Capítulo XXXIII



Alexander Bonaparte Cust

No me hallé presente en la entrevista entre Poirot y el extraño Alexander Bonaparte Cust. Debido a su intimidad con la policía y lo peculiar del caso. Poirot no encontró ninguna dificultad en obtener del Ministerio de Estado un permiso Pero este permiso no me incluía a mi, pues Poirot deseaba que la entrevista entre él y Cust fuera totalmente privada.

No obstante, más tarde me hizo una exposición tan detallada de lo que pasó entre ellos, que traslado al papel con la misma seguridad que si me hubiera hallado presente.

El señor Cust parecía abrumado. Su encorvamiento era más perceptible.

Poirot permaneció callado durante unos minutos.

Se sentó y contempló atento al hombre que tenía en frente.

El ambiente se hizo apacible. suave, Debió ser un momento dramático el del encuentro de los dos adversarios en el largo drama. En el lugar de Poirot yo hubiera notado la grandeza del instante

Pero mi amigo sólo pensaba en causar algún efecto en el hombre que tenia ante él

—¿Sabe usted quién soy yo? —preguntó al fin Cust negó con la cabeza

—No, a menos que sea usted el... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! El pasante del señor Lucas —su acento era cortés, pero el hombre no parecía nada interesado, y sólo absorto en alguna abstracción interna.

—Soy Hércules Poirot... —el detective pronunció estas palabras con toda claridad, aguardando el efecto que debían producir en su interlocutor.

Este levantó ligeramente la cabeza.

—¿De veras?

Lo dijo con la misma naturalidad del inspector Crome, mas sin su altivez.

Al cabo de unos segundos repitió su observación.

—¿De veras? —y esta vez el tono había variado, conteniendo un interés súbitamente despierto. Levantó la cabeza y miró a Poirot.

—Sí —dijo—. Soy el hombre a quien escribió usted las cartas.

En seguida se rompió el contacto. El señor Cust bajó la mirada y exclamó irritado:

—¡Jamás le he escrito a usted! Esas cartas no fueron escritas por mí. ¡Lo he dicho un sinfín de veces!

—Ya lo sé —dijo Poirot—. Pero si no las escribió usted, ¿quién lo hizo?

—Un enemigo. Debo de tener un enemigo. Todos contra mí. Es una gigantesca conspiración.

Poirot no replicó, y Cust prosiguió:

—Todas las manos han estado contra mí... siempre.

—¿Hasta cuando era niño?

—No... entonces, no. Mi madre me quería mucho. Mas era ambiciosa... muy ambiciosa. Por eso me puso esos ridículos nombres. Tenía la absurda idea de que yo sería famoso en el mundo. Siempre me acuciaba para que destacase... hablándome de la voluntad... diciéndome que cada uno es dueño de su destino... ¡Decía que yo podía conseguirlo todo!

Calló durante unos segundos.

—Estaba equivocada, desde luego. Yo mismo lo pude comprobar muy pronto. No era de los que triunfan en la vida. Siempre estaba haciendo locuras, poniéndome en ridículo. Y además, era tímido, me asustaba de la gente. En la escuela pasé muy malos ratos, pues mis compañeros se burlaban constantemente de mis nombres... No pude distinguirme en los estudios ni en los juegos.

Movió la cabeza.

—Suerte que mi pobre madre murió. Se hubiera sentido defraudada... Hasta cuando estudiaba en el Colegio Comercial era un estúpido... El aprender a escribir a máquina y la taquigrafía me llevaron mucho más tiempo que a los demás. Y a pesar de todo, no me sentía estúpido... ¡No sé si me comprenderá como quisiera... —y dirigió una anhelante mirada a Poirot.

—Lo comprendo perfectamente —sonrió mi amigo—. Continúe.

—Lo terrible en mí era la sensación de que todos los demás me consideraban un estúpido. ¡Era algo que me anulaba! Lo mismo me ocurrió más tarde, cuando trabajé en una oficina.

—Y más tarde aún... en la guerra, ¿verdad? —inquirió Poirot.

El rostro del señor Cust se iluminó súbitamente.

—En la guerra, ¿sabe usted?, gocé mucho —dijo—. Me refiero a lo que obtuve de ella. Por primera vez me sentí un hombre como los demás. Todos estábamos en la misma caja. Y yo valía tanto como cualquier otro.

Su sonrisa se desvaneció.

—Entonces recibí la herida en la cabeza. Muy ligera. Pero ellos descubrieron que yo tenía convulsiones... Claro que yo sabía ya que había momentos en que no me daba cuenta de lo que hacía. Lapsos, ¿entiende? Y un par de veces caí al suelo. Pero no creo que todo eso fuera motivo

suficiente para que ellos me licenciaran. ¡No, no estuvo bien hecho!

—¿Y luego? —preguntó Poirot.

—Obtuve un empleo de oficinista. Entonces se pagaba muy bien porque faltaba gente. Después de la guerra me rebajaron el sueldo a pesar de que no lo hacía mal del todo... No progresé. Los demás siempre me pasaban delante. No era lo bastante inteligente para mejorar mi situación. Las cosas se pusieron muy mal, muy mal... Sobre todo cuando llegó la depresión. Le digo de veras que apenas ganaba para conservar juntos el alma y el cuerpo (y cuando se trabaja en una oficina hay que vestirse bien) cuando me ofrecieron el negocio de las medias. ¡Sueldo y comisión!

—Supongo que ya sabrá usted que la casa para la cual dice usted que trabajaba niega este hecho, ¿verdad? —preguntó suavemente Poirot.

El señor Cust se excitó de nuevo.

—Eso es porque ellos también entran en la conspiración...

Calló un momento continuando:

—¡Tengo pruebas escritas... pruebas escritas! Tengo sus cartas, en las cuales me dan instrucciones acerca de los lugares donde tengo que ir y una. lista de las personas que tengo que visitar!

—No se trata de pruebas escritas, sino de pruebas dactilográficas.

—Es lo mismo. Una casa importante escribe sus cartas a máquina.

—¿No sabe usted. señor Cust, que una máquina de escribir puede ser identificada? Todas las cartas fueron escritas en una misma máquina.

—¿Y qué?

—Y esa máquina es la suya, la que se encontró en su cuarto.

—La máquina me la envió la casa de las medias al principio de trabajar yo para ella.

—Bien, pero esas cartas se recibieron después. Por lo tanto, todo parece indicar que usted escribió esas cartas y se las envió a usted mismo, ¿no le parece?

—¡No, no! ¡Todo forma parte de la conspiración contra mí! Además, las cartas pudieron ser escritas por una máquina igual.

—No; fueron escritas por la máquina que se halló en su cuarto.

—¡Es una conspiración! —repitió obstinado Cust.

—¿Y las guías «A. B. C.» que encontraron en su poder?

—No sé nada de ellas. Creía que eran cajas de medias.

—¿Por qué señaló el nombre de la señora de Ascher, en la primera lista, referente a Andover?

—Porque decidí empezar por ella. Uno tiene que empezar por algún sitio.

—Sí, es verdad. Uno debe empezar por algún sitio...

—¡No he querido decir eso! —exclamó Cust—. ¡No quiero decir lo que usted insinúa!

—Pero, ¿usted comprende lo que insinúo?

El señor Cust no replicó. Estaba temblando.

—¡No lo hice! —exclamó—. Soy inocente. Todo es una equivocación. Fíjese, si no, en el segundo crimen, el de Bexhill. ¡Yo estaba jugando al dominó en Eastbourne! ¡Tendrá que reconocer este hecho!

En su acento vibraba el triunfo.

—Sí —murmuró, meditabundo, Poirot—. Pero es muy fácil cometer un error un día, ¿no lo cree? Y si uno es un hombre obstinado, como el señor Strange, nunca considerará la posibilidad de haberse equivocado. Lo que se ha dicho, se sostiene... Strange es de esa clase y en lo que hace referencia al registro del hotel es muy sencillo poner al firmar la fecha del día anterior o posterior, probablemente nadie se fijaría en ello. Tengo entendido que juega usted muy bien al dominó.

Estas palabras aturdieron un poco al señor Cust.

—Sí... sí... Bueno, creo que sí.

—Es un juego muy absorbente, en el que hace falta poseer un cerebro muy despejado, ¿verdad?

—¡Sí, hay que saberlo jugar bien! En la ciudad, después de comer, lo jugábamos mucho. Le sorprendería ver con cuánta facilidad dos desconocidos se hacen amigos jugando al dominó.

»Recuerdo a un hombre, no le he olvidado jamás a causa de algo que me dijo. Tomábamos café juntos, y después jugamos al dominó. Pues bien, al cabo de veinte minutos de juego y charla me sentía como si le hubiera conocido de toda la vida.

—¿Y qué le dijo? —preguntó Poirot. El rostro del señor Cust se ensombreció.

—Me jugó una mala pasada. Me dijo que en las palmas de las manos tenemos escrito nuestro futuro. Me enseñó su mano izquierda y me dijo que en ella estaba escrito que por dos veces se libraría, de milagro, de morir ahogado. Y en efecto, eso le había ocurrido. Luego estudió mis manos y me dijo una serie de cosas asombrosas. Me aseguró que antes de morir sería uno de los hombres más famosos de Inglaterra. Que todo el país hablaría de mi. Pero dijo también...

La voz del señor Cust se quebró.

—¿Qué?

La mirada de Poirot buscó la del hombre. Cust trató de apartar la vista, pero al fin como hipnotizado conejillo, quedó presa de los brillantes ojos de mi amigo.

—Dijo... dijo que todo parecía indicar que yo moriría de muerte violenta, y riendo añadió: «Parece como si tuviera usted que morir en el patíbulo», y se echó a reír otra vez, como si se tratase de una broma...

Cust se calló de pronto. Su mirada se libertó de su prisión.

—Mi cabeza... Me hace sufrir mucho la cabeza... Los dolores de cabeza a veces son terribles. Y hay momentos en que no sé... en que no sé...

Poirot se inclinó hacia él, y con gran suavidad y firmeza dijo:

—Pero usted sabe perfectamente que cometió los asesinatos, ¿verdad?

El señor Cust levantó la cabeza. Su mirada estaba llena de sencillez. Parecía haberle abandonado toda resistencia.

—Sí —dijo—. Lo sé.

—Pero, ¿verdad que no sabe por qué los cometió? El señor Cust negó con la cabeza.

—No —dijo—. No lo sé.

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