Capítulo XVIII
Poirot echa un discurso
Franklin Clarke llegó a las tres de la siguiente tarde y fue recto al asunto, sin entretenerse en circunloquios.
—Señor Poirot —dijo—, no estoy satisfecho.
—¿No?
—No dudo que Crome es un policía eficiente, pero francamente, me carga un poco. ¡Esa expresión suya de sabelotodo me ataca los nervios! Allá en Churston ya se lo dije a su amigo, pero he tenido que arreglar los asuntos de mi hermano y no he estado libre hasta ahora. Mi creencia, señor Poirot, es que no debemos dejar crecer la hierba bajo nuestros pies.
—Eso mismo dice siempre Hastings.
—Debemos ir rectos al asunto. Es necesario que nos preparemos para el próximo crimen.
—Entonces, ¿usted cree que habrá un próximo crimen?
—¿Usted no?
—Sí, también lo creo.
—Muy bien, entonces. ¿Quiere que nos organicemos?
—Explíquese mejor.
—Lo que yo propongo, señor Poirot, es la formación de una brigada compuesta de los amigos y parientes de las víctimas de ese loco.
—Une bonne idée.
—Me alegro de que la apruebe usted. Uniendo nuestros esfuerzos quizá consigamos descubrir algo. Además, cuando llegue el próximo aviso, al trasladarnos al lugar en que se ha de cometer el crimen, alguno de nosotros puede reconocer a alguna persona vista en uno de los anteriores escenarios.
—Comprendo lo que usted quiere, señor Franklin, pero debe recordar que los amigos y parientes de las demás víctimas no pertenecen a su esfera de vida. Son empleados y aunque obtengan algunas vacaciones...
Franklin Clarke se apresuró a interrumpirle.
—Tiene razón, yo soy la única persona en situación de poder financiar la empresa. No es que yo esté en muy buena situación, pero mi hermano era muy rico y su fortuna pasará a mí. Propongo el alistamiento de todos los que tienen algo que ver con los tristes sucesos, v formar con ellos una legión, cuyos miembros cobrarán por sus servicios lo mismo que ganan en sus trabajos habituales, añadiendo los gastos adicionales.
—¿Quiénes cree usted que deben formar esa legión?
—Ya lo he pensado. He escrito a la señorita Megan Barnard...; en realidad, la idea es casi suya. Los miembros que yo propongo son : la señorita Barnard, el señor Donald Fraser, que era el novio de la joven asesinada. Luego hay una sobrina de la estanquera de Andover, la señorita Barnard sabe su dirección. No creo que el marido pueda sernos de ninguna utilidad. Según tengo entendido se pasa la mayor parte del día borracho. He pensado también que los Barnard, el padre y la madre, son un poco viejos para estos trotes
—¿Nadie más?
—Pues creo que también podríamos alistar a la seña rita Grey.
Al pronunciar este nombre, enrojeció ligeramente Clarke.
—¡Oh! ¿La señorita Grey?
Nadie en el mundo hubiese podido dar a la frase la ironía que le comunicó Poirot. Más de treinta y cinco años habíanse desprendido de Clarke. Su aspecto en aquel momento era el de un colegial enamorado.
—Sí. La señorita Grey ha estado durante más de dos años al servicio de mi hermano. Conoce la comarca y a sus habitantes. Yo he estado fuera de Inglaterra durante más de año y medio.
Poirot se apiadó de él y varió la conversación.
—¿Ha estado en Oriente? ¿En China?
—Sí. mi hermano me encargó le comprara algunas porcelanas.
—Debe de haber sido muy interesante. Eh bien, señor Clarke, apruebo su idea. Creo que es necesario un rapprochement de todos los interesados, a fin de comparar pareceres y hablar mucho, mucho. De cualquier frase inocente puede salir la clave del misterio.
Días después la «Legión Especial» se reunió en casa de Poirot.
Mientras estaban sentados alrededor de Poirot, mirándole obedientes. les pasé revista confirmando o rehaciendo mi primera impresión.
Las tres jóvenes eran muy atractiva. Contrastaba la extraordinaria belleza de Thora Grey, rubia como el oro, con la de Megan Barnard, morena intensa, de rostro algo oriental, y Mary Drower, de cara aniñada e inteligente, vestida con un modesto traje negro. De los demás hombres, uno, Franklin Clarke, era alto, fornido, bronceado por el sol y muy hablador. El otro, Donald Fraser. tranquilo y muy dueño de sí. Ambos formaban un extraño contraste.
Poirot, incapaz de resistir la tentación, soltó un pequeño discurso.
—Mesdames y messieurs: Ustedes ya saben para qué nos hemos reunido aquí. La policía hace lo imposible por descubrir al criminal. Yo también lo hago, pero de distinta manera. Pero he creído que una reunión de aquellos que tienen algún interés personal en el asunto y, además, un conocimiento personal de las víctimas, puede dar resultados que la investigación corriente no igualaría.
»Tenemos tres asesinatos: Una vieja, una joven y un hombre ya maduro. Sólo una cosa une entre sí estas tres personas: el hecho de que fueron muertas por la misma mano. Esto significa que la misma persona estuvo presente en tres lugares distintos, y por lo tanto tuvo que ser vista por numerosas gentes. Que es un loco, no cabe la menor duda. Que su aspecto no lo demuestra, también es indudable. Ese hombre..., aunque le llame hombre no debemos olvidar que también podría ser una mujer..., posee toda la diabólica agudeza de un anormal. Hasta ahora ha conseguido ocultar perfectamente su rastro. La policía tiene indicios vagos, pero nada firmes.
»Sin embargo, forzosamente deben de existir indicios que no sean vagos, sino precisos. Por ejemplo: es imposible que ese caballero llegase a Bexhill a medianoche y encontrase dispuesta en la playa a una joven, cuyo nombre empezaba con B.
—¿Es necesario sacar a relucir eso?
Estas palabras las pronunció Donald Fraser y brotaron de sus labios como impulsadas por una enorme angustia interna.
—Es necesario abordarlo todo, monsieur —replicó Poirot—. Usted no está aquí para ahorrarse preocupaciones, negándose a pensar en ciertos detalles, sino para removerlos bien, si es necesario, para llegar al fondo del asunto, cubrir su identidad, una víctima llamada Betty Barnard. La selección debió ser hecha deliberadamente por su parte, lo cual indica premeditación. O sea que antes del crimen, A. B. C. tuvo que reconocer el terreno. Tuvo que tomar ciertos informes: la mejor hora para cometer su delito en Andover; la mise enscene en Bexhill; las costumbres de sir Carmichael Clarke en Churston. Por mi parte me niego a creer que no exista ningún indicio o pista que pueda ayudarlos a 'descubrir su identidad.
»Estoy convencido de que todos ustedes saben algo que no saben que saben.
»Más pronto o más tarde, a causa de su asociación, algo saldrá a la luz y tendrá una importancia que ahora no suponen. Es lo mismo que un rompecabezas; cada uno de ustedes tiene una pieza sin. significado aparente, pero todas esas piezas, reunidas, formarán cuando estén ordenadas, una figura completa.
—¡Palabras! —exclamó Megan Barnard.
—¿Eh? —inquirió Poirot, mirando fijamente a la joven.
—Que todo eso que ha dicho usted no son más que palabras, sin el menor significado,
—Las palabras, señorita, no son más que el vestido de los pensamientos.
—Yo creo que lo que ha dicho el señor Poirot está muy bien, señorita —intervino Mary Drower—. Muchas veces, cuando se habla de cosas que no aparecen claras, de pronto se descubre un camino que no se había sospechado. El cerebro encierra muchas cosas que uno no sospecha, y esas cosas salen cuando se habla.
—Yo creo que debemos hablar lo más posible —dijo Franklin Clarke.
—¿Y usted, señor Fraser?
—Dudo que pueda aplicarse prácticamente lo que usted dice, señor Poirot.
—Y usted, Thora, ¿qué piensa? —preguntó Franklin Clarke.
—Creo que siempre es útil hablar de las cosas.
—Hagamos una cosa —sugirió Poirot—. Todos ustedes
expliquen sus recuerdos de las horas precedentes al asesinato. Empiece usted, señor Clarke.
—Déjeme pensar... Durante la mañana del día en que Carmichael fue asesinado, salí a pescar en bote. Cogí ocho lenguados. El día era delicioso. Comí en casa. Estofado irlandés, lo recuerdo perfectamente. Dormí la siesta en una hamaca. Luego tomé el té, escribí unas cartas, llegué tarde al correo y fui en auto hasta Paignton para enviarlas desde allí. Cené y después, no me avergüenza decirlo, releí un libro de Salgari, que hizo mis delicias cuando era niño. De pronto sonó el timbre del teléfono...
—No siga. Procure recordar si vio a alguien cuando se dirigía hacia la playa, por la mañana.
—Mucha gente.
—¿Recuerda algo de las personas que vio?
—De momento, nadie en absoluto.
—¿Está seguro?
—Déjeme pensar. Recuerdo una mujer muy gorda, vestida con un traje de seda, llevando dos niños y un terrier. También vio a una joven de cabellos rojos como el fuego. Es curioso cómo vuelven los recuerdos. Parece como si uno estuviera viendo una película.
»Luego, por la tarde, en el jardín, vi al jardinero que regaba las flores. Al ir a Correos estuve a punto de atropellar a un ciclista. No recuerdo nada más. Lo siento. Poirot volvióse hacia Thora Grey.
—¿Y usted. señorita Grey? —preguntó. Con voz pausada, la joven contestó:
—Por la mañana redacté el correo de sir Carmichael, después vi al mayordomo. Por la tarde escribí unas cartas y trabajé un poco en un jersey. Es difícil recordar lo que hice, pues fue un día como los demás Me acosté temprano.
Con profundo asombro por mi parte, Poirot no hizo ninguna pregunta más a la secretaria. Volviéndose hacia la señorita Barnard, le dijo:
—¿Puede usted recordar algún detalle de la última vez que vio a su hermana?
—Debí de verla quince días antes de su muerte. Fui a pasar el fin de semana a casa de mis padres. El tiempo era muy bueno y fuimos a la piscina de Hastings.
—¿De qué habló usted durante aquellos días?
—De cosas sin importancia.
—¿Y su hermana?
La joven pareció abismarse en sus recuerdos.
—Me contó que tenía mucho trabajo arreglándose dos trajes de verano que se había comprado. Me habló un poco de Don... Me contó que Milly Higley, su compañera de trabajo, le era muy antipática. Luego nos reímos de la propietaria del café... Y no recuerdo nada más.
—¿No habló de algún hombre...; perdone, señor Fraser; con quien tuviera que verse?
—A mí no me habría contado nada de eso —contestó secamente Megan.
Poirot dirigióse al novio de Betty Barnard.
—Señor Fraser... deseo que procure recordar. Usted ha dicho que la noche fatal fue al café. Su primera intención fue esperar allí y seguir a su novia. ¿Puede recordar a alguien a quien viera salir estando allí?
—Vi mucha gente. No puedo recordar a nadie en particular.
—Perdone, pero, ¿lo intenta de veras? Por muy preocupado que uno esté, siempre se fija en alguien...
—No recuerdo a nadie —insistió el joven.
Poirot lanzó un suspiro y volvióse entonces hacia Mary Drower.
—¿Recibía usted cartas de su tía?
—Sí, señor.
¿Cuándo recibió la última? Mary reflexionó unos instantes. —Dos días antes de que la asesinaran.
—¿Y qué le decía?
—Me contaba que su marido la había estado molestando y le envió a freír espárragos, perdone esta expresión señor. Me decía también que esperaba verme el miércoles... era el día que yo tenía libre..., para ir al cine juntas. Era mi cumpleaños.
Algo, acaso el recuerdo de la festividad, llenó de lágrimas los ojos de Mary.
—Usted perdone. señor —se excusó—. Ya sé que las lágrimas no están bien, pero me ha sido imposible contenerlas.
—Comprendo lo que le pasa a usted —intervino Franklin Clarke——. Son los pequeños detalles los que más nos recuerdan a los seres queridos.
—Es verdad ——murmuró Megan—. Lo mismo me pasó a mí cuando la muerte de Betty. Mamá le había comprado unas medias nuevas el mismo día en que la encontraron muerta. Cuando llegué a la casa la hallé llorando sobre las medias. No hacía más que decir: «Las compré para Betty. Las compré para Betty... y ella ni siquiera las ha vísto.»
Su voz se quebró en sollozos. Inclinóse hacia delante y su mirada se encontró con la de Franklin Clarke. Súbitamente se estableció entre ambos una gran simpatía, una fraternidad en el dolor.
Donald Fraser se agitó inquieto en su silla.
Fue Thora Grey quien varió el rumbo de la conversación.
—¿No vamos a formar algún plan para el futuro? ——preguntó.
—Desde luego —contestó Franklin Clarke, recobrando su carácter habitual—. Mi parecer es que tan pronto como se reciba la cuarta carta unamos nuestras fuerzas. Hasta ese momento creo que debemos obrar independientemente. Creo que el señor Poirot puede aconsejarnos muy bien lo que debemos hacer.
—Puedo hacer algunas indicaciones —dijo Hércules Poirot.
—Perfectamente. Las anotaré para no olvidarlas —y el señor Franklin sacó del bolsillo una libreta—. Adelante, señor Poirot.
—Creo posible que la camarera Milly Higley esté enterada de algo interesante.
—Milly Higley... —escribió Clarke.
—Sugiero dos métodos de aproximación. Usted, señorita Barnard, puede intentar la aproximación ofensiva.
—Supongo que usted cree que eso está de acuerdo con mi carácter —dijo secamente Megan.
—Haga por pelearse con ella. Dígale que está enterada de que jamás apreció a su hermana, y que Betty contó todo lo de ella... Si no me engaño, esto provocará un alud de recriminaciones... ¡Le dirá todo cuanto pensaba acerca de su hermana! Algo útil puede salir de ello.
—¿Y el otro método?
—¿Me permite sugerirle, señor Fraser, que debería demostrar algún interés por la muchacha?
—¿Es necesario?
—No, no lo es. Se trata sólo de una posible línea de exploración.
—¿Quiere que pruebe yo fortuna? —preguntó Franklin—. Tengo bastante experiencia, señor Poirot. Déjeme ver lo que saco de esa joven.
—Usted tiene ya su parte en el drama —dijo bruscamente Thora Grey.
Clarke inclinó la cabeza.
—Es verdad —murmuró. Poirot le dirigió una aguda mirada.
—¿Cómo está lady 'Clarke? —preguntó.
Estaba observando el débil color en las mejillas de Thora Grey. Y casi perdí la respuesta de Clarke.
Bastante mal. Y. a propósito, señor Poirot: ¿podría hacerle una visita en Dorou? Antes de marcharme me dijo que deseaba verle. Si usted quisiera ir. Yo le abonarla los gastos.
—Perfectamente, señor Clarke. ¿Le parece bien, pasado mañana?
—Bien. Avisaré a la enfermera para que tenga preparada a la paciente.
—En cuanto a usted, jovencita —siguió Poirot volviéndose hacia Mary—, creo que podrá ayudarnos bastante en Andover. Se encargará de los chiquillos.
—¿Los chiquillos?
—Sí. Los niños no se muestran propicios a hablar con los desconocidos. En cambio, usted es conocida en la calle donde vivía su tía. Por allí jugaban numerosos chiquillos. Tal vez se fijaron en quien entraba y salía del estanco.
—¿Y qué hay de la señorita Grey y yo? —preguntó Clarke.
—¿Cuál era el matasellos de la tercera carta, señor Poirot? —preguntó Thora Grey.
—Putney, mademoiselle.
—S. W. 5, Putney, ¿verdad? —inquirió pensativa la joven.
—Por rara casualidad, los periódicos la reprodujeron correctamente.
—Esto parece indicar que A. B. C. vive en Londres.
—¿Qué le parece, señor Poirot —preguntó Franklin—, si insertáramos un anuncio por este estilo: «A. B. C, Urgente. H. P. sobre tus pasos. Cien libras por mi silencio. X Y. Z,»? Desde luego, podría hacerse mejor, pero usted ya comprenderá lo que quiero decir. Tal vez con ello lográsemos que se descubriera.
—Es posible.
—Quizá se decidiera a pegarme un tiro.
—Pues a mí me parece una locura bastante peligrosa. Usted qué cree., señor Poirot?
—No puede resultar ningún daño de hacer la prueba. Estoy seguro de que A. B. C. será lo bastante listo para no contestar
—Poirot sonrió levemente—. No lo tome como ofensa, señor Clarke, pero en el fondo, sigue siendo usted un chiquillo.
Un poco avergonzado, Franklin inclinó la cabeza.
—Bien —dijo al fin, consultando la libreta de notas—. Estamos ya empezando la investigación: A. —Señorita Barnard y Milly Higley. —B. —Señor Fraser y señorita Higley. S. — Niños de Andover D. — Anuncio.
— »No espero mucho de todo ello, pero nos servirá como ayuda.
Se puso en pie y unos minutos más tarde, la reunión había terminado.