Capítulo XX
Lady Clarke
Nuestra segunda visita a Combeside nos mostró el lugar sumido en honda melancolía. Tal vez se debía esto al tiempo: era un húmedo día de setiembre en que el otoño se adivina ya muy próximo. También se debió a la oscuridad que reinaba en la planta baja de la casa, cuyas puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas. La mal aireada habitación donde nos hicieron esperar parecía oler a humedad y polvo.
Una enfermera de aspecto firme y decidido entró al poco rato en la habitación, arreglándose los rizos que se escapaban por debajo de su cofia.
—¿El señor Poirot? —preguntó secamente—. Soy la señorita Capstick. He recibido una carta del señor Clarke anunciándome su visita.
Poirot se apresuró a informarse de la salud de lady Clarke.
—No es del todo mal, teniendo en cuenta las circunstancias.
Sin duda esas circunstancias se referían a la sentencia de muerte de la enferma.
—Desde luego —continuó la enfermera—, no se puede esperar una mejoría importante, pero el nuevo tratamiento la ha aliviado bastante. El doctor Logan se muestra bastante satisfecho.
Pero lady Clarke no puede curarse, ¿verdad?
—Eso es algo que no se puede asegurar —replicó la señorita Capstick, algo extrañada por el interrogatorio de Poirot.
—La muerte de su marido debió de ser un golpe terrible para ella, ¿verdad? —siguió mi amigo.
—Pues..., señor Poirot, en realidad no fue así, mejor dicho, no fue para lady Clarke un golpe tan terrible como hubiera sido para una persona en perfecto estado de salud y de sus facultades mentales. La enfermedad que sure quita importancia a todos los hechos.
—Perdone mi interrogatorio: ¿podría decirme si lady Clarke amaba profundamente a su marido y era correspondida?
—¡Ya lo creo! Eran una pareja muy feliz. El pobre señor Clarke estaba muy preocupado e inquieto por ella. Una situación así es siempre peor para un médico, pues no puede hacerse falsas ilusiones. Al principio el doctor debió de sufrir mucho.
—¿Al principio? ¿Luego no?
—Uno se acostumbra a todo, ¿verdad? Además, sir Carmichael tenía una colección. Una ocupación es un gran consuelo para un hombre. A menudo iba de compras y después él y la señorita Grey tenían trabajo para días arreglando el museo.
—¡Ah!, la señorita Grey. Se ha marchado hace poco, ¿verdad?
—Sí, yo lo sentí mucho, pero las enfermas cometen muchas rarezas. Es inútil discutir y vale más darle la razón. La señorita Grey lo sintió mucho.
—¿Sintió siempre lady Clarke antipatía hacia la secretaria de su marido?
—No, antipatía no sintió nunca. Al principio puede decirse que no simpatizó con ella. Pero no debo entrometerme más comadreando. Lady Clarke se pregunta qué ha sido de— nosotros.
La señorita Capstick nos guió hasta una habitación del primer piso. Lo que antes había sido dormitorio hallábase ahora convertido en una agradable salita.
Lady Clarke hallábase sentada en un cómodo sillón junto a la ventana. Estaba enfermizamente delgada y su rostro tenía la demacrada palidez de una persona que sufre mucho. Su mirada era ligeramente soñadora y noté que sus pupilas no eran mayores que una punta de alfiler, desde luego valga la exageración.
—El señor Poirot —anunció respetuosamente la enfermera.
—¡Ah!, sí, el señor Poirot —murmuró vagamente lady Clarke al mismo tiempo que extendía la mano.
—Lady Clarke, le presento a mi amigo el capitán Hastings.
—¿Cómo están ustedes? Han sido muy buenos viniéndome a ver.
Obedeciendo a un débil ademán de la enferma, nos sentamos junto a ella. Durante unos minutos reinó el más profundo silencio. Lady Clarke parecía haberse sumido en un hondo sueño. Al fin hizo un esfuerzo y empezó.
—Se trata de Car, ¿verdad? —preguntó—. De la muerte de Car. Sí, sí, ya recuerdo. —Lanzó un suspiro, continuando tan alejada del mundo como antes—. Nunca creímos que las cosas tomaran este rumbo —murmuró—. ¡Estaba tan segura de ser yo la primera...!
—De las siguientes palabras sólo percibimos el movimiento de sus labios. Car era muy fuerte —prosiguió—. Maravillosamente fuerte para su edad. Nunca estaba enfermo. Estaba cerca de los sesenta años. pero no representaba más de cincuenta... ¡Sí, muy fuerte!..
De nuevo se sumió en sus sueños. Poirot, que estaba habituado a los efectos de ciertas drogas sobre el organismo, no pronunció una palabra.
—Sí, han sido muy buenos viniendo. Me olvidaría de decírselo a usted, señor Poirot. Espero que Franklin no cometa ninguna locura. A pesar de los tumbos que ha dado por el mundo sigue siendo un niño... Todos los hombres son iguales... Siempre son chiquillos... Y Franklin sobre todo.
—Es muy impulsivo —dijo Poirot.
—Sí, sí... Y todo un caballero. Todos los hombres lo son. Hasta Car lo era... —La voz de la enferma se apagó en un susurro.
Movió la cabeza con febril impaciencia y prosiguió:
—Todo es tan vago. El cuerpo es un estorbo, señor Poirot. Sobre todo cuando nos domina. No se puede pensar más que en el dolor. Lo otro carece de importancia.
—Lo comprendo, lady Clarke. Es una de las tragedias de esta vida.
—¡Y cómo me atonta! En estos momentos no puedo, por más que hago, recordar por qué le he mandado llamar.
—¿Era algo acerca de la muerte de su marido?
—¿La muerte de Car? Sí, tal vez... Pobre loco... El asesino, quiero decir. Es a causa del estrépito y la velocidad de nuestros días. Mucha gente no puede soportarlo. A mí los locos siempre me han—dado lástima. Sus pobres cerebros deben de imaginar unas cosas tan raras. Después, al ser encerrados, deben de sufrir horriblemente. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer si se convierten en asesinos? —La dama movió dolorida la cabeza—. No le han cogido aún, ¿verdad? —preguntó.
—No, no; todavía no.
—Aquel día debió de rondar alrededor de esta casa. —Había muchos forasteros, Lady Clarke. Es la temporada de baños.
—Es verdad, lo olvidaba... Pero los bañistas acostumbran frecuentar las playas, no las alturas, y menos los alrededores de esta casa.
—Ningún forastero fue visto cerca de este lugar.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó con súbito vigor la enferma.
Poirot pareció ligeramente desconcertado.
—Los criados —contestó—. La señorita Grey. —Esa muchacha miente —aseguró la enferma.
Estuve a punto de salir de mi asiento, pero me contuvo una rápida mirada de Poirot.
Lady Clarke seguía hablando febrilmente.
—No me gusta esa mujer. Nunca me ha gustado. Car la tenía por el ser más perfecto del mundo. Siempre estaba diciendo que era una pobre huérfana sola en la tierra. ¿Qué inconveniente significa ser huérfano? A veces es una bendición disfrazada. El tener un padre que no sirve para nada y una madre que cada día se emborracha, es algo que uno puede lamentar. Decía que era muy valiente y trabajadora. No niego que hiciese bien su trabajo, pero no sé de dónde sacaba mi pobre marido su valor.
—No se excite, señora —intervino la enfermera—. Es preciso que no se canse.
—¡Pronto la alejé de mi presencia! Franklin tuvo la impertinencia de insinuar que esa Grey sería un alivio para mí. ¡Un alivio! «¡Cuanto antes la pierda de vista, mejor!», fue lo que le contesté. Franklin es un tonto. No quería verle enredado con ella. ¡Es un chiquillo insensato! «Le pagaré el sueldo de tres meses, si quieres», le dije. «Pero es necesario que se marche. No quiero tenerla ni un día más en casa.» La ventaja de estar enferma consiste en que nadie le discute a una sus decisiones. Franklin hizo lo que yo le pedía y la Grey se marchó. Supongo que lo hizo como una mártir, llena de dulzura y valor.
—Por favor, señora, no se altere. Es muy malo para su salud.
Lady Clarke apartó bruscamente a la señora Capstick. —Usted estaba tan loca por ella como lo estábamos los demás.
—¡Por Dios, señora, no hable usted así! La señorita Grey me parecía una joven muy simpática. Su aspecto era muy romántico. Parecía sacada de una novela.
—¡No sé cómo tengo paciencia para soportar a todos ustedes! —murmuró la enferma.
—Ahora ya se ha marchado, señora. Se ha marchado del todo.
—¿Por qué dijo usted que la señorita Grey mentía? —preguntó Poirot.
—Porque es una mentirosa. Le dijo que ningún desconocido se había acercado a esta casa, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Pues bien, fíjese en lo que le digo. Yo misma, con mis propios ojos, la vi desde esta ventana hablar con un perfecto desconocido junto a la puerta de entrada.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—En la mañana del día en que Car murió. Serían más o menos las once.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Pues un aspecto corriente. Nada de particular.
—¿Era un señor... o un corredor de comercio?
—No era un corredor de comercio. Era un hombre bastante desaliñado. En realidad, no recuerdo bien su aspecto. De pronto una dolorosa crispación contrajo su rostro.
—Por favor, les ruego que se retiren... Estoy un poco cansada... ¡Enfermera!
Obedecimos la indicación de la enfermera y salimos del cuarto.
—Es un relato verdaderamente extraordinario —dije a Poirot, mientras regresábamos a Londres—. Me refiero a lo de la señorita Grey y al desconocido.
—¿Lo ves, Hastings? Es lo que te digo siempre: siempre se encuentra algo.
—¿Por qué nos engañó la señorita Grey, diciéndonos que no había visto a nadie?
—Se me ocurren varias y diversas razones; una de ellas...
—¿Es una reprensión? —pregunté.
—Más bien es una invitación para que uses tu ingenuidad. Pero no es necesario que nos cansemos. La mejor manera de obtener una respuesta es interrogar a la seño-rita Grey.
—Supón que nos conteste con otra mentira.
—Pues no dejaría de ser interesante... y muy significativo.
—Es monstruoso suponer que una muchacha así pueda estar coaligada con un loco.
—En efecto... Yo no lo creo, Recapacité durante unos segundos.
—La vida es dura contra las mujeres hermosas —dije, al fin, lanzando un suspiro.
Du tout. Aparta esa idea de la cabeza.
—Es verdad —insistí—. Todos están contra la mujer hermosa, sólo porque es bella.
—Estás diciendo bétises, amigo mío. ¿Quién estaba contra ella en Combeside? ¿Sir Carmichael? ¿Franklin? ¿La enfermera? Mon ami, estás lleno de caritativos sentimientos hacia las jóvenes hermosas. Por mi parte me siento caritativo hacia las damas enfermeras. Puede ser perfectamente que lady Clarke sea la única que ve claro, y que su marido, el señor Franklin Clarke, y la señorita Capstick estuvieran ciegos, lo mismo que el capitán Hastings.
»Ten en cuenta, Hastings, que si los acontecimientos hubieran seguido su curso normal, esas tres damas no se hubieran unido nunca. Habrían continuado su marcha sin que el uno influyera en el otro. ¡Realmente la vida es fascinadora!
—¡Estamos en Paignton! —fue, mi contestación. Cuando llegamos a las Whitehaven Mansion's nos dijeron que un caballero deseaba ver a Poirot.
Esperaba que fuese Franklin, o acaso Japp, pero con profundo asombro por mi parte, resultó no ser otro que Donald Fraser.
Parecía muy embarazado y su tartamudez era más notable que nunca.
Poirot no le presionó para que expusiera el motivo de su visita y encargó unos emparedados y una botella de vino.
Hasta el momento en que hicieron su aparición, mi amigo monopolizó la conversación, explicando nuestra visita a la viuda del doctor Clarke. Hasta que hubimos terminado los emparedados y el vino, no cambió la clase de temas de la conversación.
—¿Viene usted de Bexhill, señor Fraser?
—Sí.
—¿Ha obtenido algo de Milly Higley?
—¿Milly Higley? ¿Milly Higley? —Fraser repitió varias veces el nombre, como si no recordase a quién pertenecía—. ¡Ah!, se refiere a aquella muchacha. No, no he hecho nada aún. Es...
Se interrumpió un instante, juntando nerviosamente las manos.
—No sé por qué he venido a verle —dijo al fin. —Yo lo sé —murmuró Poirot.
—No es posible. ¿Cómo puede saberlo?
—Ha venido a verme porque hay algo que necesita usted contar a alguien. Ha hecho muy bien. Yo soy la persona indicada.
La expresión de absoluta seguridad de Poirot surtió su efecto. Fraser le miró con expresión de agradecimiento.
—¿Lo cree usted así?
—Parbleu!, estoy seguro.
—Señor Poirot, ¿entiende usted algo de sueños? Realmente éstas eran las últimas palabras que esperaba oírle pronunciar.
Sin embargo, Poirot no pareció sorprenderse en lo más mínimo.
—Sí —contestó—. ¿Ha estado soñando?
—Sí. Ya sé que me dirá que soñar es la cosa más natural del mundo, pero no se trata de un sueño vulgar. —¿No?
—Lo he tenido tres noches seguidas... Creo que voy a volverme loco.
—Cuénteme...
El joven estaba lívido. Tenía los ojos casi fuera de las órbitas. Parecía a punto de enloquecer.
—Siempre es el mismo. Estoy en la playa, buscando a Betty. Se ha perdido... sólo perdido, ¿entiende? Tengo que encontrarla. Debo darle su cinturón, que llevo en la mano. Y de pronto...
—Siga —le animó Poirot.
—De pronto el sueño cambia... Ya no busco más. Ella se encuentra delante de mí, sentada en la arena. No me ve llegar... ¡Oh, no puedo continuar!
—Continúe —ordenó firmemente Poirot.
—Llegado hasta su espalda... Betty me oye... Rodeo su garganta con el cinturón y tiro... ¡Oh!... tiro...
Era escalofriante la angustia que se reflejaba en la voz del joven... No pude evitar una sensación de terror ante lo vívido del relato, y aferré las manos en los brazos del sillón.
—¡Tose... está muerta... la he estrangulado y, de pronto, su cabeza cae hacia atrás y veo su rostro!... ¡Y es Megan, no Betty!
Pálido y tembloroso, se dejó caer hacia atrás. Poirot llenó otro vaso de vino y se lo tendió.
—Beba... —ordenó mi amigo.
El joven obedeció y después preguntó, ya más sereno—. ¿Qué significa esto, señor Poirot? ¿Por qué lo sueño cada noche?
No sé lo que contestó Poirot, pues en aquel momento oí llamar al cartero y automáticamente abandoné la habitación.
Lo que me entregó el cartero desvaneció todo mi interés por las extraordinarias revelaciones de Donald Fraser. A toda prisa regresé al salón.
—¡Poirot, ha llegado! —exclamé—. Ya está aquí la cuarta carta.
Se levantó de un salto, me arrancó de las manos la carta, y cogiendo su plegadora, la abrió en un momento y extendió sobre la mesa la hoja de papel que sacó del sobre.
Los tres, inclinados sobre ella, leímos:
«¿Aún no ha conseguido nada? ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! Pero ¿qué hacen usted y la policía? ¿No le parece una cosa la mar de divertida? ¿Dónde trabajaremos ahora?
»Pobre señor Poirot. Créame que lo siento por usted.
»Aún tenemos que recorrer un largo camino para llegar a...
»¿A Tipperary?
[2]
. No, queda demasiado lejos. En la letra «T».
»El próximo incidente tendrá lugar el 11 de septiembre en Doncaster.
»Adiós, A, B. C.»