Fidelma había enviado a Eadulf a solicitar de Ségdae cuanta información fuera posible sobre el pasado del hermano Bardán, bajo estrictas instrucciones de decirle al abad que no se dijera nada que pudiera hacer pensar a aquél que estaba siendo investigado. Por su parte, Fidelma iría en busca del vehemente dálaigh de los Uí Fidgente.
Al final lo encontró en la tech screpta, la biblioteca de la abadía. Imleach albergaba una de las mayores bibliotecas del reino, con unos doscientos libros manuscritos. Buena parte de esos libros no se guardaban en estanterías, sino en bolsas de piel colgadas de unos ganchos o unas estanterías que había en las paredes. Cada bolsa contenía un volumen manuscrito. Aunque en una sección de la biblioteca se guardaban volúmenes encuadernados en cuero labrado con adornos bañados con plata. Algunos, unos pocos, se guardaban en unas cajetillas llamadas labor-chomet, o contenedores de libros, hechos de metal a fin de conservar obras de gran valor. Entre éstos se contaban La confesión de Patricio, los primeros Anales de Imleach y una Vida de Ailbe.
En la biblioteca de Imleach había, además, una zona donde los escribas trabajaban y estudiaban. Cuando Fidelma entró, varios miembros de la comunidad se hallaban inclinados, copiando libros. Las copias se realizaban encima de unas largas tablas rectangulares, delgadas y lisas, sobre las cuales se extendía papel de vitela. El papel se obtenía de la piel de oveja, cabra o ternera. Los escribas empleaban una tinta hecha de carbón, que guardaban en cuernos de vaca, y la labor se realizaba con plumas de oca, de cisne y hasta de cuervo.
Se fijó en que algunos escribas estaban leyendo de los flesc filidh -barras, duelas o varillas del poeta-, hechos de madera de tejo o manzano, donde se grababa el Ogham, la antigua forma de escritura irlandesa.
Fidelma esperó un momento para impregnarse de la atmósfera de la enorme sala que albergaba la biblioteca de Imleach. Estar en una biblioteca siempre le causaba un efecto agradable; tenía la sensación de estar en contacto con el pasado y el futuro al mismo tiempo, pues era allí donde el conocimiento del pasado se estaba transmitiendo a los escribas del futuro. Cada vez que entraba en una biblioteca sentía una fascinación infantil, pero la de Imleach estaba considerada como una de las más importantes del reino.
Localizó a Solam enseguida, porque se encontraba apartado de los escribas, sentado a una mesa de lectura en un rincón. Se acercó a su mesa sin hacer ruido.
– Veo que ya habéis descansado y que ya os habéis sobrepuesto a la mala experiencia, Solam -le susurró no sin cierta ironía, sentándose delante de él.
El dálaigh levantó la vista con un gesto de aparente ira por la interrupción.
– Si no me han herido ha sido por pura suerte, hermana -alegó en voz baja para no molestar a los demás-. Sigo pensando en presentar una queja al brehon principal de los cinco reinos. No creáis que podéis disuadirme de ello -aclaró avanzando la barbilla en un gesto desafiante.
– Jamás se me pasaría por la mente hacerlo -le contestó en un tono grave-. Sin embargo, como reputado dálaigh que sois… -dijo a medias palabras-. Sé que tendréis en cuenta el nerviosismo de la gente después de lo ocurrido anoche.
Solam no se inmutó.
– Eso no atenúa la gravedad del hecho: esa gente intentó matarme incluso después de haberme identificado.
– Pero no os mataron -subrayó Fidelma-. Aun así, jamás pensaría en disuadiros de presentar una queja.
Solam aspiró por la nariz con desdén.
– Así lo haré.
– Claro que sólo se os compensará la queja si ésta puede justificarse; es decir, si el pueblo no tenía motivos legítimos para asustaros. Si no tenían motivos para creer que habían sido atacados por los Uí Fidgente, entonces, claro, no tendrían argumentos contra vos. Aunque si creían que el ataque fue obra de…
Hizo un aspaviento con la mano para desestimar la cuestión y sonrió.
– No necesito que me aleccionéis en leyes -le espetó Solam, alzando tanto la voz que unos cuantos escribas levantaron la vista, y la voz estentórea del bibliotecario, que estaba sentado a la mesa principal, les ordenó entre dientes que callaran.
– ¿Conocéis bien al hermano Bardán? -prosiguió Fidelma inocentemente.
El hombrecillo la miró con desdén y le preguntó:
– ¿Os parece correcto que dos abogados contrarios discutan de asuntos que afectan a la vista de Cashel?
Fidelma notó que se le despertaba el mal genio, pero se contuvo.
– No sabía que estuviéramos discutiendo al respecto -replicó, tratando de atenuar el tono gélido de su voz-. Aunque por lo que decís, se os ha informado de todos los detalles del caso, así que no importa si hablamos en términos generales.
– Como dálaigh, me corresponde interrogar a quien yo quiera. Mi príncipe, Donennach, me envió un mensajero con la orden de que acudiera a Cashel, y con él llevaba una copia del protocolo que redactó Donndubháin, el tanist de Cashel. Acto seguido, partí de inmediato.
Fidelma insinuó con una rápida sonrisa:
– Supongo que el mensajero de Cashel os dijo que yo había venido a Imleach, y por eso estáis aquí, ¿cierto?
Solam se ruborizó.
– He venido aquí… -empezó a decir, y entonces se dio cuenta de adónde lo había conducido su oponente.
– El camino que va de Luimneach a Cashel queda al norte de la abadía, de lo cual deduzco que os pareció prudente pasar antes por aquí. ¿Tengo razón?
El hombrecillo entornó los ojos.
– Sois una dama muy astuta -afirmó con frialdad-. Vuestra reputación os precede.
– Cuan gratificante -exclamó Fidelma, y luego hizo una pausa para que el silencio pesara sobre la pregunta.
– Como dálaigh -explicó Solam-, mi obligación era averiguar si habíais sido capaz de reconocer el crucifijo. Debo creer que sí. El crucifijo de Ailbe fundó esta abadía; un crucifijo que ha desaparecido de la capilla donde se ha custodiado a lo largo de más de un siglo.
Fidelma disimuló su asombro al descubrir lo poco que había tardado Solam en reunir toda la información. Éste estaba reclinado contra la silla, componiendo un gesto ufano.
– No sabía que el hermano Bardán fuera tan locuaz -dijo en un susurro.
Solam no mostró amago de negar que había obtenido la información del boticario.
– Sin duda es más servicial que muchos otros del lugar.
– Hacéis justicia a vuestra reputación, Solam -dijo Fidelma.
– Descubriréis que ahora tengo pruebas de que esta conspiración de asesinato no fue idea de los Uí Fidgente, como alegáis.
– Estáis mal informado, Solam -le contradijo Fidelma-. Yo jamás he alegado nada. Ya que habláis del deber de un dálaigh, también es mi responsabilidad reunir hechos y presentarlos ante los brehons. Otros han hecho alegaciones; yo no. No dejaré de buscar la verdad hasta convencerme de haberla encontrado.
– Creo que encontraréis la verdad más cerca de Cashel de lo que creéis -insinuó el abogado de los Uí Fidgente.
De pronto se inclinó sobre la mesa, mirándola de frente sin pestañear. En un mismo tono, en poco más que un susurro, le dijo:
– Yo creo que vuestro hermano está conspirando para destruir a los Uí Fidgente. Creo que pretende completar la victoria que obtuvo en Cnoc Áine el año pasado, cuando nuestro rey, Eóganán, fue asesinado. ¿Qué mejor justificación para aniquilarnos que alegar que nuestro príncipe, Donennach, está implicado en una conspiración para asesinarlo por venganza? Si consigue que el pueblo se lo crea, conseguirá el apoyo necesario para destruir a los Uí Fidgente. Sacaré la verdad a la luz… ¡que Colgú, vuestro hermano, es quien está detrás de esta conspiración!
Solam se echó hacia atrás, desafiante, y cruzó los brazos.
Fidelma guardó silencio unos instantes y a continuación se permitió un asomo de sonrisa en la comisura de los labios. Movió la cabeza con tristeza.
– Tenéis una excelente técnica judicial, Solam. Por desgracia, más os vale reservarla para la sala del tribunal. Y no lo olvidéis: los brehons se basan en hechos, no en arranques emotivos.
Solam se puso en pie de un salto. Estaba rojo de furia. Fidelma había hecho una acertada valoración de su carácter vehemente. Consideró para sí que la expresiva irritabilidad del dálaigh podía ser para ella un buen recurso en su defensa ante los brehons. Por un momento pensó que la ira de Solam iba a estallar en forma de furia verbal. Pero el menudo dálaigh tragó hiel.
– El tiempo dirá -murmuró Solam con rabia antes de salir indignado de la biblioteca, y haciendo tal ruido, que un par de escribas levantaron la cabeza de los libros.
El bibliotecario jefe se levantó de su sitio y se acercó a Fidelma con mirada ofendida.
– El Uí Fidgente no ha devuelto el libro a su lugar -comentó al ver el libro que Solam había estado consultando-. Supongo que ya ha terminado, ¿no?
Fidelma hizo una mueca al bibliotecario y se excusó:
– Supongo que sí.
El monje se inclinó para recoger el volumen, pequeño y encuadernado en piel. De forma inesperada, Fidelma extendió una mano y detuvo al hombre.
– Un momento…
Giró el libro para leer el título. Era un ejemplar de la Vida de Ailbe. Lo entregó al bibliotecario, reflexionando.
Eadulf estaba con el abad Ségdae en la celda privada de éste. Ambos levantaron la cabeza con sorpresa al ver entrar a Fidelma, que fue al grano:
– ¿Cómo es posible que el hermano Bardán sepa que os mostré el esbozo de un crucifijo que descubrimos encima de uno de los asesinos de Cashel, el cual se identificó como una de las Reliquias desaparecidas de Ailbe?
El anciano abad de rasgos falcónidos parpadeó.
– Yo no se lo dije -protestó-. Pero todo el mundo sabe que las Reliquias y el hermano Mochta se han desvanecido, Fidelma.
– Pero nadie tendría por qué saber que el crucifijo fue hallado en el cuerpo del asesino.
El abad abrió las manos.
– No me pareció que debiera mantenerse en secreto entre los religiosos superiores de la abadía. Las Reliquias constituyen una gran preocupación para todos nosotros. Al fin y al cabo, somos la primacía de este reino. Aquí acuden los reyes Eóghanacht para prestar juramento junto al antiguo tejo. ¿Por qué iba a ser un secreto?
– No os echo la culpa de nada, Ségdae -lo tranquilizó Fidelma-. Decidme, ¿a quiénes lo mencionasteis?
– Se lo dije al hermano Madagan por ser el administrador de la abadía.
– ¿Y al hermano Bardán? ¿Se le dijo a él?
– La abadía es una comunidad de vínculos estrechos. Las noticias vuelan. Es imposible mantener secretos entre los hermanos y las hermanas de la Fe.
Fidelma suspiró para sí. El abad tenía toda la razón.
Saltaba a la vista que Ségdae estaba preocupado por la forma en que miraba ora a Fidelma, ora a Eadulf.
– ¿Por qué ambos mencionáis al hermano Bardán? -les preguntó-. El hermano Eadulf también me estaba interrogando sobre él. ¿Sospecháis que puede haberse conducido de un modo impropio para un miembro de esta abadía?
– Ya le he explicado al padre abad que sólo queremos aclarar algunos aspectos circunstanciales -se apresuró a intervenir Eadulf.
– Así es, Ségdae -coincidió Fidelma-. Seguramente Eadulf ya os habrá pedido absoluta discreción al respecto. Como comprenderéis, para descubrir la verdad, en ocasiones es menester preguntar acerca de algunas personas a fin de comprobar ciertos hechos. No se trata de ninguna afrenta a su reputación ni de sospecha alguna de haber obrado mal. Por eso nos gustaría que no se comentara nada acerca de estas indagaciones sobre el hermano Bardán.
El abad se mostraba desconcertado, pero dio su asentimiento.
– No hablaré con nadie de esto.
– Ni siquiera con el administrador, el hermano Madagan -insistió Fidelma.
– Con nadie -subrayó el abad-. Antes le he dicho a Eadulf que tengo plena confianza en el hermano Bardán. Ha estado con nosotros unos diez años, trabajando como boticario y embalsamador.
– El abad me ha dicho que procede de la región -explicó Eadulf-. Que era herborista antes de ingresar en la escuela médica del monasterio de Tír dhá Ghlas. Se hizo boticario y embalsamador y luego se unió a la comunidad de Imleach.
– ¿Fue guerrero? -preguntó Fidelma.
– Nunca -respondió el abad, extrañado-. ¿Qué os hace pensar que lo fuera?
– Era sólo una idea. ¿Sabéis si era muy amigo del hermano Mochta?
– Todos somos hermanos y hermanas en esta comunidad. La habitación del hermano Bardán estaba al lado de la del hermano Mochta. No tengo ninguna duda de que serían amigos. Como el hermano Daig; pobre chiquillo. No hace mucho, el hermano Bardán solicitó permiso para formar a Daig y para que éste le ayudase en la botica.
– Así, que vos sepáis, el hermano Bardán y el monje desaparecido no mantenían una relación estrecha -insistió Fidelma.
El abad Ségdae movió la cabeza.
– No sabría deciros. En esta comunidad todos somos uno mismo ante Dios.
Fidelma asintió, casi absorta.
– Muy bien -dijo, y abrió la puerta-. Gracias, Ségdae.
El abad parecía preocupado.
– ¿Se sabe algo más sobre la resolución de este misterio? -preguntó con inquietud.
– En cuanto sepa algo, os lo comunicaré -respondió Fidelma lacónicamente y, una vez fuera, propuso a Eadulf-: Vayamos a examinar otra vez el aposento del hermano Mochta.
– ¿Se os ha ocurrido algo? -preguntó él, siguiéndola por el corredor.
Fidelma captó la expectación en su voz y tuvo que responderle mediante un gruñido sardónico.
– Con este caso, Eadulf, estoy totalmente perdida. Cuando creo que he visto alguna relación entre los hechos, ésta se desvanece al instante. Sólo hay sospechas. Con estas pruebas nunca me ganaría la simpatía del tribunal. Ahora nos queda menos de una semana para recopilar pruebas.
– Pero si no encontramos pruebas contra los responsables, la otra parte tampoco puede tenerlas para su propia defensa -señaló Eadulf.
– No funciona así. El príncipe Donennach era un invitado bajo la protección de mi hermano cuando los asesinos perpetraron el ataque. Mi hermano respondía por la seguridad de sus invitados. Ahora debe demostrar que él no ha sido el responsable. El príncipe Donennach no tiene que demostrar que la culpa recae sobre mi hermano.
– No sé si lo he entendido bien.
– Mi hermano sólo será absuelto de su responsabilidad si puede demostrar que se trata de una conspiración de los Uí Fidgente o de otra facción.
– Es un punto muy sutil -observó Eadulf.
– Sin embargo, es el fulcro de la ley.
– Bueno, ¿y qué esperáis encontrar ahora en el cuarto del hermano Mochta? Ya lo hemos examinado.
Habían llegado a la puerta de la habitación.
– No sé qué espero encontrar -confesó Fidelma-. Algo. Algo que nos saque de esta ciénaga.
El ruido de algo cayendo al suelo les sobresaltó y provocó que se miraran el uno al otro. Al parecer, el sonido procedía de la habitación del hermano Mochta.
Fidelma se llevó un dedo a los labios y, con cuidado, acercó la mano al picaporte y la cerró. Entonces, con un movimiento rápido, abrió la puerta. Como había imaginado, no estaba cerrada con llave.
Finguine, príncipe de Cnoc Áine, que estaba arrodillado en el suelo, levantó la vista con un gesto de sorpresa. Tras unos instantes de silencio, se puso de pie y se sacudió el polvo de las rodillas.
– Fidelma, ¡menudo susto me habéis dado! -la reprendió.
– Como vos a nosotros -se quejó Eadulf.
– ¿Qué hacéis aquí, primo? -preguntó Fidelma a la vez que echaba una rápida mirada a la habitación.
Finguine compuso una mueca extraña.
– He oído decir al administrador de la abadía…
– ¿El hermano Madagan? -intervino Eadulf.
– El mismo. Me habló de la desaparición y solicité ver el cuarto. Parece que hubo un enfrentamiento y que se llevaron al pobre hermano por la fuerza. Quizá lo obligaron a coger las Reliquias de la capilla y luego se lo llevaron a las colinas. Y una vez allí, seguramente lo mataron.
Fidelma se quedó mirando a su primo un momento y le preguntó, muy seria:
– ¿Así interpretáis vos los hechos, Finguine?
– No creo que haga falta mucha imaginación para interpretar esto -respondió Finguine, extendiendo la mano para señalar el cuarto.
– Pero… -empezó a decir Eadulf, pero al ver el fuego gélido de los ojos de su compañera, calló de golpe.
Finguine se volvió hacia él y preguntó:
– ¿Cómo decís?
Eadulf hizo una mueca forzada.
– Sólo decía que, en ocasiones, las apariencias pueden ser engañosas. Y… eh…, bueno, lo que decís puede ser una interpretación más que lógica.
Finguine se volvió hacia Fidelma.
– ¿Lo veis? -dijo-. Me temo que no estamos buscando tanto al hermano Mochta, como a su cuerpo. Una vez los ladrones se hicieron con las Santas Reliquias, ¿para qué iban a querer al hermano Mochta?
– Pero, ¿para qué iban a llevárselo en primer lugar? -no pudo evitar responder Fidelma.
– Quizá para impedir que éste diera la voz de alarma.
– Podrían haberlo dejado atado en su habitación -sugirió Eadulf.
– Cierto, pero lo habrían encontrado antes de lo deseado, por lo que prefirieron llevárselo. De este modo, la comunidad perdería el tiempo buscándolo, permitiendo a los ladrones huir a todo galope.
– Creo que mi primo, príncipe de Cnoc Áine, tiene una buena perspectiva, Eadulf.
Eadulf la miró, perplejo. Por la inflexión del tono, Fidelma intentaba decirle algo. Estaba claro que le estaba avisando de que evitara oponerse a las hipótesis que proponía Finguine.
– Sea como fuere, primo -prosiguió Fidelma con naturalidad-, vuestras suposiciones sólo pueden confirmarse si hallamos los restos del cuerpo del hermano Mochta en las colinas.
Finguine se puso derecho y sonrió con pena y satisfacción.
– Me temo que ya puedo confirmarlas.
Eadulf se mostró asombrado.
– ¿Significa eso que habéis hallado los restos del hermano Mochta?
– Sí.
Recibieron la noticia envueltos en un silencio prolongado.
– ¿Dónde los han encontrado, Finguine? -preguntó Fidelma
– Venid y os lo mostraré -respondió Finguine enseguida-. Uno de mis hombres ha encontrado esa cosa espeluznante en un campo, no muy lejos de aquí. Los lobos lo estaban descuartizando. Lo han traído en un saco para identificarlo. Lo hemos llevado al boticario.
– ¿Al hermano Bardán?
– Si es el boticario, sí.
– ¿Ha identificado los restos?
– Todavía no. Mientras esperaba a que lo hiciera, he venido a la habitación de Mochta para ver si la escena encajaba con mi idea de lo sucedido.
Siguieron al príncipe de Cnoc Áine hasta la botica. Allí, uno de sus guerreros se hallaba sentado con aire taciturno sobre el borde de una mesa. El propio hermano Bardán aparecía inclinado sobre algo que había estado envuelto en arpillera. Estaba echado sobre la mesa.
El hermano los miró al verles entrar con los semblantes pálidos.
– Me temo que no hay duda -dijo como si hubiera respondido a una pregunta que nadie había formulado.
– ¿Es el monje desaparecido? -preguntó Finguine, que quería aclarar el asunto.
El hermano Bardán asintió, apenado.
– Este antebrazo es del hermano Mochta. Se lo han arrancado los lobos. Mirad la marca de los caninos.
Fidelma apretó la mandíbula y se colocó a su lado. Miró a la mesa. En efecto, era un antebrazo amputado cubierto de sangre. Había sido arrancado por el codo. Todavía conservaba la mano. Era el brazo izquierdo.
– Bueno, eso resuelve el misterio de la desaparición del pobre hermano -anunció Finguine-. Creo que también corrobora mi hipótesis del robo.
Fidelma no dijo nada. Tenía los ojos puestos en el miembro cercenado. Entonces preguntó, arrugando la nariz:
– ¿Estáis seguro de que habéis hecho una identificación definitiva del hermano Mochta?
– Como he dicho, no hay ninguna duda -asintió el boticario moviendo la cabeza con convicción.
– Gracias, hermano.
– Enviaré a algunos hombres para que den una batida por las colinas donde lo encontraron -aseguró Finguine al boticario-. Quizá de este modo podamos seguir la pista de los ladrones, pero lo dudo.
– Informadme, si se descubre algo más -pidió Fidelma a su primo, haciendo una seña a Eadulf para que la siguiera.
– En fin -dijo Eadulf con tranquilidad cuando estuvieron a solas-, parece que ya está. Ahora ya sabemos qué le ocurrió al hermano Mochta.
– No, no lo sabemos -le soltó Fidelma con enfado-. Lo que acaba de confirmarse es que el hermano Bardán es un embustero.