Capítulo XXIII
Doncaster, 11 de septiembre
Doncaster!
Estoy seguro de que recordaré toda mi vida aquel 11 de septiembre. Por otra parte, siempre que veo u oigo algo relativo a Saint Leger, mí pensamiento vuela automáticamente, no a una carrera de caballo, sino a un asesinato.
Cuando recuerdo mis sensaciones, lo que predomina es una impresión de horrible impotencia. Estábamos allí: Poirot, yo, Clarke, Fraser, Megan Barnard, Thora Grey y Mary Drower. ¿Y qué pudo hacer ninguno de nosotros?
Edificábamos la vana esperanza de reconocer entre los anillares de asistentes a la carrera a un rostro que sólo uno de nosotros había visto.
Gran parte de la serenidad de Thora Grey había desaparecido a causa de la tensión de su espíritu. Sentada, estrujándose las manos. repetía casi llorando:
—Apenas me fijé en él.. ¿Por qué no lo hice? ¡Oh, qué loca fui! Todos confían en mí y yo no puedo hacer nada por ustedes. Y lo peor es que aunque me hubiera fijado en
él, no podría reconocerle ahora, pues tengo una malísima memoria para las caras.
—No se ponga nerviosa, petite —la tranquilizó Poirot—. Estoy seguro de que si volviera a verle lo reconocería. —¿Cómo lo sabe?
—Por muchas razones, Una de ellas porque el rojo sucede al negro.
—¿Qué quieres decir? —pregunté,
—Hablo en dialecto de las masas. En la ruleta puede haber una larga racha de negro, pero al fin tiene que salir el rojo. Son las matemáticas leves de la suerte.
—¿Quieres decir que la suerte cambió?
—Eso mismo, Hastings. Y aquí es donde el jugador (y el criminal es al fin y al cabo una variante del jugador, ya que si no arriesga el dinero, en cambio expone su vida) peca de confiado. Porque ha tenido suerte piensa que seguirá teniéndola. No se sabe retirar a tiempo con los bolsillos llenos. ¡Así, en el crimen, el asesino que se ve acompañado del éxito no concibe que éste le abondone! Se adjudica todo el mérito de la feliz realización de sus fechorías, pero les aseguro, amigos míos, que por muy bien planeado que esté, ningún crimen puede salir bien sin suerte.
—¿No va usted muy lejos, señor Poirot? —inquirió Franklin.
Poirot movió excitado las manos.
—No, no. Puede que sea una casualidad si usted quiere, pero fíjese bien. Podría haber ocurrido que alguien entrara en el estanco de la señora Ascher en el momento en que salía el asesino. A esa persona, se le hubiese podido ocurrir mirar detrás del mostrador, descubriendo a la mujer asesinada... Y, o bien coger por sí mismo al asesino, o dar a la policía una descripción tan perfecta de él que habría sido detenido en pocas horas.
—Sí, desde luego, es muy posible —admitió ClarkeLo que resulta es que un asesino tiene que correr algún riesgo.
—Eso mismo. Un asesino es siempre un jugador. Y corno los jugadores. un asesino no sabe, a menudo. cuándo debe detenerse. Con cada crimen se afirma su opinión sobre la excelencia de su habilidad. Pierde el sentido de la proporción. No se dice: «He sido listo y afortunado.» Y su vanidad se acrecienta. Y entonces, mes amis, la bola salta, va a caer en otro número y el croupier anuncia: «Rojo»
—¿Cree usted que eso ocurrirá en este caso? —preguntó Megan, frunciendo el ceño.
—¡Debe ocurrir tarde o temprano! Hasta ahora la suerte ha estado con el criminal, más pronto o más tarde tiene que cambiar y estar con nosotros. ¡Creo que ya ha cambiado! ¡La pista de las medidas es el principio! ¡Ahora, en vez de ir todo bien para él, irá mal! Y también empezará a cometer errores...
—Es usted muy alentador —dijo Franklin Clarke—. Todos necesitamos un poco que nos animen. Desde que me he despertado no he podido librarme de una abrumadora sensación de impotencia.
—A mí me parece muy problemático que podamos hacer nada práctico —dijo Donald Fraser.
—No seas pesimista, Don —le recriminó Megan. Ruborizándose levemente, Mary Drower exclamó:
—Lo que yo digo es que uno nunca sabe cómo se arreglan las cosas. Ese maldito criminal está aquí, lo mismo que nosotros... y muy a menudo uno se encuentra con personas a las que suponía en el otro extremo del mundo.
——¡Si por lo menos pudiéramos hacer algo más¡ —murmuré.
—Recuerda, Hastings, que la policía hace lo humanamente posible. Se han traído numerosos agentes. El buen inspector Crome puede ser un hombre de modales irritan tes. pero es un oficial eficiente. y el coronel Anderson, jefe de la policía, es un hombre de acción. Han turnado todas las medidas de vigilancia en la ciudad y en el hipódromo. Por doquier hay agentes de paisano Existe también la campaña de Prensa. El público está plenamente advertido
—Creo que el asesino no se atreverá —dijo Donald Fraser, moviendo desesperanzado la cabeza—. ¡Estaría loco¡
—Por desgracia lo está —replicó secamente Clarke—. ¿Qué cree usted. señor Poirot? ¿Lo dejará correr, o lo llevará a cabo?
—¡Mi opinión es que la fuerza de su obsesión es tanta que debe tratar de cumplir su promesa! No hacerlo significaría fracaso, y esto no se lo permitiría su vanidad. Ésa es también la opinión del doctor Thompson. Nuestra esperanza es que sea cogido en el intento.
Donald movió de nuevo la cabeza.
—Será muy astuto.
Poirot echó una mirada a su reloj. Se había convenido que pasaríamos toda la mañana recorriendo las calles de la población y por la tarde ocuparíamos lugares estratégicos en el hipódromo.
Desde luego, mi caso era bastante particular. pues era completamente imposible que ni una sola vez pudiera clavar la mirada en A. B. C. Sin embargo, como era necesario separarnos para cubrir una mayor extensión de terreno, sugerí que yo podía actuar como escolta de alguna de las damas.
Poirot, con brillo en los ojos, accedió a mi demanda Las jóvenes salieron a ponerse los sombreros. Donaald Fraser, de pie junto a la ventana, miraba a la calle, sumido en sus meditaciones.
Franklin Clarke le miró un momento y decidiendo sin duda que estaba demasiado abstraído para contar como oyente. bajó un poco la voz y dirigiéndose a Poirot preguntó.
—óigame —le dijo— Usted vio a mi cuñada en Churston. ¿Dijo.. o insinuó... sugirió...? —se interrumpió embarazado
La réplica de Poirot fue acompañada de tal expresión de inocencia que despertó mis mayores sospechas.
—Comment? ¿Que si su cuñada insinuó, o dijo, o sugirió?
Franklin enrojeció vivamente.
—Tal vez creo que éste no es el momento de tratar de asuntos personales.
—Du tout!
—Pero me gustaría previamente poner las cosas en orden.
—Excelente deseo.
Creo que al fin Clarke empezó a sospechar de la buena disposición de ánimo de mi amigo. Así, añadió con voz tranquila
—Mi cuñada es una excelente persona. Siempre la he apreciado enormemente.., pero ha estado enferma bastante tiempo, y a causa de su enfermedad y de las drogas que le dan.. Bueno, quiero decir que sus medicinas han alterado un poco la buena marcha de su cerebro y se imagina cosas que no son acerca de otras personas.
—i Ah!
No cabía el menor error en el parpadeo de Poirot. Pero Franklin Clarke, absorto en su diplomática tarea, no lo notó.
—Se trata de Thora... de... la señorita Grey —aclaró.
—¡Oh! ¿Se refiere usted a la señorita Grey? —el tono de Poirot estaba cargado de inocente sorpresa.
—Sí. Lady Clarke ha albergado cien ideas en su mente. Thora... es una muchacha muy bonita...
—Si, realmente —concedió Poirot.
—Y las mujeres, hasta las mejores no sienten simpatía por las que son hermosas. Desde luego, Thora era inapreciable para mi hermano (siempre decía que era la mejor secretaria que había tenido). Y la estimaba en mucho. Desde luego. ese aprecio era recto. Quiero decir que Thora no es de esas mujeres...
—¿No?
—Pero a mi cuñada se le metió en la cabeza ser... celosa. Nunca demostró nada, pero después de la muerte de Car, cuando se trató de la señorita Grey... pues, Charlotte se mostró intransigente. Desde luego, todo es debido a la enfermedad, y la enfermera asegura que no debe tenérsele en cuenta... —hizo una pausa.
—Bien —murmuró Poirot.
—Lo que yo deseo que comprenda, señor Poirot, es que no hay nada en ello. Se trata sólo de las fantasías de una enferma. Mire... —rebuscó en los bolsillos—. Aquí tengo una carta que recibí de mi hermano mientras estaba en Malasia. Me gustaría que la leyese, para que viera en qué términos se llevaba con la señorita Grey.
Poirot tomó la carta y Franklin, inclinándose sobre él, le enseñó con el dedo varios pasajes, que leyó en voz alta... las cosas siguen aquí como de costumbre. Charlotte está menos aquejada por los dolores. Quisiera que hubiesen desaparecido por completo. ¿Te acuerdas de Thora Grey? Es una muchacha excelente y una ayuda mucho más grande de cuanto puedo decirte. Sin ella no sé que hubiera hecho en estos tiempos. Su simpatía e interés son infalibles. Tiene un exquisito gusto para las cosas hermosas y comparte mi pasión por el arte chino Fue para mí una verdadera suerte encontrarla. Ni una hija sería una compañera más amable. Su vida ha sido difícil y no siempre feliz, pero me hace feliz comprobar que ahora tiene un hogar y un verdadero afecto.
—¿Lo ve? —dijo Franklin. Esto es lo que mi hermano sentía por ella. La tenia como a una hija. Lo que me apena es el hecho de que tan pronto como mi hermano ha muerto su esposa la ha echado de casa. ¡Las mujeres son realmente malas, señor Hércules Poirot!
—Recuerde que su cuñada está gravemente enferma. —Ya lo sé. Lo recuerdo muy a menudo. No se la debe
juzgar. De todas formas, creí que debía enseñarle a usted esta carta evitando que forme usted un falso juicio de Thora. ¡Pobre muchacha!
Poirot devolvió la carta.
—Puedo asegurarle —dijo sonriendo— que jamás me permití falsas impresiones a causa de lo que se me dice. Las formo de propios juicios.
—Bien —dijo Clarke, guardando la misiva—. De todas formas, me alegro de haberle mostrado la carta. Ahí vienen las señoras. Es hora ya de salir.
Al abandonar la estancia, Poirot me llamó aparte.
—¿Estás decidido a acompañar la expedición, Hastings? —me preguntó.
—¡Ya lo creo! ¡No podría quedarme aquí inactivo!
—Lo mismo que la del cuerpo, existe la inactividad de la mente. ¿Es verdad que deseas acompañar a una de las damas?
—Ésa es mi intención.
—¿Y a qué dama piensas honrar con tu compañía?
—Pues... aún no lo he pensado.
—¿Qué te parece la señorita Barnard?
—Me parece que es una joven bastante independiente.
—¿Y la señorita Grey?
—La creo preferible.
—Te encuentro transparentemente deshonesto, Hastings! ¡Desde que ha amanecido no has tenido otro deseo que pasar el día con tu rubio ángell
—¡Poirot I
—Siento echar por tierra tus proyectos. pero te suplico que escoltes a otra persona.
—Perfectamente Veo que siente— una gran debilidad por esa muñeca holandesa de Megan Barnard.
—La persona a quien debes acompañar en Mary Drower y te encargo que no te apartes de ella.
—Pero, ¿por qué, Poirot?
—Porque su nombre empieza con «D», amigo mío. No debemos correr riesgos.
Vi en seguida lo justo de su indicación. Al principio me pareció un poco exagerado su temor, pero comprendí inmediatamente que si A. B. C. odiaba a muerte a Poirot, podía estar perfectamente informado de sus movimientos. En este caso, la eliminación de Mary Drower podría parecerle un golpe maestro. Por ello me prometí ser digno de su fe.
Me marché, dejando a Poirot sentado junto a la ventana. Frente a él tenía una pequeña ruleta. En el momento en que yo salía la hizo rodar, y en seguida me llamó.
—Rojo es un buen presagio, Hastings. ¡La suerte cambia! ¿No te parece?