CAPÍTULO VI

Cuando Fidelma se dirigía a la cuadra a buscar los caballos para el viaje a Imleach se encontró con su primo Donndubháin. Normalmente, un religioso de categoría inferior a la de obispo o abad no habría viajado a caballo, pero Fidelma no sólo gozaba de categoría como hermana del rey, sino que además poseía la suya propia como dálaigh. El presunto heredero al trono de Muman llevaba un fajo de papeles en el momento de cruzar el patio.

Le sonrió a su prima, levantando el fajo para mostrárselo.

– El protocolo según ha ordenado Colgú -explicó-. Estoy seguro de que es papel mojado.

El papel, un invento oriental de tan sólo unos siglos de antigüedad, todavía escaseaba; era tan caro que pocos reyes de Éireann se interesaban en importarlo. El papel de vitela de buena calidad era preferido como símbolo de encumbrada posición social.

Fidelma dijo a su vez con seriedad:

– Dudo mucho que haya sido un gasto innecesario, primo.

– ¿Queréis leer el texto, vos que tenéis una mente mucho más avezada que la mía a los asuntos legales?

– Vos sois el tanist, primo. Estoy segura de que todo está en orden. De todos modos, debo marcharme. Solamente disponemos de nueve días para dar con la verdad.

– Tiempo de sobra -dijo Donndubháin con optimismo-. Os conozco muy bien, Fidelma. Poseéis el don de cerner arena y hallar el grano que buscáis.

– Tenéis en demasiada estima mis aptitudes.

Donndubháin era dos años más joven que Fidelma, pero de pequeños habían jugado juntos hasta que Fidelma tuvo que partir para completar su educación.

Desde la infancia, Fidelma sólo había visto a Donndubháin unas pocas veces antes de regresar a Cashel el año anterior, justo después de que su hermano fuera nombrado rey, y su primo presunto heredero. Sabía que él, por sí solo, constituía un apoyo sosegado y concienzudo para su hermano y que, aunque se tomara a la ligera el protocolo, poseía la mente de un buen abogado, así que los textos estarían exentos de errores.

De pronto, Donndubháin miró a su alrededor, para asegurarse de que estaban a solas.

– En ocasiones -dijo con brusquedad en voz baja-, creo que vuestro hermano no se toma su cargo con la suficiente seriedad.

– ¿En qué sentido?

– Acepta con mucha facilidad la palabra de honor de la gente sin antes ponerla en duda. Como es un hombre honrado, cree que todo el mundo es honorable. Es demasiado confiado. Fijaos, por ejemplo, en este asunto con los Uí Fidgente. Ha confiado en Donennach sin vacilar.

– ¡Oh, vaya! -se sorprendió Fidelma-. ¿Y acaso vos no?

– Yo no me lo puedo permitir. ¿Y si Colgú peca de confiado y nos hallamos ante una conspiración del príncipe Donennach para asesinarlo? Alguien ha de estar preparado para proteger a vuestro hermano y a Cashel.

Fidelma reconoció para sus adentros que ella había pensado lo mismo. No olvidaba que hacía sólo nueve meses, los Uí Fidgente habían intentado derrocar el trono de Cashel. Apenas se había secado la sangre derramada en Cnoc Áine, y aquel cambio de opinión, aquella voluntad de hacer las paces, resultaba tan abrupta, tan repentina, que compartía las sospechas de su primo.

– Con vos como tanist, mi hermano no tiene nada que temer -dijo para tranquilizarle.

Donndubháin seguía preocupado.

– Desearía que me permitierais enviar un grupo de guerreros como escolta -dijo.

– Ya he rechazado la oferta de mi hermano sobre esta cuestión -explicó Fidelma con firmeza-, y asimismo rechazo la vuestra. Eadulf y yo hemos hecho viajes más arriesgados.

Donndubháin arrugó un momento el ceño y luego la miró con una amplia sonrisa.

– Por supuesto; tenéis razón. Nuestro amigo sajón es una gran ayuda en momentos de peligro. Ha servido bien a Cashel desde que llegó. Pero no es un guerrero. Es lento cuando hace falta una espada veloz.

Fidelma se ruborizó al sentirse en la obligación de defenderlo, reacción que la enfureció.

– Eadulf es un buen hombre. Un sabueso de paso lento posee a menudo buenas cualidades -añadió, recurriendo a un antiguo proverbio.

– Cierto. No obstante, guardaos de ese tal Gionga de los Uí Fidgente. No me gusta nada. Hay algo en él que me escama.

– No sois el único, primo -le dijo Fidelma, sonriendo-. No temáis. Tendré cuidado.

– Si veis a nuestro primo Finguine de Cnoc Áine, dadle recuerdos de mi parte.

– Así lo haré -le aseguró y, cuando ya se dirigía a las cuadras, se volvió otra vez-. Dijisteis que el mercader, Samradán, estaba en la abadía de Imleach para vender y comprar mercancías, ¿verdad?

Donndubháin respondió, extrañado:

– Sí. Suele ir allí a comerciar. Pero supongo que los asesinos escogerían la azotea de su almacén al azar. No creo que esté implicado en este asunto.

– Eso dijisteis. ¿Habéis tenido ocasión de tratar con él?

– Sí. Le he llevado algún que otro objeto de plata -dijo, tocándose el broche-. ¿Por qué?

– No conozco a ese hombre… ¿Es de este pueblo?

– Hace años que vive aquí. No sabría decir cuánto tiempo exactamente. Tampoco sé de dónde procede.

– No tiene importancia -señaló Fidelma-. Como decís, no puede estar implicado en este asunto. Ahora debo marcharme. Nos veremos aquí dentro de nueve días.

Levantando el fajo de papeles, Donndubháin le aseguró con una sonrisa:

– Vuestro hermano estará a salvo de aquí a que regreséis. Os lo prometo. Id tranquila, prima, y volved pronto.


* * *

Las nubes que habían dominado el cielo a primera hora del día se habían disipado. Ahora vagaban despacio a gran altura como algodonosos corderos en un pasto azur, donde el sol penetraba ora aquí, ora allá, templando los prados. Todavía soplaba una ligera brisa, pero era agradable. Fidelma y Eadulf habían llegado a una bifurcación del río Suir, situada a unos seis kilómetros al oeste de Cashel, donde un puente de madera cruzaba sobre la veloz corriente de las aguas, hasta un islote en medio del cual se alzaba una ráth minúscula, empleada como fortificación para proteger la aproximación del enemigo a Cashel en épocas de guerra. Ahora ya no se usaba, pues ninguna hueste enemiga se había acercado lo bastante para amenazar a la capital de los Eóghanacht desde hacía muchos años. A lo largo de la orilla, a ambos lados del puente, se extendía un bosque. El camino al otro lado constituía, que Eadulf supiera, el único acceso principal en dirección oeste para salir de Cashel, y se cruzaba con otros caminos que conducían al norte y al sur al otro lado del río.

Fidelma, que montaba en cabeza sobre una yegua blanca de la cuadra de su hermano, se detuvo en medio del puente. Eadulf tiró de las riendas de su potro alazán y le preguntó, frunciendo el ceño:

– ¿Qué sucede?

Fidelma había advertido actividad en el interior de la ráth. Entonces, de entre las sombras de la espesura al otro lado del puente, en el islote, aparecieron dos arqueros armados. Tenían las flechas colocadas en los arcos, apuntando hacia ellos. Un tercer guerrero portaba en la mano izquierda un escudo con la insignia de un jabalí rampante, y en la derecha empuñaba una espada. Avanzó unos pasos hasta detenerse entre los dos arqueros. Procuró no taparles el objetivo.

Fidelma entrecerró los ojos al observarles.

– Estad alerta, Eadulf -le avisó en voz baja-. Parece que el guerrero lleva la insignia de los Uí Fidgente.

Empujó suavemente al caballo para que avanzara un poco.

– ¡Alto! -gritó el guerrero del centro levantando la espada-. ¡No sigáis adelante!

– ¿Quién da órdenes en este puente con el palacio del rey de Cashel a la vista? -exigió ella con enfado.

El guerrero soltó una carcajada desdeñosa.

– Alguien que quiere impedir el cruce, hermana -respondió con sarcasmo.

– Sabed que soy dálaigh y que no tenéis autoridad para impedirme el paso -le gritó, molesta.

El hombre no cambió de actitud.

– Sé muy bien quién sois, hermana de Colgú. Y sé quién es el cachorro sajón que lleváis con vos.

– En tal caso, si lo sabéis, también sabréis que debéis apartaros, Uí Fidgente, pues no tenéis derecho a cerrar el paso en ningún camino público de este reino.

El guerrero señaló a los arqueros que lo cubrían.

– Ellos me dan ese derecho.

– ¿Y quién os lo ordena?

– Mi señor, Gionga, capitán de la escolta del príncipe Donennach. Nadie cruzará este puente hasta que no se haya celebrado la vista en Cashel. Tales son las órdenes que he recibido de mi señor a fin de evitar más conspiraciones contra el príncipe de los Uí Fidgente.

Fidelma abrió un poco los ojos. Sus pensamientos corrían. ¿Así que Gionga había apostado a una guardia para impedirle ir a Imleach? El puente cubría la única vía rápida hacia Imleach. ¿Cómo se había enterado Gionga de su viaje y por qué consideraba que debía impedirlo? ¿Qué temía aquél que ella fuera a descubrir?

– El puente está cerrado para vos -respondió el guerrero sin facilitar más información-. Ahora regresad a Cashel.

– La guardia de mi hermano no tardará en romper esta barrera -amenazó a su vez Fidelma.

Con cuidado, el guerrero hizo la pantomima de mirar a ambos lados.

– No veo a la guardia de vuestro hermano por ninguna parte -se mofó.

Fidelma no sólo había visto a los arqueros y a su comandante, sino que había localizado a una docena de guerreros Uí Fidgente, o más, acampados dentro de la ráth. No tenía sentido seguir discutiendo con ellos.

Hizo girar con cuidado a la yegua de cara a Eadulf; las pezuñas herradas del caballo resonaban como un tambor sobre el entablado de madera.

– Seguidme -le ordenó a media voz-. ¿Habéis oído lo que he hablado con el guerrero Uí Fidgente?

Eadulf asintió, obedeciendo sus instrucciones sin pronunciar palabra. Sintió un hormigueo en la espalda al exponerla a los hombres que les amenazaban con los arcos tensos, listos para atacar.

– Al parecer, todo esto confirma la existencia de una conspiración por parte de los Uí Fidgente -susurró el joven cuando estuvieron fuera de alcance-. Gionga debe de estar desesperado por impedirnos ir hasta Cnoc Áine a buscar pruebas. No hacen falta más evidencias que demuestren su culpabilidad.

– Eso es lo que me preocupa. Estoy segura de que Gionga se daría cuenta de que se avisaría enseguida a los guerreros de Cashel y que éstos no tardarían en dispersar a esos hombres. La deducción lógica sería que los Uí Fidgente reconocen su culpabilidad con esta acción.

– Está claro que se han salido con la suya en algo, y es que no lleguemos a Imleach esta noche. De aquí a Cashel tenemos más de seis kilómetros.

– Llegaremos esta noche -aseguró Fidelma con voz firme-. Cuando rebasemos la próxima curva y estemos fuera del campo de visión de los hombres del puente, veréis que hay un camino a mano derecha que va hacia el sur. Torced al llegar.

– ¿Hacia el sur? Creía que era el único puente sobre el río en kilómetros.

Fidelma soltó una risita.

– Y lo es.

– Entonces, ¿qué…?

– Deprisa. Ahí está el camino.

Llamarlo camino era hacerle un honor. No era más que un sendero angosto por el que el caballo a duras penas podía pasar, rozando arbustos y árboles constantemente. El sendero desaparecía en una amplia y oscura franja de boscaje que crecía a lo largo de la ribera.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf, espoleando a su joven caballo verdor adentro.

– Este camino nos llevará hacia el sur a través de los bosques ribereños. A unos ochocientos metros, la espesura da paso a un terreno abierto y pantanoso. Entonces yo pasaré delante, porque los caballos andarán entre juncos y pantanales. A otros ochocientos metros de allí, deberíamos llegar a un vado del río que poca gente conoce. Se llama Atha Asail, o el vado del Asno. Es un cruce traicionero, pero lo sortearemos. No retrasaremos más el viaje.

– ¿Estáis segura de que es el mejor plan? -se lamentó Eadulf, pensando en las aguas turbulentas del río.

Aunque se había encontrado con un sinfín de situaciones peligrosas, no era hombre que gustara de buscar riesgos innecesarios. No creía en el proverbio sajón que decía: «el peligro y el placer son vástagos de un mismo tallo». Eadulf halló su filosofía de vida en un escrito de Lucrecio: «Cuando los vientos turban las aguas de alta mar, es grato contemplar desde tierra los grandes peligros que a otros acechan».

– De pequeña solía cruzar el vado del Asno. No entraña peligro alguno si se tiene cuidado -dijo Fidelma para sosegarlo-. Si queréis ejercitar la mente, ¿por qué no pensáis en cómo ha sabido Gionga que nos dirigíamos a Imleach?

Eadulf cambió de cara: aquello ni se le había ocurrido.

– Quizás oyó algo mientras hablábamos con vuestro hermano. O quizá durante nuestra conversación con el hermano Conchobar al pedirle que trazara un esbozo del crucifijo. Tal vez nos viera ensillar a los caballos e hizo sus propias deducciones.

Fidelma chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– No me ayudáis mucho -lo reprendió-, pues sólo expresáis dudas que ya me he planteado. Necesito respuestas. Ya tengo una respuesta negativa a vuestra última pregunta, pues, ¿cómo habría tenido tiempo de enviar a sus hombres para encontrárnoslos en el puente? O, si ya estaban allí, ¿cómo iba a tener tiempo de enviar a alguien para avisarles de que llegábamos? Él ya sabía adónde íbamos antes de ponernos en marcha.

– Entonces os hace falta un profeta para que os conteste -murmuró Eadulf, irritado por aquel incómodo sendero que discurría entre brezos que le rozaban las piernas, y ramas que se le enganchaban, y preocupado por tener que vadear las aguas rápidas del río-. Debierais haber consultado a ese viejo mago amigo vuestro, el hermano Conchobar.

Fidelma hizo un mohín.

– ¿Por qué lo llamáis mago?

Eadulf soltó un gruñido al rasparle una mata de brezo en el tobillo.

– Porque se dedica a la adivinación observando las estrellas, ¿o no? ¿Cómo puede hacerse llamar cristiano y hacer eso?

– ¿Acaso están en conflicto ambas cosas? -preguntó Fidelma, pensativa.

Eadulf notó cómo aumentaba su irritación.

– ¿Cómo podéis afirmar lo contrario?

– Trazar mapas de las estrellas y descifrar su significado es una antigua tradición de este país.

– La Nueva Fe ya debería haber sustituido semejantes tradiciones paganas. Están prohibidas. ¿Acaso no dice el Libro de Isaías?: «Que se presenten, pues; que te salven los que dividen los cielos y observan las estrellas, y echan la cuenta de los meses, de lo que ha de venir sobre ti. Helos aquí como briznas de paja que ha consumido el fuego; no podrán salvar sus vidas del poder de las llamas; brasas, pero no para calentarse en ellas, ni hoguera para sentarse ante ella. Eso serán para ti…».

Fidelma esbozó una sonrisa. No podía evitar sonreír cada vez que Eadulf se enredaba en discusiones teológicas, ya que, debido a su adhesión a la doctrina de Roma, discrepaban en muchos aspectos de la Fe. Fidelma era una mujer fiel a su propia cultura.

– Citáis los textos antiguos de la Fe judaica.

– De la cual surgió Nuestro Señor, el Mesías -rebatió Eadulf con mordacidad.

– Exactamente. Vino como Mesías, como Salvador, para mostrar un camino hacia el conocimiento de Dios. Y según san Mateo, ¿quiénes fueron los primeros en llegar a Jerusalén tras el nacimiento de Cristo?

– ¿Quiénes? -preguntó Eadulf, moviendo la cabeza sin saber adónde quería llegar Fidelma.

– Unos astrólogos de Oriente que buscaban al Salvador, pues un mapa de los cielos les reveló su llegada. ¿Y acaso el rey Herodes no trató de convencerles de que renunciaran a sus conocimientos? Los astrólogos fueron los primeros en llegar a Belén, adorar al Salvador y ofrecerle oro, incienso y mirra. Si Dios hubiera maldecido la astrología, ¿habría permitido que unos astrólogos fueran los primeros en recibirle en la Tierra?

Eadulf enrojeció de rabia. Fidelma siempre tenía una buena refutación cuando él intentaba afirmar algo con lo que ella disentía.

– Bueno, el Deuteronomio lo dice claramente -insistió Eadulf con terquedad-. «Ni alzando tus ojos al cielo, al sol, a la luna, a las estrellas, a todo el ejército de los cielos, te engañes, adorándolos y dándoles culto…»

– «Porque es Yavé, tu Dios, quien se lo ha dado a todos los pueblos debajo de los cielos» -añadió Fidelma con énfasis-. Supongo, Eadulf, que teníais la intención de citar el verso entero del Deuteronomio. Sea como fuere, los astrólogos no adoran ni dan culto al sol, la luna y las estrellas, sino que les sirven de guía. Nuestros astrólogos afirman que no podemos alterar el curso de las estrellas, como tampoco podemos cambiar nuestra fisonomía, ni el color del cabello y los ojos. En cambio, gozamos de libre albedrío para hacer lo que queramos con lo que se nos ha concedido.

Eadulf suspiró hondamente. Empezaba a estar harto de la discusión. Se arrepentía de haberla empezado. Fidelma era excelente argumentando, incluso hasta llegar al extremo de hacer de abogada del diablo.

– Va contra las enseñanzas… -empezó a decir.

– Mostradme una sola referencia en los textos sagrados que prohíba a los cristianos considerar la ciencia antigua, a excepción de alguna que otra referencia críptica…

– Jeremías -rebatió Eadulf al recordarlo de repente-. «Oíd, casa de Israel, lo que dice Yavé.

Así dice Yavé: "No os acostumbréis a los caminos de las gentes, no temáis los signos celestes, pues son los gentiles los que temen de ellos…".»

– Lo que Israel hiciera antes de la llegada del Mesías es cosa de Israel. Pero nosotros formamos parte de esas gentes y, al menos, Jeremías reconoce que hay signos en los cielos, aunque no es que nosotros los temamos, sino que sencillamente los interpretamos y tratamos de comprenderlos. Y si hay signos en los cielos, ¿quién los puso? ¿Acaso no sería una blasfemia pretender que fue otra mano, y no la de Dios, la que allí los puso?

Eadulf estaba rojo de exasperación, a punto de reventar de rabia. Pero en vez de eso, de pronto se echó a reír.

– ¿Qué me hace pensar que puedo vencer a una abogada en su alegato? -señaló, moviendo la cabeza con un gesto de arrepentimiento.

Fidelma vaciló un instante y al final compartió el regocijo con él.

Castigat ridendo mores -dijo en voz baja, recurriendo a una de sus citas favoritas: «Las costumbres se corrigen riéndote de ellas».

El bosque dio paso a una vasta extensión de juncos. En cuanto los caballos surgieron de entre los árboles, un grupo de pajarillos alzó el vuelo entre un piar gangoso. Se unieron en una bandada y pasaron casi rozando el juncal, huyendo de la amenaza. Acabaron posándose entre los altos y plúmeos tallos de los juncos floridos con un púrpura oscuro, y de hojas afiladas.

– Bigotudos -identificó Fidelma innecesariamente-. Los caballos los han alborotado.

Eadulf oía el rumor del río a poca distancia.

– ¿Los guerreros nos verán desde el puente? -preguntó, pues aunque algunos juncos superaban los tres metros de altura, crecía la hierba corta alrededor del camino, que serpenteaba hasta la zona despejada del río. En cambio, a lo largo de las riberas sólo había alpiste rosado, más corto y fino que el junco.

– No. El río forma un ligero meandro que nos oculta. Además, creerán que hemos regresado a Cashel en busca de la guardia de mi hermano.

Con la espuela estimuló a la yegua hacia delante para rebasar a Eadulf.

– Manteneos cerca de mí y nos os desviéis de la senda. El suelo parece firme, pero es cenagoso, y hay quien ha perecido en las profundidades del lodo.

Eadulf no pudo contener un escalofrío al mirar a su alrededor.

Fidelma puso mala cara al verle palidecer.

– El hecho de estar vivo conlleva riesgos y peligros, así que animaos -le aconsejó con optimismo antes de ponerse en marcha con resolución, abriéndose paso a caballo entre los juncos altos y agitados, un paisaje agreste y dramático frente al horizonte.

Eadulf se fijó en que el pantanal era una extraña mezcolanza de vegetación, y lo que tomaba por una llanura de juncos era en realidad una mezcla de masiegas, junquillos y espadañas mustias, sobrepasada con mucho la fase de floración. El conjunto de toda aquella vegetación concedía un curioso color verde al paisaje, combinado con una amplísima variedad de marrones y amarillos en los aledaños.

De vez en cuando levantaba el vuelo algún que otro bigotudo, aunque en grupos exiguos, de los nidos entre el juncar. Sus cuerpecillos pardos y rojizos eran difíciles de distinguir, incluso a los machos, pese a las manchas negras que los distinguían.

Eadulf oía cada vez mejor el rumor de la vertiginosa corriente. Reparó en que el río cruzaba una serie de bajíos y que el ruido era el movimiento del agua sobre un lecho de piedra, contra el que golpeaban rocas y objetos a mitad de corriente.

Fidelma guiaba a la yegua con cautela por el sendero. A pesar de ir en la silla, Eadulf notaba la superficie fangosa bajo los cascos del potro, y rezaba por que el animal no tropezara y no lo precipitase sobre el negro cieno del sendero. Fidelma, que tenía un excelente ojo para los équidos, había escogido aquel potro para Eadulf no porque fuera joven, sino porque era uno de los caballos más mansos de la cuadra de su hermano y sabía que su amigo no era precisamente un experto caballista.

Del juncar salieron a un terraplén verde y exuberante, donde aún había techos de hierba fangosa. Ante ellos se extendía un amplio tramo del río Suir.

Eadulf miró con inquietud la velocidad de las aguas, que borbotaban con espuma amarilla, pasando alrededor y por encima de una superficie rocosa.

– ¿Cómo es de profundo?

Fidelma le miró con una sonrisa para animarlo.

– El agua llegará al pecho del caballo. Soltad las riendas y no queráis guiarle. El potro sabrá lo que hace. Él mismo se abrirá paso en el bajo. Yo iré primero.

Sin decir nada más, espoleó a la yegua río adentro. Al principio, el animal se mostraba nervioso, ya que agitaba la cabeza y movía los ojos en todas direcciones. Luego avanzó colocando las patas con precaución; tropezó una o dos veces, pero se recuperó. A mitad de corriente, el agua espumosa ya le alcanzaba el pecho y se arremolinaba entre las piernas de Fidelma. Se volvió hacia Eadulf y, mediante una señal, le indicó que avanzara.

Eadulf miró las aguas salvajes, blancas y vertiginosas, casi paralizado por la angustia. Ya había visto a Fidelma hacerle señas para que se apresurara a cruzar, pero las manos le temblaban. No quería adentrarse en aquel torrente impetuoso. Se daba cuenta de que Fidelma tenía los ojos puestos en él y no tenía valor para reconocer su cobardía.


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