugh, aunque sin aparente pesar-. Si no le hubiera ocurrido nada malo, es indudable que a estas alturas sabríamos dónde se encuentra.

– Yo no estoy dispuesto a perder las esperanzas -interrumpió Aubrey-, y ciertamente tampoco lo está la reina.

– Es natural que una madre se aferre a los últimos resquicios de esperanza por dudosos y precarios que sean, pero nosotros no podemos compartir ese lujo, porque ¿cuánto tiempo puede estar Inglaterra sin rey? -La voz de Hugh era placentera, suave e íntima, una voz perfecta para compartir secretos y hacerlos llegar sólo a los oídos de Aubrey-. ¿Cuánto tiempo podremos esperar?

Aubrey no tuvo necesidad de replicar porque su ayudante apareció de pronto en el estrado.

– ¿Qué pasa, Martin? ¿Hay algún problema?

– Es Justino, su señoría. Llegó a caballo hace unos instantes e insiste en que debe ver enseguida a su señoría.

– ¿Justino? -Aubrey dio muestras de sobresalto y desagrado-. Dile que le veré cuando haya terminado de cenar y mis invitados se hayan retirado a sus aposentos. Ocúpate de que los cocineros le den de comer. -Con gran sorpresa de Aubrey, el ayudante no hizo ademán de retirarse-. ¿Y bien?

– Es que… el muchacho parece muy acongojado, Ilustrísima. La verdad es que nunca lo he visto así. Y no creo que esté dispuesto a esperar.

Aubrey se mantuvo alerta sin perder el control; despreciaba a los hombres que se dejaban llevar por la emoción y los impulsos.

– No le estoy otorgando libertad de elección -dijo fríamente-. Ocúpate de esto.

Le había molestado la inesperada e inoportuna llegada de Justino y se sentía además vagamente inquieto, con esa peculiar forma de inquietud que sólo Justino era capaz de provocar. No mejoró su estado de ánimo al darse cuenta de que Hugh de Nonant había oído toda esta conversación.

– ¿Quién es Justino?

Aubrey se encogió de hombros en un ademán de desprecio.

– Nadie que Su Ilustrísima conozca…, un inclusero a quien recogí hace años.

Esperaba que Hugh captara la indirecta y dejara el asunto de lado, pero el obispo de Coventry poseía un don misterioso para husmear los secretos. «Como el de un cerdo que va hozando en busca de trufas», pensó Aubrey, viéndose forzado por la indecorosa y persistente curiosidad del otro a explicar que la madre de Justino había muerto de parto.

– Sólo Dios sabe quién era el padre, y no había nadie que quisiera hacerse cargo del niño. Estaba bajo la jurisdicción de mi parroquia y cuando me notificaron la situación, accedí a hacer lo que estuviera en mi mano. Después de todo, es nuestro deber socorrer a los pobres de Cristo. Como dicen las Escrituras: «Dejad que los niños se acerquen a mí».

– Digno de encomio -repuso Hugh, dando muestras de calurosa aprobación que no habrían sido sospechosas si las hubiera manifestado otra persona. Miraba a Aubrey con expresión benévola y Aubrey no podía por menos de maravillarse ante lo engañosas que pueden ser las apariencias. Los dos hombres de Iglesia tenían un aspecto físico completamente distinto; Aubrey era alto, esbelto y elegante, llevaba muy corto su cabello rubio, ya entrecano, y Hugh era rechoncho, rubicundo y con inicios manifiestos de calvicie y el aspecto de un monje afable y entrado en años. Pero Aubrey sabía que este semblante de hombre bonachón ocultaba una inteligencia astuta y cínica y que la curiosidad de Hugh por Justino no era ni ociosa ni benigna. El buen obispo estaba siempre alerta, siempre en busca de flaquezas. Y Aubrey se sintió repentinamente furioso con Justino por atraer la atención de un hombre tan peligroso como Hugh de Nonant.

– Tal vez la razón sea que hayáis sido demasiado indulgente con el muchacho -observó Hugh con parsimonia-. Parece ser una impertinencia por su parte exigir veros.

Aubrey no mordió el anzuelo.

– Sus modales no han sido nunca motivo de queja para mí… hasta este momento. Podéis estar seguro de que le llamaré al orden.

Una ruidosa fanfarria de trompetas hizo que todas las cabezas se volvieran hacia la puerta de entrada. Las trompetas anunciaban la llegada del plato fuerte de la cena: una gran cabeza de jabalí glaseada que descansaba sobre una reluciente fuente de plata. Los hombres se echaron hacia adelante para verla mejor, los juglares de Aubrey entonaron un villancico y, en la excitación del momento, todos se olvidaron del inclusero del obispo.

Aubrey empezó a relajarse y volvió a ser una vez más el cortés anfitrión, un papel que representaba a la perfección. El intervalo le proporcionó además la oportunidad de considerar sus alternativas. Tenía que encontrar una ocasión de insinuar -sin realmente decirlo- que simpatizaba con la causa de Juan, pero que no estaba todavía dispuesto a comprometerse, y que no lo haría hasta que hubiera pruebas irrefutables de la muerte del rey Ricardo.

Fue el perspicaz Hugh el primero en darse cuenta de la conmoción surgida en el extremo de la estancia. En la puerta, el ayudante del obispo estaba discutiendo acaloradamente con un muchacho alto y moreno. Mientras Hugh los observaba, el muchacho se soltó de los brazos del ayudante que lo tenían sujeto y se dirigió a la nave central, hacia el estrado. Hugh se inclinó y tocó la manga de la vestidura de su anfitrión.

– ¿Debo suponer que ese intruso encolerizado es el protegido de Su Ilustrísima?

Sin percatarse de que el intruso se acercaba a ellos, Aubrey conversaba cortésmente con la persona que tenía sentada a su izquierda, el venerable abad de la abadía de San Werburgh, en la ciudad de Chester. Al oír la pregunta de Hugh, la sorpresa le hizo ponerse rígido y echar su sillón hacia atrás.

Descendió las escaleras del estrado y se enfrentó con Justino cuando éste se acercaba a la chimenea, seguido por el ayudante.

– ¡Cómo te atreves a entrar por la fuerza en mi estancia! ¿Estás borracho?

– Tenemos que hablar -contestó Justino lacónicamente, y Aubrey lo miró con expresión de incredulidad, incapaz de creer que Justino pudiera estar desafiándolo de esa manera consciente de que todas las miradas, rebosantes de curiosidad, se dirigían hacia ellos. El ayudante se mantenía inmóvil a unos pasos de distancia, con aspecto de absoluto abatimiento, como era de esperar. Martin había dado siempre a Justino muestras de amistad, tal vez demasiadas, al parecer.

– ¡Te dije que tenías que esperar, Justino!

– He estado esperando durante veinte años.

Aubrey no dudó ya más. Esto iba de mal en peor. Justino era una antorcha. Sólo Dios sabía el daño que haría si estallaba en llamas en aquella estancia.

– Ven conmigo -dijo bruscamente-. Hablaremos arriba.

Aubrey podría haber llevado a Justino a sus aposentos encima del salón. Pero optó por entrar en su capilla privada porque ése era su propio territorio y la familiaridad de los alrededores le colocaría en una posición de ventaja. Iba a necesitar toda la que pudiera conseguir. Encima del altar había dos cirios encendidos en torno a un crucifijo de plata sobredorada, orgullo de Aubrey, tanto por obra de arte como por símbolo de fe. Extendió las manos y pasó los dedos levemente sobre la suave superficie mientras se preparaba para lo que estaba a punto de ocurrir.

Justino le siguió hasta el altar.

– ¿Me lo vais a decir alguna vez?

– ¿Qué te tengo que decir?

– Que soy vuestro hijo.

No se sorprendió. Lo adivinó tan pronto como los dos cruzaron sus miradas en el salón. ¿Qué otra cosa podría haber sumido a Justino en un estado de semejante agitación? Tenía la boca reseca, pero logró esbozar una sonrisa leve e irónica.

– ¿Será posible que estés hablando en serio?

Justino estaba ahora lo suficientemente cerca como para poderle tocar, y para que Aubrey viera cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula.

– Vengo de Shreswsbury -recalcó-. He dado con el paradero de Hilde, la cocinera de la rectoría de San Alkmund. Me ha hablado de lo de vos y mi madre.

– ¿Y tú has creído como si fuera el evangelio los desvaríos de esa pobre vieja?

– ¿Lo negáis?

– Sí -dijo Aubrey enfáticamente-. Lo niego.

Justino lo miró, sin despegar los labios. El silencio parecía llenar todos los rincones de la capilla, todos los recovecos de sus vidas. Cuando Aubrey no pudo soportar la situación ni un instante más, añadió:

– Olvídate de lo que hemos hablado esta noche. Como si nada hubiera ocurrido. No volveremos a referirnos a ello jamás.

– ¡Qué generosidad la vuestra! -La voz de Justino tenía un tono apagado, imposible de interpretar. Se volvió y se quedó inmóvil un momento delante del altar, y Aubrey llegó a creer que había ganado la batalla. Pero en ese mismo instante Justino se dio la vuelta bruscamente, empuñando en su mano el crucifijo de plata sobredorada.

– Juradlo! -le desafió-. ¡Jurad sobre la imagen de Nuestro Señor Jesucristo que no sois mi padre!

Aubrey abrió la boca, pero no le salieron las palabras. Reinaba tal silencio que se podía oír su propia respiración, entrecortada y demasiado acelerada. ¿O era la de Justino? Después de lo que pareció una eternidad, Justino bajó la mano que sostenía el crucifijo y volvió a colocarlo sobre el altar.

– Bueno -dijo-, al menos no le mentiréis a Dios.

Aubrey encontró inesperadamente difícil mirar a Justino cara a cara.

– No había necesidad alguna de que tú lo supieras -dijo al fin-. Lo importante era que me porté bien contigo y eso no lo puedes negar. No eludí mi deber. Siempre tuviste comida que llevarte a la boca y un techo que te cobijara.

– ¿Qué estáis sugiriendo, que debo daros las gracias por no dejarme morir de hambre?

– Hice mucho más por ti -dijo bruscamente Aubrey-, ¡y bien lo sabes tú! Me ocupé de que se te instruyera, ¿no es cierto? Ni siquiera te di la espalda cuando tenías ya edad para valerte por ti mismo. Si no hubiera sido por mí, lord Fitz Alan nunca te habría aceptado como escudero. No tienes nada que reprocharme, Justino, ¡nada!

– ¡Es una pena que mi madre no haya podido decir lo mismo!

La expresión de la boca de Aubrey se endureció.

– Esto no nos lleva a ninguna parte. La pobre mujer murió hace veinte años. Déjala descansar en paz.

Los ojos de Justino se cubrieron de un velo de color gris de cielo tormentoso. Aubrey no los había visto nunca así.

– Su muerte fue oportuna, ¿verdad? ¡Cómo os debió defraudar el que yo no hubiera nacido muerto, porque de esa manera habríais podido enterrar todos vuestros pecados en una sola tumba!

Aubrey palideció.

– Eso no es verdad. No eres justo conmigo, Justino.

– ¿Justo? ¿Qué justicia le mostrasteis vos a mi madre, ni siquiera en el momento de su muerte? ¿Habéis olvidado lo que me dijisteis? Yo tenía catorce años y al fin me había armado de valor para preguntaros algo acerca de ella. Vos dijisteis que cualquier mujer que llevara en sus entrañas a un hijo concebido antes de casarse era una libertina y que debía olvidarme de ella.

– Pensé que era lo mejor que podías hacer.

– Lo mejor para vos -replicó Justino con mordacidad y, a continuación, con gran asombro de Audrey, se dirigió a la puerta.

– Justino, ¡espera!

Justino se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta, y empezó a volverse lentamente.

– ¿Qué más hay que decir?

– Mucho -insistió Aubrey-. Tenemos que decidir inmediatamente cómo tratar este asunto. ¿Estás pensando en regresar al servicio de lord Fitz Alan? Yo creo que es mejor buscarte otro puesto. No tienes por qué inquietarte porque no vas a salir perdiendo. Escribiré en tu nombre a lord Walter de Rise en Holderness, en el condado de Yorkshire y le pediré que te admita a su servicio.

– ¿Es eso lo que queréis hacer? -El rostro de Justino estaba en sombras porque se había apartado de la luz directa que proyectaba la vela-. ¿Está Yorkshire lo suficientemente lejos para vos? ¿Estáis seguro de que no prefiriríais mandarme a Escocia?

Aubrey cobró aliento.

– ¡Diantre, muchacho, estoy tratando de ayudarte!

– ¿Es posible que estéis tan obcecado? -preguntó Justino con voz ronca-. No quiero vuestra ayuda. ¡Si estuviera ahogándome no querría que lanzarais una cuerda en mi auxilio!

Aubrey miró fijamente a su hijo.

– Como quieras. Puedes estar seguro de que no te la volveré a ofrecer. Eso sí: quiero que me des tu palabra de honor de que no le dirás nada de esto a lord Fitz Alan.

– No tengo la menor intención de decirle a lord Fitz Alan que sois mi padre. -Justino abrió la puerta bruscamente e hizo una pausa-. Podéis estar seguro de que no sois persona de la que uno pueda enorgullecerse.

El rostro de Aubrey enrojeció de ira. Abrió y cerró los puños una y otra vez y permaneció de pie delante del altar, mirando cómo la repentina corriente de aire hacía gotear las velas. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que hacía frío. Un aire helado parecía haber impregnado los muros de piedra de la capilla, un aire tan húmedo y desolado como en una noche de diciembre.


Era una negra y fría noche de enero: el aire gélido, el cielo cubierto de nubarrones, el viento azotando las contraventanas y haciendo que todos, menos los más insensatos de los ciudadanos de Winchester, abandonaran sus calles vacías y heladas. La mayoría estaban acurrucados junto a sus chimeneas, al amor de la lumbre. Pero para Justino, que no tenía ni chimenea ni hogar, el único refugio en esta desoladora víspera de la Epifanía era una taberna sórdida y miserable en Tanner Street, en uno de los barrios más pobres de la ciudad.

La taberna estaba helada y débilmente iluminada, el aire entraba y salía por las grietas que se abrían en todas las paredes. Olía a sudor y a humo, olores que se mezclaban a un acre hedor a sebo. La gente allí presente tenía un aspecto tan triste y desolado como la atmósfera que los rodeaba. El propietario, corpulento y taciturno, no alentaba las confidencias de los parroquianos embriagados ya ni aguantaba las payasadas de sus clientes. Los servía con brusquedad y de mala gana, como si fueran invitados que hubieran abusado de su hospitalidad. En el rincón, un borracho vocinglero trataba despóticamente a la camarera que le servía y fanfarroneaba ante la concurrencia que podía oírle de sus proezas al endilgarles sacos de harina agusanada a los leprosos del lazareto de Santa Magdalena. Sentado frente a Justino había un hombre de edad mediana, mal trajeado, de pelo gris y ojos tristes, sosteniendo en sus manos con gran firmeza una jarra de cerveza que tenía, evidentemente, que durarle hasta la hora de cierre de la taberna. Había dos curtidores jugando a los dados junto a la chimenea, jaleados por una ramera pechugona. Y allí estaba también Justino, rumiando sobre la mala suerte que parecía perseguirle de manera implacable durante las últimas dos semanas.

Lord Fitz Alan lo había despedido, airado por su obstinada negativa a explicarle por qué no había regresado de Shrewsbury inmediatamente como se le había ordenado. A Justino no le importaba demasiado dejar el servicio de lord Fitz Alan porque éste formaba parte de un pasado que quería rechazar a toda costa. Lo único que sentía es que cuando su padre se enterara de lo acontecido, creyese que había mantenido silencio por protegerle a él. La verdad es que la herida aún estaba abierta. Nada habría podido inducir a Justino a revelarle a Fitz Alan el dolor y la intensidad con que sangraba.

Al salir a caballo de la mansión de Fitz Alan en Shropshire, con escasos ahorros y un futuro incierto, no se sentía aún desesperado porque no le faltaban amigos. La liberación le había venido de un origen inesperado: el ayudante de su padre.

Justino no podía recordar cuánto tiempo llevaba Martin al servicio del obispo como parte de su servidumbre; siempre se había esforzado en mostrarse afable con el niño solitario y receloso, que llevaba sobre sus hombros un doble estigma: ser ilegítimo y huérfano. Justino siempre agradeció la atención y comprendió al fin por qué el auxiliar del obispo adoptaba para con él una actitud protectora. Martin sabía o al menos sospechaba la verdad. ¿De qué otra manera se podría interpretar lo que hizo después de la violenta escena en la capilla del obispo? Se fue detrás de Justino a los establos y le dio el nombre de un pariente, un ilustre caballero que tal vez le ofreciera empleo si lo necesitaba.

Como no podía en manera alguna esperar que Fitz Alan le diera buenas referencias, la recomendación de Martin era providencial y Justino emprendió el camino hacia el sur, en dirección a la pequeña ciudad de Andover. Fue el viaje una desilusión: el pariente de Martin estaba en Normandía y no le esperaban hasta la primavera. Desorientado, Justino continuó su viaje hasta Winchester, simplemente porque no tenía otro sitio donde ir.

Su jarra de cerveza estaba a punto de agotarse. ¿Podría permitirse el lujo de comprar otra? No…, a no ser que surgiera un milagro en el camino de regreso a su posada. La puerta se abrió de par en par, dando entrada a dos nuevos parroquianos. Iban mejor vestidos que los clientes habituales y gozaban también de mejor humor, exigiendo ruidosamente que les sirviera la criada, incluso antes de haber encontrado una mesa donde sentarse. No tardaron mucho en regatear con la prostituta sobre el precio que pedía por sus servicios, en voz tan alta que los otros parroquianos de la taberna no tenían más remedio que enterarse.

La idea de tener que escuchar a su pesar la conversación de los recién llegados no era algo que divirtiera a Justino y empezó por ponerse de pie para salir de la taberna cuando lo detuvo el grito estridente de «¡Aubrey!». Un tercer hombre acababa de entrar dando tumbos en la taberna, abriéndose paso hacia los compañeros que le llamaban. Justino se volvió a sentar y apuró el resto de su cerveza. El nombre de Aubrey era un nombre corriente. ¿Es que se iba a estremecer cada vez que lo oyera? Su nombre de pila, en cambio, era mucho menos frecuente y a menudo tenía que explicar que era el nombre de un mártir de los primeros tiempos del cristianismo. Se preguntaba con frecuencia por qué su padre lo había escogido, y si tendría un trasfondo irónico. ¿Cómo lo habría llamado su madre si hubiera vivido? No sabía nada de ella, ni siquiera su nombre, porque la única persona que podría contestar a sus preguntas era la última persona a quien él se las haría.

En aquel momento se mencionó un nuevo nombre que atrajo su atención con no menos fuerza que el de «Aubrey». Sus escandalosos vecinos estaban bromeando acerca de la desaparición del rey Ricardo. Las bromas eran pesadas y malas y Justino las había oído ya. Lo que le intrigó fue la mención del hermano del rey.

– Os digo -insistía el que llamaban Aubrey- que el hermano del rey debe de estar planeando hacerle el trabajo al diablo. Uno de los sargentos en el castillo asegura que ha oído comentar que Juan está reclutando hombres a toda prisa. Sois vosotros dos, atontados, quienes debíais pensar en ello, porque él no es muy exigente. ¡Si un hombre tiene agallas y sabe manejar la espada, se le admitirá al servicio de Juan!

Se daba por descontado que los huéspedes de la posada compartirían las camas porque la intimidad y la vida privada eran un lujo desconocido en aquel mundo. Apretujado entre dos extraños que no dejaban de roncar, Justino durmió poco y mal. Cuando se levantó de madrugada, vio que había nevado durante la noche.

Winchester estaba empezando a despertarse. Un guardia medio dormido abrió paso a Justino, con un gesto de la mano, por la Puerta del Este y él salió de la ciudad camino de Alresford. El cielo era plomizo. No había cabalgado ni siquiera una milla cuando empezó otra vez a nevar. No se veía a ningún otro viajero, a no ser una figura solitaria acurrucada a un lado del camino. Justino se preguntó qué necesidad tan extrema podía impulsar a un hombre a mendigar bajo la nieve y, al acercarse, halló respuesta a su pregunta al ver los badajos de estaño chocando contra el cuenco que como limosnera sostenía el mendigo en la mano -objeto utilizado por los leprosos para avisar a la gente de que se acercaban.

Justillo sentía una gran compasión por los leprosos, olvidados por todos, menos por Dios. Avergonzado y apesadumbrado por no poder darle limosna, frenó el caballo y dijo cortésmente: «Buenos días, amigo».

La capa del leproso le ocultaba el rostro. Justino no sabía si lo que ocultaba eran los estragos de su enfermedad, pero sí alcanzó a ver fugazmente la mano mutilada del enfermo, con muñones donde debían haber estado los dedos. Su difícil situación le pareció de pronto menos peligrosa, así que rebuscó en la bolsa donde llevaba el dinero, se inclinó y puso un cuarto de penique en el cuenco, avergonzado de no poder darle algo más. Pero el leproso había aprendido a agradecer el más humilde ofrecimiento, aunque sólo fuera una muestra de cortesía y le dijo a Justino: «¡Que Dios te acompañe!».

El camino estaba casi cubierto de nieve y con tramos helados. Afortunadamente, el gran caballo alazán de Justino era tan seguro como una muía. Pero confiaba en que fuera un viaje lento, porque no estaba dispuesto a poner en riesgo la seguridad de su montura. Copper era su orgullo y su alegría; sabía la suerte que tenía con ser dueño de un caballo, sobre todo de uno como Copper. Lo pudo comprar porque el animal se quebró una pata y él ofreció más dinero del que habría ofrecido el carnicero. Tardó meses en lograr que el animal se restableciera, pero valieron la pena el tiempo y el esfuerzo. Alargando la mano, dio al caballo una palmada en el cuello y después se echó el aliento en las manos para calentárselas, porque empezaban a entumecérsele los dedos.

El posadero le había dicho que el pueblo de Aireslord estaba a poco más de siete millas de Winchester y el de Alton a otras ocho millas más o menos. Si hubiera sido verano, podía haber avanzado treinta millas más antes de que anocheciera. Pero hoy se consideraría afortunado si llegaba a Alton al anochecer. Desde allí a Guildford había veinte millas y treinta más hasta su destino final, Londres. Eso suponía cuatro o cinco días de camino, según se comportara el tiempo. Era mucho viaje por una corazonada.

Aflojando las riendas, Justino le dio a Copper un corto descanso. El lazareto de Santa María Magdalena quedó atrás hacía ya tiempo. El terreno era más llano una vez pasada la colina de San Giles. Pero el camino por el que cabalgaba era como un camino fantasma; el leproso era la única otra alma perdida que encontró en él.

¿Era este cabalgar hacia Londres una misión sin sentido? Tumbado y despierto pasó la noche en aquella posada desolada y llena de pulgas, y pensó mucho sobre su futuro y sobre los dones que poseía para desenvolverse en la vida. Durante los años que estuvo al servicio de lord Fitz Alan se le había enseñado el manejo de la espada. Y sabía leer y escribir. Para ser el «bastardo de una ramera» no se le había educado mal… Al menos ahora sabía la razón: no fue caridad cristiana, sino una forma de acallar los remordimientos de conciencia.

Pero esa formación podría muy bien ser ahora su salvación. Había oído decir que en Londres los escribas ponían cabinas en la catedral de San Pablo y se dedicaban a escribir cartas y documentos legales a cambio de dinero. Si él pudiera colocarse de escriba, tal vez pudiera ir desenvolviéndose de momento y tener mientras tanto la oportunidad de decidir lo que quería hacer.

O podía tomar otra dirección en su camino. Podía ofrecerle sus servicios al hermano del rey. Si ese patán de la taberna había dicho la verdad, Juan no era persona que exigiera referencias. Justino no estaba seguro de si quería luchar para poner a Juan en el trono de Inglaterra. Pero sospechaba que el hambre acallaría rápidamente sus escrúpulos.

El camino empezó a estrecharse, a medida que penetraba en el bosque. Ramas secas y sarmentosas apuñalaban el firmamento por encima de su cabeza. Fresnos helados se mecían con el viento y las gráciles siluetas de los abedules se alzaban a sus espaldas. Por doquier la maleza se espesaba y se enredaba con los matorrales más viejos, los setos de espino y el acebo. La nieve inmaculada y reluciente de vez en cuando se veía surcada por huellas de ciervo, de martas y de zorros. Saltó un conejo en busca de escondrijo y una ardilla rojiza y curiosa corrió detrás de Justino durante un rato, columpiándose de árbol en árbol con la pericia de un acróbata. El paisaje helado y cubierto de nieve tenía una belleza austera, que Justino habría apreciado más si no hubiera estado él mismo helado también.

– ¿Ahora?

– No, no es él.

Sobresaltado por el repentino sonido de unas voces, cosa insólita en este entorno tranquilo y nemoroso, Justino se volvió en su montura, buscando la empuñadura de su espada. A su izquierda, unos árboles caídos habían formado una especie de refugio protegido por ramas de acebo verdes y brillantes. Esta guarida o cobijo ofrecía un santuario natural para el perdido viajero. Para alguien fuera de la ley podría ser el camuflaje ideal para tender una emboscada.

Justino espoleó a Copper hacia adelante y el animal respondió como una flecha recién lanzada, despidiendo salpicaduras de nieve conforme aligeraba el paso. Tardaron sólo unos momentos en llegar al lugar. Echando una ojeada por encima del hombro, Justino no notó ningún movimiento, sospechoso o no. Era fácil desconfiar de sus propias facultades sensoriales, preguntarse si simplemente lo había creído, si se había imaginado haber oído esos sonidos fantasmales. «¡Necio! -gritó a su caballo-. Copper, ¡ya no me queda más que ver los espíritus, de los bosques, con unos cuantos demonios con cuernos para que no le falte nada a mi fantasía!»Pero esos murmullos misteriosos tenían algo de inquietante y Justino no pudo desprenderse de sus temores. «Debemos de estar cerca de Alresford», dijo a su caballo, y éste movió las orejas al oír su voz. Hasta ahora la nevada había sido ligera y el viento parecía haber amainado. Dios mediante, a lo largo del camino que quedaba no presentaría problemas. ¿Cómo sería Londres? Le habían dicho que sus murallas cobijaban a veinticinco mil almas, pero no se podía imaginar una ciudad tan grande. Justino sabía bastante de ciudades, por haber pasado su infancia en Shrewsbury y en Chester y por haber visitado también Oxford y ahora Winchester. Pero ninguna de ellas podía compararse a Londres ni en tamaño ni en importancia.

El primer disparo fue sordo y confuso. Justino frenó el caballo y aguzó el oído. Se oyó otro disparo y esta vez no cabía la menor duda: era una desesperada petición de ayuda. Más tarde, mucho más tarde, Justino se sorprendería de su imprudente reacción. Pero entonces reaccionó instintivamente, atraído de forma irresistible por los ecos inquietantes de esa urgente y desesperada petición de auxilio.

Retrocedió por la nieve, torció una curva del camino y estuvo a punto de chocar con un caballo desbocado y sin jinete. Virando a tiempo para evitar ser aplastado por el amedrentado animal, desenvainó la espada, porque cualquier duda que pudiera haberle asaltado sobre lo que se iba a encontrar, se había desvanecido.

Los ecos de una pelea aumentaban de volumen. Reaccionando animosamente a la espuela de Justino, el semental pasó a tal velocidad sobre la nieve que su galope resultaba peligroso en un terreno tan traicionero. Un poco más adelante, un caballo relinchaba. Se oyó otro grito sofocado pidiendo ayuda y una explosión de juramentos. Justino estaba ya cerca del refugio. Una figura yacía boca abajo en mitad del camino, gimiendo. Cerca de ella, dos hombres se peleaban con fiereza mientras que un tercero trataba de agarrar las riendas de un caballo roano que estaba a punto de desplomarse. Pero aunque Justino estaba ahora lo suficientemente cerca para ver lo que estaba ocurriendo, no lo estaba para impedir lo que iba a ocurrir a continuación. Uno de los hombres se tambaleó de pronto para caer al suelo a los pies del que le había agredido. El forajido no vaciló. Se inclinó sobre su víctima y con la sangre chorreando aún de su daga, arrancó los anillos de los dedos del hombre y a continuación, y deprisa, empezó a cachearle el cuerpo.

– ¿Lo has encontrado? -Al recibir tan sólo un gruñido por respuesta, el segundo bandido trató de acercar el caballo, profiriendo juramentos cuando el animal se le resistía-. Tal vez lo haya escondido en su túnica. ¡Por los clavos de Cristo, Gib, ten cuidado!

Gib se volvió apresuradamente, vio venir a Justino cabalgando a galope tendido hacia ellos con la espada desenvainada, y se puso de pie de un salto. En tres zancadas llegó a donde estaba el caballo roano y saltó sobre la montura. «¿A qué esperas, imbécil?», le gritó a su compañero, que seguía inmóvil, mirando anonadado a Justino que se acercaba. Reaccionó al fin, y el rezagado se agarró a la mano extendida hacia él y se puso de pie para seguir a su compañero. Cuando Justino llegó al escenario de la emboscada, los forajidos habían huido.

Justino no tenía la menor intención de perseguirlos. Seguramente tendrían sus caballos escondidos cerca de allí y conocían el bosque mucho mejor que él. Al tirar de las riendas de su caballo por poco no sufre un accidente, porque Copper dio un respingo sin previo aviso y a punto estuvo de tirar al suelo a su amo. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento lateral, de algo que se deslizaba, y lo anotó en algún lugar de su cerebro como algo intrigante que resolvería después, pues sabía que las serpientes, por lo general, invernaban en madrigueras durante los meses de invierno. Pero de momento su única preocupación era apaciguar a su caballo. Una vez logrado esto, desmontó, lo ató a unas ramas cercanas y concentró su atención en los hombres.

El que tenía más cerca era un muchacho fornido aproximadamente de su misma edad. Su rostro era blanco como la nieve y tenía el pelo enmarañado y manchado de sangre. Parecía aturdido y desorientado, pero logró incorporarse y Justino no perdió tiempo en detenerse junto a él sino que se dirigió al otro hombre, que yacía inmóvil, lo que le alarmó. Una gran mancha carmesí se extendía más allá de su cuerpo y cubría la nieve. Se arrodilló a su lado, y Justino contuvo el aliento porque enseguida supo que estaba contemplando la muerte cara a cara.

El hombre había traspasado ya la juventud y tendría unos cincuenta años a juzgar por el pelo gris que generosamente salpicaba su cabello castaño y su bien cuidada barba. Su manto era de lana de buena calidad y sus botas de suave badana. A juzgar por lo que Justino había visto de su caballo ruano que los bandidos habían robado, era éste un ejemplar excepcional. Su amo debía de ser ciertamente un próspero menestral o un caballero lo suficientemente rico como para viajar con un criado, y se estaba muriendo ahora sobre la nieve pisoteada y ensangrentada, sin el auxilio espiritual de la confesión y en soledad, sólo acompañado por un extraño que le sostenía la mano.

Justino no se había sentido nunca tan inútil. Trató de contener la hemorragia con el costoso manto de lana, pero pronto se dio cuenta de que era en vano. Apoyando la cabeza del hombre en el hueco interior de su codo, recogió la bota que llevaba colgada del cinturón, murmurando palabras de aliento y esperanza que bien sabía eran mentiras. Una vida se extinguía poco a poco ante sus ojos y él no podía hacer nada para evitarlo.

Los párpados del hombre se movían temblorosos. Tenía las pupilas dilatadas y vidriosas y no podía ver. Cuando Justino inclinó la bota hacia su boca, el líquido le chorreó por la barbilla. Mientras tanto, el otro hombre se desplomó dando tumbos sobre el suelo, hundiéndose en la nieve, junto a ellos. Por él supo Justino que el moribundo era un acaudalado orfebre de Winchester, Gervase Fitz Randolph, que se dirigía a Londres con una misión secreta que no había confiado a nadie, pero fueron atacados por unos bandidos que de una manera u otra espantaron a sus caballos.

«A mí me tiró al suelo -dijo el joven, conteniendo un sollozo-. Lo siento, señor Gervase, lo siento mucho…»

Al oír su nombre pareció que Gervase saliera de su letargo. Su mirada vagó primero de un lado a otro y después, poco a poco, se fue centrando en Justino. Su pecho subía y bajaba mientras él trataba de hacer entrar el aire en sus fatigados pulmones, pero tenía evidentemente una necesidad no menos apremiante que su dolor y no hizo caso del consejo de Justino de que permaneciera inmóvil.

– Ellos no… no… no la han encontrado. -Arrastraba las palabras que eran tan inaudibles como un suspiro, pero al mismo tiempo tenían un deje de triunfo.

Justino estaba perplejo porque había visto al forajido robar la bolsa de dinero de Gervase.

– ¿Qué es lo que no han encontrado?

– Su carta… -Gervase aspiró profundamente y entonces dijo con sorprendente claridad-. No puedo defraudarla. Tenéis que prometerme, prometerme…

– ¿Prometeros qué? -preguntó Justino cautamente, porque una promesa en el lecho de muerte era una tela de araña espiritual que podía con toda seguridad atraparle.

Un hilillo de sangre había empezado a salir de la comisura de sus labios. Cuando volvió a hablar, Justino tuvo que inclinarse para poder oírle, tan cerca de él que podía notar su aliento entrecortado en su propio rostro. Incapaz de creer lo que acababa de oír, miró con incredulidad al mortalmente herido orfebre.

– ¿Qué habéis dicho?

– Prometedme -repitió Gervase, y si bien su voz era débil, sus ojos miraban ardientemente los de Justino con tal fervor que parecía hipnotizarle-: debéis entregarle esta carta a ella… a la reina.


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