Capítulo XXVII



El asesino de Doncaster

Al entrar detrás de Poirot escuché las últimas palabras de Crome.

Tanto él como Anderson parecían hondamente preocupados.

El coronel nos saludó con un movimiento de cabeza.

—Me alegro de que haya usted venido, señor Poirot —dijo cortés—. Ya estamos en otro apuro.

—¿Otro crimen de A. B. C.?

—¡Sí! Ha sido un trabajo condenablemente audaz. El hombre se inclinó sobre su víctima y le apuñaló.

¿Esta vez intervino el cuchillo?

—Sí. Varía de método... Mire, aquí tenemos los detalles del forense.

Mostró un papel a Poirot.

—A los pies del muerto había una guía de ferrocarriles «A. B. C.» —añadió.

—¿Ha sido identificado el muerto? —preguntó el coronel.

—Sí. Esta vez A. B C. ha cometido un error... si es que ello puede satisfacernos. El muerto se llama George Earlsfield, y era peluquero.

—Es curioso —contestó Poirot.

—Tal vez haya confundido la letra —sugirió el coronel. Mi amigo movió dubitativamente la cabeza.

—¿Hacemos pasar al siguiente testigo? —.preguntó Crome—. Está deseando marchar a su casa.

—Sí, sí; que entre.

Un hombre de mediana edad. un duplicado casi exacto de la rana, criado de Alicia en el País de las Maravillas, entró en la estancia. Estaba muy emocionado y hablaba con perceptible temblor.

—Es la aventura más terrible que me ha ocurrido —dijo—. Tengo el corazón muy débil; pude haber sido yo el asesinado.

—Su nombre, haga el favor —dijo el inspector.

—Roger Emmanuel Dowues.

—¿Profesión?

—Maestro de la Highfield Sehool.

—Señor Dowues, tenga la bondad de explicarnos, a su manera, lo ocurrido.

—Se lo contaré en muy poco tiempo, señores. Al acabar la película me levanté. La butaca de mi izquierda estaba desocupada. En la inmediata se sentaba un hombre aparentemente dormido. Me era imposible salir al pasillo, pues sus piernas me cerraban el paso. Le rogué que las apartase. Como no se movió, repetí la demanda un poco más fuerte. Siguió sin hacerme caso. Entonces le toqué el hombro para despertarle, y se desplomó hacia delante. Supuse que había perdido el sentido y exclamé: «¡Este señor está enfermo!» Se acercó el acomodador y al retirar yo la mano del hombro del señor aquél, noté que estaba manchada de sangre... Entonces me di cuenta de que lo habían apuñalado. En el mismo instante alguien descubrió una guía «A. B. C.». ¡Les aseguro que aún no sé cómo no caí muerto en el acto! Hace años que sufro del corazón.

El coronel Anderson observaba curiosamente al señor Dowues.

—Se puede usted considerar un hombre afortunado, señor Dowues.

—Mucho, señor. ¡Ni siquiera una palpitación!

—No me ha comprendido. ¿Dice que se sentaba dos butacas más allá del muerto?

—Primero me senté junto al pobre señor, pero cambié de sitio a fin de tener ante mí una localidad vacía. Sólo por eso lo hice.

—Tiene usted la misma estatura que el muerto. ¿verdad? Además, como él, llevaba una bufanda arrollada al cuello, ¿no es así?

—No comprendo...

—Le estoy demostrando cuál ha sido su suerte, buen hombre Sea como fuere, el asesino, que le seguía a usted, se confundió en la oscuridad, ¡clavó el puñal en otro cuerpo que el deseado! Apostaría doble contra sencillo a que usted era a quien iba destinado.

Por muy bien que el corazón del señor Dowues se hubiera portado en los anteriores ataques, en éste fracasó por completo, y cayendo sobre una silla, el pobre hombre sólo tuvo fuerzas para poder replicar:

' —¡Agua... agua!

Le ofrecieron un vaso que vació con el cuerpo sacudido por febril temblor.

—¿A mí? ¿A mí? —pudo decir al fin.

—Así parece ——dijo Crome—. En realidad, es la única explicación.

—¿Quieren ustedes decir que el asesino... ese diablo redivivo... ese ser sediento de sangre, me siguió en espera de la oportunidad de matarme?

—Todos los detalles lo confirman.

—Mas..., ¿por qué tenía que ser yo. precisamente, el elegido?

El inspector Crome replicó

—No se le pueden pedir a un loco las razones que tiene para hacer lo que hace.

—¡Dios mío! —gimió Dowues.

Se puso en pie. Parecía que sobre él hubieran descargado una porción de años.

—Si no me necesitan para nada más, señores, me marcharé a mi casa —dijo—. No... no me encuentro muy bien; de veras.

—Puede usted retirarse. Le haré acompañar por un agente.

—Es preferible que le acompañen —sonrió el coronel—. Además, pondré una pareja de guardia en su casa para su tranquilidad.

El señor Dowues salió tambaleándose.

—¿Cree usted que cuando A. B. C. se dé cuenta de su error tratará de enmendarlo? —preguntó Poirot. Anderson movió negativamente la cabeza.

—Cabe dentro de lo posible —dijo—. Ese A. B. C. parece un sujeto muy metódico. Le trastornará ver que las cosas no van de acuerdo con su programa.

Poirot movió pensativo la cabeza.

—Ojalá pudiéramos obtener una descripción perfecta del criminal —refunfuñó el coronel Anderson—. Estamos tan a oscuras como antes,

—Acaso la obtengamos aún —dijo Poirot.

—¿Usted lo cree? Sí, es posible. ¡Maldita sea! ¿Es que la gente no tiene ojos en la cara?

—Paciencia, coronel.

—Usted parece muy confiado, señor Poirot. ¿Tiene algún motivo para ese optimismo?

—Sí, coronel Anderson. Hasta ahora el asesino no ha cometido ningún error. Pronto cometerá uno,

—Si eso es todo... —empezó el jefe de Policía. Le interrumpió la súbita entrada de un policía, que anunció:

—El señor Ball, del «Cisne Negro», está aquí con una joven. Dice que tiene que decirle algo de interés. —Hágale pasar en seguida. No podemos descuidar ningún detalle de interés.

El señor Ball, del «Cisne Negro», era un pesado hombretón, en cuyo cerebro no parecían caber un excesivo número de ideas. Todo su cuerpo emanaba un inconfundible olor a cerveza. Le acompañaba una regordeta joven cuyos brillantes ojos revelaban la excitación de que se hallaba poseída.

—Espero que no molestaré o les haré perder un tiempo valioso —dijo con lentitud el señor Ball—. Lo que ocurre es que aquí Mary dice que tiene que decirles algo que ustedes deben saber.

—Bien, hija mía. ¿de qué se trata? —preguntó Anderson—. ¿Cómo te llamas?

—Mary Sroud, señor.

—Bien, Mary, cuéntanos lo que sepas,

Mary dirigió una mirada interrogadora a su patrón. Su trabajo es subir agua caliente a las habitaciones de los huéspedes —explicó el señor Ball, acudiendo en su ayuda—. Tenemos una media docena de huéspedes. Unos han venido para asistir a las carreras; otros en viaje de negocios,

—Si, sí ——dijo impaciente Anderson.

—Vamos, muchacha, cuenta lo que sepas —dijo el hotelero—. No tengas miedo.

Mary abrió la boca, tartamudeando, y al fin, con un hilo de voz, empezó;

—Llamé a la puerta y no me contestaron, porque si me hubiesen contestado yo no hubiera entrado hasta que el señor me hubiera dicho: «Adelante», y como no me lo dijo yo entré y vi que se estaba lavando las manos.

Se interrumpió para cobrar aliento.

—Continúa, hija mía —1e animó el coronel.

—.«Le traigo agua caliente, señor —dije—. He llamado, pero usted no me contestó.» «¡Ah, sí! —me contestóYa me he lavado con agua fría.» Entonces yo miré al lavabo y, ¡oh, señor, lo vi lleno de agua roja!

—¿Agua roja? —inquirió asombrado Anderson. El señor Ball se apresuró a intervenir.

—La muchacha me dijo que el hombre se había quitado la americana y estaba limpiando la manga derecha. ¿No es verdad, Mary?

—Sí, señor —y volviéndose hacia el coronel, la joven prosiguió—: Tenía un aspecto tan extraño que me asustó.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Anderson.

—A las cinco y cuarto, poco más o menos.

—O sea, hace tres horas. ¿Por qué no vinieron en seguida?

—Porque hasta hace un momento no nos hemos enterado de que se había cometido un crimen. Entonces fue cuando Mary me contó lo del agua teñida de rojo. Como no me parecía muy claro el asunto, subí con ella al cuarto y lo encontré vacío. Pregunté a unos muchachos que estaban en el patio y me dijeron que un hombre, cuya descripción estaba de acuerdo con mi huésped, había salido por allí. Entonces dije a Mary que lo que debía hacer era ir en seguida a la policía. Pero la chica no se atrevía a venir sola, y entonces le dije que yo mismo la acompañaría.

El inspector Crome cogió una hoja de papel y ordenó a Mary:

—Descríbame a ese hombre. Lo más de prisa posible. No podemos perder tiempo.

—Era de mediana estatura. Ni alto ni bajo. Andaba encorvado y llevaba lentes.

—¿Y su traje?

—Era negro y llevaba un sombrero Hamburg. Iba bastante desaliñado.

El inspector Crome no insistió. A los pocos minutos los hilos telefónicos vibraban con la rápida transmisión a todos los puntos de los detalles dados por Mary; pero ni el coronel Anderson ni el inspector Crome se sentían muy optimistas con respecto a los resultados.

Crome hizo resaltar el detalle de que al cruzar el patio el hombre no llevaba maleta ni maletín.

—Tal vez ese detalle nos sirva de algo.

Dos policías fueron enviados al «Cisne Negro».

El señor Ball, henchido de gozo y considerándose el ser más importante del mundo, los acompañó junto con Mary, que se hubiera visto muy apurada para explicar el motivo de las lágrimas que vertía.

Los policías regresaron a los diez minutos.

—He traído el libro de registro —dijo el sargento—. Aquí está la firma.

Nos apiñamos alrededor del libro. La firma era pequeña y casi ilegible.

—A. B. Case... ¿O es Cash? —inquirió el coronel.

—A. B. C. —dijo significativamente Crome.

—¿Qué hay del equipaje? —preguntó Anderson.

—Una maleta bastante grande, señor, llena de cajas de cartón.

—¿Cajas? ¿Y qué contenían?

—Medias, señor. Medias de seda. Crome se volvió hacia Poirot.

—Le felicito —dijo—. Su suposición era cierta.

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