Capítulo IX



El crimen de Bexhill-On-Sea

Todavía recuerdo mi despertar en la mañana del 25 de julio. Esto debió de ocurrir alrededor de las siete y media.

Poirot estaba de pie junto a mi cama, dándome golpecitos en el hombro. Una mirada a su rostro me despejó por completo.

—¿Qué pasa? —pregunté rápidamente. Su respuesta fue terriblemente sencilla.

—Ha ocurrido.

—¿Cómo? —exclamé—. ¿Qué dices? ¡Pero si hoy estamos a veinticinco.

—Ocurrió ayer noche o a primeras horas de la mañana de hoy.

Mientras saltaba de la cama, mi compañero me fue explicando lo que había sabido por teléfono.

—El cuerpo de una joven ha sido encontrado en la playa de Bexhill. Se trataba de Elizabeth Barnard, camarera de un café, y que vivía con sus padres en una casa recién construida. El forense ha dictado que la muerte debió de ocurrir entre las doce y media y la una de la madrugada.

—¿Estás seguro de que se trata de un crimen? —pregunté mientras me afeitaba apresuradamente.

—Una guía de ferrocarriles abierta en la sección correspondiente a Bexhill fue encontrada debajo del cadáver.

—¡Es horrible¡ —exclamé, estremeciéndome.

—Faites attention. Hastings. No quiero una segunda tragedia en esta habitación.

Me apresuré a secar la sangre del corte resultante de mi estremecimiento.

—¿Cuál es nuestro plan de campaña? —pregunté, inquieto.

—Dentro de breves instantes llegará un coche. Te voy a traer una taza de café y así no perderemos ni un minuto. Veinte minutos más tarde salíamos de Londres en un rápido coche de la policía.

Nos acompañaba el inspector Crome, que había asistido a la conferencia del día anterior y que estaba encargado oficialmente del caso.

Crome era un policía muy distinto de Japp Muy joven y callado, era el tipo de hombre destinado a ocupar altos cargos. Muy educado y culto, para mi gusto resultaba un poco demasiado pagado de si mismo. Poco tiempo antes de los dos crímenes consiguió detener a una banda de asesinos que iban a ser ahorcados en breve plazo.

Era persona indicada para esclarecer el misterio de los dos crímenes, pero estaba demasiado convencido de ello. Al hablar con Poirot lo hacía con cierta suficiencia. Sin duda le consideraba pasado ya de moda.

—He hablado con el doctor Thompson —dijo—. Está muy interesado en ese tipo de asesino que mata en serie o por orden alfabético. Se trata de un caso de locura muy curioso. Nosotros, los que estamos al servicio de la ley, no podemos parar mientes en esos detalles, pero a mí muchas veces me gustaría poderles prestar más atención. —Carraspeó—. Por ejemplo, en mi último caso, no sé si habrá usted leído algo acerca de él. Se trata del caso de Maber Horner. Aquel Capper era un hombre extraordinario. Me costó un horror hacerle confesar su crimen, que era el tercero que cometía. Parecía honrado como usted o yo. Hoy existen un sinfín de medios, de trampas verbales, podría calificarlos Son sistemas muy modernos; en su tiempo, señor Poirot, no existían. En cuanto se consigue que un criminal se contradiga. ya está perdido. Entonces comprende que uno está enterado de su delito y pierde toda la indispensable serenidad.

—En mi tiempo también se empleaba ese sistema —dijo Poirot.

—¿De veras? —preguntó indiferente Crome.

Durante unos minutos reinó profundo silencio. Al pasar frente al edificio de la estación de New Cross, Crome dijo:

—Le ruego que si desea saber algo del suceso me lo pregunte.

—¿Tiene, por casualidad, la descripción de la muchacha?

—Tenía veintitrés años de edad, estaba empleada como camarera en el café Ginger...

—Pas ça. Quisiera saber si era bonita.

—No sé nada acerca de ese punto —contestó el inspector Crome con una expresión que parecía decir: «Esos extranjeros son todos iguales».

Una lucecilla malicioso brilló en los ojos de Poirot. —A usted eso no le parece importante, ¿verdad? Sin embargo, pour une femme es de la mayor importancia. Muy a menudo la belleza decide el Destino.

Otra vez el inspector Crome repitió:

—¿De veras? —y otro largo silencio siguió a sus palabras.

Mi amigo no reanudó la conversación hasta que nos hallamos cerca de Sevenoaks,

—¿Sabe por casualidad can qué fue estrangulada la joven esa?

—Con su propio cinturón —replicó brevemente el inspector Crome.

Los ojos de mi amigo se abrieron desmesuradamente.

—¡Ah, ah! —exclamó—. Por fin tenemos algo importan te. Eso dice muchas cosas, ¿verdad?

—Todavía no lo he visto —replicó el inspector.

La cautela y falta de imaginación del hombre me ponían frenético.

Por fin llegamos a Bexhill, donde nos esperaba el superintendente Carter. Le acompañaba un joven inspector, de rostro simpático e inteligente, llamado Kelsey, que debía trabajar junto a Crome, el agente.

—Usted querrá hacer sus investigaciones, ¿verdad, Crome? —dijo el superintendente—. Le informaré de los detalles más interesantes para que pueda hacerse cargo del asunto.

—Muchas gracias —replicó Crome,

—Hemos comunicado la triste noticia a los padres de la muerta —empezó el superintendente—. Han sufrido una conmoción terrible. Debido a su estado dejé el interrogatorio para más tarde, de manera que pueda usted empezarlo cuando guste,

—Supongo que la muerta tendría más familia, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Sí, tiene una hermana que trabaja en Londres, como mecanógrafa. También existe un joven con quien se la suponía la noche pasada.

—¿Han sacado algo en limpio de la guía de ferrocarriles? —preguntó Crome.

—Está allí —y el superintendente señaló la mesa—. No hemos encontrado ninguna huella dactilar. Estaba abierta por la parte correspondiente a Bexhill. Se trata de un ejemplar nuevo, pues no ha sido abierto mucho. No lo compraron en el pueblo, pues he preguntado a todos los quiosqueros.

—¿Quién descubrió el cadáver?

—El coronel Jerome, un veraneante. A las seis de la mañana salió a pasear por la playa con su perro. El animalito empezó a husmear y se alejó de su amo. Éste lo llamó y al ver que no volvía fue a ver lo que pasaba. Se portó muy bien, pues lo dejó todo tal como estaba.

—La joven fue asesinada alrededor de las doce de la noche, ¿no es así?

—Sí, entre las doce y la una. Nuestro criminal es un hombre de palabra. Ha cumplido lo que prometió. El asesinato fue cometido en los primeros minutos del día veinticinco.

Crome asintió.

—¿Hay algo más? —preguntó—. ¿Se ha descubierto algo que pueda sernos de utilidad?

—De momento, no. Pero aún es pronto. Todos aquellos que vieron ayer noche en la playa a una joven vestida de blanco, acompañada de un hombre, vendrán a comunicárselo. Como supongo que ayer noche debía de haber por los menos unas cuatrocientas jóvenes vestidas de blanco paseando por la playa, el trabajo va a ser terrible.

—Bien —intervino Crome—. Lo mejor será que vayamos en seguida al café ese y luego a casa de los padres de la muerta. Usted. Kelsey, venga conmigo.

—¿Y el señor Poirot? —preguntó el superintendente.

—Acompañaré al señor Crome —replicó mi amigo. Crome pareció un poco molesto Kelsey. que no conocía en absoluto a Poirot. sonrió burlonamente.

Era un hecho comprobado que todos aquellos que veían por primera vez a mi amigo le tomaban por tonto —¿Qué hay del cinturón con que estrangularon a la joven? El señor Poirot cree que se trata de un indicio de importancia. Supongo que le gustará verlo.

—Du tout —replicó presto Poirot—. No me ha entendido usted.

—No podrán sacar nada de é1—replicó Carter—. No es un cinturón de cuero que hubiera podido conservar huellas dactilares. Se trata de un cordón de seda... lo más indicado para el caso.

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo.

—Bueno —dijo Crome—. Será mejor que marchemos a cumplir nuestra obligación.

Nuestra primera visita fue al café Ginger El establecimiento se hallaba frente al mar y pertenecía al tipo corriente de casa de té. Las mesitas de madera estaban cubiertas con manteles color naranja y las sillas eran de enea, muy incómodas y adornadas con cretona del mismo color que los manteles. Era una de esas casas que por las mañanas sirven desayunos y por la tarde cinco clases distintas de té (Devonshire, farmhouse, fruta Carlton y sencillo) y también servían algunos platos, como diversas clases de huevos, cangrejos y macarrones a la italiana.

Los almuerzos empezaban a ser servidos. La encargada del café nos hizo pasar apresuradamente a una sucia trastienda.

—¿Es usted la señorita Merrion? —inquirió Crome, oficioso.

—La misma —contestó amablemente la encargada—. Ese suceso es muy lamentable. ¡Muchísimo! ¡No quiero pensar el perjuicio que ocasionará a nuestro negocio!

La señorita Merrion era una mujer muy delgada, de unos cuarenta años, con el cabello de un rojo naranja. Sus manos retorcían nerviosamente los diversos lazos que constituían el adorno de su uniforme.

—Esté tranquila, señorita —la tranquilizó el inspector Kelsey—. Ya verá usted cómo no puede dar abasto a servir tés. Todos los veraneantes se volcarán aquí.

—Es muy lamentable que ocurra así —replicó la señorita Merrion—. El ser humano es algo nauseabundo. Pero en sus ojos se leía una gran satisfacción.

—¿Qué sabe usted de esa joven, señorita Merrion?

—Nada —contestó la mujer—. Nada en absoluto.

—¿Cuánto tiempo trabajó en su casa?

—Éste era el segundo verano. —¿Estaba contenta de sus servicios? —Era una buena camarera... rápida y muy educada, —Era bonita, ¿verdad? —inquirió Poirot.

A su vez, la señorita Merrion le dirigió una mirada que quería decir: «¡Oh, estos extranjeros!»

—Era una joven atractiva, muy linda —dijo altivamente.

—¿A qué hora salió anoche de aquí? —preguntó Crome.

—A las ocho. Cerramos a las ocho. No servimos cenas.

—¿Dijo por casualidad lo que pensaba hacer?

—No, señor.

¿Vino a buscarla alguien?

—No.

—¿Era su aspecto el de costumbre? ¿No estaba inquieta?

—No puedo asegurárselo —contestó altiva la propietaria del café.

—¿Cuántas camareras emplea usted?

—Corrientemente dos y desde el veinte de junio a finales de agosto.

—La señorita Barnard era de las primeras, ¿no?

—Sí.

—¿Y la otra?

—¿La señorita Higley? Es una joven muy simpática.

—¿Eran amigas de la señorita Barnard?

—En realidad, no puedo asegurarlo.

—Sería mejor que habláramos con ella.

—¿Ahora?

—Si no tiene inconveniente.

—La haré venir dentro de un momento —la señorita

Merrion se levantó—. Tengan la bondad de entretenerla lo menos posible. Es la hora del almuerzo y está muy ocupada.

Una jovencita regordeta, de ojos saltones, en los que se reflejaba la emoción que sentía, entró en la trastienda.

—La señorita Merrion me ha hecho venir —anunció sin aliento.

—¿Es usted la señorita Higley?

—Sí, señor.

—¿Conocía usted a Elizabeth Barnard?

—¡Ya lo creo! Ha sido horrible. ¿verdad? ¡Espantoso! Me cuesta trabajo creer que pueda ser verdad. Toda la mañana lo he estado diciendo. Me parece imposible que Betty ha muerto. Mire, ha habido momentos en que me he pinchado un dedo para convencerme de que estaba despierta. ¡Betty Barnard, asesinada! Me hace el efecto de que no ha muerto de veras, de que la veré reaparecer de un momento a otro.

—¿Conocía mucho a esa señorita? —preguntó Crome.

—Desde el mes de marzo, en que entré a trabajar aquí; ella trabajaba desde el año pasado. Era una muchacha muy quieta. ¿Entiende lo que quiero decir? No era de ésas con quienes se puede reír y divertirse. Sin embargo, no era seria... Bueno, quiero decir que no era ni divertida ni seria... Algo así como un término medio.

Debo hacer constar que el inspector Crome demostró ser un hombre de infinita paciencia Como testigo, la señorita Higley era de una pesadez indignante, Cada palabra que decía la repetía dos o tres veces. El resultado de tanta palabra era de una suficiencia desesperante.

Lo que al fin se sacó en limpio fue que la joven había sido compañera de trabajo de Elizabeth Barnard, con quien tuvo bastante intimidad durante las horas que pasaban en la casa de té. Fuera, sin embargo, apenas se veían. Elizabeth Barnard había tenido un novio que trabajaba en casa de Court y Brunskill, agentes de fincas. Ignoraba cómo se llamaba, pero le conocía muy bien de vista. Era un hombre muy elegante y atractivo. En la voz de la señorita Higley se advertía que los celos habían hallado alojamiento en su corazón.

Elizabeth Barnard no dijo a nadie dónde pensaba ir la noche anterior, pero según opinión de la señorita Higley, había ido a reunirse con su novio. Llevaba un traje blanco muy bonito.

Hablamos con las otras dos camareras, pero sin conseguir saber nada acerca de sus planes, ni se la vio en Bexhill durante la noche.

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