Capítulo XXIX



En Scotland Yard

Otra conferencia.

El asistente, el inspector Crome, Poirot y yo. El asistente decía:

—Fue una buena idea la suya, señor Poirot. Lo de buscar una importante venta de medias ha dado buen resultado.

Poirot separó las manos.

—Era lo indicado. Ese hombre no podía ser un agente regular. Lo mismo vendía medias que otra cosa.

—¿Está todo claro, inspector?

—Sí. señor —consultó una larga lista—. ¿Quiere que le lea lo que hemos descubierto?

—Sí, haga el favor.

—Me he puesto en contacto con Churston. Paignton y Torquay. Tengo una lista de personas a quienes ofreció medias. Hay que decir que lo hizo perfectamente. Se hospedó en Pitt, pequeño hotel cerca de la torre Station. La noche del crimen volvió al hotel a las diez y media. Pudo tomar el tren en Churston a las diez y cinco, llegando a Paignton a las diez y cuarto. Ni en el tren ni en la estación se le vio, pero aquel jueves se corría la regata de Darmouth y los trenes que venían de Kingswear iban atestados.

»En Bexhill ocurrió casi lo mismo. Se hospedó en el Globe con su verdadero nombre. Ofreció medias en distintas casas, inclusive en la de los Barnard y el café Ginger. Abandonó el hotel al atardecer. Llegó a Londres a las once y media del día siguiente. En cuanto a lo de Andover, idéntico procedimiento. Se hospedó en el Faethers. Ofreció medias a la señora Fowier, vecina de la señora Ascher, y a otras cuantas personas. El par de medias que compró la señora Ascher y que me ha entregado su sobrina es idéntico a las que encontramos en la maleta de Cust.

—Hasta ahora todo va bien —dijo el asistente con satisfacción.

—De acuerdo con los informes recibidos —siguió el inspector—, me dirigí a la dirección que me dio Hartigan, pero me encontré con que Cust había abandonado la casa media hora antes. Me dijeron que habia recibido una llamada telefónica. Según declaración de su patrona, era la primera vez que esto ocurría.

—¿Un cómplice? —sugirió el asistente.

—No lo creo —replicó Poirot—. Es extraño que... a me— nos que...

Todos nos miramos inquisitivamente. Movió la cabeza y el inspector continuó:

—Hice un minucioso registro del cuarto que había ocupado. Esto acabó de desvanecer todas las dudas. Encontré un bloc de papel exacto al que sirvió para escribir las car— tas, una gran cantidad de medias y calcetines y, detrás del armario donde se guardaban las medias, un paquete con ocho guías «A. B. C.» completamente nuevas.

—Una prueba positiva —dijo el asistente.

—He encontrado otra cosa, además —y la voz del inspector se humanizó con el acento de triunfo—. No lo he descubierto hasta esta mañana. En la biblioteca no se halló ni rastro del cuchillo...

—Hubiera sido propio de un imbécil conservar semejante prueba.

—Hay que tener en cuenta que no se trata de un ser normal —hizo notar el inspector—. Se me ocurrió que pudo llevar consigo el cuchillo, y una vez en su habitación, dándose cuenta del peligro de ocultarlo allí, haber buscado otro lugar. ¿Qué lugar era lógico que escogiera? Lo descubrí en seguida. El perchero. Nadie mueve jamás un perchero. Con bastante trabajo logré apartarlo de la pared... y ¡allí estaba!

—¿El cuchillo?

—Sí. No cabe la menor duda acerca de él. Aún conserva la sangre seca.

—¡Buen trabajo, Crome! —aprobó el asistente—. Sólo nos falta una cosa ahora.

—¿Cuál? —El hombre.

—Lo cogeremos. No tema —aseguró confiado el inspector.

—¿Qué dice usted, señor Poirot?

Mi amigo pareció despertar de un sueño.

—¿Cómo?

—Decíamos que es sólo cuestión de tiempo detener a nuestro hombre. ¿No lo cree usted?

—¡Oh. sí! ¡Ya lo creo!

La extraña entonación que dio a estas palabras hizo que los demás le mirásemos sorprendidos.

—¿Le preocupa algo. señor Poirot?

—Hay algo que me preocupa mucho. Es el porqué, el motivo.

—Pero, amigo mío, ¡el hombre ese está loco!

—Comprendo lo que quiere decir el señor Poirot —intervino el inspector Crome—. Tiene razón Debe existir algo, alguna obsesión definida. Creo que encontraremos la raíz del asunto en algún intensificado complejo de inferioridad. Puede ser manía persecutoria, y en este caso puede haber asociado con ella al señor Poirot. Tal vez tenga la idea de que el señor Poirot es un detective empleado en perseguirle.

—¡Hum! —musitó el asistente—. Esta es la jerga que se habla ahora. En mis tiempos si un hombre estaba loco, estaba loco, y no buscábamos términos científicos para suavizar la demencia. Estoy seguro que uno de esos médicos modernos nos diría que a un hombre como A. B. C. hay que trasladarlo a un sanatorio y tenerlo un par de meses al cuidado de una enfermera que le repitiese a toda hora lo buen chico que es. Transcurrido este tiempo lo soltaría como si fuese un miembro responsable de la sociedad. Poirot sonrió, guardando silencio. La conferencia terminó.

—Bien —dijo el asistente—. Como dice usted. Crome, el detener al asesino es sólo cuestión de tiempo.

—Ya le tendríamos en nuestro poder si no fuera por su aspecto tan vulgar. Hemos molestado a un sinfín de personas inocentes.

—Me gustaría saber dónde está ahora nuestro A. B. C. —dijo el asistente.

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