Capítulo V



Mary Drower

El sórdido crimen adquiría un nuevo aspecto, ¿Quién era el misterioso individuo que asesinó a la señora Ascher y dejó una guía de ferrocarriles «A. B. C.»?

Nuestra primera visita al salir del cuartelillo fue al depósito de cadáveres para ver el cuerpo de la muerta. Sentí una extraña sensación al contemplar el arrugado rostro y el cano cabello de la desgraciada. Su aspecto era tan apacible que costaba trabajo creer que había sido asesinada.

—La muerte le llegó por sorpresa —observó el sargento—. Por lo menos, eso es lo que ha dicho el forense. Me alegro de que ocurriese así. La pobre era un pedazo de pan. La mujer más decente del pueblo.

—En algún tiempo debió ser muy guapa —dijo Poirot.

—¿De veras? —preguntó incrédulo.

—¡Ya lo creo" Fíjate en la línea de las mejillas, la forma de la cabeza...

Lanzó un suspiro, y después de colocar la sábana sobre el rostro de la muerta, salimos del depósito.

Nuestra inmediata visita fue al médico del depósito. El doctor Kerr era un hombre de mediana edad y de aspecto inteligente. Hablaba con bastante sequedad y firmeza,

—El arma no fue encontrada —dijo—, Es imposible decir cuál pudo ser. Un bastón, una cachiporra, un saquillo de arena... Cualquier cosa por el estilo.

—¿Se necesitaría mucha fuerza para pegar un golpe como el que causó la muerte a esa desgraciada?

El médico dirigió una aguda mirada a Poirot.

—Lo que usted quiere saber es si un hombre corroído por el alcohol podría ser el asesino, ¿verdad? Pues sí; cualquier persona, por débil que fuese, podría haber pegado ese golpe.

—Entonces, el criminal puede haber sido tanto una mujer como el hombre, ¿verdad?

La insinuación pareció desconcertar al forense.

—¿Una mujer? Hombre... debo confesarle que no se me ocurrió semejante posibilidad. Ese crimen no parece propio de una mujer; pero... desde luego, materialmente tanto podría haberlo cometido una mujer como un hombre. Moralmente, repito que no me parece un asesinato femenino.

Poirot se apresuró a mover afirmativamente la cabeza.

—Tiene usted mucha, muchísima razón. No parece probable que el asesino sea una mujer. Pero en nuestra profesión hay que aceptar todas las posibilidades. ¿Cómo encontraron el cadáver?

El forense hizo una detallada exposición de la posición en que encontraron el cadáver y del lugar donde estaba tendido. Su opinión era que al recibir el golpe mortal estaba de espaldas al mostrador y, por lo tanto, también de espaldas a su matador. Al caer fue a parar debajo del tablero, quedando invisible para todo aquel que entrase en la tienda.

Cuando nos separamos del doctor Kerr, Poirot aclaró:

—Ya te habrás dado cuenta. Hastings, de que tenemos un punto en favor de la inocencia de Ascher. Si hubiese estado discutiendo con ella, amenazándola de muerte si no

le daba dinero, la mujer habría estado de cara a él. En lugar de eso se hallaba de espaldas a su atacante. Indudablemente estaba buscando tabaco o cerillas para un cliente.

—Me parece muy probable —dije estremeciéndome. Poirot movió gravemente la cabeza.

—Pauvre femme! —murmuró. Luego consultó su reloj.

—Overton está a poca distancia de aquí. ¿Qué te parecería si fuésemos a hacer algunas preguntas a la sobrina de la muerta?

—Supongo que antes querrás ir a la tienda donde se cometió el asesinato...

—Prefiero dejarlo para luego. Tengo un motivo.

No dijo más y poco después nos dirigíamos hacia Overton, siguiendo la carretera de Londres.

La dirección que el inspector nos había dado era la de una hermosa casa situada a dos kilómetros del pueblo. A nuestra llamada acudió una hermosa joven de negros cabellos, cuyos bellos ojos presentaban claras señales de llanto.

—Supongo que usted debe ser la señorita Mary Drower, ¿verdad? —preguntó amablemente Hércules Poirot.

—Sí, señor —contestó la joven

—¿Me permitirá que hable con usted unos minutos? Desde luego siempre que su señora no se oponga. Se trata de algo referente solamente a su señora tía, que en paz descanse.

—La señora está fuera. No creo que ponga ningún reparo a que hable con ustedes.

Con paso algo vacilante nos guió hasta un pequeño salón. Entramos allí y Poirot se acomodó en un sillón, junto a la ventana. Su aguda mirada se clavó en el rostro de la joven.

—Ya sé que está usted enterada de la muerte de su tía. Le doy mi más sentido pésame y quisiera preguntarle si la policía no le indicó la conveniencia de que se trasladara usted a Andover.

—Me dijeron que debía asistir a la investigación judicial. que tendrá lugar el lunes. Como allí no tengo ningún sitio adónde ir y además la otra criada está fuera, he preferido quedarme aquí hasta que deba ir a declarar.

—¿Quería mucho a su tía?

—¡Ya lo creo, señor! Conmigo se portó siempre muy bien A los once años, al morir mi madre, fui a Londres a vivir con ella. A los dieciséis, entré a servir en una casa, pero siempre que tenía fiesta iba a pasarla con mi tía. Su marido la hizo muy desgraciada. Cuando se refería a él le llamaba: «Mi viejo diablo». Nunca la dejó en paz en ningún sitio. Era un hombre muy malo.

La joven hablaba con gran vehemencia.

—¿No pensó su tía en librarse de la persecución de su marido por los medios que la ley ponía a su disposición?

—Era su marido y ella lo había querido en un tiempo.

—Dígame, Mary, ¿es verdad que Ascher amenazaba muy a menudo a su tía?

—¡Ya lo creo! Y le decía unas cosas horribles. La amenazaba con cortarle la cabeza y cosas por el estilo. También juraba mucho, en alemán y en inglés. Sin embargo, mi tía aseguraba que cuando se casó con él era un hombre muy simpático y amable. ¡Es terrible pensar cómo cambia la gente!

—Sí, sí, claro. Bien, supongo, Mary, que después de oír todas esas amenazas no le extrañaría enterarse de la muerte, de su tía.

—Mucho me extrañó, señor. Yo nunca creí que mi tío sintiese lo que decía. Suponía que era una forma de amenazar y nada más. Además ni¡ tía no le tenía el menor miedo. Infinidad de veces le había visto escapar, como perro con el rabo entre piernas, cuando ella se revolvía. É1 le tenía mucho miedo.

—Sin embargo, su tía le daba dinero. —Al fin y al cabo era su marido.

—Ya lo ha dicho usted antes —Poirot permaneció callado unos instantes y al fin continuó—: Supongamos que su tío no es el asesino.

—¿Que él no es el asesino? —exclamó asombrada la joven.

—Sí, eso mismo. Supongamos que fue otra persona la que mató a su tía... ¿Tiene usted alguna idea de quién puede ser esa persona?

Mary miró cada vez más asombrada a mi amigo.

—No tengo la menor sospecha de quién pueda ser el asesino —contestó al fin.

—¿No tenía miedo a alguien?

—No, señor. Mi tía no tenía miedo a nadie ni a nada.

—¿La oyó usted, por casualidad, mencionar alguna vez a alguien que la odiase por cualquier motivo?

—No, señor.

—¿Recibía cartas anónimas?

—Cartas. ¿Cómo?

—Cartas sin firma... o que al pie llevasen sólo algunas iniciales como, por ejemplo. A. B. C.

Mientras pronunciaba las últimas palabras, Poirot no perdía detalle del rostro de Mary, pero era indudable que la joven no sabía nada de lo que le preguntaba.

—Aparte de usted, ¿tenía su tía algún pariente?

—Ahora no, señor. Antes tuvo diez hermanos, pero sólo cuatro llegaron a mayores. Mi tío Tom murió en la guerra, mi tío Harry marchó a América del Sur y no hemos vuelto a saber nada de él y al morir mi padre quedé yo como única pariente suya.

—¿Tenía su tía algunos ahorros?

—Sí, lo suficiente para permitir un entierro decente, como decía. No podía guardar mucho dinero, pues casi todo se lo llevaba su «viejo diablo».

Poirot movió pensativo la cabeza. En voz baja, dijo, más para sí que para la joven:

—De momento estamos en tinieblas... Hasta que esto se aclare un poco no podremos hacer nada... —se levantó—. Si necesito algo más de usted, Mary, ya la avisaré.

—Oiga, señor —dijo la muchacha—. La región no me gusta nada. Si estaba en ella era por mi tía. Pero ahora... —gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas—, ahora no hay motivo para qué no vuelva a Londres. La ciudad es más alegre para una muchacha como yo.

—Entonces le agradeceré que cuando se marche me dé su dirección. Aquí tiene usted mi tarjeta.

Se la entregó y Mary leyó extrañada el nombre que aparecía en ella. Al fin murmuró interesada:

—¿No tiene usted nada que ver con la policía, señor?

—Soy un detective privado.

Durante unos minutos la joven contempló en silencio a mi amigo. Al fin dijo:

—¿Hay algo raro en... en ese crimen?

—Sí, hija mía. Hay... algo muy raro. Más adelante seguramente podrá ayudarme.

—Lo haré con mucho gusto, señor, No estuvo nada bien que mataran a mi pobre tía.

Era una manera un poco impropia de exponer lo ocurrido, pero no dejaba de ser emocionante.

Poco después emprendíamos el regreso a Andover.

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