6. WINCHESTER

Enero de 1193


El castillo de Winchester era fácil de encontrar; ocupaba más de dos hectáreas en el sector sudoeste de la ciudad y dejaron entrar a Justino porque dio el santo y seña, que era el nombre de Lucas de Marston. El cielo tenía un aspecto gris y agorero con un amago de nieve en el aire. Sería tal vez el tiempo, pero Justino sintió un escalofrío al cruzar el patio. De sobras sabía que el castillo servía a menudo como residencia real, pero a él le pareció inhóspito y poco acogedor. ¿Era porque sabía que Leonor había sido a veces recluida aquí durante largos años como reina cautiva? ¿O porque le quedaban aún algunas dudas sobre la sinceridad y buenas intenciones de Lucas de Marston?

Era demasiado tarde para preocuparse por esto, porque Lucas había aparecido ya, cambiando de dirección al ver a Justino. Acomodando su paso al del auxiliar del justicia, Justino le dirigió una curiosa mirada de soslayo.

– Así que, ¿cómo resultó el interrogatorio? ¿Reconoció su delito el acusado?

– ¿Qué creéis vos?

– Os habéis equivocado de profesión, Lucas. Con esta propensión que tenéis a hacer que los demás admitan sus errores, deberíais haber sido sacerdote.

Lucas reprimió una sonrisa.

– ¿Qué os trae por aquí, señor Quincy? ¿Algún otro secreto que olvidasteis contarme? Dejadme pensarlo… ¿Hacéis de espía del papa en vuestro tiempo libre? ¿Sois un príncipe real de incógnito? ¿Sabéis el paradero del rey Ricardo?

Justino soltó una carcajada. ¡Si Lucas supiera…!

– Desgraciadamente, nada que se le parezca. Que yo sepa, no tengo ni una gota de sangre real, pero tal vez encuentre una manera de poner en evidencia a nuestro asesino.

Lucas se detuvo bruscamente.

– ¿Y cómo?

– Se me ocurrió la idea de levantar un revuelo y armar la gorda.

Lucas escuchó atentamente, sin interrumpir, hasta que Justino terminó.

– Bueno -dijo pensativo-, merece la pena intentarlo. Naturalmente eso os convierte en uno de los blancos. -Hizo una deliberada pausa y añadió-: Pero supongo que puedo aceptarlo.

– ¡Interpreto lo que acabáis de decir como una peculiar manera de desearme suerte! -dijo Justino sonriendo.

Desde el castillo, Justino se dirigió al taller de orfebrería de Gervase Fitz Randolph. Estaba abierto, con el blasón del unicornio mecido por la brisa, las persianas echadas hacia atrás y un ruido de martilleo que procedía de dentro. Miles trabajaba en la fragua, batiendo el oro. Levantó la cabeza y sonrió sorprendido cuando Justino pronunció su nombre.

– ¿Habéis vuelto? Entrad. -Dejó el martillo, y descorrió el pestillo de la puertecita del rincón para que Justino entrara. Pensando que habría sido más divertido saltar por encima del mostrador, Justino entró y se acercó a ver cómo Miles alisaba el pergamino que protegía la lámina de oro.

– ¿Estás hoy solo, Miles?

– No, Guy está en la parte de atrás, calentando la fragua. Tom tenía que haber venido también, pero no ha aparecido todavía. Supongo que los hombres de Dios no tienen que ajustarse al horario regular como los demás.

Justino encontró interesante que Miles mostrara menos indulgencia hacia las erráticas costumbres laborales de la que había mostrado la última vez que se vieron.

– ¿Así que Tomás está todavía decidido a hacer los votos?

– Más que nunca. Está haciendo la vida tan difícil a toda la familia que su madre y su tío no tendrán más remedio que ceder.

Miles hablaba manifestando una clara actitud protectora hacia la familia de Jonet, con el tono de un yerno más que de un empleado. Antes de que Justino continuara con esta conversación, la puerta que daba a la habitación interior se abrió de par en par.

Guy tenía mejor aspecto y mejor color. Su sorpresa al ver a Justino fue evidente. Después de una pausa, logró esbozar una leve sonrisa.

– ¿Qué os trae a Winchester, señor De Quincy?

– El asesinato de vuestro hermano.

– No lo comprendo -dijo Guy lentamente-. ¿Qué os queda que hacer por Gervase, sino lamentar su muerte?

– ¿Y en cuanto a coger a los asesinos?

– Como es natural, espero que el justicia capture a los bandidos, pero también espero una temprana primavera, una buena cosecha y que el cretino de mi sobrino recupere la razón. Pero no apostaría ni un penique por ninguna de esas cosas. Los forajidos raramente pagan por sus culpas, al menos en esta vida.

– Tal vez eso sea verdad, pero yo no estaba hablando de los forajidos, sino de los que los pagaron por cometer el crimen.

– ¿Qué estupideces estáis diciendo? ¡A mi hermano lo mataron unos bandidos! -gritó encorajinado Guy.

– Ya lo sé. Yo estaba allí. Pero no fue un atraco al azar. Tenemos razones para creer que esos bandidos fueron pagados por matar a vuestro hermano.

– ¡Habéis perdido la razón! ¿De dónde sacáis una sospecha tan absurda?

– Oí algo en aquel bosque. Pero fue más tarde, después de haber hablado con el auxiliar del justicia, cuando nos dimos cuenta de lo que quería decir.

– ¿Lucas de Marston cree también estas locuras?

– Sí, las cree, maestro Fitz Randolph.

Miles escuchaba boquiabierto.

– Esto no tiene sentido. ¿Quién iba a desear la muerte del maestro Gervase?

– Esto es lo que queremos descubrir… y la razón por la que estoy aquí. Quiero aseguraros que no cejaremos hasta conocer la verdad, incluso aunque tengamos que inmiscuirnos en todos los rincones de la vida de Gervase y desentrañar sus secretos.

Guy se había puesto pálido como la cera.

– No he oído jamás una cosa tan ridícula. Mi hermano no tenía enemigos. ¿Por qué suponéis un complot? En nombre de Dios, ¿qué fue lo que oísteis en el bosque?

– Lo siento -contestó Justino cortés pero firmemente-. Eso no os lo puedo decir.

Al rostro de Guy le salieron de repente unas manchas de un color rojo intenso que cubrieron parcialmente su palidez.

– ¿Será posible que estéis sospechando de uno de nosotros?

– ¿He dicho yo eso? -preguntó Justino sin inmutarse-, No tenemos sospechosos… todavía. He venido simplemente para comunicaros el desarrollo de la investigación y prometeros que no descansaré hasta que se le haga justicia a Gervase Fitz Randolph.

– Yo creo que debemos hablarle al justicia acerca de esto, maestro Guy. -Miles tenía el ceño fruncido y se pasaba una mano, nervioso, por su lacio cabello rubio, indiferente, por una vez, al aspecto que pudiera ofrecer-. No estoy seguro de que podamos confiar en Lucas de Marston, ni siquiera en este hombre, De Quincy. Después de todo, ¿qué sabemos de él?

Guy dirigió una mirada inexpresiva al oficial de orfebrería, pero no abrió la boca. Justino decidió que había llegado el momento de irse. Había echado la simiente; ahora tenían que esperar a que germinara.

Se le quedaron mirando en silencio mientras salía de la tienda, de tal modo que Justino podía sentir cómo sus miradas le perforaban la espalda. Siguiendo su instinto, se metió en el primer portal que encontró. No tuvo que esperar mucho. Pasados unos momentos, Guy salió de la tienda. Con su delantal de cuero aún puesto, cruzó la calle sin ni siquiera mirar el tráfico que venía de la otra dirección y entró dando traspiés en un portal estrecho.

Justino cruzó la calle también. Una rama marchita cayó de un poste torcido delante de una taberna. La pintura estaba desconchada y agrietada. El interior no era menos sucio, húmedo y maloliente. Desplomado junto a una mesa, en un rincón, Guy se agarraba tembloroso a una jarra de cerveza. Cuando Justino le observó desde la puerta, vio que el hermano de Gervase bebía con avidez la cerveza, derramando casi tanto como tragaba.


Después de dejar a Guy empapado en cerveza, Justino fue a escondidas al establo de los Fitz Randolph, donde puso a Edwin al corriente de todo lo ocurrido. No quería poner en peligro el empleo del criado y había que advertirle que el nombre de Justino, a partir de ese momento, sería criticado en los oídos de los Fitz Randolph. Se preguntó si le resultaría difícil convencer a Edwin. Pero no solamente Edwin creyó todo lo que Justino le contó, sino que tuvo que disuadirle de que espiara en favor de él, pues Edwin estaba horrorizado de que un miembro de la familia del orfebre hubiera podido tomar parte en su muerte. Justino le hizo prometer a Edwin que no cometería ninguna imprudencia y que le dejaría encargarse de sopesar las diversas hipótesis sobre quiénes podían ser los sospechosos.

Mientras caminaba por la Cheapside, Justino se dio cuenta de que había un nutrido grupo de gente arracimada un poco más allá de donde él estaba. Apretando el paso, vio que la atracción era el carromato de un vendedor ambulante. El vendedor iba mal trajeado y sucio y tenía el pelo ya bastante gris, pero no le faltaba labia y estaba soltando una bien ensayada perorata. Por añadidura, llevaba un mono sujeto con una cadena. Tocando los cimbales y dando volteretas, el mono no dejaba de hacer reír a los espectadores con sus trucos, momento que aprovechó el vendedor para anunciar sus mercancías, alabando las virtudes de sus productos.

El carromato estaba bien aprovisionado de peines de madera, navajas de afeitar, agujas, vinagre, sal y aceite de oliva, de girasol y de almendras. El vendedor, que bromeaba con sus parroquianos, parecía tener un producto para cada necesidad. Ajenjo contra las pulgas, salvia para los dolores de cabeza y la fiebre, sanguijuelas para las sangrías, agrimonia hervida en leche para restablecer el apetito sexual, sena como purga, carne de membrillo para los golosos. Bromeando con los hombres y flirteando con las mujeres, el vendedor no tardó mucho en deshacerse de sus mercancías.

Justino se paró unos momentos para observar, cuando le entró por las aletas de la nariz un perfume que había olido sólo una vez. Pero lo reconoció inmediatamente, era el de Aldith Talbot, que se le había grabado en la memoria como un hierro candente. Al acercarse la mujer a él, la saludó con una frialdad estudiada. No se le había olvidado cómo se sirvió de él para darle celos a Lucas, pero el ritmo de su pulso se aceleraba ante la mera presencia de esa mujer.

– ¡Qué pena -dijo Aldith- que este buhonero no venda disculpas, bien empaquetadas y listas para la entrega! ¡Porque yo os debo al menos una docena, tal vez más!

– Si queréis que os diga la verdad -contestó Justino-, yo preferiría una explicación a una disculpa.

– Temía que dijerais eso -dijo Aldith esbozando una atribulada sonrisa y, dándole el brazo, le apartó de la multitud que rodeaba el carromato del buhonero-. Si os la doy ¿quedará entre nosotros dos? -Cuando él asintió, ella vaciló un momento, pensando en qué contestar-. Quería asegurarme de que Lucas no se comportaría de forma veleidosa acerca de nuestra boda.

– ¿Y por qué os tenéis que preocupar de eso?

– Supongo que será una tontería, pero temía que Lucas hubiera empezado a dudar sobre la conveniencia de casarse conmigo. Después de todo, no se puede decir que sea un enlace sensato. Soy mayor que él, todo el mundo en Winchester está al corriente de mi relación con Gervase y, por añadidura, no soy la más fecunda de las esposas. He quedado embarazada sólo dos veces y las dos veces aborté. ¿Cómo puedo culpar a Lucas si vacila sobre este matrimonio?

– La sabiduría y la razón no tienen nada que ver con esto. El hombre está loco por vos. Me lo dijo anoche.

– ¿Lo dijo?… ¿De veras? -Esta vez su sonrisa era deslumbrante-, No es hombre de muchas palabras… salvo en la cama, claro está -añadió, riéndose discretamente-. Pero lo que decís los hombres en la cama no es el evangelio, ¿verdad?

– ¿No esperaréis una contestación a esa pregunta? -dijo Justino con una sonrisa picarona.

Aldith meneó la cabeza, riéndose entre dientes, y Justino se dio cuenta de que él también confiaba en que Lucas se casara con ella. Parecía sincero, pero Justino sabía que había hombres que cazaban por el placer de la caza y perdían interés una vez que la presa estaba en el morral. En bien de Aldith, esperaba que Lucas no fuera uno de ellos.

Los humores de Aldith eran tan cambiantes como sus ojos color verde azulado. Ya no bromeaba, sino que miraba a Justino pensativa.

– ¿Creéis de verdad que un miembro de la familia de Gervase ha sido quien ha planeado su asesinato?

Justino no se sorprendió de que Lucas le hubiera confiado el secreto a Aldith. A juzgar por la manera en que había visto comportarse al auxiliar del justicia, Lucas seguía sus instintos y no le importaba nada el que se quebrantaran las reglas del juego.

– Creo que alguien lo hizo, pero no puedo decir todavía que sea un miembro de la familia. Vos los conocéis probablemente mejor que yo, señora Aldith. Si tuvierais que decantaros por uno de ellos, ¿quién os parecería el más sospechoso?

– No puedo decir que los conozca bien. Los veía, sobre todo, a través de los ojos de Gervase. Pero si tuviera que aislar a uno, diría que Tomás.

– Interesante. Edwin está convencido de que Jonet y Miles son los culpables.

– ¿Y qué pensáis vos, Justino? ¿De quién sospecháis?

– De Guy -sonrió Justino, sin humor-, Pero es lo mismo que echarlo a cara o cruz. Son todo conjeturas y sospechas, telas de araña y humo. A menos que pueda probarlo.

Se paró tan de pronto que Aldith lo miró sorprendida. Estaba mirando fijamente más allá de su hombro, pero con tal fijeza que ella se volvió también a mirar. Al no ver nada fuera de lo corriente, empezó a preguntar: «¿Ocurre algo?». Pero para entonces Justino ya había desaparecido.

Justino se abrió camino por entre la multitud, sin hacer caso a las protestas y juramentos que lo zaherían. Su presa había salido como una flecha de detrás del carromato del buhonero. Al oír las pisadas detrás de él, se escondió en un callejón y se volvió de espaldas, como hombre que busca un sitio para orinar. Justino lo siguió, le agarró del hombro y le hizo darse la vuelta.

Durand mostró tal aplomo, que parecía revestido de hielo: ni siquiera movió un músculo del rostro.

– ¿Qué queréis? -preguntó y frunció los labios-. Si estáis pidiendo limosna, no tengo nada que daros. Un hombre sano debe trabajar para ganarse el pan o morirse de hambre. Y si lo que pretendéis es robarme, preparaos a morir sin confesión.

– Me he confundido -dijo Justino, apartándose. Con la sonrisa más desagradable que imaginarse pueda, Durand se apartó. Justino esperó a que llegara a la entrada del callejón-. Me he confundido -repitió Justino, con una mueca desdeñosa-, Os confundí con un tipo bravucón llamado Durand.

La sangre fría del otro hombre se alteró unos instantes, porque la mirada que le dirigió fue asesina. Cuando se fue, Justino abrió lentamente el puño con que tenía agarrada la empuñadura de la espada. Había obrado impulsivamente y estaba empezando a arrepentirse. Durand le había estado espiando, pero ¿por qué? No podía pensar más que en una persona que le hubiera podido dar al caballero sugerencias de cómo seguirle la pista. Fue esa inquietante certidumbre lo que provocó su ira: había hecho de Durand el blanco de la furia que no podía desahogar en el hijo de la reina.

No obstante, no podía negar que el enfrentamiento le había proporcionado cierta satisfacción. Por unos momentos no se sintió como un peón, como instrumento en una conspiración de reyes. Pero ahora se preguntaba si no habría sido demasiado precipitado. ¿Fue prudente desafiar a Juan cara a cara?

Mientras se dirigía de nuevo hacia High Street, tenía la impresión de haberse metido en un laberinto oscuro y sinuoso, porque así era como él veía las elucubraciones del cerebro de Juan. ¿Cuál era la misión de Durand? ¿Podría ser más siniestra que espiarle únicamente? ¿Y qué haría ahora Juan cuando se enterara de que su hombre había sido descubierto? Pero ¿iba Durand a contarle a Juan que había sido burlado?

El buhonero ya no estaba vendiendo sus mercancías. En su lugar se había enfrascado en una discusión a gritos con un joven airado, rodeados ambos por un gentío curioso. Aldith estaba de pie en el extremo de la bulla y, al ver acercarse a Justino, se movió con rapidez para cortarle el paso.

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde demonios os fuisteis?

– Creí haber visto a un conocido. -Para evitar más preguntas, Justino señaló a los hombres-. ¿Qué pasa aquí? ¿Tal vez un parroquiano descontento?

– No, un rival. El muchacho es de la botica de enfrente y quiere que el buhonero se vaya antes de que ellos pierdan todos sus parroquianos.

Justino no tenía interés en una disputa callejera entre comerciantes.

– ¿Me permitís que os acompañe a casa, Aldith? Es lo menos que puedo hacer después de desaparecer sin deciros una palabra.

Aldith sonrió y dejó que él la cogiera del brazo. Justino sospechaba que era el tipo de mujer que flirtearía con el cura en su lecho de muerte; en eso le recordaba a Claudine, la de los ojos negros. Iban abriéndose camino a través de la muchedumbre cuando la gente empezó a echarse a un lado apresuradamente. Señalando a los jinetes que se acercaban, el mancebo gritó triunfante:

– Mandamos un mensaje al castillo para que viniera el auxiliar del justicia. ¡Pronto tendrás que marcharte, amigo, y con el rabo entre piernas!

El buhonero escupió una obscenidad y a continuación empujó a un lado al muchacho para ser él el primero en contarle al justicia su versión del incidente. Lucas venía montado en un caballo alazán. Tirando de las riendas, hizo una seña a sus sargentos para que se pararan, mientras que sus ojos echaban un vistazo a su alrededor, deteniéndose en particular en Justino y en Aldith, que estaban de pie en la calle.

Al bajarse del caballo, Lucas se vio asaltado por un griterío infernal, queriendo todos informarle de la causa de este disturbio callejero. El ruido no cesó hasta que dio un grito ordenando silencio y ante un público expectante, no tardó mucho tiempo en resolver la querella en favor del boticario. El buhonero estaba resentido, pero era lo suficientemente astuto como para saber que no podía ganar una disputa como ésta y decidió marcharse. Lucas no perdió el tiempo un momento más y se dirigió a donde estaban Aldith y Justino.

Saludó a Aldith besándole la mano. Era un acto simple, pero, hecho en público, adquiría un significado simbólico, y Aldith estaba radiante de felicidad. Cuando él sugirió que le comprara un poco de carne de membrillo antes de que se fuera el vendedor, ella, con un tacto exquisito, fingió creer que Lucas experimentaba un antojo repentino por algo dulce. Lucas movió la cabeza con un gesto que indicaba que era mejor alejarse de los parroquianos del vendedor y Justino le siguió.

– Y bien -empezó a decir el auxiliar-, ¿qué pasó en la orfebrería? ¿Empezaron las abejas a zumbar cuando metisteis vuestro palo en su colmena?

– Se lo tomaron a mal, lo cual era de esperar. Si fueran todos tan inocentes como los ángeles de Dios, estarían aún afligidos por la noticia que les comuniqué. Cuando terminé de hablar, habían pasado de familiares en duelo a sospechosos. Hasta el propio Miles pronto se dio cuenta de eso, pero sobre todo Cuy parecía profundamente desolado. Cuando dije que íbamos a investigar el pasado de Gervase, se le demudó el semblante y se le puso como el de la leche agria. Guy se fue corriendo a la taberna más cercana.

– ¡No me digas! Los hombres que tratan de olvidar sus penas con la bebida pueden ahogarse en ellas. Y cuando empiezan a agitarse, cuentan la verdad en la mayoría de los casos. Me parece que voy a hacerle una visita al maestro Guy esta misma tarde.

Justino asintió, aprobando su decisión.

– Y ¿cómo va la caza de Gilbert el Flamenco? ¿Habéis tenido suerte?

– Tal vez tenga una pista un poco más tarde, esta misma noche. Pero no puedo ocuparme de más de un crimen al mismo tiempo. Asesinato o caza furtiva, ¿cuál de los dos preferís, señor De Quincy?

Justino no se sorprendió; ya había notado destellos de celos en los ojos del justicia.

– No os preocupéis de la caza furtiva, Lucas. Yo no soy persona que me meta en terreno de nadie.

La sonrisa de Lucas fue demasiado fugaz para captarla.

– Me tranquiliza saber que sois tan respetuoso con la ley -y añadió-: Pasad por la casita de campo esta noche después del toque de completas y os diré lo que he averiguado.


La nieve no había llegado a cuajar y las estrellas empezaban a titilar en el firmamento cuando Justino salió de los aposentos de los huéspedes. No había andado más que unos pasos cuando le abordó una figura con capuchón y manto. Sabía que no era Durand. No era muy alto, y asumió que era un monje. Pero cuando levantó su antorcha, la oscilante luz iluminó el rostro airado del hijo de Gervase Fitz Randolph.

– ¿En qué loca búsqueda estáis metido? ¿Por qué os estáis inmiscuyendo en el asesinato de mi padre?

– ¿No queréis que se descubra a los asesinos de vuestro propio padre?

– ¡Maldito seáis, no tergiverséis mis palabras! -La rabia hacía incoherentes las palabras de Tomás, tenía la boca torcida, los ojos saltones e inyectados en sangre-. A mi padre lo asesinaron en un atraco. Todo eso que decís de asesinos pagados es pura estupidez, pero es el tipo de murmuración que a la gente le gusta divulgar y que algunos tontos creen a pies juntillas. ¡Dejémoslo!, ¿me estáis oyendo? ¡Dejémoslo!

– No puedo hacer nada por vos, Tomás. Si tenéis alguna queja, sugiero que se la comuniquéis a Lucas de Marston.

Tomás habría seguido discutiendo, pero Justino echó a andar.

– ¡Os lo advierto, De Quincy! -gritó-. ¡Si ponéis en peligro la oportunidad que yo pueda tener de ser admitido en la orden benedictina, lo lamentaréis hasta el día de vuestra muerte!

– No lo olvidaré -prometió Justino, y siguió andando. No le habría sorprendido que Tomás le siguiera. Pero el hijo del orfebre se quedó donde estaba, observando a Justino mientras éste cruzaba el patio. Cuando Justino llegó a la garita de la puerta, Tomás volvió súbitamente a gritar, pero Justino estaba ya demasiado lejos para oírlo.


Un estofado hervía lentamente sobre el fuego de la chimenea y Aldith estaba atareada removiéndolo y probándolo, asegurándoles a sus invitados que lo llevaría pronto a la mesa. Había insistido en que Justino se quedara a cenar, encantada con la oportunidad de desempeñar el papel de esposa de Lucas, no sólo de la mujer que compartía su lecho. Los dos hombres se retiraron y se sentaron en el diván con copas de vino dulce y Jezabel, el perro de Aldith. Observando, divertido, lo abrumado que se sentía Lucas por el afectuoso babeo del mastín, Justino le contó al justicia su encuentro con Tomás Fitz Randolph.

Lucas logró al fin echar al perro del sofá.

– No voy a necesitar bañarme por lo menos en una semana -dijo con una mueca-. Cuanto más sé de nuestro monje, más sospechoso me parece del asesinato del orfebre.

– Pero ¿y el hermano? No he conocido nunca una persona más nerviosa que él. No se puede estar tan asustado e inquieto sin ser culpable de algo.

Lucas sonrió.

– Da la casualidad de que tenéis razón. Después de hablar en Cheapside, me fui en busca de Cuy. Lo encontré todavía en la taberna, borracho como una cuba, regodeándose en la compasión que sentía hacia sí mismo. Fue demasiado fácil hacerle creer que yo lo sabía todo. Se cascó como un huevo, no hubo defensa alguna. Era ciertamente culpable como vos suponíais, pero de desfalco, no de asesinato.

– ¿Así que eso fue todo?

Lucas asintió con la cabeza.

– Se ocupaba de sus cuentas y llevaba el registro de los documentos, mientras que Gervase trataba de atraer a clientes adinerados, como el arzobispo de Ruán. Hace unos meses, Guy empezó a sustraer algunos de los fondos para su propio uso y falsificó las cuentas para ocultar sus hurtos. Su defensa era que Gervase era un inveterado derrochador y que él estaba poniendo dinero aparte para no incurrir en deudas. Pero de una manera u otra, el dinero se gastó y lo único que le queda es una conciencia hecha jirones. El pobre borrachín se había convencido a sí mismo de que iba a ir al infierno y a la cárcel, no necesariamente en ese orden.

– ¿Y qué hicisteis, Lucas? ¿Lo arrestasteis?

– Mucho peor. Se lo entregué a su cuñada. Le llevé a casa de la señora Ella y le obligué a que se lo confesara a ella también. La viuda del orfebre reaccionó como yo esperaba, con consternación e incredulidad y después con justificada indignación, regada con unas cuantas lágrimas. Pero cuando le pregunté si quería que se le metiera en la cárcel, se le erizaron las plumas como a una gallina que defiende a sus polluelos. Esto era una cuestión familiar que nada tenía que ver con la ley, y por lo tanto me agradecía que no me metiera más en este asunto.

– Vos sabíais que ella no querría que se le arrestara.

– ¡Cómo no lo iba a saber! Y no sólo por el escándalo. Sin su marido y con su hijo decidido a profesar en la orden benedictina, necesita a Cuy más que nunca. Hará las paces con él porque no tiene más remedio. Pero el remordimiento de Guy le proporcionará a ella la ventaja de tenerlo sometido a sus decisiones y, para una viuda, eso no está nada mal.

Justino tomó un sorbo de vino y lo encontró demasiado dulce para su gusto.

– ¿Y qué hay del Flamenco? Dijisteis que teníais una pista.

– Tal vez. Mis hombres se han pasado el día acosando a la familia de Gilbert y amigos de baja estofa, advirtiéndolos que ninguno de ellos disfrutará de paz hasta que encuentren al Flamenco. Me parece que uno de sus primos va a estar dispuesto a entregarlo, porque no se pueden ver. Cuando me entrevisté con Kenrick esta mañana, dijo que no sabía nada del paradero de Gilbert. Pero añadió que podría averiguarlo y que me enviaría un recado si así era. Espera que se le pague por este servicio y como las arcas de la reina son mucho más hondas que las del justicia municipal, esta deuda tendrá que ser vuestra, señor De Quincy.

– Está bien -accedió Justino-. ¿Y qué se sabe del compinche de Gilbert? Probablemente sea más fácil de localizar. Por lo que me dijisteis del Flamenco, ese tío es más resbaladizo que sus propias serpientes.

– He hecho saber que pagaré al que me diga el nombre de este fulano. Y sabido es que la mayoría de los criminales y forajidos son capaces de vender a sus propias madres por el precio de una jarra de cerveza. Nos llevará tiempo, pero habrá quien nos entregue al cómplice de Gilbert.

Justino esperaba que tuviera razón. Sólo los bandidos podían darle las respuestas que él necesitaba y no tenía la impresión de que Gilbert fuera un hombre dispuesto a cooperar, aunque se le apresara. Tal vez tuvieran mejor suerte con el compañero.

– Esparcid algunas monedas por donde creáis oportuno -dijo seguro de sí mismo-, que yo me encargaré del anzuelo.

Demoraron el seguir hablando del Flamenco hasta terminar de comer; una conversación sobre crímenes sangrientos no era condimento adecuado para el estofado de Aldith. Acababa de servir barquillos enmelados cuando el mastín empezó a gruñir.

El aldabonazo era suave, indeciso. Cuando Lucas quitó la aldaba de la puerta, la luz de la linterna dejó ver a un muchacho flaco, de doce o trece años, con los hombros encogidos como acurrucándose contra el frío. Aldith echó una ojeada a su manto remendado y le hizo entrar en la casa, dirigiéndole al fuego de la chimenea. Al chiquillo le castañeteaban los dientes y cuando extendió las manos hacia el fuego, los demás pudieron ver que estaban hinchadas por los sabañones.

– Me ha mandado mi padre -susurró, mirando a todas partes menos al rostro de Lucas-, Dice que se puede encontrar con vos en el molino esta noche después del toque de completas.

Lucas cogió su manto.

– Este es el hijo mayor de Kenrick -le dijo a Justino-. Vamos, muchacho, te dejaré primero en tu casa.

El chiquillo se echó hacia atrás.

– No, mi padre dice que no deje que nadie me vea con vos. Me dijo que era peligroso.

Cuando Aldith le ofreció un barquillo, se lo metió de golpe en la boca y lo hizo desaparecer tan deprisa que parecía que lo estaba inhalando más que comiendo. Pero se acordó de darle las gracias antes de desaparecer en las sombras de la noche.


Fueron a pie, al arrimo del muro septentrional de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaban a lo lejos. Justino inclinó la cabeza, escuchando sus ecos en el viento.

– Han tocado a completas. Vamos a llegar tarde.

– Nos esperará. Pero si hubiera arrimado mi caballo al molino, él habría salido corriendo. Nadie debe saber nada de esto si Kenrick quiere escapar con vida. No es sólo del Flamenco de quien tiene que temer. Si se divulga que ha entregado a Gilbert, el resto de su familia le hará la vida imposible. Su undécimo mandamiento es «No tratarás nunca con la justicia».

– ¿Por qué ha escogido este molino para la cita?

– Porque está más allá de las murallas de la ciudad y a estas horas no habrá nadie por los alrededores. Y si lo ven, tiene una excusa para estar aquí: trabaja para el molinero Durngate. Lo más probable es que lo encuentre tan asustadizo como un potro indómito. Pero no le puedo reprochar que esté asustado.

Tampoco se lo reprochaba Justino.

– Hay que ser muy valiente o estar muy desesperado para entregar a Gilbert el Flamenco -dijo al acordarse del manto andrajoso del rapaz-. Bien, nos ocuparemos de recompensar generosamente a Kenrick. A la reina no le va a importar un chelín más o menos. Pagaría gustosamente cien veces más por esclarecer sus sospechas acerca del rey de Francia.

Salieron de la ciudad por la puerta de Durn, al abrigo del rincón nordeste de la muralla, y se dirigieron a la aceña. Pronto vieron el resplandor del agua un poco más allá. Era una noche clara y sin nubes y el río Itchen tenía un aspecto plateado y sereno a la luz de la luna. Pero hacía mucho frío. No lejos del puente, habían canalizado el río para formar un caz, y conforme los dos hombres se acercaban, fueron divisando la noria. No se movía, porque la compuerta estaba cerrada. A Justino le pareció extraño no oír el ruido monótono y familiar de la caída del agua. El silencio era estremecedor; lo único que se oía era el débil gorgoteo del caz. Reinaba ya una total oscuridad, no se divisaba ni el parpadeo de la luz a través de las persianas que protegían las ventanas.

– Asegurasteis que Kenrick nos esperaría -observó Justino con cierto sarcasmo.

– No se va -insistió Lucas- por mucho que yo tarde. Tiene que estar dentro. -Mirando a Justino con el ceño fruncido, se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta. Llamó con los puños, pero nadie respondió. No obstante, al levantar el pestillo la puerta se abrió hacia adentro.

Se miraron el uno al otro y, de común acuerdo, aflojaron sus espadas en las vainas antes de entrar. Justino estaba empezando a inquietarse y podía notar que Lucas estaba también nervioso. Pero su antorcha no revelaba nada anormal. El suelo estaba sucio; había harina y paja por todas partes y el salvado caído en el suelo crujía bajo sus pies al moverse ellos cautelosamente por el cuarto. La rueda interior ocupaba la mayor parte del espacio, sujeta a un huso que desaparecía en un agujero del techo. La cámara de arriba le recordó a Justino el desván de un granero; daba acceso a esa cámara una escalera de mano dispuesta en un rincón, y durante las horas de trabajo Kenrick desde arriba veía y se aseguraba de que la rueda funcionara correctamente. Pero ahora era como mirar al interior de una cueva tan grande como negra. Ni siquiera cuando Lucas levantó la antorcha, su luz pudo romper en las sombras por encima de sus cabezas.

Lucas profirió un juramento entre dientes.

– ¿Dónde se ha ido? Esto es inexplicable.

Justino se encogió de hombros.

– Tal vez se haya retrasado también.

Pero tan pronto como sugirió esa explicación se dio cuenta del problema. ¿Por qué no estaba la puerta cerrada con pestillo? Uno de los travesaños de la escalera estaba manchado de barro. Cuando se acercó vio que el barro estaba seco, que era barro de hacía unos días. Se estaba volviendo hacia Lucas cuando notó que desde arriba le caía algo húmedo, en la mano. Se quedó sin aliento. Apartándose de la escalera, miró hacia arriba y otra gota de sangre salpicó el suelo a sus pies.

Lucas no se había dado cuenta todavía de la sangre, pero le alertaron los gestos que le hacía Justino. Cuando cruzó el espacio, Justino extendió la mano para que el resplandor de la antorcha cayera sobre la reluciente gotita roja. Los ojos de Lucas miraron hacia arriba. Durante unos momentos, ninguno de los dos hombres se movió, esforzándose por oír algún ruido. Pero ni ni uno solo rompía el silencio del lugar. Ni crujían las vigas, ni se oían gemidos entrecortados que pudieran darles una pista; nada, absolutamente nada. Los pensamientos de Justino corrían tan deprisa como su pulso. ¿Debería ir uno de ellos a buscar una tea? Eso suponía dejar al otro solo probablemente con un asesino.

Lucas había llegado a la misma conclusión. Por señas le indicó a Justino que iba a subir al altillo por la escalera de mano, y ver así el interior. Eso no le pareció a Justino una buena idea, pero no se le ocurrió otra mejor. Asintiendo nervioso, se echó hacia atrás el manto para echar mano de la espada, si era necesario. Lucas simplemente se desabrochó el manto y lo dejó caer al suelo. A Justino le impresionó su sangre fría, hasta que se fijó en los blancos nudillos de los dedos agarrados a la tea. Lucas hizo una pausa y subió lentamente un peldaño tras otro.

Volvió a hacer otra pausa a mitad de la escalera y levantó la tea lo más posible. Mirando hacia abajo, formó con los labios la palabra «Nada». Fue entonces cuando súbitamente apareció un hombre en la oscuridad, se abalanzó para agarrar la escalera y la empujó. Lucas dio un alarido al ver que la escalera empezaba a inclinarse; Justino logró agarrar uno de los peldaños inferiores. Durante unos momentos que fueron críticos sobremanera, consiguió mantener la escalera erguida. Pero empezó enseguida a moverse como un árbol mecido por el viento y antes de que Lucas pudiera saltar, se inclinó hacia atrás. Justino se apartó como por milagro y salió ileso. Se oyó un golpe sordo, el jadeo entrecortado de Lucas y a continuación el recinto se quedó sumido en la oscuridad al apagarse la luz de la antorcha.

Lucas no tardó mucho en romper el silencio. No daba la impresión de que sus heridas fueran serias, teniendo en cuenta la profusión de sus juramentos. Moviéndose a tientas, Justino estaba tratando de sacar a Lucas de la escalera cuando se oyeron otros ruidos en el desván.

– ¡Mil pares de demonios! -gritó Lucas con voz ronca-. Se está escapando por la ventana. ¡Id tras él! -Pero Justino había reconocido también el ruido, proveniente del súbito abrirse de las contraventanas, y estaba ya poniéndose apresuradamente de pie. Haciendo uso de la memoria más que de la vista, se lanzó hacia la puerta.

Fue un alivio encontrarse fuera, donde las estrellas le servían de luminarias. Se detuvo sólo el tiempo suficiente para desenvainar la espada, porque sabía quién era su enemigo. Era Gilbert el Flamenco el hombre a quien habían acorralado en el desván. Cuando empujó la escalera de mano, la luz de la antorcha había alumbrado sus rasgos. Fue una visión breve, pero suficiente para Justino. El rostro del demonio nunca le había parecido tan familiar.

Corriendo alrededor de los muros del molino, Justino esperaba encontrar al Flamenco acurrucado sobre la tierra debajo de la ventana, porque la nieve llevaba allí ya varios días y estaba muy dura. Pero cuando le dio la vuelta completa al edificio no vio ni cuerpo magullado, ni rastro de sangre, sólo nieve removida y huellas que conducían a un bosquecillo.

Justino aflojó el paso al ir acercándose a la arboleda, porque no había ido nunca en persecución de una presa tan peligrosa, capaz de darse la vuelta y acorralarlo de la manera que lo haría un jabalí. No obstante, nada era más importante para él que atrapar a este hombre. Se refugió debajo de un roble y a sus oídos llegaba el eco de un extraño y sordo tamborileo: el latido acelerado de su propio corazón. ¿Estaría el Flamenco esperándole detrás de uno de estos árboles? ¿O había huido, presa del pánico, hacia la nieve amontonada en los barrancos? ¿Experimentaba alguna vez el Flamenco la sensación de pánico, como les ocurría a otros hombres?

Se veían todavía las huellas del forajido, marcadas a la luz de la luna, y Justino las siguió. Le pareció oír la voz de Lucas detrás de él, pero no se atrevió a contestarle porque no sabía si el Flamenco estaba cerca. Se paró para escuchar de nuevo y después echó otra vez a correr, sin precaución ni cautela.

Pero era demasiado tarde. Se paró y permaneció de pie observando cómo un jinete salía a galope tendido de detrás de los árboles un poco más allá. Justino estaba aún de pie cuando Lucas apareció, finalmente, jadeando.

– ¿Se ha escapado?

– Tenía un caballo atado entre los árboles.

Lucas permaneció en silencio un momento y luego exclamó hecho una furia:

– ¡Que se pudra!

Justino asintió sin reservas. Hicieron el camino de regreso en silencio. Lucas cojeaba, pero no hizo caso cuando Justino le preguntó cómo se encontraba y contestó con lacónicas y bruscas palabras: «No tengo ningún hueso roto».

Estaban ya muy cerca del molino cuando vieron a su izquierda una luz. Había un hombre de pie al otro lado del caz del molino con una antorcha en la mano.

– ¿Qué pasa? -preguntó, dando la impresión de estar malhumorado y nervioso.

– ¿Vivís por estos alrededores?

Asintió bajando la cabeza, evidentemente molesto por el tono autoritario de Lucas e hizo un vago gesto mirando hacia atrás. Cuando Lucas le ordenó que le entregara la antorcha, empezó a protestar, hasta que el auxiliar del justicia se identificó, lacónico pero contundente.

Caminó detrás de ellos mientras se acercaban al molino y les hizo muchas preguntas que ninguno de los dos contestó. Justino cruzó el umbral con pies de plomo. Lucas interceptó la entrada, ordenando al inquieto vecino que esperara fuera. Mirando entonces a Justino, dijo:

– Vamos a concluir de una vez este asunto.

Después de que Justino levantara la escalera, Lucas cruzó el recinto, cojeando todavía, y empezó a subir. Justino le siguió y ascendió con dificultad al desván donde encontró a Lucas de pie junto al cadáver de un hombre. La sangre había salpicado las dos piedras del molino y mojado el suelo. El primo de Gilbert yacía en él boca arriba, con los ojos abiertos y la boca torcida. Al acercarse Justino un poco más, vio que habían apuñalado a Henrick en el pecho y que tenía una navaja clavada debajo de las costillas, lo mismo que Gervase Fitz Randolph. Pero cuando Lucas movió la antorcha, vieron que le habían degollado también.


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