Enero de 1193
Frenando el caballo en la colina de Old Bourn, Justino dirigió la mirada a la ciudad que se extendía a sus pies. No había visto nunca tantos tejados, tantos campanarios, tantos y tan confusos laberintos de calles y callejones. La torre y el chapitel de la catedral de San Pablo, parcialmente terminados de construir, parecían elevarse hacia el cielo y, en la distancia, la fortaleza encalada de la Torre relucía a la luz del crepúsculo. El río Támesis había adquirido un brillo color oro apagado con destellos de luces parpadeantes, al mecerse en sus aguas las barcas alumbradas por linternas. Mientras se desvanecía la luz del día, Justino permaneció montado en su caballo, sobrecogido y anonadado por su primera visión de Londres.
Desde el altozano, la ciudad era aún más sobrecogedora, más excitante, abigarrada y caótica. Las calles eran estrechas y todas ellas sin pavimentar. Las casas de madera, pintadas en vivos colores de rojo, azul y negro, se erguían sobre ellas y les daban sombra. El cielo estaba tiznado del humo de cientos de chimeneas, y bandadas de gaviotas revoloteaban de un lado a otro, añadiendo sus chillidos estridentes al clamor del tráfico del río. Los barqueros gritaban: «¡Vamos hacia el oeste!» mientras dirigían sus barcas hacia Southwark. «¡Vamos hacia el este!» para los que querían cruzar a la ribera de Londres. Algunos vendedores ambulantes gritaba «¡Empanadas calientes!» a todo lo largo del Cheapside, el camino central que va de este a oeste de la city londinense; otros trataban de atraer a los parroquianos desgañitándose al pregonar la buena calidad de sus agujas y alfileres, sus ungüentos milagrosos, sus bálsamos curalotodo, cintas de seda, peines de madera y palmatorias de hierro forjado. Justino no tenía la menor duda de que, si le preguntaba a uno de ellos por el Santo Grial, le prometería traérselo en el acto.
Al abrirse paso por la Cheapside, Justino tuvo que parar su caballo con frecuencia, porque la calle estaba abarrotada de gente, que cruzaba de un lado a otro entre pesadas carretas y jinetes que proferían juramentos con el aplomo del típico habitante de una ciudad. Parecían igualmente indiferentes a perros, gansos y cerdos que sin dueño erraban por doquier y ni se inmutaban siquiera cuando una mujer abría la ventana de un piso alto y tiraba el contenido de un orinal en el vertedero central de la calle. Los londinenses se apartaban en el momento justo, y otros se detenían un instante para echar maldiciones a lo alto, y la mayoría continuaba su camino sin perder el paso. Asombrado de esta indiferencia ciudadana, Justino siguió cabalgando.
Era éste un mundo que vibraba incesantemente con el tañir de las campanas de las iglesias, porque anunciaban las fiestas, doblaban a muerto, repicaban ante acontecimientos alegres: bodas, coronaciones reales, elecciones locales, procesiones, nacimientos y para suplicar oraciones por los feligreses agonizantes, para llamar a misa a los fieles y para hacer constar la hora canónica. Como la mayoría de la gente, Justino había aprendido a oír sólo lo que quería oír, de manera que el incesante campaneo se desvanecía al mezclarse con los ruidos de la vida cotidiana. Pero nunca había estado en una ciudad con más de cien iglesias y se encontró de pronto sumergido en oleadas de sonidos reverberantes. El sol se había escondido ya tras la línea del horizonte y tuvo que apresurarse a parar a un transeúnte para preguntarle sobre un posible alojamiento. Le dirigieron a una posada pequeña y destartalada que estaba en una bocacalle del Cheapside, donde pidió una cama para él y un lugar en el establo para Copper. En la posada no daban de comer y le dijeron de malos modos que, si tenía hambre, había algo más abajo, junto al río, una cocina donde podía prepararse su comida.
Justino tenía hambre, pero sobre todo se sentía agotado. Había dormido poco desde la emboscada del día de la Epifanía en el camino de Alresford. Edwin, el criado de Gervase Fitz Randolph, y él mismo trasladaron el cadáver del orfebre a Alresford, donde el cura del pueblo alertó al juez del distrito a que comunicara la triste noticia a la familia Fitz Randolph. Justino continuó su viaje a Londres, angustiado por recuerdos del asesinato y la carta que llevaba escondida en su casaca, más pesada, según él, que una piedra de molino.
Según el posadero, Justino compartiría el dormitorio con dos marineros bretones que habían salido. La habitación estaba parcamente amueblada y disponía sólo de tres camastros cubiertos con apolilladas mantas de lana y otros tantos taburetes, y sin ni siquiera un orinal. Justino se sentó en la cama que tenía más cerca, puso su vela sobre uno de los taburetes y sacó la carta.
Gervase la había escondido en una bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello. La bolsa estaba tan empapada de sangre que Justino la tiró en el mismo lugar del asesinato. El pergamino estaba doblado y atravesado y cosido con una cinta fina; los bordes de ésta estaban sellados con lacre, sello que estaba aún intacto. Aunque eso no significaba nada para Justino. Por más que la examinó, la carta no le proporcionó ninguna clave. Como evidencia de la muerte violenta de un hombre, era preocupante. Pero ¿iba realmente destinada a la reina de Inglaterra?
Estuvo a punto de romper el sello un montón de veces, y otras tantas resistió la tentación. ¿Era la sangre seca que manchaba el pergamino lo que le inspiraba esa sensación de que había en ella un presentimiento, una premonición? ¿En qué lío se había metido? ¡Por los clavos de Cristo!, ¿cómo iba a poder entregarle a Leonor de Aquitania la carta de un hombre que acababa de morir?
Conocía, por supuesto, la extraordinaria historia de Leonor de Aquitania; en toda la cristiandad, no había nadie que la desconociera. En su juventud había sido una gran belleza y una heredera aún más famosa, duquesa de Aquitania por derecho propio que a la edad de quince años era ya reina de Francia. Pero el matrimonio no había ido bien, porque nunca es buena mezcla el vino y la leche. El piadoso y exageradamente serio Luis estaba tan perplejo como cautivado por su joven y vivaz esposa, mientras que sus consejeros murmuraban que Leonor era demasiado inteligente y más tenaz, decidida y franca de lo que debe serlo cualquier mujer. Hubo rumores y sugerencias de escándalos conforme iban pasando los años, que acabaron con una desastrosa cruzada en Tierra Santa, una separación y reconciliación públicas a instancias del Papa y a pocos les sorprendió el que el rey y su polémica esposa terminaran por divorciarse, porque, por mucho que Luis la amara -y sí que la amaba-, Leonor no había logrado darle un hijo y este pecado no se le podía perdonar a ninguna reina.
Leonor regresó a sus antiguos dominios de Aquitania y se esperaba que de un momento a otro, tras un prudente lapso de tiempo, Luis y su Consejo eligieran otro marido para ella, un hombre que fuera aceptable para la Corona de Francia. Nadie tuvo en cuenta los deseos de Leonor, así que la conmoción fue mayor cuando se corrieron voces de una repentina boda secreta, dos meses después del divorcio, con Henry Fitz Empress, duque de Normandía.
Si Leonor y Luis habían sido una pareja notoriamente desigual, ella y Enrique se parecían demasiado, como dos halcones que volaran a la misma altura, ascendiendo juntos hacia el sol. Leonor rondaba los treinta años y Enrique tenía tan sólo diecinueve, pero eran amigos entrañables que compartían las mismas opiniones y actitudes en todas las cuestiones de importancia, ambicionando imperios y deseándose el uno al otro en cuerpo y alma, indiferentes a la opinión pública y al dolorido ultraje del rey francés. Enrique no tardó mucho en mostrar al resto de la cristiandad lo que Leonor había visto en él. Cuando se apremiaba a Luis a que enviara una expedición de castigo contra los recién casados, Enrique repelió al ejército francés y le obligó a cruzar la frontera en menos de seis semanas y concentró su interés en Inglaterra. Su madre había librado con su primo una larga y sangrienta guerra civil para ocupar el trono de Inglaterra. Enrique se vengó de la pérdida que había sufrido su madre, reclamando la corona que se le había negado a ella. Apenas dos años después del matrimonio, Leonor era reina una vez más, esta vez reina de Inglaterra.
El matrimonio, sin embargo, resultó ser una unión apasionada, desde luego, pero tumultuosa y, finalmente, condenada al fracaso. La «reina estéril» le dio ocho hijos, cinco varones y tres hijas. Se amaron, se pelearon, se reconciliaron y reinaron sobre un vasto territorio que se extendía desde Escocia hasta los Pirineos. Con todo, Enrique cometió un pecado imperdonable al entregarle su corazón a una mujer más joven. En el mundo en que vivían se esperaba que una esposa pasara por alto las infidelidades de su marido, por muy flagrantes que fueran. Pero Leonor no era como las demás mujeres y Enrique tuvo que pagar un elevado precio por sus galanteos: una rebelión instigada por la reina con ayuda de sus propios hijos.
También Leonor pagó un elevado precio. Capturada por los soldados de Enrique, se la mantuvo prisionera durante dieciséis años y no recuperó la libertad hasta la muerte de Enrique. Una reclusión tan prolongada habría destrozado a la mujer más fuerte. No sucedió así con Leonor. La joven reina apasionada, la esposa traicionada y amargada eran meros fantasmas relegados al pasado. Ahora, a sus setenta y cinco años, se la aclamaba y admiraba por su sagacidad y perspicacia, y llegó a reinar sobre Inglaterra en ausencia de su hijo, incondicional protectora de los intereses de éste, orgullosa matriarca de una gran dinastía y una leyenda viviente. ¿Era ésta la mujer que esperaba una carta de un orfebre asesinado? A Justino le parecía todo esto francamente improbable.
Unos golpes en el hueco de la escalera despertaron a Justino de sus inquietos sueños, recordándole que su intimidad no existía: los marineros bretones volverían en cualquier momento. Ya era hora. Tiró de las cuerdas, rompió el sello y desdobló el pergamino. Había dos cartas. Justino cogió una, contuvo el aliento y cuando leyó la salutación que la encabezaba: «Walter de Coutances, arzobispo de Ruán, a Su Alteza, la reina Leonor, duquesa de Aquitania y condesa de Potou, saludos». ¡Luego el orfebre había dicho la verdad! Leyó la página por encima, lo suficiente para hacerle buscar apresuradamente la segunda carta.
Enrique, por la gracia de Dios, emperador de Romanos y sempiternamente Augusto, a su dilecto y especial amigo Felipe, el muy ilustre rey de los franceses, salud y sinceros amor y afecto.
Justino acercó el pergamino a la parpadeante luz de la vela y clavó los ojos en la página. Hecho esto, se quedó inmóvil, lleno de estupor y estremecido por lo que acababa de leer. Que Dios le concediera su ayuda porque ¿qué secreto podía ser más peligroso que el que él poseía ahora? Ahora tenía la respuesta a la pregunta que se hacía toda la cristiandad. Sabía lo que le había pasado al desaparecido rey inglés.
La reina Leonor había recibido a la Corte en Westminster en la festividad de la Navidad, pero ahora residía en la forre, donde ocupaba los espaciosos apartamentos del segundo piso. Los del primero habían estado todo el día abarrotados con peticionarios que competían para convencer a Peter de Blois, secretario y canciller de la reina, de que merecían que se les escuchara. Peter no se dejaba impresionar fácilmente con historias por trágicas que fuesen y despedía a la mayoría de los peticionarios sin ver a la reina. Uno de los que se negaron a marcharse atrajo la atención de Claudine de Loudun, una joven viuda, pariente lejana y camarera de la reina. Esta tuvo la curiosidad de investigar y cuando regresó al piso de arriba, estaba decidida a frustrar la voluntad del imperioso Peter.
Los hombres reunidos en el gran salón de Leonor alrededor de la chimenea no perdían sílaba de las palabras de sir Durand de Curzon, quien rodeado de admiradores, daba la impresión de necesitar la presencia de un público tanto como necesitaba el vino, las mujeres y la buena vida. La broma del momento tenía como protagonistas a un bandolero, a una monja y a un aturdido posadero, y el chiste provocaba una explosión de carcajadas. A Claudine no le sorprendió encontrar allí al viejo bufón y se quedó escuchando el tiempo suficiente para deducir el previsible final del chiste. Cruzó luego el salón y entró en la cámara de la reina.
Reinaba allí un prudencial silencio, pero la reina no estaba sola. Una de las damas de Leonor ordenaba un arca atestada de telas de hilo y de seda; un criado se ocupaba de la chimenea; el galgo favorito de la reina roía contento un cojín del que se había apoderado. Claudine no quiso privar al fiel animal de su botín y simuló que no lo veía. Su complicidad era la que un rebelde le debe a otro rebelde.
A corta distancia, el capellán de la reina hablaba de cetrería con William Longsword, un hijo bastardo del difunto marido de Leonor. En otras circunstancias, Claudine se habría unido a la conversación, porque le apasionaba la cetrería y ambos eran hombres que se contaban entre sus predilectos. Le gustaba bromear con el distinguido y gallardo capellán, demasiado apuesto para ser sacerdote, y Will, un joven pelirrojo, afable, de baja estatura, fornido, de unos treinta y tantos años, era una persona de las que no se encuentran cada día: era él un hombre de influencia carente de enemigos, con tan buen corazón que ni los más cínicos podían dudar de su sinceridad. Les dirigió a los dos una sonrisa juguetona al pasar, sin detenerse, decidida a encontrar a la reina.
La puerta del extremo meridional del salón daba a la capilla de San Juan Evangelista, pero Claudine no tuvo reparo alguno en entrar porque conocía a Leonor lo suficientemente bien para saber que la reina buscaba soledad y no el consuelo espiritual. El pálido sol de enero se filtraba en la capilla a través de los vitrales espejeando los muros de piedra y las elevadas columnas, que semejaban estar hechos de marfil. Para Claudine, la desnuda sencillez de esta pequeña capilla normanda era más hermosa que la más grandiosa de las catedrales. La piedad de Claudine se apoyaba en impactos estéticos muy fuertes; en esto se parecía mucho a su real señora.
Como suponía, no encontró a Leonor rezando. La reina estaba de pie junto a una de las vidrieras, contemplando el cielo surcado de nubes. Pocas personas llegaban a la edad de setenta años, y menos las que, como Leonor, los llevaban con tanto garbo y donaire. Seguía siendo esbelta como un junco, de paso firme y rápido, la voluntad indómita como en sus mejores años. Se daba cuenta de que se estaba haciendo vieja, pese a desafiar a todos los achaques de la edad. Sólo a la muerte no podía desafiar. Conocía los dolores de una madre: había enterrado hasta ahora a cuatro de sus hijos. Pero a ninguno amaba tanto como a su hijo Ricardo.
Leonor se volvió al oír que se abría la puerta. La mortecina luz invernal le robaba el color a su rostro, haciendo más profundas las sombras de insomnio que resaltaban sus ojeras. Sonrió al ver a Claudine, una sonrisa que desmentía su edad y desafiaba sus inquietudes.
– Me estaba preguntando adonde te habías ido, Claudine. Tienes en el rostro la misma expresión del gato que se relame. ¿Qué diablura estás planeando ahora?
– Ninguna, señora, todo lo contrario: una buena obra. -Claudine no pudo evitar una mueca de fingida seriedad-. Tengo que pediros un favor, señora. Peter tiene la intención de decirles a los peticionarios que aún esperan que vuelvan mañana. Antes de que lo haga, ¿podéis disponer de unos momentos para uno de ellos? Lleva aquí desde el amanecer y creo que está dispuesto a esperar hasta el día del Juicio Final si fuera necesario.
– Si lo que necesita es tan urgente, ¿por qué no lo ha dejado entrar Peter?
– Supongo que porque se mostró reacio a decirle a Peter por qué deseaba que se le concediera esta audiencia. -Claudine no añadió que no había mejor manera para enojar a Peter que rehusarle la información pertinente. Pero tampoco era preciso que Leonor conociera bien a todos los que estaban a su servicio, pese a poner en esto especial interés.
– ¡Qué afortunado es este joven al tenerte a ti de portavoz! -respondió Leonor con sequedad-. Es joven, ¿no es así? ¿Y bien parecido?
Claudine hizo un gesto, sin inmutarse en absoluto por el hecho de haber sido cogida in fraganti.
– Ciertamente lo es, señora. Es alto y bien plantado, con el cabello más oscuro que el pecado, los ojos del color del humo y una sonrisa como la salida del sol. No fue más comunicativo conmigo de lo que lo fue con Peter, pero tenía buenos modales y llevaba una buena espada al cinto. -Esto lo dijo para asegurarle a Leonor que el desconocido era uno de los suyos, no un hombre de baja clase.
Los ojos de Leonor se iluminaron con un destello de ironía.
– Por lo que me cuentas, no te parece oportuno que no atienda a un hombre con una espada de mucho valor al cinto, ¿no es eso?
– Exactamente esos son mis sentimientos -confirmó Claudine de buen humor dirigiéndose a continuación a la puerta. El estado de viudedad representaba una liberación que la hacía ampliar los horizontes más allá de las fronteras de su Aquitania natal. Entre las muchas libertades que encontraba en su nuevo estado, figuraban las de coquetear e incluso entregarse alguna que otra vez a ciertos devaneos. Suponía que terminaría por casarse otra vez, pero no tenía prisa. ¿Qué marido podía competir con lo que le ofrecía la reina de Inglaterra?
Justino estaba más tenso que la cuerda de un arco en el momento del disparo. Temía tener que pasar otra noche de guardián de la carta. El sentido común le decía que nadie sabía que era él el poseedor de la misiva, pero no había que hacerse muchas ilusiones. Había concebido algunas esperanzas después de su conversación con una muchacha joven que aseguraba ser una de las damas de compañía de la reina. Era muy atractiva, con unos ojos oscuros, inquietos y vivaces y unos profundos hoyuelos en las mejillas. Ella le había prometido hacer todo lo posible para que la reina consintiera en verlo. Pero no había vuelto y en ese momento el secretario de la reina empezaba a despachar a la gente.
Tratar de conseguir una audiencia real no era para los débiles de espíritu. La mayoría de los peticionarios intentaban discutir o suplicar. Peter hacía caso omiso de sus objeciones y el caballero que le ayudaba era aún más brusco. Era un hombre corpulento, tan acicalado que más bien parecía un paje de la corte. Las mangas de su jubón se ensanchaban en las muñecas, lucía zapatos de piel sujetos a los tobillos con relucientes hebillas de bronce, el cabello color castaño oscuro le caía sobre los hombros en ondas brillantes. Pero habría sido un gran error tomarlo por un mero figurín. Tenía el porte insolente de un señor de noble nacimiento y la fanfarronería de un soldado, ojos de color azul y boca amplia y en continuo movimiento que, cuando se cerraba, parecía hacerlo en una mueca burlona. Justino no necesitó volver a mirarlo para darse cuenta de que éste era un hombre peligroso, que instintivamente le desagradaba y de quien desconfiaba.
Se puso tenso cuando Peter miró en su dirección. No tenía intención de irse sin protestar, pero tampoco esperaba ganar la partida: los huérfanos raramente son optimistas. El caballero, sin hacer el menor caso de las airadas protestas del hombre, acababa de empujar hacia la puerta a un comerciante que se resistía a salir alegando ser pariente del alcalde de la ciudad. Justino era el siguiente. Pero fue precisamente entonces cuando la dama de honor de la reina salió del hueco de la escalera.
El caballero había perdido ya todo interés por despachar a los peticionarios. Moviéndose con rapidez, la empujó contra la pared, interceptándole el paso con el brazo extendido. Se apoyó hacia abajo y murmuró palabras íntimas en sus oídos, haciendo que sus dedos se deslizaran hacia la parte superior de su brazo. Ella se apartó con brusquedad, retirándole la mano y se la puso debajo del brazo con unas palabras rebosantes de impaciencia:
– ¡Por la Cruz de Cristo, Durand, déjame de una vez en paz!
Durand no recibió el revés de buen talante, sino que miró a Claudine con el ceño fruncido y cólera mal disimulada. La joven hizo caso omiso de sus malos modos y se los sacudió como se había sacudido su mano. A continuación cruzó el salón en dirección a Justino.
Su sonrisa era radiante.
– La reina os verá ahora mismo -anunció.
Leonor de Aquitania tenía la suerte de poseer el corte de cara que la edad acentúa, y era fácil ver en los pómulos elevados y la firme línea de la mandíbula la evidencia de la belleza juvenil que había ganado los corazones de dos reyes. Estaba elegantemente vestida con un traje de seda color verde mar, y el rostro enmarcado por un delicado griñón blanco. Al arrodillarse, Justino percibió un leve aroma estival, una fragancia tan intrigante como sutil, que indudablemente iba a permanecer en la memoria de un hombre. Los pliegues del griñón ocultaban suavemente la garganta y sólo sus manos delataban sus siete décadas de edad, con sus abultadas venas, pero estas manos estaban también adornadas con las más espléndidas joyas que Justino hubiera visto jamás, sortijas de esmeralda, perla y oro molido. No obstante, lo que más le llamó su atención y lo que le hizo mantener fija en ella la mirada fueron sus extraordinarios ojos, oro moteado de verde, luminosos a la débil luz de las velas y, en cierto modo, inescrutables.
– Os doy las gracias, señora, por acceder a recibirme -Justino cobró aliento para darse ánimos y dijo después muy deprisa, antes de que le abandonaran las fuerzas-: Perdonadme si parezco presuntuoso, pero ¿sería posible que habláramos a solas? -Bajando la voz, añadió de modo apremiante-: Tengo una carta para vos. Ya le ha costado la vida a un hombre y preferiría que no se cobrara más víctimas.
Leonor lo examinó impasible, pero Claudine le dirigió una mirada de reproche, dándole a entender que frustrar su curiosidad era mal pago por la amabilidad que había mostrado hacia él. Pero fuera lo que fuese lo que vio Leonor en el rostro de Justino, le pareció convincente y le hizo una seña a Peter, que merodeaba a unos pasos de distancia, furioso ante una petición tan audaz. Al cabo de unos instantes había salido de la habitación todo el personal menos Leonor, Justino, Will Longsword y el capellán de la reina.
– Esta es la máxima intimidad de que podemos disfrutar -dijo fríamente Leonor-. Y ahora… ¿qué me queréis decir?
– Vuestro hijo está vivo, señora. Pero el rey Ricardo está en peligro, porque lo han capturado sus enemigos.
El control que tuvo Leonor sobre sus emociones fue impresionante; sólo el temblor de unos dedos apretados traicionó sus sentimientos. Los hombres allí presentes no guardaron la misma compostura, sus preguntas y discusiones, provocadas por la impresión que les causó la noticia, tan sólo se interrumpieron cuando Leonor levantó la mano pidiendo silencio.
– Continúa -le dijo a Justino. Y éste así lo hizo.
– El barco en que navegaba el rey naufragó, señora, no lejos de Venecia. No resultó herido, pero poco después fue capturado por un vasallo del duque de Austria, quien se lo entregó al emperador de los Romanos.
Will y el capellán exhalaron exclamaciones sofocadas al oír esta alocución. Ricardo había tenido muchos enemigos a lo largo de sus turbulentos treinta y cinco años, pero sólo el rey francés Felipe le odiaba más que el emperador y el duque de Austria. De nuevo Leonor apaciguó el clamor.
– ¿Cómo puedo saber que lo que me contáis es verdad? ¿Tenéis alguna prueba?
Justino sacó las cartas de su casaca.
– Tres días después de Navidad, el emperador escribió al rey francés dándole cuenta del cautiverio del rey Ricardo. El arzobispo de Ruán se enteró de la existencia de esta carta y de una manera u otra hizo que se la copiaran. Se la confió a un orfebre de Winchester llamado Gervase Fitz Randolph porque temía enviarla por conducto de agentes conocidos de la Corona francesa. -Con las cartas en la mano, Justino añadió en voz baja-. Esta es la sangre de Fitz Randolph señora. No puedo jurar que la carta sea auténtica, pero sí puedo testificar que Fitz Randolph murió creyendo que lo era.
No se oía en el aposento ni el vuelo de una mosca mientras Leonor leía la carta. Tal era el silencio. Cuando levantó los ojos estaba pálida pero seguía dominando sus emociones. Al ver la expresión afligida de Will, le dijo:
– No, Will, no hay que apenarse. Ricardo está vivo y eso es lo importante. Nadie ha salido jamás del fondo del Adriático, pero hay hombres que salen de los calabozos austríacos. -Justino estaba todavía arrodillado y ella le hizo un gesto para que se levantara-. ¿Cómo llegó a vuestras manos esta carta?
Justino se lo contó, lo más brevemente posible. Leonor escuchó con atención sin apartar la vista de su rostro. Cuando Justino terminó, la reina sentenció:
– De todo cuanto nos hemos enterado aquí nada debe salir de estas cuatro paredes, al menos hasta que haya podido pedir consejo al arzobispo y a los otros encargados de la administración de justicia. Ahora quisiera hablar a solas con este muchacho.
Los demás se retiraron de mala gana. Una vez solos, Leonor hizo señas a Justino para que se sentara. Estaba tocando el sello que había sido roto. Justino había planeado decir que se rompió cuando Gervase estaba luchando con los forajidos, pero al encontrarse sus ojos con los de Leonor, se dio cuenta de que no podía mentirle.
– Pensé que si iba a perder la vida a causa de esa carta, al menos quería ir a la tumba con la curiosidad satisfecha. -Contuvo el aliento, esperando que su candor no hubiera sido motivo de ofensa.
– Si me hubieras traído esta carta sin haberla leído, me habría impresionado tu honor, pero habría tenido dudas de tu sentido común.
Justino levantó los ojos, asombrado, a tiempo de captar el atisbo de una sonrisa y sonrió a su vez, deshaciendo así su ansiedad, propia de sus pocos años. Leonor se dio cuenta de lo joven que realmente era.
– ¿Cómo os llamáis, muchacho?
– Justino, señora. -Leonor esperaba con impaciencia. Justino no tenía nombre de familia, de hecho no tenía familia, sólo un padre que no había querido reconocerle-, Justino de Chester -dijo al fin, porque había pasado gran parte de su infancia en esa rebelde ciudad fronteriza.
– Decís que al orfebre lo mataron unos bandoleros. ¿Qué os hace pensar que esto no pudo ser simplemente un atraco que fracasó? ¿Tenéis razón para creer que estaban buscando la carta?
– Gervase así lo creía, señora. No puedo asegurar que tuviera razón, pero todo hace pensar que no se trataba de un asalto perpetrado al azar con la única intención de robar. Estaban esperándole, de eso estoy seguro. Cuando yo pasé por el lugar un poco antes, los oí decir en susurros estas palabras que no comprendí entonces, pero que comprendo ahora: «No, no es él». Y cuando llegué al lugar donde se produjo el atraco, uno de los hombres cacheaba el cuerpo y el otro le gritaba: «¿La has encontrado?». No se refería a la bolsa de dinero que llevaba Gervase porque los bandidos la tenían ya en su poder. Tal vez Gervase llevaba consigo alguna otra cosa de valor, pero me inclino a sospechar que era la carta lo que buscaban. El arzobispo de Ruán tenía espías en la corte francesa porque ¿cómo, de no ser así, pudo haber conseguido una copia de la carta del rey de Francia? Así que ¿quién puede decir que el rey de Francia no tiene también espías?
– Por lo que sé de Felipe, podéis estar seguro de que tiene más espías que escrúpulos. -Leonor guardó silencio unos instantes, absorta en sus propios pensamientos. Cuando Justino empezó a preguntarse si se había olvidado de él, Leonor prosiguió-: Me habéis hecho un gran servicio, Justino de Chester. Ahora quiero que me hagáis un favor. Es mi deseo que descubráis quiénes fueron los asesinos de Gervase Fitz Randolph y por qué lo asesinaron.
Justino la miró con fijeza. ¿Era posible que la hubiera oído bien?
– Señora, no os comprendo. El justicia municipal de Chester es más capaz de hallar la pista de los asesinos de lo que lo soy yo.
– No estoy de acuerdo. Creo que estáis excepcionalmente capacitado para el asunto que tenemos entre manos. Sois el único que vio a los asesinos, el único que podrá reconocerlos si los ve otra vez.
Leonor hizo una pausa, pero no dejó de mirar a Justino con atención.
– Por añadidura, parecerá perfectamente natural que regreséis a Winchester con la intención de averiguar si han atrapado a los asesinos y dar el pésame a la familia de Fitz Randolph. A nadie se le ocurrirá poner en duda vuestros motivos. Todo lo contrario, la familia os recibirá con gratitud porque hicisteis lo que pudisteis para salvar la vida del hombre y porque salvasteis a su criado.
– Supongo que tenéis razón -concedió Justino-. Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué me hacéis que haga esto?
– Para que se haga justicia, naturalmente -dijo la soberana, y enarcó las cejas.
Justino desvió la mirada para que la reina no notara su perplejidad. Era natural que la soberana quisiera que los asesinos fueran castigados. Los caminos reales no debían ser peligrosos para los caminantes; tal era la conclusión de un trato entre el soberano y sus súbditos. Bien podía decir, por otra parte, que el orfebre había muerto al servicio de la reina. No obstante, había algo más importante en la petición de la reina, algo mucho más relevante. Justino no habría podido explicar por qué estaba tan seguro, pero no tenía la menor duda de que era así.
– Y si logro descubrir la identidad de los asesinos, ¿he de pasarle la información al justicia de la ciudad?
– No -respondió Leonor en el acto-. No le digáis nada a nadie. Confiadme la información a mí y sólo a mí.
Justino tenía ahora confirmación de sus sospechas, pero daba lo mismo. Fueran los que fuesen los motivos particulares de Leonor, no se podía hacer caso omiso de esta petición. A una reina no se le niega nada, pero especialmente a esta reina.
– Necesito una carta de autorización, señora, afirmando que actúo en nombre de Su Majestad. Si me voy a meter en la boca del lobo, necesito una cuerda de salvación.
Leonor sonrió.
– Muchacho espabilado -dijo en un tono de aprobación-, Eso es un buen pronóstico para el éxito de vuestra misión. Ahora, sírvenos una copa de vino y a continuación tráeme ese cofre de marfil que está sobre la mesa.
Justino hizo lo que se le pedía y momentos después tenía una bolsa de cuero en la palma de la mano. Pensó que sería descortés contar lo que contenía en presencia de la reina, pero le tranquilizó su sólido peso, prueba de que la suma era generosa.
No pudo preguntarle a Leonor la verdadera razón por la que quería resolver la cuestión del asesinato del orfebre, pero sí le preguntó ¿por qué yo? Tenía derecho a saber al menos eso, porque la misión que se le había encomendado conllevaba tantos riesgos como recompensas.
– Me honráis, señora, al depositar vuestra confianza en mí. Pero también hacéis que me sienta perplejo. A fin de cuentas, yo soy sólo un extraño para vos.
– Sé más de vos de lo que creéis, muchacho. No os falta valor y no tenéis un pelo de tonto, porque no depositáis vuestra confianza fácilmente. Tenéis recursos para todo y sois afable, y bien parecido.
Hizo una pausa para tomar un trago de vino.
– Poseéis además un caballo, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de los hombres. Y sabéis manejar la espada, una cualidad que no se adquiere fácilmente. Por añadidura, sabéis leer cartas, prueba de que recibisteis una instrucción singularmente buena, Justino de Chester. Lo único que parece faltaros es un apellido.
Justino se puso rígido, pero la reina no hizo caso de su repentina tensión y continuó mirándole a los ojos.
– Un misterio intrigante. ¿Por qué un hombre joven, con tan admirables atributos ha de estar perdido y totalmente solo? Estáis demasiado bien instruido para ser de origen humilde. ¿Sois, tal vez, el benjamín que tiene que abrirse paso en el mundo como sea? Es posible, pero ¿por qué renegar de vuestro apellido? ¿O sois la oveja negra, rechazada por su familia? No lo creo, cualquier hombre se enorgullecería de tener un hijo como vos. ¿Tal vez un hijo nacido fuera del matrimonio?
Justino no respondió, pero sentía que se le enrojecía el rostro. Leonor tomó otro sorbo de vino.
– Aun en el caso de que seáis bastardo ¿por qué razón no os reclama vuestro padre? Mi marido reconoció libremente a los suyos; muchos señores así lo hacen. El adulterio a menudo es considerado pecado femenino, no masculino. Pero la Iglesia… bueno, se puede decir que la Iglesia es una amante más celosa que una esposa engañada.
– ¡Jesús! -Justino tragó con demasiada avidez el contenido de su copa de vino. Tosiendo y atragantándose le espetó-: ¿Es que tenéis el don de la clarividencia?
– Por extraño que parezca -dijo la reina, sonriendo levemente-, la brujería es el único pecado de que no me han acusado mis enemigos. Era fácil adivinarlo. La Iglesia predica el celibato, pero ¿cuántos sacerdotes lo practican? No se les permite casarse, pero tienen amas de llaves que se ocupan de sus casas y les calientan la cama… Al fin y al cabo, ¿qué hay de malo en ello? Nada. Al menos no para un cura de pueblo. Mas, para el hombre que aspira a subir muy alto, un hijo bastardo es un estorbo, algo que hay que apartar a un lado, esconderlo donde sea para evitar el escándalo. ¿Es eso lo que os ha ocurrido a vos, Justino?
El muchacho asintió y la reina preguntó dulcemente:
– ¿Quién es vuestro padre, muchacho?
No se le pasó por la cabeza a Justino no contestar, sino que afirmó, categórico:
– El obispo de Chester.
Esperaba que su contestación sorprendiera a la reina, pero Leonor no se sorprendió en absoluto.
– ¿Aubrey de Quincy? Le conozco, aunque no muy bien.
– Lo mismo puedo decir yo.
Había demasiada amargura en la voz de Justino para dar paso al humor. Leonor le dirigió una mirada de curiosidad.
– Pero se responsabilizó de vos, ¿no es así?
– Sí -contestó Justino de mala gana-. Crecí creyendo que era un expósito. No era ningún secreto que el obispo era mi bienhechor porque se me recordaba a menudo la suerte que tenía de que se hubiera apiadado de mí. Según me han contado, siendo yo un niño de pañales, me envió a una familia en Shrewsbury. Más tarde -él era arcediano por entonces- hizo que me llevaran a Chester. Le veía, pero pocas veces. De vez en cuando se me llevaba a su presencia y entonces me sermoneaba sobre mis estudios y el estado de pecado de mi alma, y lo decía para humillarme después por mis fechorías, incluso por aquéllas que no había cometido aún. -Los músculos de la boca de Justino se tensaron-. Era como si me estuviera interrogando el mismísimo Dios Todopoderoso.
Leonor no estaba aún convencida de que Justino tuviera motivo para quejarse.
– Se ocupó de que no te faltara alimento y vivienda y de que te dieran una excelente educación.
– Me lo recordaba a cada paso, señora. Pero me debía más que pan y libros. ¡Al menos me debía el decirme la verdad sobre mi madre!
Esto impresionó a Leonor. Después de haberse casado con Enrique, el rey de Francia había hecho lo imposible por conseguir que sus dos hijas menores se volvieran contra ella; no vio a ninguna de las dos durante muchos años, hasta que fueron mujeres casadas.
– ¿Y cómo te enteraste de la verdad?
– Cuando le pregunté por ella, un día me dijo que era una mujer de dudosa moralidad. Y yo me habría ido a la tumba creyendo sus mentiras de no ser porque la fatalidad quiso que casualmente lord Fitz Alan me mandara a Shrewsbury el mes pasado. Se me ocurrió entonces pensar que debía de haber allí gente que recordara mi nacimiento y a mi madre. Empecé en San Alkmund, su antigua parroquia, y por fin di con una anciana que había sido la cocinera de la rectoría. Se acordaba ciertamente de mi madre, que no era una prostituta como él me había dicho, sino una muchacha de pueblo deslumbrada y seducida por un hombre de Dios.
– Supongo que fue entonces cuando te enfrentaste con tu padre, ¿no es así?
Justino hizo un gesto resignado de asentimiento.
– No creía haberme hecho ningún mal e insistía en que había sido más que justo. No podía comprender que yo le perdonara por negar su paternidad o por dejar que me educaran personas extrañas, y no le perdonara por mentirme sobre mi madre. Eso nunca se lo perdonaré.
Se hizo un silencio embarazoso. Justino se desplomó en su asiento, agotado por su arrebato emocional. ¿Cómo le podía haber revelado su gran secreto a esta mujer a la que apenas conocía? ¿Qué le podían importar a la reina de Inglaterra las aflicciones y rencores del bastardo de un obispo?
– Lo siento, señora -dijo con fría formalidad-. No sé por qué os he contado todo esto.
– Porque yo os lo pregunté -contestó Leonor, extendiendo su copa de vino para que se la volviera a llenar-. Si vuelves mañana por la mañana, tendré esa carta preparada, la carta que te identifique como el hombre de la reina. Confío en que la utilices con discreción, Justino. Que no la muestres en tabernas para que te den bebida gratis ni la saques en momentos delicados para impresionar a muchachas jóvenes.
A la sorpresa inicial de Justino le siguió una reacción de ironía. Abrió la boca y estuvo a punto de preguntar si podía al menos usarla para que los comerciantes locales le dieran crédito, pero lo pensó mejor, porque no estaba seguro de si era apropiado que hablara en broma. La reina había sido hasta ese momento asombrosamente amable con él, y eso que no era persona reconocida por su amabilidad. Pero era la reina de Inglaterra y no quería olvidarse de esto ni siquiera por espacio de un latido.
Aún no le había dado las cartas que tenía en su regazo. Justino sintió un impulso repentino de compasión. Era más que la más famosa reina de la cristiandad. Era una madre y el rey cautivo era su hijo predilecto.
– Lo siento, señora -dijo una vez más-. Siento de verdad el haberos tenido que traer noticias tan amargas…
– ¡Ah, no, Justino. Me habéis traído esperanza. Por primera vez en muchas semanas, dormiré esta noche sabiendo que todavía vive mi hijo.
– Señora…
Leonor sabía que no quería hacer esta pregunta:
– ¿Será capaz el emperador de poner en libertad a Ricardo? Tal vez lo haga si se le hace ver que le conviene hacerlo. Por mucho que deteste a mi hijo, ambiciona el dinero más que la venganza. El mayor peligro que veo es que el rey francés puede ofrecer también una suma por Ricardo. Si termina en un calabozo francés, no volverá a ver de nuevo la luz del sol, por mucho que se ofrezca por su rescate. Felipe y Ricardo fueron amigos una vez, pero se pelearon encarnizadamente durante la Cruzada y desde el regreso de Felipe a París, ha hecho todo lo que ha estado en su mano para atormentar a Ricardo, engañando a…
Se interrumpió tan de improviso que Justino pudo adivinar lo que la reina no quería pronunciar: el nombre de su hijo Juan, que según los rumores se había confabulado con Felipe durante el último año, en un complot para invalidar el derecho de Ricardo al trono. Por todo esto le pareció sorprendente a Justino que una reina afectada por problemas semejantes prestara tanta atención al asesinato de un orfebre de Winchester. Deseando poder consolarla mejor, le dijo:
– Rezaré por la pronta liberación del rey, señora.
– Hazlo -replicó ella-, porque va a necesitar nuestras oraciones. Pero haz más que eso. Cuida de tu persona en Winchester, Justino de Quincy. Guárdate las espaldas.
– Lo haré… -Y sus palabras tranquilizadoras se fueron apagando al darse cuenta del significado de lo que la reina acababa de decir-. No tengo derecho a ese nombre, señora. Mi padre se sentiría ultrajado si supiera que yo lo utilizo.
– Sí -asintió Leonor-, ciertamente así es… -y cuando sonrió, no era la sonrisa de una venerable reina viuda, sino la sonrisa de la rebelde real que había sido siempre, un espíritu libre que se había atrevido a desafiar a la convención, a los maridos y a la Iglesia, iluminando su camino con un valor despreocupado y un encanto caprichoso y seductor.
Justino no ofreció la menor resistencia: fue una entrega incondicional. En aquel momento él pasó a engrosar las filas de todos los que habían sucumbido al hechizo de Leonor de Aquitania.
– No os defraudaré, señora -prometió de modo temerario-. Os encontraré a los asesinos de Gervase Fitz Randolph, eso lo juro por mi alma.