11. LONDRES

Febrero de 1193


La daga rozó apenas la mejilla de Justino. El próximo golpe no erraría; estaba acorralado en un rincón, sin armas y sin escapatoria posible. «¡No!» Dio un grito ronco, y de un salto se incorporó en la cama. El horror de esta pesadilla se disipó pronto, para dar paso a una sensación de sorpresa. Esta no era su habitación en la taberna. ¿Dónde estaba?

«¡Gloria al sempiterno Dios!» La voz era extraña y desconocido su entorno. Alguien se estaba aproximan do a la cama. La llama oscilante de la lámpara no le ayudó a esclarecer su confusión porque el rostro que revelaba era el de una persona desconocida. Era una mujer regordeta, de aspecto matriarcal, con marcadas patas de gallo y una cinta gris que le colgaba del hombro cuando se inclinaba hacia él.

– El médico ha dicho que en caso de que recobréis pronto el conocimiento, lo más probable es que os recuperéis y, ¡Dios sea bendito, muchacho, lo habéis recobrado!

Ninguna mujer había sonreído a Justino como ésta, era la suya la sonrisa de una madre.

– ¿Quién…?

Tenía la boca seca y le costaba trabajo articular palabra, pero ella pareció comprender.

– Soy Agnes, la mujer de Odo, el barbero. No os mováis, muchacho, aquí estáis a salvo.

Justino quería preguntar dónde era «aquí», pero estaba demasiado aturdido para mantener una conversación. No estaba acostumbrado a la almohada y su suavidad le sedujo y le hizo volver a dormirse unos momentos apenas cerró los ojos. Cuando se despertó de nuevo, vio los destellos de luz a través de las rendijas en las contraventanas. La mujer que lo atendía ahora era Nell.

Tan pronto como empezó a moverse, Nell se acercó apresuradamente a la cama.

– ¿Cómo te encuentras? Te hiciste una brecha terrible en la cabeza, que te podía haber matado tan fácilmente como la daga de ese bastardo. Cuando perdiste el conocimiento nos llevamos tal susto que llamamos a un médico y el tal médico nos asustó aún más. Dijo que una contusión en la cabeza se puede curar, pero una contusión en el cerebro casi siempre es fatal y que lo único que podíamos hacer era esperar: y si no recuperabas el conocimiento, te morías, y si lo recuperabas por tus propias fuerzas, te salvabas. -Nell hizo una pausa para tomar aliento-. Pero cuando le dije que serías tú quien le pagaría por sus servicios, pareció tomar mayor interés en tu recuperación. Te limpió la herida con miel, preparó una cataplasma de milenrama para detener la hemorragia y prometió volver hoy.

Justino esbozó con esfuerzo una sonrisa. Nell inclinaba hacia sus labios una taza que se bebió sin poner ningún reparo y sin que le supiera a nada; sólo estaba seguro de que era algo húmedo. Mientras bebía, sus ojos recorrieron la habitación. Le seguía pareciendo desconocida, aunque en cierto modo le recordaba a la casa de Aldith. Las paredes estaban encaladas, un fuego crepitaba en la chimenea y la cama estaba cubierta de colchas limpias y primorosamente remendadas. Pero el lugar daba la sensación de haber estado vacío, porque por doquier había una capa de polvo y el olor a humedad de un cuarto deshabitado.

– ¿Dónde estoy, Nell?

– ¿No te lo ha dicho Agnes? Es la casa de Gunter.

Justino no comprendía nada. Nell se dio cuenta de su confusión y le quitó la taza de las manos.

– El médico nos ha recomendado que no te dejemos solo, así que nos sentamos aquí contigo por turnos, Agnes, Úrsula, la viuda del boticario, y yo. Te trajimos aquí porque pensamos que es aquí donde estarías a salvo. Gunter se malició que lo que pretendían aquellos facinerosos era cometer un asesinato, no un robo. Nos preocupaba el que llegaran a saber que seguías alojándote en la taberna. -Hizo otra pausa, y dirigiéndole a Justino una mirada especulativa y desafiante, preguntó-: ¿Tenía razón Gunter? ¿Venían a matarte?

– Sí -reconoció Justino-, a eso venían.

Se sintió aliviado al ver que Nell no le hacía más preguntas, aunque sabía que la tranquilidad no duraría mucho. No le haría más preguntas mientras estuviera tan débil, pero pronto le exigiría respuestas, y tenía derecho a hacerlo. Nell se había ido junto al fuego, comunicándole que había guisado un potaje para él y que esperaba que le gustaran las cebollas y el repollo. Nunca había tenido menos hambre, pero comió, obediente, unas cuantas cucharadas de la espesa sopa, antes de decir:

– No puedo volver a la taberna porque no quiero de ninguna manera arriesgaros a Lucy y a ti. Pero tampoco puedo quedarme aquí porque no quiero quitarle a Gunter su cama.

Nell le dio un pedazo de pan de cebada untado de mantequilla.

– No tienes por qué preocuparte por eso. Gunter duerme en su herrería, no duerme aquí desde hace meses, exactamente desde que murió su mujer.

Shadow empujaba con la pata el brazo de Justino, fijos los ojos en el pan, a unas tentadoras pulgadas de distancia de su nariz. Cogió un trozo, lo mojó en la sopa y se lo tiró al perro.

– Enormemente extraño -dijo con voz débil-; Gunter me ha salvado la vida y no sé nada de él. ¿Cuándo murió su mujer?

– Hace un año más o menos. No recuerdo la fecha exacta, pero sé que fue durante la cuaresma. Maude fue siempre muy delicada y estuvo enferma durante muchos años. Pero Gunter la adoraba. Habrías creído que era la reina de Inglaterra por la manera en que la miraba. -La sombra de una sonrisa cruzó por los labios de Nell. En tono de añoranza, añadió-: Nunca creí que un hombre pudiera ser tan tierno hasta que vi a Gunter tomarla entre sus brazos rogándole que comiera. La pobre mujer se consumió. Después de enterrarla, Gunter salió de casa. Todos creímos que volvería una vez pasado su período de luto. Y en vista de que no lo hacía, hubo algunos que se indignaron calificando de derroche escandaloso dejar una casa vacía. Pero ninguno se atrevía a decírselo a Gunter a la cara, porque es un hombre tranquilo, raramente irritable y sin embargo…, sin embargo, la gente no se mete en sus asuntos…, ya sabes lo que quiero decir.

– Sí, lo sé -asintió Justino, porque le iba a costar trabajo olvidar la imagen de Gunter dando vueltas sin parar para enfrentarse a los asesinos, con la horca en la mano.

– Los vecinos hicieron todo lo que pudieron para consolarle. Aquí en Gracechurch Street tratamos de ayudarnos unos a otros. Por supuesto, algunas mujeres pensaban en otras cosas además de consolarlo, porque Gunter es un buen partido: un cristiano temeroso de Dios, con un corazón de oro y un negocio próspero. Pero ni las empanadas ni el pan recién salido del horno que llevaban a la herrería le sirvieron de nada. Gunter había estado siempre dispuesto a echarle una mano a quien lo necesitara, pero fue siempre también muy reservado. Y desde la muerte de Maude, se ha hecho cada vez más un… ¿Cuál es la palabra para describir a esos hombres santos, los que se apartan de la compañía de los demás y viven como retraídos?

– ¿Un ermitaño?

– ¡Eso es, un ermitaño! -asintió Nell con rotundidad-. Yo observo a veces a Gunter bebiendo su cerveza. Tiene un aspecto tan triste que parece que se le ha olvidado sonreír. Pero un hombre elige su propio camino, ¿no es así?

– Gunter y Maude ¿no tuvieron hijos?

– Muchos, pero nacieron muertos. Solamente sobrevivió uno, un hijo al que pusieron por nombre Tomás. La gente decía que el sol salía y se ponía en los ojos de aquel muchacho.

– ¿Y qué le pasó? -preguntó Justino, sabiendo de antemano que la historia del herrero no iba a tener un final feliz.

– Se ahogó cuando tenía trece años. Estaba jugando con unos amigos al lado del río y se cayó en él. Esto ocurrió mucho antes de que yo viniera a vivir a esta calle. Tom tendría ahora más o menos tu edad si viviera.

Nell le contó las desgracias del herrador como una cosa natural, como si le estuviera contando las suyas. Aceptaba el dolor como aceptaba el frío de enero o el calor reseco de julio.

– Déjame que te traiga un poco más de sopa -le dijo, y sin hacer caso de que Justino rechazaba su ofrecimiento, se dirigió a la lumbre y empezó a llenarle otro cuenco.

– ¡Casi se me olvida! -Se volvió con tal apresuramiento que casi derramó la sopa-. Vino ese sargento. No me puedo acordar de su nombre, ése que parece como si se hubiera escapado del infierno cuando el diablo estaba de espaldas. Todos le dijimos lo que pudimos y dijo que volvería mañana, ¡si, por azar, estabas todavía vivo! No tengo más remedio que decirte, Justino, que no me gustan mucho los amigos que tienes.

– A mí tampoco, Nell. -A Justino empezó a dolerle otra vez la cabeza. La apoyó en la almohada, cerró los ojos y se quedó dormido instantáneamente, pero momentos después le despertó la entrada de Gunter.

– Tenéis mejor aspecto que la última vez que os vi -dijo el herrador, con una leve sonrisa, y Justino sintió que lo invadía un sentimiento de gratitud tan intenso que se le hizo un nudo en la garganta.

– Si no hubiera sido por vos, lo tendría mucho peor porque sería un cadáver. Os debo la vida, Gunter. No sé cómo pagar una deuda así. Si hay algo que pueda hacer por vos: acompañaros a una peregrinación a Tierra Santa, atrapar a cualquiera de vuestros enemigos, limpiar de estiércol vuestros establos, estoy a vuestra disposición.

– A lo mejor acepto vuestro ofrecimiento sobre los establos. -Aunque trataba de no dar importancia a lo acontecido, los ojos de Gunter estaban tristes-. ¿Os dijo Nell que aquellos forajidos se escaparon? Por eso me quedé muy inquieto esta tarde cuando un hombre vino a a la taberna preguntando por vos. Dijo que se llamaba Nicolás de Mydden. ¿Lo conocéis?

Justino arrugó el entrecejo.

– No, ese nombre no me dice nada.

– ¿Se acordaba Ellis de lo que le ordené que dijera si alguien venía a preguntar por Justino? -Volviéndose al propio Justino, Nell explicó-: Ellis es un chico del pueblo que me echa una mano en la taberna cuando lo necesito. No me habrá dejado mal, ¿verdad Gunter?

– No, insistió una y otra vez en que nunca había oído hablar de ese tal Justino de Quincy. Pero el hombre vino a buscarme a mí a la herrería. Sabía todo lo de vuestro caballo cojo, Justino, así que a duras penas podía hacerme el tonto, como Ellis. Le dije que fuera a la otra taberna de Gracechurch Street.

– No sabía que hubiera en esta calle otra taberna -dijo Justino sorprendido, y Gunter lo miró con un destello inesperado de buen humor.

– No la hay, por lo que Mydden se dará cuenta de ello y volverá aquí. Más vale que decidamos lo que queremos hacer de él.

Justino estaba perplejo. Ni Gilbert el Flamenco ni Pepper Clem podían haberse enterado de lo de la cojera de Copper.

– Y este Nicolás de Mydden, ¿qué pinta tiene, Gunter?

– Acicalado como un gato. Que Dios nos asista si alguna vez se le salpica su espléndido manto de barro o se le ensucian de fango los zapatos. No tan alto como vos, con el cabello y la barba del color de la paja secada al sol y el tipo de cortesía que es difícil distinguir de un insulto. De origen noble, diría yo, pero también un mentiroso redomado, fijaos que alegó que teníais una cita con él en la Torre antes del mediodía.

– ¡Santo Dios! -exclamó Justino y se incorporó bruscamente, lo que le produjo un vivísimo dolor. Cuando vio a la reina en Westminster el día de la Purificación, le prometió que le presentaría un informe el lunes siguiente-. ¡La Torre, se me había olvidado! ¡Hoy es lunes!

Gunter lo observó detenidamente.

– ¿Así que os gustaría verle, después de todo?

– Sí -Justino vaciló, atormentado ante el dilema, por una parte del silencio que le debía a Leonor y, por otra, de la honestidad y lealtad que les debía a Gunter y a Nell-. De verdad que no conozco a ese hombre -dijo al fin-, pero tengo que verle. Es uno de los caballeros de la corte de la reina. Os contaría más cosas si pudiera hacerlo. Y espero conseguirlo más adelante. Hasta ese momento, os ruego que confiéis en mí y que me lo traigáis aquí.

– Entonces, más vale que vaya a buscarlo -dijo Gunter sin alterarse, y se dirigió a la puerta.

A diferencia del herrador, Nell no hizo nada por controlar su curiosidad. Clavó su mirada en Justino.

– ¡La corte de la reina! -repitió con un tono de incredulidad-. Pues ¿quién eres tú, Justino de Quincy?


A Justino, Nicolás de Mydden le recordaba a un gato. Esmeradamente acicalado, distante y reservado. Si llevaba su cabellera alborotada por la desesperada e infructuosa caza que se le había encomendado, nada, en cambio, ni en su comportamiento ni en su semblante le delataba esa inquietud. Siguió a Gunter hasta la casa sin quejarse y, una vez allí, esperó serenamente a que Justino le diera una explicación.

Resultó ser una persona que sabía escuchar y así lo hizo sin interrumpirlo. Sólo cuando Justino terminó, dijo:

– Cuando no aparecisteis en la Torre esta mañana como habíamos convenido, la reina temió que os hubiera ocurrido algo. Después de todo, a las reinas no se les hace esperar porque un hombre se haya despertado tarde o porque se haya detenido en una taberna en el camino. Yo no sé nada de la misión que estáis llevando a cabo para la reina -continuó prudentemente-, sólo sé que era necesario que os viera. Pero asumo que ese ataque que habéis sufrido no ha sido la consecuencia de un robo al azar.

– Podéis jurarlo sin temor a equivocaros -dijo Justino con gravedad-. Su Majestad ha demostrado su bondad al enviaros para interesarse por mí. Haced el favor de decírselo así y que me presentaré ante ella en cuanto pueda levantarme, dentro de uno o dos días.

Nicolás asintió…

– ¿Alguna otra cosa?

– Sí. -Justino levantó la vista y la clavó en el otro hombre-. Decidle que he sido imprudente. Pero decidle también que no volverá a ocurrir.


El médico llegó poco después de haberse marchado Nicolás de Mydden; le diagnosticó que estaba reponiéndose y pidió el dinero de la consulta. Nell pasó la tarde entrando y saliendo de la habitación cuando encontraba un momento libre en la taberna. También le hicieron otra breve visita Gunter y Agnes y Úrsula, la viuda, las vecinas que actuaban de enfermeras de Justino, y unos cuantos de los habituales parroquianos de la taberna que habían tomado parte en el revuelo de la persecución de sus agresores. Cuando cayó la tarde y empezó a oscurecer, Justino estaba agotado y se quedó finalmente dormido en una habitación llena de gente que no hacía más que entrar y salir.

Su sueño era todavía inquieto, lleno de presentimientos. No cesaba de dar vueltas y más vueltas en la cama, hasta que se despertó sobresaltado. Las gotas de sudor se le metían en los ojos y el corazón le latía tan fuerte que le golpeaba las costillas.

– Tranquilizaos -murmuró una voz suave y femenina-. Era sólo un mal sueño.

– Nell… -susurró apenas, y se habría quedado dormido otra vez si la mujer no se hubiera adelantado a corregir.

– No, soy Claudine.

– ¿Claudine? -preguntó Justino, y sus ojos se abrieron de repente.

A Claudine le divirtió su evidente perplejidad.

– Convencí a Nicolás de que me trajera aquí; está esperándome en la taberna para volver a llevarme. Quería ver con mis propios ojos que no estáis en vuestro lecho de muerte -y extendiendo la mano le tocó la barba con los dedos y los verdugones de la garganta-. ¿Tenéis sed?

Cuando dijo que sí con un movimiento de cabeza, ella volvió con una copa de vino diluido en agua y le observó mientras bebía.

– Esta Nell…, ¿es vuestra mujer?

– No -contestó, y Claudine sonrió.

– Me alegro. -Se inclinó y le besó en la frente-. Ahora descansad -le instó-. Yo me quedaré aquí hasta que os durmáis.


A la mañana siguiente, Justino recordaba vivamente los sorprendentes acontecimientos que tuvieron lugar junto a su lecho, aunque no podía estar seguro de si lo que estaba recordando era la realidad o una pesadilla febril. Pero ni siquiera la visita de Claudine pudo disipar el recuerdo de Gilbert el Flamenco, así que aquel día fue un día deprimente para él. Le dolía la cabeza, tenía dolores punzantes en el brazo herido y sus nervios estaban más tensos que la cuerda de un arco. Veía enemigos en las sombras y sombras por todas partes.

El doctor le había recomendado que se quedara en la cama, pero ni su temperamento ni sus circunstancias le permitían una larga convalecencia. Hizo un esfuerzo para levantarse a media mañana, sin preocuparse de sus músculos doloridos y rígidos y se vistió como pudo en una de las breves ausencias de Nell.

Con gran contrariedad por su parte, el simple caminar de un lado a otro por la casita de Gunter le agotaba. ¿Cómo iba a poder defenderse si se encontraba tan flácido y débil como una vela derretida? No tardó mucho en tener que lidiar también con Nell, porque ésta se puso furiosa al ver que se había levantado. Por pura terquedad, se negó a hacer caso de sus reprimendas y permaneció de pie hasta que ella regresó a la taberna. Tan pronto como desapareció, dejó a un lado su orgullo y se desplomó en la cama. No había hecho más que quedarse dormido cuando le despertó una insistente llamada a la puerta, de alguien que quería entrar en el cuarto. Tambaleándose medio adormilado, cruzó la habitación y abrió la puerta. Era Jonás.

En cuanto echó una ojeada al rostro ceniciento de Justino, el sargento se desató la bota de vino de su cinturón.

– Tenéis el aspecto de un hombre que necesita echar un trago. -Tirando la bota en dirección a Justino, se sentó a horcajadas en la única silla que había en la casa y exclamó-: He oído decir que habéis encontrado a Gilbert el Flamenco.

– Supongo que ésa es una manera de describir lo ocurrido. -Justino se sentó en la cama y tomó otro trago de la bota de Jonás; tenía la impresión de que iba a necesitarlo.

– Por supuesto, sería más exacto decir que él os encontró a vos. -Jonás hizo un gesto y cogió hábilmente la bota que Justino le tiró por los aires. Después de echar un buen trago, añadió-: He estado tratando de averiguar qué debe maravillarme más: si vuestra extraordinaria suerte o vuestra sorprendente insensatez.

Esa fue la pulla más horrible que más se acercaba a la verdad para no dejarse afectar por ella.

– Cuando estéis echando la cuenta de mis errores -interrumpió Justino-, no os olvidéis de incluir el haber seguido vuestro consejo de localizar a Pepper Clem.

– La cuestión de Pepper Clem puede esperar. Empecemos con el Flamenco y toda esa carnicería en el establo. El herrador dice que eran dos hombres. ¿Podríais identificar al asesino compinche de Gilbert?

– No estoy seguro -confesó Justino-, Fue el que me echó el lazo al cuello y tuve mucho que hacer después de que ocurriera para fijarme bien en él. Era joven y fornido, con el pelo castaño y rizado. Eso es lo único que os puedo decir. En aquel momento estaba concentrando toda mi atención en la daga de Gilbert.

– Se puede aplicar esa descripción a la mitad de los asesinos de Londres -dijo Jonás muy a su pesar-. Así que, volvamos a Gilbert. Supongamos que empezáis por decirme cómo os localizó en esa fragua.

– Yo había quedado con Pepper Clem en una taberna de Southwark, pero no acudió a la cita. Los asesinos estarían escondidos esperándome, no en la misma taberna, donde habría reconocido a Gilbert, sino al otro lado de la calle o en la casa de baños. Cuando decidí dar a Clem por perdido, me seguirían hasta Londres. Como las calles estaban abarrotadas a esas horas y ellos sabían bien lo que querían, yo no los vi hasta que fue demasiado tarde.

– Todo eso me lo imaginaba. -Jonás lanzó la bota hacia la cama donde estaba sentado Justino-, Fuisteis realmente estúpido al no tomar precauciones. Pero de eso ya estaréis más que curado. He de decir en vuestro favor que lograsteis impedir que os mataran en el acto, que es más de lo que la mayoría de las víctimas de Gilbert podrían decir.

– Lo que me sorprende es por qué se molestaron en echarme el lazo. Justino se llevó los dedos a la garganta, siguiendo la trayectoria de las magulladuras causadas por la tralla de cuero. ¿No era más fácil meterme una daga por debajo de las costillas?

– Os voy a explicar el porqué. Querían haceros primero algunas preguntas y el lazo es la manera más eficaz de conseguir respuestas. Impide el paso del aire por la garganta de un hombre, hasta que se desmaya, y cuando recupera el sentido, se aprieta la cuerda hasta que él mismo te suplique que le preguntes lo que quieres saber. Si no lo calculas bien y lo estrangulas en la lucha, no importa, porque lo habrías matado de todas maneras después.

– Es una ciudad muy acogedora, este Londres -dijo Justino con acritud, yjonás sonrió amargamente.

– Dad las gracias de haber estado en posesión de una información que Gilbert quería conseguir, de lo contrario os habrían cortado a trozos como a un ganso de otoño antes de tener tiempo de daros cuenta de lo que pasaba. ¿Sabéis lo que quería que le dijerais?

– Fui testigo de un asesinato que él cometió y tal vez por eso haya decidido asegurarse de que yo no pueda actuar de testigo contra él. Pero primero querrá saber por qué voy tras él.

– Tampoco me importaría a mí saber eso. La relación que tenéis con ese auxiliar del justicia me parece algo turbia, pero supongo que no me lo vais a contar. De momento, basta saber que los dos queremos ver ahorcado a Gilbert. Así que empecemos a hacer planes para lograrlo.

– ¿Es que me vais a ayudar? ¿Y qué ocurrirá con el incendio en Lime Street y ese indignado concejal?

– No existe un justicia en la cristiandad que obedezca los deseos de un concejal antes que los de una reina. Parece ser que olvidasteis mencionar que tenéis amigos en la corte. Al justicia se le ordenó anoche acudir a presencia de la reina y ella le dijo sin ambages que quería que se atrapara a Gilbert el Flamenco lo antes posible, mejor ayer. Así que parece que vos y yo vamos a ir juntos de caza.

Justino agradeció la intercesión de Leonor. Jonás tal vez fuera más irritable que un erizo, pero a Justino le gustaba tener al sargento como aliado. Manda un lobo atrapar a otro lobo.

– Sugiero que empecemos esta persecución tratando de encontrar las huellas de Pepper Clem.

– Eso es precisamente lo que yo estaba pensando -Jonás agarró otra vez su bota, tomó un último trago y a se puso de pie-. Mientras os estéis recuperando, veré lo que puedo averiguar.

– Buena suerte. Pepper Clem tiene mucho que explicaros.

Jonás había llegado a la puerta. Mirando hacia atrás dijo, con escalofriante certeza.

– Si tiene las respuestas que necesitamos, nos las dará. -Pero a continuación asustó aún más a Justino cuando añadió-: Suponiendo, claro está, que esté todavía vivo.

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