Capítulo I



La carta

En junio de 1935 regresé de mi rancho de América del Sur para pasar seis meses en Inglaterra, pues como en el Nuevo Mundo sufrimos, igual que todos, las consecuencias de la depresión, tenía yo diversos asuntos que resolver personalmente en Londres. Mi mujer permaneció al cuidado del rancho.

No necesito decir que una de las primeras cosas que hice al llegar fue ir a ver a mi viejo amigo Hércules Poirot. Le encontré instalado en uno de los más modernos pisos de Londres. Le acusé (y él me dio la razón) de haber tomado aquella vivienda debido a sus geométricas proporciones.

—Desde luego, amigo —dijo—, es de una simetría encantadora, ¿verdad?

—Sí —le contesté—. Con tanta exactitud de proporciones, lo más probable era que si alguna vez estaba allí una gallina pusiese huevos cuadrados.

Poirot se echó a reír.

—Desgraciadamente la ciencia no ha conseguido convencer a esos animales de la necesidad de amoldarse a las costumbres modernas y siguen poniendo huevos ovalados.

Contemplé a mi amigo afectuosamente. Era un hombre admirable. Apenas se notaba en él la menor diferencia de la última vez que le había visto.

—Tienes un aspecto magnífico, Poirot —le dije—. No has envejecido. Casi estoy por decir que tienes el cabello menos gris que la última vez que te vi.

El rostro de mi amigo se iluminó.

—Pues dirás la verdad.

—¿Quieres hacerme creer que el cabello se te vuelve negro en lugar de volvérsete blanco?

—Sí.

—¡Pero eso es científicamente imposible!

—¡De ninguna manera!

—Me parece extraordinario e inverosímil.

—Como de costumbre, Hastings, eres de una inocencia que encanta. ¡Los años no te cambian! Encuentras la solución de las cosas sin darte cuenta.

Le miré extrañado.

Sin añadir palabra, dirigióse a su cuarto y, volviendo con una botella en la mano, me la tendió.

La contemplé unos momentos sin llegar a comprender lo que leía.

La etiqueta del frasco rezaba así:


REVIVIT

Para volver a su antiguo color el cabello

REVIVIT NO ES UN TINTE

En cinco tonos—,

Ceniciento. Caoba. Rubio, Castaño y Negro


—¡Poirot! —exclamé—. ¡Te has teñido el pelo!

—¡Por fin ha descendido sobre ti la comprensión!

—¡Por eso lo tienes más negro que antes!

—Por eso mismo.

—¡Dios mío! —murmuré, recobrándome—. Supongo que la próxima vez que regrese de América llevarás bigote postizo... eso si no lo llevas ya.

Poirot engalló la cabeza. El bigote era su mayor orgullo y mis palabras hirieron su amor propio.

—No, no, mon ami. Ruego a Dios que ese día esté bien lejano. ¡Bigote postizo! Quelle herreur!

Y para demostrar que no mentía, dióse unos repetidos y fuertes tirones a aquel por mí desprestigiado adorno de su persona.

—Ya veo que sigue tan florido como antes —dije.

—N'est ce pas? En todo Londres no encontrarías otro bigote como éste.

Yo hubiera contestado algo; pero no queriendo herir sus sentimientos preferí preguntarle si seguía practicando su profesión.

—Ya sé que te has retirado hace años del detectivismo —le aseguré.

—C'est vrai. Ahora me dedico a cultivar verduras. Pero así que ocurre un crimen las mando a paseo. Soy como una prima donna que cada año celebra su definitiva retirada del teatro.

Me eché a reír.

—Cree que hago todo lo posible por abandonar esta profesión— continuó—. Cada vez me digo: «Ésta es la última.» Pero no hay manera, siempre me veo obligado, por un motivo u otro, a continuar. Y debo decir que me alegro de ello. Si las células grises no se ejercitan acaban por oxidarse.

—Comprendo, amigo Poirot; lo que haces es mantenerlas en un uso moderado.

—Eso mismo. Cuando algún caso me interesa, lo acepto. Pero a Hércules Poirot sólo hay que darle la flor y nata de los crímenes.

—¿Han ocurrido muchos de esos últimamente?

—Pas mal. Hace poco estuve a punto de terminar con todo.

—¿Algún fracaso?

—No, no. Lo que ocurrió es que por poco se acaba mi carrera.

Emití un silbido.

—¿Algún audaz asesino?

—No tan audaz como descuidado. Sobre todo descuidado. Pero no hablemos de ello. Ya sabes, Hastings, que en muchos sentidos te considero mi mascota.

—¿De veras? ¿En cuáles?

Poirot no contestó directamente a mi pregunta. Siguió hablando:

—En cuanto me enteré de que venías hacia aquí me dije: «Algo se presentará; como en otros tiempos. Trabajaremos juntos. Pero tendrá que ser algo extraordinario... algo... recherché... delicado...»

—A fe, Poirot, cualquiera diría que estás encargando una cena en el Ritz.

—¿Y por qué no ha de poderse encargar un crimen lo mismo que una cena? —lanzó un suspiro—. Pero confío en la Suerte y en el Destino. El tuyo es estar junto a mí y librarme de cometer errores imperdonables.

—¿A qué llamas errores imperdonables?

—A pasar por alto lo que es evidente.

Durante unos segundos traté en vano de comprender el significado de aquellas palabras.

—Bien —dije al fin—. ¿Ha tenido ya lugar ese supercrimen?

—Pas encore. Por lo menos... no sé...

Interrumpióse, frunciendo el ceño. Automáticamente recogió unos objetos que yo, sin darme cuenta, había desarreglado.

—No estoy seguro —dijo.

Había algo tan extraño en su voz, que le miré sorprendido.

De pronto, tras un rápido y decidido movimiento de cabeza, cruzó la habitación hasta una estantería próxima a la ventana. El contenido del mueble estaba tan cuidadosamente ordenado, que mi amigo no tuvo la menor dificultad para encontrar lo que buscaba.

En seguida regresó a mi lado con una carta abierta en la mano. Leyóla para si y luego me la entregó.

—Dime, mon ami —murmuró—, ¿qué te parece esto? Con gran curiosidad cogí la nota.

Estaba escrita a máquina en una hojita de bloc.


«Señor Hércules Poirot:

»Usted se precia de resolver todos los misterios que no pueden resolver nuestros idiotas policías, ¿verdad? Pues veamos, inteligente señor Poirot, lo listo que es usted. Quizás esta nuez que voy a ofrecerle le resulte demasiado difícil de cascar. El 21 de este mes en Andover.

»Suyo afectísimo,

A. B. C.»


Miré el sobre. También estaba escrito a máquina.

—El matasellos es de W. C. 1 —me dijo Poirot al verme dirigir la atención al sello.

Encogiéndome de hombros, devolví la carta a mi amigo.

—Algún loco, supongo.

—¿Eso es lo que tienes que decir?

—Hombre... ¿Es que a ti no te parece loco el que ha escrito esto?

—Desde luego.

La gravedad de su voz me hizo mirarle.

—Un loco, mon ami, es un ser al que hay que tomar muy en serio. Es algo muy peligroso.

—Sí, claro... No había pensado en eso... Pero lo que yo he querido decir es que, más que obra de un loco, parece obra de un idiota.

—Merci, Hastings, es verdad. Debe de ser exactamente como dices...

—Pero tú, en el fondo, no lo crees —le interrumpí, convencido.

Poirot movió dubitativamente la cabeza y no contestó.

—¿Qué medidas has tomado?

—¿Qué podría hacer? Se la enseñé a Japp. Es de la misma opinión que tú. Dice que se trata de una broma estúpida. En Scotland Yard reciben cada día infinidad de cartas por el estilo. Por lo visto también debo tener mi parte...

—Pero lo tomas en serio.

Con voz pausada, Poirot contestó:

—Hay algo en esta nota que no me gusta, Hastings. A mi pesar, el tono de su voz me impresionó.

—¿Qué te figuras?

Movió la cabeza, y cogiendo el papel lo guardó otra vez en la estantería.

—¿Podrás hacer algo, ya que lo tomas tan en serio? —le pregunté.

—¡Siempre el hombre de acción! Pero ¿qué he de hacer? He enseñado la carta a otros policías, pero no hay huellas dactilares. No existe la menor pista que pueda conducirnos a descubrir al que la ha escrito.

—O sea que sólo cuentas con tu instinto.

—Nada de instinto, ésa es una mala definición. Son mi conocimiento y mi experiencia lo que me dicen que en esa carta hay algo...

Agitó la carta y al fin, cuando le fallaron las palabras, movió la cabeza.

Quizás esté haciendo una montaña de un grano de arena, pero sea como fuere, no me queda otro remedio que esperar.

—Bien, el viernes es veintiuno. Si ocurre un robo cerca de Andover entonces...

—¡Qué alivio sería!

—¿Un alivio? —exclamé—. La palabra me parece simplemente inadecuada. No veo que un robo pueda aliviar a nadie.

Poirot movió negativamente la cabeza.

—Estás en un error, amigo mío. No comprendes lo que quiero decir. Un robo sería un alivio porque libraría mi cerebro de un temor.

—¿Un temor de qué?

—De asesinato.

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