Capítulo X



Los Barnard

Los padres de Elizabeth Barnard vivían en una torrecita situada en el extremo de la población y que formaba parte de un grupo de otras cincuenta. El, señor Barnard era un hombre fuerte, de cara asombrada y que, habiéndose dado cuenta de nuestra llegada, nos esperaba en la puerta.

Pasen, señores —nos invitó.

El inspector Kelsey tomó la iniciativa.

—Le presento al inspector Crome, de Scotland Yard —dijo—. Ha venido para ayudarnos en nuestras investigaciones.

—¿Scotland Yard? —murmuró esperanzado el señor Barnard—. Mejor. ¡Ese asesino debería ser arrastrado por las calles! ¡Pobre hijita mía!... —y un espasmo de ira contraje el rostro del hombretón.

—También le presento al señor Hércules Poirot —continuó Kelsey— y...

—Y el capitán Hastings —dijo Poirot.

—Mucho gusto en conocerles, señores —murmuró mecánicamente Barnard—. Pasen al salón. No sé si mi pobre mujer tendrá ánimos para recibirlos., Está deshecha por lo ocurrido.

Sin embargo, cuando llegamos al salón encontramos esperándonos a la señora Barnard. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar y caminaba con la indecisión de quien ha recibido un fuerte golpe.

—Veo que te has animado un poco —dijo Barnard, acercándose a ella en seguida y palmeándola cariñosamente la espalda

—El señor superintendente ha sido muy bueno con nosotros —dijo el hombre—. Cuando nos dio la... noticia nos dijo que ya nos interrogaría más tarde, cuando nos hubiésemos repuesto de la conmoción.

—¡Es terrible! ¡Es terrible! —sollozó la señora Barnard—. ¡Es la cosa más espantosa del mundo!

El cantarino acento de la mujer me hizo pensar que se trataba de una extranjera, pero pronto comprendí que era debido a su origen galés.

—Es un suceso muy triste, señora —dijo el inspector Crome—. Le aseguro que la acompañamos en el sentimiento, pero ahora seria conveniente que nos contase todo lo que sepa, para que podamos avanzar más de prisa en nuestro trabajo.

—Tiene razón —asintió el señor Barnard.

—Tengo entendido que su hija tenia veintitrés años. Vivía con ustedes y trabajaba en el café Ginger, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Esta casa es nueva, ¿verdad? ¿Dónde vivían antes?

—Yo trabajaba en las forjas de Kennington. Hace dos años me retiré, y como siempre había deseado vivir cerca del mar, me vine aquí.

—¿Tiene dos hijas?

—Sí. La mayor trabaja en un despacho en Londres. —¿No se alarmaron al ver que anoche su hija no volvía a casa?

—No nos dimos cuenta —dijo la señora Barnard con los ojos llenos de lágrimas—. Mi marido y yo siempre nos acostamos temprano. A las nueve de la noche. No supimos nada hasta que llegó la policía y... y. ..

—¿Tenía su hija costumbre de retirarse tarde?

—Ya sabe usted lo que son hoy en día las mujeres, señor inspector —dijo Barnard—. Se les ha metido la independencia en la cabeza y ahora, en verano, la aprovechan para ir a casa a la hora que les parece.

—¿Cómo entraba? ¿Estaba la puerta abierta?

—Le dejamos la llave debajo de la esterilla.

—He oído algo acerca de que su hija estaba a punto de casarse, ¿es verdad eso?

—No se había formalizado nada aún —contestó Barnard.

—El novio de mi hija se llama Donald Fraser —dijo la señora Barnard—. Es un joven muy simpático. Cuando el pobre se entere va a sufrir mucho.

—Tengo entendido que trabaja en casa de Court y Brunskill, ¿no es eso?

—Sí; son unos agentes de fincas.

—¿Tenía ese. —joven la costumbre de salir cada noche con su hija?

—Cada noche, no. Una o dos veces por semana.

—¿Sabe si tenía que salir con ella ayer noche?

—Elizabeth no me dijo nada: nunca lo hacía. Sin embargo, era una muchacha muy buena. ¡No puedo creer que...!

Y la señora Barnard rompió de nuevo en sollozos. —Ánimo, mujer, tenemos que ser fuertes —tartamudeó el señor Barnard.

—Estoy segura de que Donald no... no hizo eso —murmuró la mujer. El señor Barnard volvióse hacia los dos inspectores.

—Quisiera poderles ser de alguna ayuda —dijo—. Pero la realidad es que no sé absolutamente nada que pueda conducirlos a la detención del maldito canalla que ha hecho eso... No comprendo que alguien haya sentido deseos de matar a una mujercita como mi hija. Era una muchacha decente.

—Me gustaría echar un vistazo al cuarto de su hija

—dijo Crome—. Tal vez encontrásemos algo de interés, cartas o documentos...

—Mire usted cuanto quiera —dijo el hombre, poniéndose en pie.

Nos siguió al cuarto de su hija. Crome abría la marcha, tras él iba Poirot, a quien siguió Kesley. Yo iba en último lugar.

Me detuve un momento para anudarme el cordón de un zapato. Al levantarme vi que un taxi se detenía frente a la casa y que de él bajaba una joven que después de pagar el importe de la carrera, al entrar en el saloncito me vio y se detuvo asombrada.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Embarazado por la presencia de la recién llegada, no supe qué contestar. ¿Debía decirle quién era? Sin embargo, la joven no me dio tiempo a tomar una decisión,

—Ya supongo quién es —dijo.

Quitóse el blanco sombrerito que llevaba y lo tiró al suelo. Esto me permitió observarla mejor.

La primera impresión que me causó fue la de una de las muñecas japonesas con que mis hermanas jugaban cuando eran pequeñas. Llevaba el cabello cortado a la romana. Tenia los pómulos salientes y el cuerpo anguloso, aunque muy atractivo. No era hermosa, pero si llamativa, una de esas mujeres que nunca pasan inadvertidas.

—¿Es usted la señorita Barnard? —pregunté.

—Soy Megan Barnard. Supongo que usted debe ser de la policía

—De la policía, precisamente, no...

La joven me interrumpió rápidamente:

—No creo que puede decirle nada interesante. Mi hermana era una joven decente, sin amigos de ninguna clase. Buenos días.

Y soltando una breve carcajada, me miró desafiadora.

—¿Ha terminado ya la entrevista? —preguntó.

—Se equivoca usted si me ha tomado por un periodista, señorita —dije.

—Pues, ¿quién es usted? ¿Dónde están mis padres?

—Su padre está enseñando a la policía el cuarto de su hermana y su madre se ha retirado.

En aquel momento apareció Hércules Poirot.

—Señorita Barnard —saludó inclinándose. Megan Barnard dirigió una mirada a mi amigo.

—He oído hablar de usted —dijo—. Es el detective más famoso de Londres.

La joven se sentó en el borde de una silla, sacó un cigarrillo del monedero, lo encendió y al fin dijo:

—No puedo comprender el interés del señor Hércules Poirot en nuestro humilde crimen.

—Mademoiselle —respiró Poirot—, lo que usted no sabe .y lo que yo ignoro llenaría seguramente muchos volúmenes. Pero eso no tiene la menor importancia. Lo que importa es algo que podemos encontrar fácilmente.

—¿Y qué es?

—La muerte, señorita, crea, desgraciadamente, un prejuicio. Un prejuicio a favor del muerto. He oído lo que hace un momento ha dicho usted a mi amigo. «Una joven muy decente, sin amigos de ninguna clase.» Estas palabras las pronunció usted burlándose de los periódicos. Tiene usted razón; cuando una joven muere, los periódicos escriben lo que usted ha dicho Era decente. Era feliz Tenía buen carácter. Ninguna preocupación pesaba sobre ella. Carecía de amistades indeseables Hay siempre una gran caridad para los muertos. ¿Sabe usted lo que me gustaría en este momento? Desearía encontrar a alguien que conociera a Elizabeth Barnard y no supiese que está muerta.

Megan Barnard miró en silencio a mi amigo. Lanzó varias bocanadas de humo y al fin dijo algo que me hizo dar un brinco.

—¡Betty era una perfecta idiota!

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