Capítulo XXV
(Aparte del relato del capitán Hastings)
El señor Cust salió del cine Regal y miró al cielo. Una tarde hermosa. Una tarde realmente hermosa...
Una cita de Browning le acudió a la mente. «Dios está en su cielo. Todo va bien en el mundo.» Siempre le había gustado este pasaje. Sólo que a menudo le había parecido falso.
Siguió calle adelante sonriendo, hasta que llegó al «Cisne Negro». donde se hospedaba.
Subió a su cuarto, una pequeña y calurosa habitación del segundo piso con ventana a un patio interior que hacía las veces de cochera.
Al entrar en el aposento su sonrisa se desvaneció súbitamente. En la manga, cerca del puño, descubrió una manchita. La tocó levemente y retiró el dedo húmedo de... sangre.
Metió la mano en el bolsillo y sacó algo... un largo y fino cuchillo. La hoja estaba también manchada de sangre. El señor Cust permaneció sentado unos segundos. Hubo un momento en que su mirada recorrió la habitación. Parecía un animal acosado.
Se humedeció los labios febrilmente. —No es culpa mía —dijo.
Parecía disculparse ante alguien. Como un colegial ante su maestro.
De nuevo se humedeció los labios... Y de nuevo también tocó la mancha de su manga.
Su mirada se posó en el lavabo.
Un segundo después llenaba la palangana con el agua de una vieja ,jarra. Quitándose la americana, lavó cuidadosamente la manga, escurriendo un segundo el agua.
¡Oh! El agua estaba teñida de rojo. Una llamada a la puerta.
El hombre permaneció inmóvil, corno petrificado, fija la vista en la puerta.
Ésta se abrió. Una regordeta jovencita entró con una jarra en la mano.
—¡Oh, perdón, señor! El agua caliente.
—Muchas gracias... —pudo decir al fin—. Me he lavado con agua fría.
¿Por qué había dicho esto? Inmediatamente su mirada fue al lavabo.
—Me he... cortado en la mano —tartamudeó.
Hubo una pausa... sí, realmente una pausa muy larga, antes de que la criada dijera:
—Bien. señor —y salió, cerrando la puerta. El señor Cust se quedó como de piedra.
El fin había llegado. Escuchó.
¿Se oían voces... exclamaciones... pasos en la escalera? No pudo oír nada, excepto el latido de su corazón.
De pronto, abandonando su pétrea inmovilidad, se puso en movimiento.
Se puso la americana y dirigiéndose de puntillas a la puerta la abrió. Ningún ruido todavía. excepto el familiar murmullo que subía del bar. Se deslizo escalera abajo.
Nadie aún. Era una suerte. Hizo una pausa al pie de la escalera. ¿Por qué camino?
Tomando una decisión, se encaminó rápidamente hacia el patio, por un estrecho pasillo. Unos chóferes estaban de pie junto a sus coches, discutiendo sobre los caballos ganadores.
El señor Cust atravesó presuroso el patio y salió a la calle.
Torció a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha.
¿Se atrevería a arriesgarse yendo a la estación?
Sí, el lugar estaría lleno de gente... trenes especiales... Si la suerte le acompañaba, lo llevaría a cabo felizmente. Si por lo menos le acompañara la suerte...