Capítulo XXXIV



Poirot se explica

Presa de gran curiosidad, nos hallábamos sentados, esperando que Poirot nos diese la explicación del caso.

—Desde el principio —empezó— me preocupó el porqué de este caso. Hastings me dijo el otro día que el caso había terminado. ¡Le repliqué que el caso era el hombre! El misterio de A. B. C. ¿Por qué consideró éste necesario cometer esos crímenes? ¿Por qué me escogió como adversario?

»No es responder contestar que el hombre no estaba en sus cabales. Decir que un hombre comete locuras porque está loco es una solemne idiotez. Un loco es tan lógico y razonable en sus actos como un cuerdo, dado su peculiar y desviado punto de vista. Por ejemplo, si un hombre se empeña en salir a la calle sin otras ropas que una sábana, su conducta parece extremadamente excéntrica. Pero en cuanto sepamos que el hombre está firmemente convencido de que es el Mahatma Gandhi, entonces su conducta se hace perfectamente razonable y lógica.

»Lo necesario en este caso era imaginar un cerebro constituido de manera que resulte lógica y razonable la comisión de cuatro o más crímenes y el anunciarlos de antemano en cartas escritas a Hércules Poirot.

—Tenía usted razón —dijo secamente Franklin Clarke.

—Sí; pero desde un principio cometí un grave error. Permití que mi sensación, mi fuerte sensación acerca de la carta se convirtiese en una mera impresión. La traté como si hubiese sido una intuición. En un cerebro bien equilibrado no existen las simples intuiciones. Se puede suponer, y la suposición puede ser exacta o errónea. Si es exacta, se llama intuición. Si es errónea, lo más probable es que jamás vuelva a hablarse de ella. Pero lo que a menudo se llama intuición es, en realidad, una impresión basada en una deducción lógica o en la experiencia. Cuando un experto siente que hay algo irregular en un cuadro, en un mueble o en la firma de un cheque, basa, en realidad, esa sensación en un sinfín de pequeños detalles. No tiene necesidad de buscarlos minuciosamente, su experiencia se lo evita; el resultado neto es la definida impresión de que existe algo irregular. Pero no es una suposición, es la impresión basada en la experiencia.

»Eh bien, reconozco que no miré como debía aquella primera carta. Sólo me inquietó enormemente. La policía la miraba como una broma. Yo la tomé en serio. Estaba convencido de que, como se me decía, en Andover se cometería un crimen. Como saben, el crimen se cometió.

»En aquellos momentos no existía, como comprobé, medio alguno de descubrir al autor del crimen.

»El único camino que me quedaba abierto era intentar comprender qué clase de persona era el criminal. »Tenía algunos indicios acerca de la personalidad del asesino. La carta, la manera como se cometió el crimen, la persona asesinada. Lo que me quedaba por descubrir era el motivo del crimen y el de la carta.

—Publicidad —sugirió Clarke.

—Seguramente quedaba velado por un complejo de inferioridad —añadió Thora Grey.

—Este era evidentemente el camino a seguir. Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué Hércules Poirot? Mayor publicidad se

hubiera obtenido enviando la carta a Scotland Yard. Y más aún enviándola a un periódico. Es probable que la primera no hubiese sido publicada, pero al tener lugar el segundo asesinato, A. B. C. hubiera tenido asegurada cuanta publicidad hubiese podido ofrecer la Prensa. ¿Por qué, pues, Hércules Poirot? ¿Era por algún motivo personal? En la carta se notaba cierta xenofobia, pero esto no era suficiente para explicar el asunto a mi entera satisfacción.

»Llegó después la segunda carta, que fue seguida del asesinato de Betty Barnard en Bexhill. Quedaba claramente de manifiesto (lo que yo había sospechado) que los asesinatos seguirían un orden alfabético, pero este hecho, que para muchos pareció final, dejó inalterable en mi mente la pregunta criminal. ¿Por qué necesitaba cometer A. B. C. esos crímenes?

Megan Barnard se revolvió en su silla.

—¿No existe algo llamado anhelo de sangre? —preguntó.

Poirot se volvió hacía ella.

—Tiene usted razón, mademoiselle. Existe ese anhelo. El ansia de matar. Pero no encaja en nuestro caso. Un loco homicida que ansía matar procura matar la mayor cantidad posible de víctimas. La idea principal de semejante asesino es ocultar sus huellas, no revelarlas. Cuando consideramos las cuatro víctimas escogidas, o por lo menos tres de ellas, pues sé muy poco del señor Dowues o del señor Earsfield, vemos que si lo hubiera deseado, el asesino se habría librado de ellos sin incurrir en ninguna sospecha. Franz Ascher, Donald Fraser o Megan Barnard, y posiblemente el señor Clarke. Estas son las personas de quienes la policía pudiera haber sospechado, aunque no hubiese encontrado ninguna prueba contra ellos. ¡No se habría pensado para nada en un loco homicida! ¿Por qué, pues, consideró necesario el asesino atraer la atención hacia él? ¿Era la necesidad de dejar en cada cadáver un ejemplar de la guía «A. B. C.»? ¿Había algún complejo unido a la guía de ferrocarriles?

»En ese punto me fue completamente imposible entrar en la mente del criminal. ¿No sería magnanimidad? ¿Horror a que la responsabilidad del crimen recayera en una persona inocente?

»A pesar de no poder contestarme a la principal pregunta, noté que iba descubriendo ciertas cosas acerca del asesino.

—¿Cuáles? —preguntó Donald Fraser.

—La primera, que era de gran importancia para él que los crímenes siguieran una progresión alfabética. Otra era que no tenía preferencia por sus víctimas. La señora de Ascher, Betty Barnard, sir Carmichael Clarke, todos difieren diametralmente entre sí. No existía el complejo del sexo, ni el de la edad, lo cual me pareció un hecho muy curioso. Si un hombre mata sin hacer distinción, es usual-mente porque quita de su camino a todo aquel que le estorba el paso o le molesta. Pero el orden alfabético demostraba que éste no era el caso. El otro tipo de asesino escoge usualmente para víctima un tipo determinado de persona, casi siempre del sexo contrario. Había algo en el proceder de A. B. C. que me pareció reñido con la selección alfabética.

»La selección de A. B. C. me sugirió que poseía lo que podríamos llamar una «mente ferroviaria». Esto es más común en los hombres que en las mujeres. Los muchachos adoran los trenes; en cambio, las niñas no. Podría ser también la señal de un cerebro poco desarrollado. El motivo «infantil» quedaba, pues, predominante.

»El asesino de Betty Barnard y la manera cómo se llevó a cabo me ofreció nuevos indicios. La forma de su muerte era muy sugerente. (Perdóneme, señor Fraser.) Ante todo, recordemos que fue estrangulada con su propio cinturón, lo cual indica que fue asesinada por alguien con quien estaba en afectuosos términos. Cuando me enteré de ciertos detalles de la joven aquella me formé inmediatamente un retrato.

»Betty Barnard era un «flirt». Le gustaban las atenciones de los hombres bien parecidos. Por lo tanto, A. B. C. debía tener, para convencerla de que saliera con él, cierta cantidad de atracción, de sex appeal. Debía de ser capaz de castigar. La escena en la playa me la imagino de la siguiente manera el hombre admira el cinturón de su compañera. ]Esta se lo quita y se lo ofrece. El asesino lo toma y como jugando rodea con él el cuello de Betty, diciendo tal vez: «Te voy a estrangular.» La broma es divertida, y Betty ríe... y él aprieta...

Donald Fraser se puso en pie de un salto. Estaba lívido.

—¡Por el amor de Dios, señor Poirot!

Mi amigo movió la cabeza diciendo:

—Ya he terminado, No diré ni una palabra más. Pasemos al siguiente asesinato, el de sir Carmichael Clarke. Aquí el asesino regresa a su primer método... el golpe en la cabeza. El mismo complejo alfabético..., pero algo me desconcierta. Para ser consistente, al asesino debiera haber escogido al población con cierto orden definido.

»Si Andover es el ciento cincuenta y cinco de la «A», entonces el crimen «B» debiera ser también el ciento cincuenta y cinco, o el ciento cincuenta y seis, y el «C» el ciento cincuenta y siete. De nuevo interviene el azar, esta vez en la selección de los lugares.

—¿No será debido todo eso a que tú. Poirot, eres terriblemente metódico y ordenado? A veces resultas enervante.

—No, de ninguna manera. ¡Enervante!... Quelle idee! De todas maneras reconozco que soy un poco exagerado sobre ese punto.

»El crimen de Churston me ofreció muy poca ayuda. Estuvimos bastante desafortunados con él, ya que la carta que lo anunciaba se extravió, y por ello no pudimos hacer ningún preparativo.

»Pero al anunciarse el crimen «D» se desplegó un formidable sistema defensivo. Era obvio que A. B. C. no podía continuar adelante con sus crímenes.

»Además fue en este punto cuando llegó a mis manos la pista de las medias. Era perfectamente claro que la presencia de un vendedor de medias en el escenario del crimen no podía ser una coincidencia. Así, el vendedor de medias debía ser el criminal. Debo decir que el retrato que de él me hizo la señorita Grey no concordaba con el que yo me había hecho del hombre que estranguló a Betty Barnard.

»Pasaré rápidamente sobre lo que sigue. Se cometió un cuarto asesinato... el de un hombre llamado George Earsfield; se supone que se le mató confundiéndose con un tal Dowues, cuya estatura era semejante y que se sentaba en la misma fila del muerto.

»Y ahora, al fin, llega el cambio de la marea. Las cosas se ponen en contra de A. B. C. en lugar de favorecerle. Está señalado, perseguido y al fin es arrestado,

»¡El caso, como dice Hastings, ha terminado!

»Cierto en cuanto al público se refiere. El hombre está en la cárcel y probablemente será encerrado en un manicomio. ¡No se cometerán más asesinatos! ¡Fin! R. I. P.!

»¡Mas no para mí! Yo no sé nada... nada en absoluto! ¡Desconozco el porqué!

»Y además existe un pormenor desconcertante. Cust tiene una coartada para la noche del crimen de Bexhill. —A mí me ha preocupado mucho este hecho —dijo Franklin Clarke.

—¡Sí! A mí también me preocupó. Porque la coartada tiene todas las apariencias de ser genuina. Pero no puede serlo a menos... y ahora llegamos a dos interesantes teorías. »Supongamos, amigos míos, que Cust cometía tres crím enes, el «A», el «C» y «D», pero el segundo, el «B», no era cometido por él.

—Señor Poirot, no...

Poirot hizo callar con una mirada a Megan Barnard.

—No diga nada, mademoiselle. ¡Voy en pos de la verdad! Supongamos, digo, que A. B. C. no sea el autor del segundo crimen. Recuerden que tuvo efecto a primeras horas del día veinticinco, el día señalado por él para el asesinato. Supongamos que alguien se le hubiese anticipado ¿Qué haría en semejantes circunstancias? Pues cometer un segundo asesinato o aceptar el primero como un funesto regalo.

¡Señor Poirot, eso es una fantasía! —exclamó Megan—. ¡Todos los crímenes debieron ser cometidos por la misma persona!

Sin hacer caso de la interrupción, Poirot continuó: —Esta hipótesis tiene la ventaja de explicar un hecho... la discrepancia entre la personalidad de Alexander Bona. parte Cust, quien jamás hubiera podido «castigar» a una joven, y la personalidad del asesino de Betty Barnard. Y no es la primera vez que unos asesinos se han aprovechado de los delitos de otros. No todos los crímenes de Jack el «Des-tripador» fueron cometidos por Jack el «Destripador». »Pero entonces me encontré ante otra dificultad.

»Por la época del asesinato de Betty Barnard no había llegado hasta el público el menor detalle acerca de los delitos de A. B. C. El asesinato de Andover despertó muy poco interés. El incidente de la guía de ferrocarriles encontrada sobre el mostrador ni siquiera se había mencionado en la Prensa. Por consiguiente, aquel que asesinó a Betty Barnard tuvo que tener acceso a hechos conocidos sólo por ciertas personas, yo, la policía y algunos amigos y vecinos de la señora Ascher.

»Esta línea de investigación conducía a un callejón sin salida.

Cuantos rodeábamos a Poirot estábamos pálidos. Donald Fraser dijo pensativo:

—Los policías, al fin y al cabo, son seres humanos, y muchos son hombres atractivos... —y se interrumpió, mirando inquisitivo a Poirot.

—No, no es eso —replicó mi amigo—. Ya les dije que había otra teoría.

»Supongamos que Cust no sea responsable del asesinato de Betty Barnard. Supongamos que fuera otro hombre su asesino. ¿Podría ser éste responsable de los demás crímenes?

—¡Todo esto no tiene sentido! —exclamó Clarke.

—¿No? Entonces hice lo que debía haber hecho al principio. Examiné desde un punto de vista totalmente opuesto las cartas recibidas. Desde el principio noté que había algo irregular en ellas... como un experto en pintura nota que un cuadro es defectuoso...

»Sin detenerme a pensar había supuesto que el defecto o la irregularidad que en ellas notaba se debía a la locura del hombre que me las enviaba.

»Volví a examinarlas... y esta vez llegué a una conclusión totalmente distinta. Lo irregular en ellas era ¡el hecho de que estaban escritas por un hombre cuerdo!

—¡Cómo! —exclamé.

—¡Sí, esto mismo! Eran irregulares lo mismo que un cuadro es irregular,.. ¡porque era una fabricación! Pretendían ser las cartas de un demente... de un loco homicida, pero en realidad no eran nada de eso.

—¡Todo eso no tiene sentido! —replicó, alterado, Franklin Clarke.

—Mais oui! Uno debe razonar, reflexionar. ¿Cuál podía ser el objeto de tales cartas? ¡Enfocar la atención hacia el que las escribía, llamar la atención hacia los crímenes! En verité, a primera vista no parecía tener sentido. ¡De pronto vislumbré una luz! Era para atraer la atención hacia varios asesinatos... hacia un grupo de asesinatos... ¿No fue su gran Shakespeare quien dijo: «No puedes ver los árboles a causa del bosque»?

No me entretuve en corregir a Poirot su error literario. Estaba intentando ver adónde iba a parar. Me dirigió una rápida mirada y prosiguió:

—Tenía que vérmelas con un inteligente asesino, despiadado y audaz, no con el señor Cust. ¡Él jamás hubiese podido cometer esos crímenes! No, tenía que luchar con un nombre totalmente distinto, un hombre de naturaleza infantil, lo demuestran sus cartas, propias de un colegial, y a la guía de ferrocarriles, un hombre atractivo para las mujeres, y con un despiadado desdén por la vida humana. ¡Un hombre que, forzosamente debía tener un papel prominente en uno de los crímenes!

»¿Cuáles son las preguntas que se hace la policía cuando se ha asesinado a un hombre o una mujer? Oportunidad. ¿Dónde se hallaba cada uno en el momento del crimen? Motivo. ¿A quién beneficia la muerte del asesinado? Si el motivo y la oportunidad son indudables. ¿qué ha de hacer el asesino? Falsificar una coartada, o sea manipular el tiempo de alguna manera. Pero éste es siempre un procedimiento azaroso. Nuestro criminal imaginó una defensa más fantástica, ¡Creó un loco homicida!

»No tuve más que revisar los crímenes y hallar al po. sible culpable. ¿El crimen de Andover? El más probable sospechoso en éste era Franz Ascher, pero no podía imaginarme a Ascher inventando y llevando a cabo un proyecto tan complicado; tampoco me lo imaginaba premeditando un crimen. ¿El crimen de Bexhill? Donald Fraser era una posibilidad. Tenia inteligencia y habilidad. Pero su motivo para matar a su novia podía ser sólo celos, y éstos no tienden a la premeditación. También supe que tuvo sus vacaciones en la primera quincena de agosto, lo cual hacía imposible que tuviera nada que ver con el crimen de Churston. Llegamos por fin al crimen de Churston, y en seguida nos hallamos en un terreno más prometedor.

»Sir Carmichael Clarke era un hombre riquísimo. ¿Quién hereda su fortuna? Su esposa, que está a punto de morir, goza de un interés vitalicio en ella, y luego va a parar a Franklin Clarke.

Poirot volvióse lentamente y su mirada se cruzó con la de Clarke.

—En aquel momento me sentía completamente seguro. El hombre que me había imaginado como asesino de Betty Barnard era el mismo que tenía delante. A. B. C. y Franklin Clarke eran la misma persona. El carácter aventurero, la vida agitada, la parcialidad por Inglaterra, los modales atractivos y libres... Nada más fácil para él que trabar amistad con una camarera. El cerebro metódico aquí mismo hizo una vez una lista con las iniciales A. B. C. y por fin el espíritu infantil, mencionado por lady Clarke, y demostrado por él mismo en su afán de formar una legión. He descubierto en su biblioteca un libro titulado: «Los chicos del ferrocarril», por A. Nesbit. Ya no me quedaba la menor duda. A. B. C., el hombre que escribió las cartas y cometió los crímenes era Franklin Clarke.

Clarke rompió en una estrepitosa carcajada.

—¡Muy ingenioso! ¿Y qué hay del hecho que cogieran al amigo Cust con las manos empapadas en sangre? ¿Qué hay de la sangre en su americana? ¿Y del cuchillo en su casa? Él puede negar que haya cometido los crímenes... Poirot se apresuró a interrumpirlo.

—Está usted equivocado. Cust se reconoce autor.

—¿Cómo? —Clarke parecía realmente desconcertado.

—Sí. Apenas empecé a hablar con él, me di cuenta de que Cust se creía culpable,

—¿Y eso no le satisfizo?

—No. Porque tan pronto como le vi ¡comprendí también que no podía ser culpable! No tiene nervio ni valor, ni...

cerebro para ello. Durante todo el proceso me di cuenta de la doble personalidad del asesino. Ahora ya sé en qué consiste. Dos personas estaban envueltas en la trampa, el verdadero asesino, listo, fértil en recursos y atrevido... y el seudo asesino, vacilante y sugestionable.

»Sugestionable. ¡En esta palabra se condensa el misterio del señor Cust! No tuvo usted bastante, señor Clarke, con idear ese plan de la serie de asesinatos para distraer la atención de un solo asesinato. Necesitaba también una cabeza de turco.

»Supongo que esa idea se le ocurrió al tropezar en un café con el infeliz Cust. Por entonces daba usted vueltas en su cerebro para deshacerse de su hermano.« —¿De veras? ¿Y por qué?

—Porque se sentía hondamente alarmado por el porvenir. No sé cuándo se dio usted cuenta de ello, señor Clarke, pero me lo demostró palpablemente el día en que me dio a leer una carta de su hermano. Éste demostraba bien claro en ella el afecto que sentía por al señorita Thora Grey Tal vez el cariño era sólo paternal... o acaso él prefiriera creerlo así. De todas maneras existía el peligro de que muriese su esposa, y en su soledad volviera los ojos hacia esa hermosa joven, en busca de consuelo y ayuda, acabando la cosa en boda, como ocurre a menudo con los hombres maduros. Su miedo se acrecentó al conocer a la señorita Grey. Usted es un excelente juez para los caracteres y supuso, acertadamente o no, que la señorita Grey aceptaría encan-tada el ofrecimiento de convertirse en lady Clarke. Su hermano era un hombre sano y fuerte, podían tener hijos, y la posibilidad de que usted heredara la fortuna se habría esfumado.

»Usted ha sido siempre, creo, un hombre desengañado: una piedra siempre rodando, y ha criado poco musgo. Sentía una envidia profunda por la riqueza de su hermano.

»Al encontrar al señor Cust y enterarse de sus extraños

nombres y ataques de epilepsia, junto con su insignificante personalidad, comprendió que al fin tenía al hombre que necesitaba. En un momento planeó la trama del orden alfabético. Las iniciales de Cust, el hecho de que el apellido de su hermano empezaba con «C» y que vivía en Churston, fueron el punto de partida. Tan lejos fue usted que hasta insinuó a Cust el trágico final que le aguardaba, aunque no creo que sospechase el éxito que su sugerencia debía tener.

»Sus preparativos fueron excelentes. En nombre de Cust adquirió una gran cantidad de medias que debían ser enviadas a casa de la señora Marbury. Más tarde le envió un paquete de guía «A. B. C.» en un paquete similar a los de las medias. Le escribió una carta, fingiendo ser de la casa de las medias, ofreciéndole un buen sueldo y una comisión. Lo tenía usted todo tan bien previsto que de antemano escribió a máquina todas las cartas que debían ser enviadas más tarde, y después regaló al señor Cust la máquina en que habían sido escritas.

»Sólo le faltaba encontrar dos víctimas, cuyos apellidos empezasen con A y B, respectivamente, y que viviesen en poblaciones que empezasen también con las mismas letras.

»En Andover encontró lo que buscaba. El nombre de la señora Ascher se leía encima de la puerta de entrada de su establecimiento. Además, pudo comprobar que corrientemente estaba sola en la tienda. Su asesinato exigía cierto valor, atrevimiento y un poco de suerte.

»El día señalado a Cust para que visitara a Andover se trasladó usted hasta allí y mató a la señora Ascher, sin que nadie estropeara sus planes.

»El asesinato número uno quedaba felizmente llevado a cabo. Antes me había enviado la carta correspondiente a la «A».

»En lo tocante a la letra «B» tuvo que variar de táctica. Era muy probable que las dueñas de tiendas solitarias

hubieran sido advertidas. Supongo que usted ha frecuentado siempre los salones de té, riendo y bromeando con las camareras, y al encontrar una cuyo nombre y apellido empezaban con la letra «B», decidió utilizarla para sus fines. Salió un par de veces con ella, contándole que estaba casado y que, por lo tanto, las reuniones deberían celebrarse, en adelante, en lugares solitarios.

»En el segundo asesinato tomó usted la precaución de cometerlo el día antes. Estoy seguro de que Betty Barnard murió bastante antes de las doce de la noche del veinticuatro de julio.

»Llegamos ahora al crimen número tres, el más importante, el verdadero asesinato, desde su punto de vista. »Y aquí es donde jamás se alabará bastante el genio de mi querido Hastings, que hizo una simple y obvia indicación a la cual no presté la debida atención. »¡Sugirió que en la tercera carta equivocó voluntariamente la dirección!

»¡Y era verdad!

»En este simple hecho está la respuesta a la pregunta que durante tanto tiempo me ha desconcertado. ¿Por qué ante todo las cartas eran enviadas a Hércules Poirot, un detective privado, y no a la policía?

»Erróneamente supuse alguna razón personal.

»¡Nada de esto! Las cartas me eran enviadas porque la esencia de su plan era que una de ellas fuese a otra dirección, ¡pero usted no podía hacer que una carta dirigida al Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard se extraviara! Era preciso que se tratara de una dirección particular. Me escogió por ser un hombre bastante conocido y, además, porque estaba seguro de que yo haría llegar la carta a manos de la policía. Además, en su xenofobia, gozaba jugando una mala pasada a un extranjero.

»Dirigió la carta muy hábilmente. Whiterhaven, Whitehorse. Un error muy lógico. ¡Sólo Hastings fue lo bastante

perspicaz para no hacer caso de las sutilezas e ir recto a lo evidente!

¡Desde luego, la carta debía extraviarse! La policía sólo debía ser puesta sobre la pista una vez el crimen estuviera cometido. El paseo nocturno de su hermano le ofrecía la oportunidad deseada. Y tan eficazmente se había apoderado del público el terror a A. B. C. que a nadie se le ocurrió la posibilidad de que usted fuera el culpable.

Después de la muerte de su hermano, su objeto quedaba logrado. Ya no necesitaba cometer más crímenes. Mas por otra parte, si los crímenes se interrumpían bruscamente sin razón, alguien podía sospechar la verdad.

»Su cabeza de turco, el señor Cust, había desempeñado tan bien el papel del hombre invisible e insignificante, que nadie se fijó en que la misma persona había sido vista en la vecindad de los tres crímenes. Con profundo disgusto para usted, no se mencionó su visita a Combeside. El hecho se había borrado de la mente de la señorita Grey.

»Siempre atrevido, decidió usted que se cometiera otro crimen, pero esta vez de manera que la pista quedase bien clara.

»Escogió Doncaster como escenario de las operaciones. »Su plan era muy sencillo. Usted se hallaría en Doncaster. El señor Cust sería enviado allí por sus jefes. Su plan era seguirle y esperar que se le presentase una oportunidad. Todo salió bien. El señor Cust entró en un cine. Era la sencillez materializada. Se sentó a poca distancia cíe él. Cuando se levantó para marcharse, usted hizo lo mismo. Fingió que tropezaba, se inclinó apuñalando a un hombre que dormitaba en una butaca, dejó caer sobre sus rodillas una guía «A. B. C.» y se procuró tropezar en la oscuridad con el señor Cust, secando el puñal en la manga de su americana y deslizándolo en su bolsillo.

»No se preocupó usted de buscar una víctima cuyo nombre empezara con «D». ¡Cualquiera serviría! Supuso, correctamente, que se consideraría un error. Seguramente entre el público habría alguien cuyo apellido empezara con «D» y al que se supondría debía ser la víctima.

»Y ahora, amigos míos, consideremos el asunto desde el punto de vista del falso A. B. C., o sea, el señor Cust. »El crimen de Andover no significa nada para él. Le sorprende y extraña el crimen de Bexhill. ¡Él estaba allí cuando se cometió! Luego llega el de Churston y los titulares en los periódicos. Un crimen de A. B. C. en Andover cuando él estaba allí: asesinatos, y él había estado en el escenario de cada uno de ellos. Los epilépticos sufren a menudo amnesia momentánea, y luego no recuerdan lo que han hecho. Recuerden que Cust es un ser muy nervioso, muy neurótico y extremadamente sugestionable.

»De pronto recibe la orden de ir a Doncaster. »¡Doncaster! ¡Y su próximo crimen de A. B. C. debe tener lugar en Doncaster! Sin duda debió de quedar con-vencido de que era el Destino. Perdió el dominio de sus pobres nervios, cree que su patrona le mira suspicazmente y le dice que va a Cheltenham.

»Va a Doncaster, porque es su deber. Por la tarde va al cine. Es posible que se adormilase durante varios minutos. »Imaginen su reacción cuando al volver a su posada descubre que hay sangre en la manga de su americana y un cuchillo ensangrentado en el bolsillo. Todas sus vagas suposiciones se convierten en certidumbre.

»;B1, él en persona es el asesino! Recuerda sus dolores de cabeza... sus pérdidas de memoria. Está seguro de la verdad: él, Alexander Bonaparte Cust, es un loco homicida.

»Después de esto su conducta es la de un animal perseguido. Regresa a su hospedaje de Londres. Allí está seguro. Todos creen que ha estado en Cheltenham. Aún conserva encima el cuchillo, cosa bien estúpida. Lo oculta detrás del perchero del recibidor.

«De pronto, un día se le avisa que la policía va a buscarle. ¡Es el final! ¡Ha sido descubierto!

»El animal perseguido emprende su última carrera... »No sé por qué fue a Andover, tal vez el mórbido deseo de visitar el sitio donde se cometió el crimen. El crimen cometido por él aunque no puede recordar nada de él... »No tiene dinero y sus pies le conducen por su propia voluntad a la delegación de Policía.

»Pero hasta un animal acorralado lucha. El señor Cust está convencido de ser el criminal, pero se afirma fuertemente en sus declaraciones de inocencia. Y se agarra, desesperado, a la coartada del segundo asesinato. Por lo menos, la muerte de Betty Barnard no se le puede cargar.

»Como he dicho, cuando le vi comprendí en seguida que no era el asesino y que mi nombre no le decía nada. Comprendí también que creía ser el asesino.

»Cuando me confesó su culpabilidad estuve más seguro que nunca de que mi teoría era justa.

—¡Su teoría es absurda! —exclamó Franklin Clarke. Poirot negó con la cabeza.

—No, señor Clarke. Usted estaba seguro mientras nadie sopechase de usted. En cuanto llegara ese momento, las pruebas serían fáciles de obtener.

—¿Pruebas?

—Sí. En su armario de Combeside he encontrado el bastón que le sirvió para cometer los crímenes de Andover y Churston. Un bastón corriente, con puño de bola. Una parte de la bola había sido vaciada y en el agujero se vertió plomo derretido. Su fotografía fue señalada entre otras doce por dos personas que le vieron salir del cine, cuando se le suponía a usted en el hipódromo de Doncaster. El otro día Milly Higley le identificó y una muchacha de Scarlet Ronner Roadhouse, donde llevó a Betty Barnard la noche fatal, también le reconoció. Y por fin, y esto es lo peor para usted, olvidó una precaución elemental. Dejó una huella dactilar en la máquina de escribir de Cust, la máquina que, si usted fuese inocente, jamás habría tocado.

Clarke permaneció inmóvil unos segundos, y al fin dijo:

—Rouge, impair, manque! ¡Usted gana, señor Poirot! ¡Pero valía la pena exponerse!

Con un movimiento rapidísimo empuñó una pequeña automática y se la llevó a la cabeza.

Lancé un grito e involuntariamente me encogí, esperando la detonación.

Pero no se oyó un disparo. El percutor cayó en el vacío. La pistola estaba descargada.

Clarke miró asombrado el arma y lanzó una exclamación ahogada.

—No, señor Clarke —dijo Poirot—. Debía haber notado que hoy tengo un criado nuevo, un amigo mío, experto en el arte de robar. Le quitó la pistola y la descargó, devolviéndola, sin que usted se diera cuenta de ello.

—¡Maldito extranjero! —dijo Clarke, rojo de rabia.

—Lo comprendo, señor Clarke. Mas usted no ha de tener una muerte fácil. Le dijo al señor Cust que se había librado milagrosamente de morir ahogado. ¿Sabe lo que eso significa? Pues que nació para otra clase de muerte.

—¡Mal ...!

Las palabras fallaron a Franklin Clarke. Palideció intensamente y apretó los puños.

Dos agentes de Scotland Yard salieron de la habitación inmediata. Uno de ellos era Crome. Avanzó, pronunciando las palabras obligadas en aquel caso:

—Le advierto que cuanto diga podrá ser utilizado como prueba.

—Ya ha dicho bastante ——murmuró Poirot. Y dirigiéndose a Clarke, añadió—: Usted se siente lleno de una superioridad insular, pero yo no considero el suyo un crimen inglés. No es insular, no es deportivo.

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