Marzo de 1193
La luz de la antorcha caía de lleno en un rostro que ni los que más le conocían habrían podido reconocer. Era el rostro del Flamenco. Un ojo lo tenía cerrado e hinchado y la mandíbula grotescamente inflamada y amoratada de cardenales. Esas eran las magulladuras que había recibido en la pelea en Smithfield. La sangre que todavía le salía de la nariz era reciente porque Jonás le acababa de dar un puñetazo. Necesitó un instante para recobrar el aliento y, cuando lo hizo, escupió otra obscenidad. Jonás se adelantó de nuevo, pero esta vez Lucas lo apartó.
– Deja que el hijo de puta se desangre -dijo-; mientras, nosotros seguiremos hablando. -Sujetando el brazo de Jonás, lo llevó al calabozo y cogiendo otra vez la antorcha, Justino lo siguió.
A Jonás la actitud de Lucas le desagradó.
– ¿Por qué me has detenido? -preguntó.
– Si lo que querías era golpear por el placer de hacerlo, a mí eso no me importa. Pero si estás aún tratando de hacerle que hable, eso es una pérdida de tiempo. -Lucas echó una ojeada a sus nudillos despellejados y arañados e hizo una mueca-. Es desgraciadamente evidente que no vamos a sacar nada de él.
– Dame una hora a solas con él y ya veremos lo que pasa.
Era la primera vez que Justino había oído a Jonás recurrir a bravuconadas, pero como sus interrogatorios habían fracasado, empezaron a manifestarse fisuras en el comportamiento generalmente ecuánime del sargento. Su cólera era comprensible; Justino se sentía igualmente frustrado. Era como si estuvieran metidos en el sangriento y prolongado asedio de un castillo, escalando los muros exteriores y abriéndose camino hasta llegar por la fuerza al patio interior, para descubrir, una vez allí, que el castillo era impenetrable e inexpugnable al asalto.
– No dudo de tus poderes de persuasión, Jonás -dijo Lucas, sonriendo forzadamente-. Yo también puedo ser persuasivo, o al menos eso me dicen. Pero hay hombres, afortunadamente pocos, a los que no se puede quebrar. Morirán, pero eso es lo único que harán por ti. Y no me digas que no te has tropezado con ninguno de ellos porque no te voy a creer. Podemos golpear al Flamenco hasta desangrarlo. Podemos convertir los días que le queden en este mundo en un infierno en la tierra que tan ciertamente merece. Y finalmente podemos mandarlo a la horca. Pero lo que no podemos lograr es hacerle hablar.
Justino había llegado ya a la misma desalentadora conclusión. Mirando de reojo a Jonás vio que el sargento lo sabía también, aunque no estuviera dispuesto a admitirlo.
– Antes de aceptar la derrota, vamos a intentarlo otra vez -dijo.
Encadenado a argollas de hierro fijas en la pared, Gilbert se estaba hundiendo, tanto que las esposas se le clavaban en las muñecas. Estaba todavía sangrando del último golpe que le había asestado Jonás y su respiración era dificultosa y entrecortada. Cuando Justino dejó que la luz de la antorcha iluminara ese rostro apaleado e hinchado, no logró sentir ni la más mínima compasión. ¿Qué compasión había mostrado Gilbert por Kenrick, acorralado en el desván del molino?
– Tu obstinación te está haciendo sufrir innecesariamente la tortura a la que te estamos sometiendo, Gilbert. Sabes que tu destino es la horca. ¿Por qué prolongar tus sufrimientos en la poca vida que te queda? ¿Por qué no nos dices lo que queremos saber? Contesta a nuestras preguntas y te dejaremos en paz.
El Flamenco levantó la cabeza. Cuando habló, la voz que salió de su garganta era ronca, áspera, discordante y llena de odio.
– ¡Que os pudráis en el infierno…!
Justino temía decírselo a Leonor, pero la reina lo tomó mejor de lo que él esperaba. Aparentemente debía de haber tenido la oportunidad de conocer a lo largo de su vida a hombres a los que no se podía quebrar, porque no pareció sorprendida por la negativa del Flamenco a cooperar. Y cuan do Justino terminó de presentar su informe, Leonor dijo algo que más tarde le parecería extraño a Justino y le recordaría sus sospechas iniciales sobre los motivos de la reina.
– Bueno, tal vez no esté de Dios que se sepa la verdad -dijo suavemente.
– ¿Señora?
– No tiene importancia. Estaba simplemente pensando en voz alta, preguntándome si esto quería decir que el secreto del Flamenco debía morir con él. ¿Era él nuestra última esperanza? ¿Qué ha pasado con esa mujer?
– Hasta ahora Nora ha escapado de nuestra persecución. Cuando los hombres del sargento llegaron para arrestarla, se había ido ya llevándose con ella algunas de sus pertenencias. La han estado buscando por toda la ciudad, pero hasta ahora no han tenido suerte. Aun en el caso de que se la coja, dudo que nos sirva de ayuda. No veo la razón para que el Flamenco le contara nada del asesinato que había cometido en Winchester. No es el tipo de hombre a quien le guste presumir de sus crímenes en la cama o revelar secretos que puedan usarse más adelante en su contra.
– ¿Y el compinche del asesino?
– No creo que sea un hueso tan duro de roer, señora… -Justino estaba tratando de dar la impresión de que este problema no era difícil de resolver, pero no pudo por menos de añadir un comentario pesimista-: si lo encontramos.
– No debéis ser tan pesimista -dijo Leonor, después de clavar sus ojos en los de Justino-. Al menos el Flamenco no podrá ya perpetrar más crímenes. Decís que ha asesinado a cinco personas, ¿no es así? Pero el verdadero recuento de sus víctimas es probablemente el doble. Tal vez no hayáis logrado conseguir las respuestas que estábamos buscando, pero indudablemente habéis salvado unas cuantas vidas.
Justino asintió gravemente.
– Pero yo quería también las respuestas.
Sus ojos se encontraron y mantuvieron firme la mirada.
– Yo también -dijo ella-. Así que seguid las huellas. La caza no ha terminado todavía.
Los elogios de Leonor no mitigaron la desilusión de Justino ni su generosidad le hizo sentirse menos desanimado. La había defraudado. Por mucho que racionalizara el fracaso de conseguir que el Flamenco hablara, siempre llegaba a la misma conclusión: la reina había confiado en él y él la había desilusionado. Ya no ser que pudieran encontrar a Sampson, nadie más que Gilbert sabría si había estado al servicio del rey de Francia.
Claudine estaba esperándole cuando salió de la gran cámara de la reina.
– ¡Tienes un aspecto terrible! -dijo.
Justino sonrió irónicamente.
– Lo sé. Pero he pasado la mayor parte de la noche en la cárcel y he ido a casa sólo unos momentos para asearme.
Ella le tocó el cardenal de la mejilla.
– ¿Fue el asesino quien te hizo esto? ¿Le cogisteis? -Cuando asintió, Claudine le cogió del brazo llevándole a la relativa intimidad del hueco de una ventana-. Entonces, ¿por qué no estás contento?
– Es una historia larga y penosa -contestó a sabiendas de que era una evasiva-. No es necesario que te preocupes pensando en ella.
Claudine movió la cabeza en un gesto de reproche.
– En lo que sí estoy pensando, al oírte, es en esas personas reticentes y misteriosas que se cierran al tocarlas, como los moluscos. -Sus dedos siguieron tocando la mejilla amoratada de Justino-, ¿Sabes lo que creo que necesitas? Me necesitas a mí. ¿Hay alguna probabilidad de que te deshagas por unas horas de ese amigo inoportuno?
– Supongo que puede pasar la noche en la fragua con Gunter. Pero, ¿y la reina?
– La persuadiré -dijo Claudine, y sonrió-. Te habrás dado cuenta de que siempre consigo lo que quiero.
Justino sonrió también y su humor empezó a mejorar.
– Puedo con mucho gusto ser testigo de ello -contestó- y nada me complacería más que continuar prestando testimonio, cuanto antes mejor.
Claudine le guiñó un ojo.
– Espera aquí, que voy a hablar con la reina. Volveré enseguida.
Justino se sentó en el antepecho de la ventana esperando el regreso de Claudine. Pero tan pronto como desapareció en los aposentos de la reina, la puerta del gran salón se abrió de par en par para dejar entrar a Durand. Justino se puso rígido. Esta era la primera vez que veía a Durand en la corte desde que confió sus sospechas a Leonor. No tenía la menor idea de qué tipo de disciplina había impuesto a su traidor caballero, porque no le había dicho nada más al respecto. Pero era evidente que Durand había perdido el favor de la reina, pues no había otra razón que justificara la mirada de furia que se retrató en su semblante al ver a Justino.
Éste se levantó lentamente mientras el otro se acercaba a él. Estas últimas semanas le habían enseñado que no todas las guerras se libraban en el campo de batalla y una de las lecciones que había aprendido era ser el primero en atacar y en hacerlo deprisa.
– Me sorprende veros aquí, lord Durand. Creí que os habríais ido a Francia con lord Juan.
Los ojos de Durand eran de un color azul como los de los vikingos, inescrutables y fríos.
– No sería mala idea el que vos pensarais también en pasar una temporada en Francia, De Quincy. Si yo estuviera en vuestro lugar, cabalgaría al puerto más próximo, como si mi vida dependiera de ello.
– Esas palabras suenan como una amenaza. Pero estoy seguro de que las decís con la amistosa intención de prevenirme, ¿no es así?
– Por supuesto. Después de todo, me habéis dado suficientes motivos para albergar sentimientos amistosos hacia vos -dijo Durand, con una sonrisa taimada-. Si no hubiera sido por vos la reina habría continuado recibiéndome como a cualquier otro de sus caballeros, uno entre muchos. Y eso ha cambiado por completo, gracias a vos.
– El placer es mío -dijo Justino, y la sarcàstica cortesía de Durand se astilló en fragmentos como si hubiera sido puro hielo.
– Algunos placeres pueden ser perjudiciales para la salud de un hombre -añadió- y otros hasta pueden resultar fatales. -Fue él quien dijo la última palabra, porque en ese mismo momento giró sobre sus talones sin esperar la respuesta de Justino.
– ¿Justino? -Los ojos de Claudine estaban abiertos como platos y sus cejas arqueadas hacia donde le nacía el cabello-. ¿De qué se trata todo esto? Yo ni siquiera sabía que conocías a Durand. ¿Qué ha ocurrido para que sintáis tal hostilidad mutua?
– A mi manera le he acusado de ser el lacayo de Juan, y no le ha gustado.
– ¡No cabe duda de que te gusta jugar con el peligro! Afortunadamente -añadió-, los hombres temerarios me resultan irresistibles.
Justino sonrió, y mantuvo la mirada en la silueta de Durand a medida que se alejaba.
– Me advertiste que tuviera cuidado con Juan, y con razón. Pero ¿por qué he de otorgar el mismo respeto al Príncipe de las Tinieblas y a uno de sus subalternos?
– Estás equivocado -dijo ella con tal vehemencia que Justino la miró sorprendido-, Juan es ciertamente peligroso, pero surgen de vez en cuando destellos de luz en las oscuras profundidades de su alma. -Los labios de Claudine se curvaron ligeramente, sugiriendo una sonrisa porque no podía permanecer seria mucho tiempo-. Después de todo, Lucifer es el ángel caído. Pero buscarás en vano destellos de luz en la oscuridad de Durand, Justino; No es hombre que uno quiera como enemigo.
– Lo quiera o no lo quiera, lo tengo ya. -A Justino le conmovió la inquietud de Claudine, pero no tomó las amenazas de Durand con tanta seriedad como ella-. ¿Cómo podía ser el caballero un enemigo más peligroso que el Flamenco?
Sacudiéndose el pelo sobre los hombros, Claudine estiró su cuerpo con tal sensualidad que Justino hizo una pausa en el acto de servir el vino.
– Una curiosidad exagerada no es lo único que tienes en común con los gatos -dijo en un alarde de admiración-. Te mueves también como ellos.
– Espero que eso lo estés diciendo como un cumplido. La mayoría de las personas creen que los gatos sólo sirven para cazar ratones y prestar servicios a las brujas, pero a mí me gustan, así que agradezco tus palabras. -Cuando le entregó la copa de vino, se volvió a recostar entre sus brazos-. Es más, soy también capaz de ronronear.
– Y de arañar.
Claudine se sonrió mirando el fondo de la copa.
– Espero que eso no sea una queja.
– No, creo que estaba presumiendo -dijo Justino y ella se rió y después le ofreció la copa.
– Bebe, amor mío -le instó-. Vas a necesitar todas tus fuerzas esta noche.
El se echó a reír también.
– Eres una moza desvergonzada. Eso me gusta.
Le pidió la copa y derramó deliberadamente vino sobre su pecho, y en la lucha erótica que siguió se derramó el resto del vino. Después de discutir juguetonamente acerca de quién iba a traer la jarra, Justino se tiró de la cama tiritando, porque la lumbre no emitía mucho calor.
– Ha sido una suerte que la copa se haya derramado sobre la paja del suelo -dijo con fingida severidad- porque no tengo más que un juego de sábanas.
– ¡Si no hubieras empezado a retorcerte como una anguila, yo lo habría lamido! -dijo Claudine con un mohín, y levantando la colcha, dio unos golpecitos a la cama, invitándole a que volviera a meterse en ella-. Date prisa, me estoy quedando fría. Quiero que me calientes, ¡Cielo santo!
– ¿Qué pasa? -Miró alrededor de la cabaña, sorprendido al no encontrar razón alguna para su exclamación.
Claudine estaba mirando el enorme cardenal de su cadera izquierda.
– ¡Yo no he podido hacer eso! ¿Fue el hombre que capturaste ayer? ¿El asesino?
Justino asintió y se subió rápidamente a la cama, dándole a Claudine su copa, que había vuelto a llenar. Bebiendo el vino a sorbos, exploró las moraduras y cardenales de su cuerpo con dedos de tacto suave y un ligero ceño que arrugaba su frente. ¡Olvida lo que te dije de que cortejabas al peligro! ¡Te lo has metido en tu misma cama!
– ¿Así que el peligro es una mujer? Yo siempre lo creí también así.
Continuó examinando sus contusiones, sin sonreír.
– No estoy hablando en broma, Justino. Te podían haber matado. Y esto no ha terminado todavía, ¿no es así?
– No -confesó él-, no ha terminado. -Apagados los últimos destellos de la unión amorosa, la realidad hizo su aparición una vez más. ¿Cómo iban a encontrar a Sampson? Y aunque lo encontraran, ¿cómo le iban a hacer hablar?
– Esa maldita carta estaba manchada de sangre -dijo Claudine de repente, y frunció el ceño al notar la mirada de sorpresa de Justino-. Naturalmente, he sacado la conclusión de que la carta es el meollo del asunto, Justino. Eso es evidente. Tú no conocías aún a la reina, porque fui yo quien te tuvo que ayudar a conseguir una audiencia con ella, ¿no te acuerdas? Así que el contenido de aquella carta tenía que ser muy importante, porque fue la razón por la que te admitió a su servicio. No me vas a insultar ahora con una negación falsa, ¿verdad?
– No -contesto él-, no lo voy a hacer.
– Bien -continuó Claudine, más calmada-. Eso era fácil de adivinar. Pero lo que no comprendo es cómo la carta puede estar relacionada con la persecución de este asesino.
Su voz había subido de tono y era inquisitiva, y él se llevó la mano de ella a la boca, besándole los dedos.
– Eso no te lo puedo decir, amor mío.
– ¿Por qué no? Puedes simular que esto es una iglesia y yo soy tu confesor -sugirió con picardía-. Cualquier cosa que me cuentes no saldrá de esta cama, porque yo nunca he traicionado la santidad del confesionario.
Justino estaba riéndose otra vez.
– Escucha, mi hermosa blasfema, te lo contaría si pudiera. Pero éstos no son mis secretos, así que no tengo derecho a revelarlos, ni siquiera a ti.
– Sí, es verdad, me estoy entrometiendo -confesó-. Y no puedo negar que tengo curiosidad porque ¿quién no la tendría? Forman, después de todo, una pareja muy extraña la reina de Inglaterra y un asesino de Winchester. Es natural que me sienta intrigada por una asociación como ésta. Pero no es sólo curiosidad.
Sus ojos se detuvieron un momento en el morado que tenía en la mejilla.
– Justino, estoy preocupada por ti. Te han tendido ya dos emboscadas, y es posible que la próxima vez no tengas tanta suerte. No sé qué información esperabas extraer de ese forajido, pero sé que no la has conseguido. Tú mismo lo reconociste al decir que «no todo ha terminado». ¿Qué vas a hacer ahora? Necesito saber si vas a volver a arriesgar tu vida. ¿Por qué no me puedes decir al menos eso?
Los sentimientos de Justino por Claudine habían oscilado entre la pasión y la protección, entre querer protegerla y desear llevársela a la cama. Sus emociones las había complicado ahora un brote repentino de ternura, un sentimiento que raras veces había experimentado. Acercándose hacia ella le acarició la mejilla y Claudine cerró los ojos, y sus labios se entreabrieron, tentadores.
Él no la besó, porque en aquel mismo momento se dio cuenta del posible significado de sus palabras. Había descrito a Gilbert como un «asesino de Winchester». El nunca le había contado eso, ni siquiera había mencionado el nombre del Flamenco. ¿Cómo lo sabía?
Deslizó los dedos por sus mejillas y los posó en su garganta. Ella sonrió sin abrir los ojos y apareció uno de sus hoyuelos. Buscando en la oscuridad la copa de vino, Justino la bebió de un trago pero seguía sintiendo un frío intenso por todo el cuerpo, que le calaba hasta los huesos. Sólo unas cuantas personas estaban enteradas de que la procedencia de Gilbert era Winchester. Leonor, Will Longsword, Lucas, Jonás, Nell y Juan. Juan lo sabría porque Durand le habría contado todo lo que había averiguado en sus viajes de espionaje a Winchester.
«Tendré que buscar en otra parte.»
Las palabras de Juan parecían resonar en la paz del cuarto. Justino había sospechado de Lucas. ¿Debería haber echado sus redes más cerca? ¿Podía ser Claudine la espía de Juan?
Hasta aquel momento no supo que el peor dolor no tenía que ser el dolor físico, que podía estar totalmente disociado de huesos rotos o derramamiento de sangre. ¿Le había tentado ella a compartir su lecho a petición de Juan? Todas esas preguntas acerca de su pasado, tan suavemente insistentes, preguntas a las que cualquier mujer desearía recibir respuestas de su amante. Dios mío, ¿habría estado Claudine riéndose de su inocencia desde el primer momento?
– ¿Estás otra vez inmerso en ese misterioso y hermético silencio? -le preguntó Claudine-. Yo no espero ni mucho menos que traiciones la confianza que ha depositado en ti la reina. Yo tampoco lo haría. Pero veo lo preocupado que estás. Mantén secreto lo que debas mantener, pero no me excluyas por completo. Déjame que te ayude, Justino.
Parecía muy sincera. La mirada de sus hermosos ojos oscuros no temblaba y era tan confiada e inocente como la de una gacela. ¿Podía estar seguro él de que no se le había escapado ninguna alusión al Flamenco? ¿Estaba siendo terriblemente injusto con ella? Pero contaba tal vez demasiado. Tenía que saber la verdad. Tenía que saberla.
– Tienes razón, Claudine -dijo, preguntándose si su voz sonaba tan tensa a los oídos de ella, como sonaba a los suyos-. Tal vez pueda servirme de ayuda el hablar acerca de esto, y ¿en quién puedo confiar si no es en ti? Pero tienes que darme tu palabra de que mantendrás en secreto todo lo que te diga. Hay más en juego de lo que, a mi parecer, crees tú.
– Lo prometo -respondió inmediatamente Claudine-. Por supuesto que lo prometo.
– Te hablaré entonces del contenido de esa carta. Se refiere al hijo de la reina. Es muy posible, Claudine, que el rey Ricardo haya muerto.
Claudine exhaló un grito ahogado.
– ¡Oh, no! ¿Qué le ocurrió?
– Su barco naufragó en el viaje de regreso a Inglaterra desde Tierra Santa. La carta era de uno de sus compañeros de a bordo. En ella se cuenta que hubo pocos supervivientes y que el rey no se encontraba entre ellos.
– ¡Dios mío! -Claudine parecía realmente afectada-. Nada podía causarle a la reina un dolor semejante a ese dolor. Ricardo ha sido siempre el preferido de sus hijos. ¿Cómo ha podido mantener esa pena encerrada en lo más profundo de su ser? Porque se ha comportado como si nada hubiera pasado…
– Porque no está dispuesta a creerlo, al menos hasta que no se sepa con seguridad si es cierto o no. Esta es una de las razones por las que quiere mantenerlo en secreto. Está esperando la confirmación y al mismo tiempo el desmentido. Pero yo he leído la carta y no tengo la menor duda de que el hombre estaba diciendo la verdad.
Apuró la copa y le quedó en el paladar un regusto a vinagre.
– ¿Te das cuenta ahora de por qué no quería hablar de ello, Claudine, y de la razón por la que te he pedido el más absoluto secreto?
– ¡Por la cruz de Cristo, sí! Justino, esto cambiará… lo cambiará todo.
– Sí, lo cambiará.
Sabía que la historia que acababa de contar no resistiría un examen riguroso, pero era tan sensacional que a nadie se le ocurriría ponerla en duda, al menos al oírla por primera vez. Depositando la copa en la paja del suelo, se echó, fatigado, con la cabeza sobre la almohada. Claudine se acurrucó junto a él y continuó expresando su asombro, manifestando su compasión por Leonor y especulando cómo la muerte de Ricardo afectaría a la sucesión al trono. Finalmente, y al darse cuenta del silencio de Justino, le dio un codazo en el costado.
– Te estás quedando dormido, ¿verdad?
– Lo siento -murmuró él-, pero me he pasado la noche en vela.
– Lo había olvidado -dijo, e inclinándose le besó en la mejilla-. Duérmete entonces, amor mío. Tal vez yo haga lo mismo…
Dándose la vuelta en la almohada, Justino respiró el perfume del cabello de Claudine, dulce como la lluvia. Estaba agotado pero no podía dormir. ¿Qué ocurriría si se había equivocado respecto a ella? ¿Cómo podría esperar que le perdonara? Pero, ¿y si no estaba equivocado? ¿Qué pasaría entonces?
Nunca llegaría a saber cuánto rato estuvo tendido allí. Estaba perdido en el tiempo, atrapado tras las líneas enemigas de un país extranjero, sin ningún hito familiar que lo orientara.
– ¿Justino? -Claudine le estaba moviendo el brazo-. Amor mío, despiértate.
– ¿Qué pasa?
– No me encuentro bien -dijo ella, haciendo un esfuerzo para sonreír-. Tengo a veces estos fuertes dolores de cabeza. Me dan cuando menos me lo espero y caen sobre mí como una tormenta en un cielo sin nubes.
Justino se incorporó.
– Hay una botica al otro lado de la calle. Me acercaré a ver si está aún abierta.
Claudine hizo un gesto negativo con la cabeza y a continuación se estremeció.
– Agradezco tu amable ofrecimiento, pero no me servirá de nada. -Frotándose las sienes, se estremeció de nuevo y le dirigió otra sonrisa como si quisiera pedirle perdón-. El único remedio es una tisana que me hacen en Aquitania. Ni siquiera estoy segura de qué consta, creo que se compone de flor de crisantemo, betónica y otras hierbas cuyo nombre no recuerdo. Cuando tengo uno de estos terribles dolores de cabeza, lo único que puedo hacer es tomarme la tisana y meterme en la cama hasta que me pase. ¿Te importaría llevarme a la Torre?
– No, no me importa.
– No es sorprendente que me tengas tan enamorada -dijo Claudine, buscando a tientas la mano de Justino-. Siento de todo corazón, amor mío, el haber estropeado la noche que íbamos a pasar juntos.
Justino miró los delicados dedos entrelazados con los suyos.
– No te preocupes, Claudine -dijo dulcemente-. Lo comprendo.
Se separaron en los escalones que conducían al cuerpo central de la Torre, porque Claudine insistió en que no era preciso que la acompañara más lejos. No le besó porque era un lugar demasiado público para eso. En su lugar, le apretó la mano y le acarició clandestinamente la palma con sus dedos.
– Lo siento, Justino.
– Llevaré tu yegua a los establos -le dijo él. Pero no se movió enseguida, sino que permaneció de pie observándola hasta que desapareció en el vestíbulo de entrada de la Torre.
– Ese sí que es un buen caballo. -Un muchacho pasó silbando, parándose un instante para echarle a Copper una codiciosa mirada. A Justino le resultaba familiar el muchacho, lo más probable era que fuera el escudero de uno de los caballeros de la corte de Leonor.
– Espera -dijo Justino-. Me gustaría hablar contigo un momento, muchacho. ¿Conoces a Lady Claudine?
– Sí, la conozco, ¿por qué lo preguntáis?
– La acabo de escoltar hasta aquí, hasta la Torre. Se puso enferma esta tarde y estoy preocupado. Me tranquilizará saber si ha ido directamente a los aposentos de la reina y de ahí a su lecho. Si estás dispuesto a averiguarlo, te daría medio penique.
– ¿Medio penique sólo por eso? ¡Hecho!
Apenas había terminado de hablar el muchacho, cuando se dirigió a las escaleras.
– Te espero en el establo -le dijo Justino-, en un periquete.
Justino le dijo al mozo de cuadra que él mismo desensillaría la montura de Claudine y se puso a hacerlo con meticuloso cuidado, tratando de no pensar más que en la tarca que tenía entre manos. Estaba quitando la sudadera cuando el escudero entró dando saltos, rebosando del entusiasmo propio de los adolescentes.
– Bueno -anunció-. Ya está hecho. ¿Me podéis dar dinero? -Cuando Justino le tiró una moneda, el chico la cogió en el aire-. Pensé que lo mejor era que me dierais primero el dinero -dijo con una descarada sonrisa- porque no os va a gustar lo que os tengo que decir.
No tendría más de catorce años, pero estaba ya bien versado en intrigas cortesanas y las perversidades de las relaciones entre adultos.
– Si lady Claudine estaba enferma, se recuperó bien deprisa. La encontré abajo con el capellán. Le estaba preguntando si sabía el paradero de uno de los caballeros de la reina. Dijo que era urgente el que ella lo viera enseguida.
– ¿Oíste también el nombre de ese caballero? – preguntó Justino con voz apagada, sabiendo ya lo que el muchacho le iba a decir.
El escudero hizo un gesto afirmativo y dijo:
– Sir Durand de Curzon.
Estaba atardeciendo cuando Justino llegó a Gracechurch Street. Gunter y Ellis estaban dentro de la fragua, herrando a un caballo. Shadow estaba tumbado en un compartimiento vacío y recibió a Justino con ruidosos y alegres ladridos mientras éste metía a Copper en el establo.
Ellis se quedó boquiabierto al ver a Justino.
– No esperábamos veros aquí -le espetó-. Lucas dijo que lo habíais echado de casa para poder tener una cita con una misteriosa mujer.
– Eso a ti no te importa en absoluto, Ellis. -Gunter estaba utilizando una escofina para limar un casco delantero y levantó la mirada para reprender a Ellis-. Si buscas a Lucas -le dijo a Justino-, está en la taberna de enfrente.
– Toda la vecindad está ahora allí celebrando la captura del asesino. -Ellis le dirigió una mirada de reproche al herrador-. Excepto nosotros.
– Sabes que tenemos que terminar esta tarea antes de que oscurezca -contestó Gunter pacientemente-. A los herradores no se nos permite trabajar dentro de las murallas de la ciudad para evitar los martillazos y otros ruidos durante la noche.
A Ellis se le hundieron los hombros y se dio la vuelta para ocuparse de la foija con un aire de resignado sacrificio. Pero se animó considerablemente cuando Justino le dio una moneda para que cuidara de Copper. Se despidió apresuradamente de ellos, llamó al perro con un silbido y salió al suave crepúsculo de tonalidad azul lavanda.
El día había sido fresco; la noche auguraba ser francamente fría. Las pisadas de Justino se iban haciendo más lentas conforme se acercaba a la puerta de la cabaña. Alargó la mano para coger el pestillo, pero sus dedos se agarrotaron y se apretaron los puños. No podía cruzar ese umbral. No podía enfrentarse con los fantasmas que le esperaban dentro; esta noche, todavía no.
Nunca había visto la taberna tan abarrotada; al decir que toda la calle estaba allí, Ellis no había exagerado. Al principio nadie se dio cuenta de su presencia, porque la mayoría de los parroquianos estaban mirando a Lucas y a Aldred echando un pulso. La propia Nell estaba atrayendo también considerable atención, encaramada en el borde de una mesa y haciendo gestos tan expresivos que su jarra de cerveza se movía de un lado a otro como un barco en medio de una tempestad.
– Y entonces le dije «Abel tiene veinticinco chelines bien guardados, que nos repartiremos tú y yo cuando lleves a cabo el asesinato».
Se lo contaba al público con tal elocuencia, producto de la bebida, que el auditorio profería murmullos de admiración.
En medio de toda esta bulliciosa y caótica conmoción, Jonás parecía una balsa de aceite, observando las fiestas desde una mesa en un rincón con una gran jarra de cerveza llena hasta el borde y una risa sardónica. A Justino no le sorprendió que estuviera solo. Los clientes de la taberna habían aceptado a Lucas porque sus poderes eran reconocidos en más de setenta millas de distancia. Pero Jonás era la ley de la localidad y por lo tanto representaba una amenaza inmediata. Hasta aquellos con una conciencia impoluta se inquietaban cuando el sargento se inmiscuía en su mundo.
Abriéndose paso entre los parroquianos, Justino cogió un vaso vacío de una de las mesas y se encaminó adonde estaba Jonás. Si Ellis sabía lo de Claudine, eso quería decir que lo sabía toda Gracechurch Street también. Pero Justino estaba seguro de que a Jonás le importaba muy poco el cotilleo, por muy escabroso que fuera. Jonás demostró que esto era cierto al no manifestar la menor sorpresa cuando apareció junto a la mesa del sargento.
– Necesito hablar contigo, Jonás -dijo Justino cogiendo la jarra de vino que le deslizó el sargento por la mesa y sirviéndose una generosa cantidad-. No podemos esperar a que Sampson aparezca por iniciativa propia, tenemos que sacarlo nosotros de su escondrijo y eso lo antes posible. ¿Tienes alguna idea?
Jonás se encogió de hombros.
– El justicia no me paga para tener ideas.
– ¡No hagas eso! -Justino, enfadado, se inclinó sobre la mesa-. No te comportes como si esto no te importara nada, porque sé que sí te importa. Tú no quieres, como no lo quiero yo, que Sampson esté merodeando por las calles de Londres. Así que ¿cómo vamos a encontrarlo?
Jonás se recostó en su asiento, mirando a Justino con un destello de regocijada aprobación.
– He de mostrar mi agradecimiento a quien puso un abrojo debajo de tu montura. Es siempre útil tener aliados tan inquebrantables. Podemos empezar haciendo circular el rumor de que recompensaremos en metálico a quien nos dé información sobre Sampson. Después podemos…
– ¿Qué estás haciendo aquí, De Quincy? -Tambaleándose al llegar a la mesa, Lucas cayó sentado, riéndose, en el asiento más próximo-. ¿Por qué no estás en la casita, echándole leña al fuego?
Justino le dirigió al auxiliar una mirada tan hostil que Lucas pestañeó y después simuló estremecerse.
– ¡Oh, oh!, ¿así es como van las cosas? Bueno, pues aquí tengo la cura para lo que te aqueja. Bébetelo, muchacho. Tal vez no puedas ahogar tus penas, ¡pero sin duda alguna podrás remojarlas!
– No recuerdo haberte pedido consejo, Lucas -dijo Justino de manera tan cortante que desapareció la sonrisa en los labios del auxiliar. Antes de decidir si debía ofenderse o no, Jonás tomó la decisión por él.
– Si yo quiero ver pelearse a un par de gallos jóvenes, voy a una pelea de gallos. Estábamos hablando de la manera de hallar una pista para localizar a Sampson, Lucas. ¿Tienes alguna sugerencia?
– No; así de pronto, no. Sois un par de masoquistas, vuestra entrega al deber es realmente de mal gusto. ¿Es que no sois capaces de descansar una noche y dedicarla a celebrar lo que hemos logrado? El Flamenco era una auténtica amenaza. ¿Pero Sampson? No fue capaz de burlar a ese perro tuyo trastornado, De Quincy. Creedme, es sólo cuestión de tiempo hasta que él mismo meta la pata. Tened paciencia. En cuanto a mí, lo que quiero es cerveza.
– Toma la mía -dijo Justino, empujando el vaso hacia el auxiliar del justicia-. Puede que tengas razón, Lucas. Consideremos lo que sabemos de ese hombre. Está solo en una ciudad desconocida y se le está acabando el dinero. No es el tipo que se ponga a buscar trabajo. ¿Lo es?
– Ese patán no ha trabajado ni un solo día en toda su vida. Lo único que sabe hacer es robar.
– Exactamente. Pero ¿creéis que a un desconocido no muy espabilado le va a ir bien en Londres? ¿O es más probable que meta la pata y cometa un delito? Tal vez lo hemos estado buscando en lugares inapropiados. En lugar de buscarlo por las calles, ¿por qué no por las cárceles?
Lucas lo miró fijamente y una lenta sonrisa le iluminó el rostro.
– ¿Por qué no se me habrá ocurrido eso a mí? ¡Demos al diablo lo que se merece, Jonás, porque la idea de De Quincy es fabulosa!
– Yo no iría tan lejos -dijo el sargento, lacónico como de costumbre-. Pero es algo más que prometedor. -Y saliendo de la boca de Jonás, Justino sabía que esas palabras eran ciertamente elogiosas.
Su sueño remojado en cerveza había proporcionado a Justino un breve alivio. Pero se despertó por la mañana con una resaca y una avalancha de recuerdos, despiadadamente vividos, de la traición de Claudine.
Sus otros recuerdos de la noche anterior eran más confusos. Recordaba, eso sí, el ser el desagradable centro de atención. Una vez que se hizo evidente su presencia, todo el mundo quería darle la enhorabuena. Pero querían también gastarle bromas con la mujer que tenía escondida en la casita de Gunter, y sus bienintencionadas mofas echaban sal sobre una herida abierta y sangrante.
Fue Lucas quien le rescató inesperadamente, desviando la conversación de compañeras de lecho a asesinatos y tumultos. Lo último que recordaba Justino era al auxiliar del justicia rodeado de admiradores en la taberna, todos ellos escuchando ávidamente su fascinante y espeluznante relato de la sangrienta carrera del Flamenco. Después de eso, Justino decidió seguir bebiendo hasta perder la noción del tiempo/y lo consiguió.
Incorporado en la cama, descubrió que estaba todavía completamente vestido, con botas y todo. Un gruñido procedente del camastro del suelo le informó de que Lucas se estaba moviendo y un «¡Santo Cristo!», de que el auxiliar estaba demasiado débil para lograr quitarse de encima a Shadow. Levantándose con dificultad, Justino se tam baleó hasta llegar a la mesa y vio que el agua en su jarra se había helado durante la noche, porque tanto Lucas como él habían estado demasiado borrachos para encender un fuego.
– Me sabe la boca -dijo- a cinco millas de un mal camino. Y no tenemos nada que beber en toda la casa. Tenemos que ir al otro lado de la calle.
– Tú vas -masculló Lucas, con el brazo doblado sobre los ojos para protegerse de la luz del día-. Yo abriré una venta…
Justino estaba buscando su manto y por fin lo encontró hecho un ovillo en el suelo, que había servido de cama a Shadow durante la noche.
– Cuando vuelva del retrete -dijo-, iré a buscar algo de cerveza para los dos. Dicen que eso sirve de ayuda… -Pero como la cama era más atractiva y estaba más cerca que la letrina y que la taberna, la elección recayó en ella.
Cuando se volvió a despertar, tuvo la sensación de que tenía la cabeza como un tambor. Pasó un momento de ofuscamiento hasta que se dio cuenta de que los golpes procedían de la puerta. Cruzando a tientas la habitación, corrió el cerrojo y entró en la casa tal resplandor de la brillante luz del sol que le dejó medio ciego.
– ¿Todavía en la cama? -Pasando con aire despreocupado por delante de Justino, Jonás miró hacia abajo y vio el cuerpo postrado de Lucas. Meneó la cabeza-. Tal vez, muchachos, no deberíais beber más que leche de ahora en adelante.
– La mayoría de la gente no viene de visita hasta pasada la madrugada, Jonás -Justino se apoyó contra la pared, preguntándose cómo el sargento había podido beber tanta cerveza y que apenas se le notara. No le pareció justo.
– ¿Madrugada? Son casi las doce. -Jonás le dio a Lucas una patada con la punta de su bota-. ¿Tienes agua para que podamos echársela encima?
– Haz eso y date por muerto -advirtió Lucas, aunque su amenaza habría tenido más efecto si no hubiera estado tan liado entre las mantas, dando la impresión de que estaba arrebujado en su propia mortaja-. Vete de aquí, Jonás.
– Entonces, ¿no queréis saber nada de Sampson?
Jonás logró la reacción que buscaba. Lucas se incorporó tan rápidamente que se dio con la cabeza en una de las patas de la mesa y Justino se lanzó hacia Jonás agarrando el brazo del sargento como si fuera un salvavidas.
– ¿Qué has descubierto?
Jonás sonrió triunfal.
– Vuestra caza ha concluido. Sampson está en la cárcel de Newgate, esperando a que lo ahorquen.