Capítulo VIII



La segunda carta

Bien, ¿qué has sacado en limpio? —pregunté. Estábamos sentados en un compartimiento de primera clase. El tren, un expreso, acababa de salir de Andover.

—El crimen —dijo Poirot— fue cometido por un hombre de estatura mediana, cabello rojo y un lunar bajo el ojo izquierdo. Cojea ligeramente del pie derecho y tiene un gran lunar en el sobaco izquierdo.

—¡Poirot! —exclamé.

Durante unos segundos permanecí mudo de asombro. Al fin, el brillo de los ojillos de mi amigo me hizo comprender la verdad.

—¡Poirot! —volví a exclamar, esta vez en tono de reproche.

—Mon ami. ¿qué te creías? Me miras como pidiéndome una solución a lo Sherlock Holmes, y te la doy. Ahora, hablando con toda franqueza, te diré que no sé nada del aspecto del asesino, ni dónde vive ni la manera de echarle el guante.

—Si por lo menos hubiese dejado alguna pista —murmuré.

—¡La pista! La pista es siempre lo que a ti te atrae. Lástima que no fumara y dejase la ceniza del cigarrillo, y luego pisase en el barro, dejando la huella de su tacón de forma especial. No, no ha sido tan amable. Pero por lo menos, nos ha dejado la guía de ferrocarriles. La «A. B. C.», ¡Ahí tienes la pista!

—¿Crees que la dejó olvidada?

—No. La dejó a propósito. La falta de huellas dactilares lo demuestra. ¿Concibes tú a un hombre que en pleno mes de junio vaya con guantes? No, todo el mundo le miraría. Pues bien, si nuestro asesino no lleva guantes y en la guía no se han encontrado huellas dactilares, eso quiere decir que las borró. Un inocente hubiese dejado huellas... un asesino, no. Por tanto, nuestro criminal abandonó la guía porque no es ninguna pista.

—¿No crees que podamos descubrir nada por ese medio?

—No, Hastings. Ese misterioso X es indudablemente un hombre orgulloso de su destreza. No habría dejado nada que pudiese permitir su captura.

—Así esa guía no sirve para nada. Poirot no contestó en seguida.

—Absolutamente para nada —dijo al fin—. Nos enfrentamos con un personaje desconocido. Está en la oscuridad y desea permanecer en ella. Sin embargo, si bien en un sentido no sabemos nada de él, en otro sabemos mucho. Es hombre que sabe escribir perfectamente a máquina, que usa papel de buena calidad, que desea ardientemente demostrar que es alguien. Me lo figuro como un niño en quien nadie se ha fijado... Ha crecido siempre en segundo término. y su mayor ansia ha sido atraer sobre él la atención de los demás. No consiguiéndolo se ha sentido humillado y así ha llegado hasta cometer un crimen para llamar la atención...

—Todo eso son simples conjeturas —le interrumpí—. No te proporcionan ninguna ayuda.

—Prefieres la ceniza del cigarrillo y el tacón de forma especial, ¿verdad? Siempre has sido así. Pero por lo menos podemos hacernos algunas preguntas. ¿Por qué escogió la guía «A. B. C.»? ¿Por qué mató a la señora Ascher? ¿Por qué Andover?

—La vida pasada de la mujer parece muy sencilla —murmuré—. Las entrevistas con esos dos hombres han sido un fracaso. No nos han descubierto nada que ignorásemos.

—La verdad sea dicha, no esperaba conseguir gran cosa. Pero no podíamos dejar a un lado a los dos posibles asesinos.

—No creerás...

—Hay una posibilidad de que el asesino viva en Anda ver o muy cerca. Esa es una posible respuesta a nuestra pregunta: ¿Por qué Andover? Bien, tenemos dos hombres que estuvieron en el estanco alrededor de la hora en que se cometió el crimen. Cualquiera de ellos pudo ser el asesino y hasta ahora no se ha podido demostrar que no lo sean.

—Quizás esa bestia de Ridell —indiqué, dejando ver mi duda.

—Me siento inclinado a absolver a Ridell. Estaba nervioso, inquieto.

—Pero eso no hace más que demostrar...

—Una naturaleza totalmente distinta a la del personaje que escribió la carta firmada por A. B. C. Una persona segura de sí misma, serena...; eso es lo que debemos buscar.

—No creerás que el señor Patridge...

—Ese ya se aproxima más al tipo de nuestro asesino. No se puede decir más. Se porta como lo haría quien escribió el anónimo. Se presentó a la policía... hizo una declaración espontánea.

—¿Crees que sea él?

—No. Hastings. Creo que el asesino fue a Andover de cualquier otro punto, pero no se puede dejar nada al azar.

Y aunque al referirme al asesino lo coloque siempre en el género masculino, no hay que descartar la posibilidad de que sea una mujer.

—¡Desde luego!

—La forma en que se cometió el asesinato revela la mano de un hombre. Sin embargo, las mujeres suelen escribir más anónimos que los hombres.

Permanecí callado durante unos segundos y al fin dije:

—¿Qué haremos ahora?

—¡Mi enérgico Hastings! —Poirot me miró sorprendido y sonriente.

—¿Qué vamos a hacer? —insistí.

—Nada.

—¿Nada? —mi desilusión era evidente.

—¿Soy acaso un mago, un hechicero? ¿Qué quieres tú que haga?

Reflexionando sobre la pregunta, me di cuenta de que era muy difícil contestar a ella. Sin embargo, convencido de que algo había que hacer y que no debíamos dejar que la hierba creciese bajo nuestros pies, como vulgarmente se dice, indiqué luego.

—Tenemos la guía de ferrocarriles, el papel de cartas, el sobre...

—La policía hace ya todo lo posible para ver de sacar partido de esas pistas. Si algo se puede conseguir, se conseguirá.

Con esto tuve que darme por satisfecho.

Durante los días que siguieron comprobé que Poirot no parecía en absoluto dispuesto a discutir el asunto. Cada vez que intentaba yo sacarlo a relucir, me cortaba la palabra con un ademán impaciente.

Creía comprender esa desgana por tratar de un asunto tan apasionante. Es el asesinato de la señora de Ascher, Poirot había sufrido una derrota. A. B. C. le retó y venció. Mi amigo, acostumbrado a una serie ininterrumpida de éxitos, se resentía de su fracaso. Eso quizá fuese impropio de un hombre tan grande, pero el éxito emborracha y el más insignificante fracaso, cuando es el primero, duele en gran manera.

Comprendiéndole, respetaba la debilidad de mi compañero y no mencioné más el asunto. En el periódico leí el resultado de la indagatoria. En ella no se hizo mención alguna de A. B. C. y el veredicto fue de «Crimen cometido por persona o personas desconocidas». El asesinato atrajo muy poco la atención, pues las características eran muy vulgares.

A decir verdad, yo mismo me olvidaba ya del suceso. Esto quizá fuera debido a que el asesinato de la señora de Archer iba unido al fracaso de Poirot. De pronto, el 25 de julio el caso volvió a cobrar actualidad.

Hacía dos días que no veía a Poirot, pues estuve pasando el final de semana en Yorkshire. Regresé a Londres el lunes por la tarde y a las seis en punto se recibió en casa de mi amigo la segunda carta. Recuerdo perfectamente el comentario que hizo Poirot al abrirla.

—Ya ha llegado —dijo.

Le miré fijamente, sin comprender a qué se refería.

—¿Qué ha llegado? —pregunté.

—El segundo capítulo del caso A. B. C.

Durante unos instantes le miré sin entender nada. El suceso del asesinato se había borrado por completo de mi memoria.

—Lee —y Poirot me entregó la carta.

Como la anterior, estaba escrita a máquina en un papel excelente.


«Querido señor Poirot:

¿Qué me dice de nuevo? El primer tanto ha sido para mí, ¿verdad? El asunto Andover permanece sumido en el más profundo misterio. Pero lo importante apenas ha empezado. Permítame que atraiga su atención hacia Bexhill—on—Sea. La fecha será el 25 del corriente.

»Cómo nos divertiremos, ¿eh?

»Queda suyo, afectísimo y s. s.,

A. B. C.»


—¡Dios Santo, Poirot! —exclamé—. ¿Significa eso que ese criminal va a cometer otro crimen?

—Naturalmente, Hastings. ¿Qué otra cosa puedes esperar? ¿Creías que el asunto de Andover era un caso aislado? ¿No te acuerdas que yo mismo dije: «Ése es el principio»?

—Es espantoso.

—Sí, es espantoso.

—Nos enfrentamos con un monomaníaco homicida.

—Sí.

La tranquilidad de mi amigo me hizo dominarme. Con un estremecimiento le devolví la carta.

La mañana siguiente nos encontró en una reunión del cuartel general. El jefe de policía de Sussex, el asistente del departamento de Investigación Criminal, el inspector Glen, de Andover, el superintendente Carter, de Sussex; un famoso alienista, componíamos la reunión. El matasellos de la carta era de Hampstead, pero según parecer de Poirot, no se podía dar gran importancia al detalle.

El asunto se discutió ampliamente. El doctor Thompson era un simpático hombrecillo de mediana edad que, a pesar de toda su sabiduría, se conformaba con hablar en inglés claro, evitando todo tecnicismo.

—No cabe duda —dijo el asistente— que las dos cartas fueron escritas por la misma persona.

—Y también que el remitente es responsable del asesinato cometido en Andover.

—Cierto. Ahora nos encontramos con el aviso de otro crimen que se cometerá mañana en Bexhill. ¿Qué se puede hacer?

El jefe de policía de Sussex miró al superintendente.

—Bien. Carter. ¿Qué hacemos?

El superintendente movió pensativo la cabeza.

—Es difícil decidir nada. No sabemos absolutamente nada acerca de quién puede ser la persona condenada a muerte.

—¿Me permiten una insinuación? —murmuró Poirot. Todos los rostros se volvieron hacia él.

—Creo muy posible que el apellido de la persona a quien va a asesinar empiece con la letra «B».

—Algo es —murmuró dubitativamente Carter.

—Un complejo alfabético —murmuró pensativo el doctor Thompson.

—Yo sólo lo sugiero como posibilidad —continuó Poirot—. Se me ocurrió cuando vi él nombre de Ascher escrito sobre la puerta del estanco. Al leer el nombre de Bexhill se me ocurrió que tanto la víctima como el lugar del crimen podían haber sido escogidos siguiendo un orden alfabético.

—Es posible —asintió el doctor—. Y también lo es que en el crimen que esperamos la víctima sea de nuevo la propietaria de una tienda Debemos tener en cuenta que el asesino es un loco. Hasta ahora no ha demostrado lo contrario.

—¿Puede tener un loco un motivo? —preguntó el superintendente.

—Sí. A veces en el cerebro de un loco penetra la idea de que debe matar a determinadas personas, por ejemplo, a curas, médicos, estanqueros. Siempre en el fondo hay un motivo definitivo para tales motivos. No debemos dejarnos llevar por lo del orden alfabético. El hecho de que en Bexhill se cometa un crimen después de otro cometido en Andover puede ser una simple coincidencia.

—Por lo menos podemos tomar ciertas precauciones

—dijo Poirot—. Se podría hacer una lista de todas las tiendas que el nombre de cuyos propietarios empiece con «B», y vigilar todos los estancos atendidos por una sola persona. Creo que no puede hacerse más.

El superintendente lanzó un gruñido de disgusto.

—Con las vacaciones que acaban de empezar. el pueblo estará lleno de forasteros.

—Haremos todo cuanto nos sea posible —dijo vivamente el jefe de policía.

El inspector Glen habló a su vez.

—Haré que se vigile a todos los que tienen algo que ver con el asunto Archer. Los dos testigos. Patridge y Ridell, y desde luego, el mismo Ascher. Si alguno de ellos abandonase Andover sería seguido y vigilado.

El consejo se levantó tras algunas indicaciones más sin importancia.

—Poirot —dije mientras paseábamos por la orilla del río—. Supongo que ese crimen podría evitarse.

Mi amigo volvió hacia mí su descompuesto rostro.

—Mucho me temo que no podamos hacer nada. Recuerda la impunidad de que disfrutó durante mucho tiempo Jack «el Destripador».

—¡Es horrible! —exclamé.

—La locura, Hastings, es una cosa muy terrible... Estoy asustado... Muy asustado...

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