Capítulo XXXII



Y coger una zorra

Durante los días siguientes Poirot estuvo muy ocupado. Se ausentó misteriosamente, habló muy poco. Se pasó horas enteras con el ceño fruncido, y constantemente se negó a satisfacer mi natural curia sídad acerca de la claridad de visión que, según él, había demostrado tiempo atrás.

No fui invitado a acompañarle en sus misteriosas idas y venidas, cosa que me disgustó sobremanera.

Sin embargo, hacia el final de la semana, anunció su intención de visitar Bexhill y sus alrededores y sugirió que yo podía acompañarle. No es necesario decir que acepté con presteza.

Más tarde descubrí que la invitación no se me había hecho a mí solo, extendiéndose a los miembros de nuestra Legión Especial.

Estaban tan interesados como yo. Sin embargo, por la tarde me di cuenta de la dirección tomada por los pensamientos de mi compañero.

Su primera visita fue hecha a los señores Barnard, quienes le hicieron un relato exacto de la hora en que Cust fue a visitarlos, de cuánto les dijo. Después fue al hotel donde se hospedó Cust y se enteró concienzudamente de la hora en que se había marchado. Por lo que pude juzgar, sus preguntas no dieron poro resultado nada nuevo, pero mi amigo parecía muy satisfecho,

Luego fuimos a la playa, al lugar donde se descubrió el cadáver de Betty Barnard. Allí dio varias vueltas estudiando atento el sitio. No comprendí lo que buscaba, pues el lugar quedaba cubierto dos veces al día por la marea.

No obstante, nuestra antigua amistad me había demostrado que por muy incomprensible que fueran, las acciones de Poirot siempre eran dictadas por una idea.

De la playa fue al sitio más próximo donde podía dejarse un automóvil. Desde allí encaminóse a la parada de los autobuses de Bexhill a Eastbourne, Por fin nos llevó al café Ginger, donde Milly Higley nos sirvió un té ya pasado.

—¡Las piernas de las inglesas son siempre demasiado delgadas! —dijo Poirot, dirigiéndose a la regordeta camarera——. Pero usted, señorita, tiene las piernas perfectas.

Milly Higley rió, confusa, el piropo, y pidió a Poirot que no continuara. Sabía muy bien cómo eran los caballeros franceses.

Mi compañero no se molestó en sacarla de su error acerca de su verdadera nacionalidad, y continuó requebrándola de una manera que me llenó de confusión.

—Voila —dijo de pronto—. Ya he terminado en Bexhill. Ahora iré a Eastbourne. Se trata sólo de una pequeña investigación... eso es todo. No es necesario que me acompañen todos. Entretanto, volvamos al hotel, a tomar unos combinados. El té era horrible.

Clarke añadió:

—Creo que todos suponemos lo que está usted tratando de conseguir Se trata de echar por tierra la coartada del asesino. Pero no comprendo su satisfacción. No ha descubierto nada nuevo,

—No, realmente.

—¿Y pues?

—Paciencia. Todo se arreglará con el tiempo.

—Parece usted muy contento de sí mismo.

—Hasta ahora nada ha echado por tierra la idea que yo me he formado —y con acento más serio, añadió—: Mi amigo Hastings me dijo un día que cuando era niño jugaba a un juego llamado «La verdad». Se trata de un pasatiempo en el cual se hacen por turnos a cada uno tres preguntas. A dos de ellas se debe contestar con la verdad. A la tercera se puede mentir. Las preguntas son, naturalmente, de la índole más indiscreta. Al empezar a jugar todos han de prometer decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.

Hizo una pausa.

—Bien —dijo Megan.

—Eh bien, deseo jugar a «La verdad»; pero no será necesario hacer tres preguntas. Con una habrá suficiente. Una pregunta a cada uno de ustedes.

—Contestaremos a cuantas nos pregunte —aseguró Clarke.

—Les advierto que se trata de algo muy serio. ¿Juran ustedes decir la verdad?

Había tanta solemnidad en su voz que los demás, desconcertados, juraron, muy serios, de acuerdo con la demanda de mi amigo.

—Bon, empecemos —dijo Poirot.

—Estoy dispuesta —sonrió Thora Grey.

—No. En esta ocasión sería una falta de cortesía interrogar a las damas. Empezaremos por un hombre.

Se volvió hacia Franklin Clarke.

—¿Qué piensa usted, querido señor Clarke, de los sombreros que las señoras llevaron este año en Ascott? Franklin Clarke, le miró asombrado.

—¿Se trata de una broma? —Le aseguro que no.

—¿Se trata de una pregunta en serio?

—Si.

Clarke esbozó una sonrisa.

—Bien, señor Poirot, no fui a Ascott, mas por lo que vi en los autos que allí se dirigían, los sombreros que se llevaron en Ascott fueron más ridículos que los de antes. —¿Fantásticos?

—Completamente fantásticos.

Poirot sonrió y volvióse hacia Donald Fraser:

—¿Cuándo tuvo sus vacaciones este año? —preguntó. Le tocó asombrarse al joven.

—¿Mis vacaciones...? Pues en la primera quincena de agosto.

De pronto su rostro se contrajo. Supongo que la pregunta extraña trajo a su memoria el recuerdo de la mujer que amó.

Poirot no pareció prestar gran atención a la respuesta. Volvióse hacia Thora Grey y noté una leve variación en su voz. Se había hecho más tensa. Su pregunta brotó clara y vibrante. .

—Señorita: en el caso de que la señora Clarke hubiera muerto, ¿se habría casado con el señor Carmichael si él se lo hubiese pedido?

La joven se irguió, muy pálida:

—¿Cómo se atreve a hacerme esa pregunta? ¡Es... es un insulto!

—Tal vez. Pero usted ha jurado decir la verdad. Eh bien... ¿Sí o no?

—Sir Carmichael era muy bondadoso conmigo. Me trataba como a una hija. Y así era mi afecto hacia él, como el de una hija lleno de gratitud.

—Perdone, pero eso no es contestar «si» o «no», mademoiselle.

La joven vaciló.

—¡Mi contestación es, desde luego, no!

—Muchas gracias, mademoiselle.

Volvióse hacia Megan Barnard. La muchacha estaba muy pálida. Respiraba fatigosamente, como si se dispusiera a hacer algo muy difícil.

La voz de Poirot sonó como un latigazo

—Mademoiselle: ¿cuál desea usted que sea el resultado de mis constantes investigaciones? ¿Desea o no que descubra la verdad?

Megan Barnard levantó altiva la cabeza. Yo estaba seguro de su contestación, Megan sentía una gran pasión por la verdad.

Su respuesta llegó clara y desconcertante:

—¡No!

Todos la miramos sobresaltados. Poirot se inclinó hacia ella, estudiando su rostro.

—Mademoiselle Megan —dijo—. Tal vez no desee usted decir la verdad, pero ma toi. ¡la dice!

Volvíóse hacia al puerta y de pronto, deteniéndose, volvióse hacia Mary Drower.

—Dígame, mon enfant, ¿tiene usted novio?

—Oh, señor Poirot... no estoy segura.

—Alors c'est bien, mon enfant —sonrió Poirot, buscándome con la mirada—. Vamos, Hastings, tenemos que salir hacia Eastbourne.

El auto nos esperaba y al poco rato estábamos en la carretera que, bordeando la costa, conduce por Prevensey a Eastbourne.

—¿Servirá de algo práctico hacerte unas cuantas preguntas?

—No es aún el momento. Saca tus propias conclusiones, como hago yo.

—Esto me decidió a seguir callando.

Poirot, que parecía muy satisfecho de sí mismo, tarareaba una canción. Cuando llegamos a Prevensey, indicó que podríamos detenernos y visitar el castillo.

Cuando volvíamos hacia el auto nos detuvimos un momento para observar un coro de niñas que cantaba con muy poca armonía,

—¿Qué dicen, Hastings? No entiendo en absoluto las palabras.

Escuché atentamente, hasta entender el estribillo.


Y coger una zorra

y meterla en una jaula

y no dejarla escapar nunca


—Y coger una zorra, y meterla en una jaula, y no dejarla escapar nunca —repitió Poirot, cuyo rostro se había ensombrecido súbitamente—. Es algo muy terrible eso, Hastings —calló durante unos segundos—. ¿Cazáis la zorra aquí?

—Yo no, Nunca he podido hacerlo. Por otra parte, no creo que aquí se cace mucho.

—Me refiero a Inglaterra. Un deporte bien extraño. Los sabuesos persiguiendo a la zorra, que a veces logra burlarlos. Y detrás los cazadores, sin correr el menor peligro, Al fin los perros alcanzan a la zorra, que muere rápida y horriblemente.

—Reconozco que parece cruel, pero en realidad...

—¿La zorra disfruta? No digas bétises, amigo mío. Tout de meme... es mejor eso... La muerte rápida y cruel, que lo que cantan esos niños.

«Estar encerrado siempre en una jaula ...» No, esto no es agradable.

Movió la cabeza; después, cambiando de tono, añadió: —Mañana iré a visitar a Cust —y dirigiéndose al chófer, ordenó—: A Londres.

—¿No vamos a Eastbourne? —pregunté.

—¿Para qué? Sé cuanto necesito.

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