CAPÍTULO XVIII

Fidelma se sentó en el jergón junto al hombre. No parecía demasiado sorprendida por la aparición del orondo religioso que, según todos los indicios, había sido visto por última vez, muerto, en la botica del hermano Conchobar en Cashel.

– ¿Son muy graves las heridas, hermano Mochta? -se interesó.

– Siguen doliendo, pero me han dicho que se curarán -respondió el hombre.

– Se lo ha dicho el hermano Bardán, ¿no es cierto?

El hermano hizo una mueca afirmativa.

Eadulf no podía apartar la vista de aquel hombre, cuyos rasgos no se diferenciaban en nada del asesino muerto, salvo en algo que no era capaz de discernir. El hombre que tenía delante todavía llevaba la tonsura irlandesa de san Juan, con la cabeza afeitada a partir de una línea que iba de oreja a oreja. Pero había otra diferencia indiscernible.

– Imagino que el hermano Bardán os ha tratado las heridas mientras estabais aquí, ¿me equivoco? No confiabais en nadie.

– Es difícil confiar en nadie, sobre todo cuando te traiciona alguien a quien has conocido toda la vida; alguien que es de tu propia carne, de tu propia sangre y junto a quien has crecido. Cuando un familiar te traiciona, ¿cómo volver a confiar en alguien?

Con una seña, Fidelma indicó a Eadulf que tomara asiento. Así lo hizo, aunque reacio, pues no podía apartar la vista del corpulento monje.

– Os referís a vuestro hermano gemelo, claro -quiso aclarar Fidelma.

– Por supuesto.

Eadulf no pudo ocultar la expresión de sorpresa.

– ¿Su hermano gemelo? -repitió como un estúpido.

El hermano Mochta movió la cabeza asintiendo con pesar.

– ¡Mi hermano gemelo! Conmigo, no hace falta andarse con rodeos, hermana. El hermano Bardán me dijo de qué modo murió en Cashel. Así es, era mi hermano gemelo, Baoill.

– Había empezado a sospecharlo -dijo Fidelma con escasa satisfacción en la voz-. Una persona no puede estar en dos sitios distintos a la vez, ni llevar dos tonsuras tan características. La respuesta a esa incongruencia sólo podía ser que fuerais dos personas distintas. ¿Cómo es posible que dos personas puedan parecerse tanto? La única explicación es que estén emparentados, que sean hermanos. Y, aun así, sólo puede darse el caso si son gemelos.

El hermano Mochta asintió con aire algo taciturno.

– Gemelos idénticos -corroboró-. ¿Cómo me habéis encontrado aquí? Supongo que Bardán os ha dicho dónde estaba. Hablamos de esto ayer, después del ataque. Empezaba a estar convencido de que podíamos confiar en vos. Aconteció que os vio en buenos términos con ese abogado de los Uí Fidgente, Solam, que ha mostrado interés por saber mi paradero.

– ¿Por eso Bardán identificó unos restos humanos como los vuestros? -preguntó Fidelma.

– La idea no me hacía ni pizca de gracia, pero a Bardán le pareció que era la única manera de impedir que Solam me siguiera buscando, y que nos daría tiempo para pensar en qué era lo mejor que podíamos hacer.

– Tal vez lo mejor sea que nos contéis con vuestras propias palabras qué sucedió para dejaros en estas condiciones -lo invitó Fidelma.

El hermano Mochta la miró, pensativo, un momento.

– ¿Puedo confiar en vos?

– No puedo responderos a esa pregunta -respondió Fidelma-. Sólo puedo deciros que soy hermana de Colgú y que debo lealtad a Muman. Que soy dálaigh e hice juramento para respetar y hacer cumplir la ley por encima de todas las cosas. Si eso no os basta para confiar en mí, no puedo añadir nada más.

El hermano Mochta guardó silencio un momento, apretando los labios, como si estuviera ante un dilema.

– ¿Cuánto sabéis acerca de lo ocurrido?

Fidelma se encogió de hombros.

– Bastante poco. Sé que fingisteis vuestra propia desaparición y que os llevasteis casi todas las Santas Reliquias. Imagino que vuestro hermano se las arregló para robaros una, el crucifijo de Ailbe, y al tratar de impedírselo probablemente os lastimasteis. Al no confiar en nadie, os ocultasteis aquí, y el hermano Bardán os ha ido suministrando alimento y medicinas. Por cierto, ¿dónde está?

El hermano Mochta parecía confuso.

– ¿El hermano Bardán? No le he visto desde anoche. ¿Acaso no os ha enviado él?

Fidelma entornó los ojos, inclinándose hacia delante. Con cierta tensión, preguntó:

– ¿Decís con esto que no ha estado aquí en toda la mañana?

El monje herido movió la cabeza.

– Espero su llegada de un momento a otro, ya que anoche decidimos que lo más recomendable era buscar protección, sobre todo tras el ataque.

– ¿Qué clase de protección?

– Bardán decidió acudir al príncipe de Cnoc Áine y contárselo todo. Sabemos que Finguine es amigo de la abadía y leal a su primo, el rey. Acordamos exponerle los hechos, y entonces él podría tomar la decisión de decíroslo o no. Al veros llegar, he pensado que Finguine o Bardán os habían enviado… -vaciló, pues estaba desconcertado-. ¿Cómo me habéis encontrado? -insistió.

– Con suerte -murmuró Eadulf, que todavía estaba estupefacto por todo lo acontecido.

– ¿Por qué no confiasteis en mí y me dijisteis que estabais a salvo en cuanto llegué a la abadía? -quiso saber Fidelma, molesta porque se hubiera perdido tanto tiempo con el subterfugio.

El hermano Mochta la miró con una sonrisa forzada, que reflejó cierto dolor, de modo que relajó la pierna izquierda para notar la presión de la herida.

– No sabíamos si podíamos confiar en vos, hermana. No sabíamos distinguir a los amigos de los enemigos.

– Yo soy la hermana del rey de Cashel -repitió Fidelma.

– Pero también una hermana que ha pasado mucho tiempo fuera del reino y…

El hermano Mochta le lanzó una mirada a Eadulf.

– … además siempre vais en compañía de un clérigo de la orden católica.

– ¿Acaso es ello un factor descalificativo en este país? -se indignó Eadulf, enrojeciendo de furia.

– Es un hecho que quienes abogan por la doctrina de Roma no siempre simpatizan con quienes seguimos la forma de hacer de nuestros padres…

– ¿De verdad que vos o el hermano Bardán sospecháis que podría traicionar a mi hermano y a este reino? -interrumpió Fidelma.

– La sangre no consolida la unión -respondió Mochta con serenidad-. Lo he aprendido de la peor forma posible.

– Quizá tengáis razón. ¿Por qué no desconfiar del abad Ségdae, que habría sido el apoyo más normal a quien acudir en un momento de crisis?

– El padre abad es un hombre honorable -dijo Mochta-. No habría aprobado mi plan de ocultar las Santas Reliquias. Él las habría mantenido en la capilla, porque cree que allí están a buen recaudo. Y luego, ¿qué? Eso casi sería una invitación para atacar la abadía. ¿Por qué creéis que los atacantes no fueron directamente a la abadía? Porque se enteraron de que las Santas Reliquias no estaban allí.

– ¿Sabéis quiénes eran los atacantes? -exigió Fidelma.

– Tengo una idea.

– Muy bien. Escuchemos vuestra historia desde el principio -lo invitó Fidelma-. Vuestro hermano Baoill formaba parte de una conspiración para derrocar la Casa Real de Cashel. ¿Cómo llegó a ocurrir?

– Mejor será que empiece por el principio. Nací en el territorio de Clan Brasil…

– Eso ya lo sabemos -lo interrumpió Eadulf, lo cual le valió un gesto de irritación por parte de Fidelma.

– Proseguid, Mochta -le exhortó Fidelma.

– Por tanto, soy del norte. Como bien sabéis, mi hermano y yo éramos gemelos idénticos. Éramos tan parecidos, que nadie era capaz de reconocernos; a veces, ni siquiera nuestra propia madre. Crecimos como dos jóvenes rebeldes e intrépidos. Cuando se aproximó la edad de elegir, nuestro padre, un hombre distraído, pidió a un tatuador ambulante que nos grabara un emblema en el brazo de manera que pudiera distinguirnos. Nosotros sobornamos al tatuador para que dibujara exactamente el mismo emblema en ambos brazos, un ave de presa…

– Un águila ratonera -dijo Fidelma con una sonrisa-. La reconozco. ¿Qué os hizo elegir ese pájaro en particular?

Mochta hizo una mueca.

– Lo elegimos porque esta especie sólo se da en nuestra costa, al noreste, y el tatuador, que también era de esa región, la conocía. Por nada más.

– Ya veo. Proseguid.

– Nuestro padre se enfadó mucho al descubrir la diablura. De hecho, ya hacía tiempo que estaba harto de nuestra creciente rebeldía e intrepidez juveniles. Llegado el momento, cuando cumplimos la edad de escoger, nos dijo que la elección era simple: podíamos decidir hacer lo que quisiéramos en la vida, siempre y cuando nos fuéramos de casa y dejáramos de incordiarle.

– Y os inclinasteis por la vida monacal -saltó Eadulf cuando el monje hizo una pausa para reflexionar-. Una vida algo extraña para unos jóvenes tan intrépidos. Alguna que otra ocupación más apropiada tendría que haber, ¿no?

– Nuestro ímpetu se apagó cuando mi padre nos cerró la puerta, hermano sajón. No sé por qué, ambos decidimos acceder a la abadía de Armagh, que está en la región de nuestro clan, donde Patricio…

– Conocemos la historia de Armagh -le aseguró Fidelma con brevedad.

– Bueno, allí ambos estudiamos para ser scriptors. Entonces empezamos a distanciarnos. Mi hermano decidió seguir la doctrina católica, que Armagh fomenta. Yo prefería la doctrina tradicional, así que me rebelé contra Armagh y adopté la tonsura de san Juan. Tenía buena reputación como amanuense, por lo que me despedí de mi hermano y viajé aquí y allá durante un tiempo. Me acogieron varias abadías, y hasta importantes tribunales que necesitaban un escriba. Así fue como acabé en este reino y pasé a formar parte de la comunidad de Imleach. De eso hace ya diez años.

– ¿Mantuvisteis el contacto con vuestro hermano durante ese tiempo?

Mochta movió la cabeza.

– Sólo en una o dos ocasiones. Por él supe que habían muerto mis padres y que nuestro hermano mayor se había hecho cargo de la granja. Pero nos habíamos convertido en desconocidos el uno para el otro.

– ¿Y no volvisteis a ver a vuestro hermano hasta hace poco?

– Exacto -respondió el hermano Mochta-. Por lo visto, Baoill se había convertido en un acérrimo seguidor de Roma. Y más fanático que nunca. Lo cual es comprensible, dado que Ultán, el comarb de Patricio, abad y obispo de Armagh, es partidario de extender la doctrina a lo largo y ancho de los cinco reinos.

Fidelma hizo un gesto afirmativo.

– Conozco la ambición de Ultán por unir las iglesias de los cinco reinos bajo el dictado católico, bajo una misma égida y un mismo gobierno. Aquí no funcionaría jamás, pues va contra nuestra cultura -calló y se mostró algo contrita-. Entiendo que vos no compartís la opinión de vuestro hermano.

– Así es, hermana. Yo creo en las tradiciones de nuestro pueblo, y no en esas nuevas ideas que surgen en tierras foráneas.

– ¿Y cómo fue que volvisteis a encontraros con vuestro hermano?

– Como sabéis, a raíz de mi cargo de scriptor, ascendí a conservador de las Santas Reliquias de Ailbe. No hace falta que os explique lo que esas Reliquias simbolizan en este reino.

– En absoluto -asintió Fidelma con gravedad.

– Bueno, hace una semana o dos, llegó un hombre a la abadía y preguntó por mí. Tenía aspecto de guerrero profesional: alto, cabellos largos y rubios…

– ¿Armado con un arco? -intervino Eadulf-. ¿Un arquero?

Mochta asintió:

– Sí. Tenía el aspecto de un arquero profesional. Me dijo que traía un mensaje de mi hermano, Baoill, que quería verme. Subrayó que, a causa de ciertos asuntos, que no me explicó, Baoill quería verme a solas y en secreto. El arquero se alojaba en la posada de Cred. Intrigado por petición semejante, fui a la posada de aquélla. Al abrir la puerta y ver que no había nadie más, me alegré, pues el padre abad desaprobaba el lugar. Se habría enfadado mucho si hubiera sabido que había ido allí a ver a alguien.

– Continuad.

– Cred me dijo que el arquero me estaba esperando en un cuarto de la planta superior. Así como mi hermano Baoill. Tras saludarnos como dos hermanos que no se han visto en mucho tiempo, entablamos una conversación sobre política… política eclesiástica más que nada. Fue entonces cuando me hice cargo de las convicciones de mi hermano. En cuanto yo le hice saber las mías, evitó hablar del asunto. Era un hombre listo, ese hermano mío.

»Dio un giro a la conversación preguntándome si era uno de los escribas que estaba trabajando en los Anales de Imleach. Le confirmé que lo era. Me preguntó qué fecha había dado a la fundación de Armagh. Le contesté que había concedido la fecha del año de nuestro Señor cuatrocientos cuarenta y cuatro. Luego preguntó qué fecha había dado al óbito de Patricio. Y yo le dije el año de nuestro Señor cuatrocientos cincuenta y dos. Estas fechas no eran polémicas.

»Cuando empezó a preguntarme sobre las fechas en que situaba a san Ailbe y a la fundación de Imleach, empecé a ver hacia dónde se encaminaba. Me dijo que los escribas del norte estaban dando fechas casi un siglo posteriores a Patricio.

– He visto las notas que habéis tomado sobre el asunto de los Anales -le dijo Fidelma, y extrajo el trozo de vitela que guardaba en el marsupium.

Mochta lo miró y asintió con la cabeza.

– Me atengo a lo que digo. Cuando le dije a Baoill que era absurdo situar a Ailbe en una fecha tan posterior, porque había predicado la Fe en Muman antes que Patricio, y de hecho habían bautizado juntos al rey de Muman, vuestro propio antepasado, Oenghus Nad Froích, estando Patricio en Cashel, mi hermano empezó a discutir otra vez.

– Pero, ¿qué significa todo este embrollo de fechas? -exigió Eadulf, que intentaba seguir al monje, pero sólo conseguía asombrarse cada vez más.

– Por lo que decía mi hermano, trataba de persuadirme para que en los anales yo dejara constancia de que Ailbe era posterior a Patricio. Quería que dejara escrito que Ailbe y sus prosélitos fundaron Imleach después de fundarse Armagh. Incluso quería que yo afirmara que Ailbe no debía ser considerado patrón de Muman y que se debía conceder a Cashel el título de «La Roca de Patricio». Quería que mis textos apoyaran la reivindicación de que Armagh poseía el derecho histórico para reclamar la primacía de la Fe en los cinco reinos.

Fidelma parecía apesadumbrada.

– Conozco muy bien los designios de Ultán de Armagh. No es el primer comarb de Patricio que ha querido que Armagh se estableciera como la primacía en los cinco reinos y que las iglesias quedaran bajo la doctrina de Roma. Para ello, antes debe asegurarse de desacreditar las reivindicaciones de Imleach como la primacía de Muman. Pero tales acontecimientos no tienen nada que ver con esto, ¿no?

– Ni yo mismo lo sé, hermana -confesó el hermano Mochta-. Sólo sé que mi hermano volvió a sacar la conversación de este asunto, haciéndola recaer en las Santas Reliquias de Ailbe. Qué astuto fue… Jugó con mi orgullo. Le conté que en algunas de las Reliquias estaba grabada la fecha que demostraría el día en que Ailbe fue nombrado obispo. Dijo que solamente lo creería si veía esas Reliquias. Le dije que viniera a la abadía, pero se negó, alegando que no convenía que mi hermano gemelo fuera visto en Imleach con la tonsura de Roma. Era una excusa absurda, pero no le di más vueltas. Como alternativa, propuse que se acercara en secreto a la puerta que da al huerto del hermano Bardán una noche y le mostraría las Reliquias. Accedió y dijo que de este modo se resolvería el conflicto entre Armagh e Imleach.

Fidelma le preguntó, pensativa:

– Fue una ingenuidad por vuestra parte otorgarle credibilidad.

– Era mi hermano. Ni siquiera entonces sospeché de su retorcida mente.

– ¿Y qué ocurrió luego?

– A la noche siguiente, a la hora acordada, fui a la capilla y, sin que nadie me viera, saqué el relicario. Me disponía a llevarlo al lugar de encuentro, cuando algo me detuvo. Quizás había empezado a desconfiar de él, así que decidí llevarme sólo el crucifijo de Ailbe como muestra, pues en el dorso hay una fecha grabada. Saqué el crucifijo del relicario y lo llevé a la puerta del huerto. Fuera estaba mi hermano con el arquero… ¡Dios perdone a Baoill! Me arrebató el crucifijo y me exigió que le dijera dónde estaban el resto de las Reliquias. Al ver que no las llevaba conmigo, perdió los estribos. Me asestó tal golpe, que caí contra la puerta produciéndome una herida sangrienta.

– Eso explica la sangre seca de la jamba -dijo Eadulf.

– Fue entonces cuando me di cuenta de que mi hermano había pretendido robar las Reliquias desde el principio.

– ¿Creéis que fue idea suya o que alguien lo indujo a hacerlo? -preguntó Fidelma-. ¿Ultán de Armagh, por ejemplo? Todo apunta a que el propósito es desacreditar a Ailbe e Imleach.

– Sólo sé que mi vida pendía de un hilo. Creo que, de haber podido, mi hermano me habría matado. Entonces apareció el hermano Bardán, que había salido a recoger hierbas. Al ver el ataque, intervino sirviéndose de un bastón para rechazar a mi hermano y el arquero. Mientras Bardán se afanaba en asegurar la puerta, mi hermano amenazó con que otros vendrían a tomar lo que yo no había querido darle.

– En tal caso, no hay duda de que vuestro hermano Baoill y el arquero no actuaban por cuenta propia.

El hermano Mochta inclinó la cabeza dándole la razón.

– En eso estáis en lo cierto. Yo estaba demasiado impresionado para sopesar las circunstancias. Bardán me acompañó a mi aposento y le conté lo que sabía de la historia. Me dijo que comunicara sin demora al abad Ségdae que habían robado el crucifijo. No pude hacerlo, pues quería dar tiempo a Baoill para que reflexionara sobre el delito y devolviera la cruz. Me negaba a creer que mi hermano se hubiera convertido en un ser tan perverso.

– Y no la devolvió, claro está -apuntó Eadulf.

– Pasaron unos días y no regresó a devolverla. Por tanto, decidí ir en su busca.

– Solicité al hermano Bardán que me acompañara. Fuimos a la posada de Cred. Allí nos encontramos con uno de los carreros del mercader de Cashel mirándome con extrañeza.

– Eso es porque os vio entrar en la posada en días anteriores -murmuró Eadulf.

– Yo no le vi.

– Él os vio a vos.

– Lo cierto es que al salir Cred, le dije que buscaba al arquero y su acompañante.

– Ella dijo que no sabía nada de ningún acompañante…

– Lo cual era verdad -afirmó Fidelma-. Al ser gemelo vuestro, no podía arriesgarse a dejarse ver sin más por el pueblo, dado el parecido con vos. Habría llamado la atención. Se alojaría fuera del pueblo.

– Cred dijo que el arquero se hallaba de caza en las colinas -continuó el hermano Mochta-. Bardán y yo dimos una vuelta por el pueblo por si veíamos al arquero, aunque en balde. Acto seguido regresamos a la abadía. Bardán solía dejar abierta la puerta del huerto, así que resolvimos entrar por allí. A la altura de la hilera de tejos, antes de cruzar el brezal, no muy lejos de la puerta, mi hermano apareció repentinamente. Al parecer nos había estado esperando.

– Le pedí el crucifijo que había robado, pero él pretendía el relicario con todo el contenido. Me amenazó. Al negarme en redondo, se echó a reír diciendo que había querido pedirlo por las buenas, y que no nos gustarían nada los siguientes visitantes que vendrían a Imleach.

– ¿Y entonces?

– Le dije que estaba fuera de sí -continuó el hermano Mochta-. A esto me respondió que gozaba del respaldo de un poderoso príncipe y que era Muman quien estaba fuera de sus casillas al no bajar la cerviz ante lo inevitable. Dijo que habría una sola primacía para los cinco reinos y un único poder gobernante.

Fidelma se animó.

– ¿Lo dijo con estas mismas palabras?

– Sí. Con estas mismas palabras.

– Creo que veo la mano de Mael Dúin, rey de Ailech, en esta conspiración. Los comarbs de Patricio quieren para Armagh lo mismo que los reyes Uí Néill pretenden para su dinastía: que la suprema soberanía de Éireann sea un dominio fuerte y central, como el de los emperadores de Roma. Este misterio empieza a resolverse. Proseguid, Mochta. ¿Qué pasó después?

– Indignados, Bardán y yo dimos media vuelta, dando la espalda a mi hermano y sus disparates. Nos dirigimos campo traviesa hacia la puerta del huerto…

– Ya conocemos el lugar -se adelantó Eadulf.

– A medio camino, oímos un zumbido cruzando el aire y al instante noté un intenso dolor en el hombro -explicó, llevándose la mano a la herida-. Caí de bruces. Luego Bardán me contó que vio al arquero de pie junto a la hilera de tejos, colocando otra flecha en la cuerda del arco. Bardán me agarró y me arrastró como pudo hacia la puerta. Justo al llegar, el arquero lanzó la segunda flecha y me alcanzó en la pierna.

– ¿Nadie más presenció este suceso en toda la abadía?

Mochta movió la cabeza, explicando:

– Ya habéis visto esa zona. Ninguna ventana da al campo, y tampoco es un lugar frecuentado. Bardán me ayudó a entrar, corrió los cerrojos y me ayudó a subir a mi celda. Dado que es boticario, pudo extraer las flechas (que gracias a Dios no habían penetrado mucho) y vendó las heridas.

– Entonces hablamos de cuál sería la mejor posibilidad. Estaba claro que mi hermano y su amigo formaban parte de una conspiración para desacreditar a Muman y a Imleach, pero, ¿por qué? La intención, la desconozco. Para mí, la preocupación más inmediata en ese momento era la amenaza del asalto y el robo de las Reliquias. Me angustiaba la idea de que mataran a los hermanos durante el suceso.

«Pasamos un largo rato hablando de todo esto y al fin acordamos que yo tendría que desaparecer con las Santas Reliquias que quedaban. Bardán se encargaría de que al día siguiente corriera la voz de que tanto yo como las Santas Reliquias habíamos desaparecido sin dejar rastro. Con este recurso, esperábamos disuadir un posible ataque o intento de robarlas a la abadía y, en consecuencia, la comunidad quedaría a salvo de cualquier daño posible.

»Nadie me vio regresar maltrecho a la abadía. Vendadas las heridas, asistiría a vísperas para dejarme ver. A continuación regresaría a mi aposento. Ello resultó ser una experiencia desagradable, pues al tener vendadas las heridas me dolían más. Lo pasé bastante mal. Sin embargo, cuando acabó la misa, regresé a mi aposento.

»Lo preparamos todo para que Bardán se llevara el relicario de la capilla y me lo trajera. Desordenamos mi aposento sin descuidar ningún detalle, de modo que pareciera que alguien se me había llevado a la fuerza. Nos llevamos unas cuantas cosas. Dejé que una de las flechas que me habían lanzado quedara a la vista, esperando facilitar así un indicio sobre el atacante.

– Y la vimos -observó Eadulf.

– Entonces Bardán me condujo a este lugar. Al ser de esta región, él conocía la cueva y sabía que no suele utilizarse. Pensó que podría ocultarme aquí hasta que mi hermano y el arquero fueran descubiertos. Al día siguiente, vos llegasteis a la abadía con la nueva de que mi hermano y su compañero habían muerto en un intento de asesinar a Colgú y al príncipe de los Uí Fidgente. Bardán dijo que los hechos no eran tan simples como parecían, ya que no llegaron a confesar quién estaba detrás de la conspiración. Aquello significaba que debíamos ponderar el siguiente paso, que debíamos decidir en quién podíamos confiar.

Fidelma dio un hondo suspiro.

– Desearía que hubierais confiado antes en mí.

– Poco habría servido para impedir el ataque a la abadía -señaló el hermano Bardán.

– ¿Quiénes decís que eran los atacantes? ¿Guerreros del rey de Ailech que secundan el plan de Armagh para ejercer el control en la región? -inquirió Eadulf.

– No, yo creo que eran Uí Fidgente -respondió el hermano Mochta-. A principios de año corrían rumores de que los Uí Fidgente buscaban aliarse con los reyes Uí Néill del norte, contra Cashel. Nunca han perdonado a Colgú por la derrota en Cnoc Áine ni por la muerte de su rey. Se aliarían a los Uí Néill y Armagh para debilitar y derrotar a Cashel. ¿Qué mejor modo de debilitar a un reino que dividiéndolo?

– Puede que no os equivoquéis, Mochta -asintió Fidelma, y luego hizo una pausa, como si le hubiera venido algo a la mente-. Vos y Bardán sois muy buenos amigos, ¿no es así?

– Sí, claro.

– Dada vuestra pericia como escribiente, ayudabais a Bardán en la preparación de un libro sobre las propiedades de las hierbas, ¿me equivoco?

El hermano Mochta estaba asombrado.

– ¿Cómo lo sabíais? -quiso saber.

– Eso no tiene importancia. ¿No os parece curioso que Bardán no haya aparecido y que… -calló y miró al cielo-, será cerca del mediodía?

El hermano Mochta arrugó el ceño.

– Lo cierto es que me preocupa -confesó-. Esta mañana iba a verse con Finguine para contarle lo ocurrido. Es lo único que sé.

Fidelma se levantó y se acercó a la entrada de la cueva. Sorteó unas cajas y miró ladera abajo. A los pies de la colina se extendía una franja boscosa que llegaba hasta orillas del río Ara. Fidelma se volvió hacia ellos con decisión.

– Mochta, sois un testigo importante para Cashel. Debemos llevaros allí cuanto antes, pues estaréis mejor protegido por los guerreros de mi hermano. Vos y el relicario.

– ¿Y el hermano Bardán? -objetó Mochta.

– Nos ocuparemos de él más tarde. Pero ahora, ¿creéis que podéis montar a caballo?

– Tanto como hasta Cashel, no creo -se lamentó Mochta.

– En tal caso haremos el trayecto por etapas -sugirió ella para tranquilizarlo-. La peor parte del viaje es la de salir de esta cueva con el hermano Eadulf y bajar a pie por la ladera hasta el bosque.

Se volvió hacia Eadulf y añadió:

– Procurad que nadie os vea hasta que haya traído los caballos.

Eadulf estaba estupefacto.

– ¿Y de dónde pensáis sacar los caballos?

– Pasaré por la abadía a recoger los nuestros -respondió, y señaló una lámpara que había junto al jergón de Mochta-. Si me permitís esa lámpara, regresaré por los túneles, y volveré aquí lo más rápidamente que pueda por el sendero que discurre al pie de la colina. No os llevéis nada con vos, salvo el relicario, Mochta. Asimismo, podéis confiar vuestra vida al hermano Eadulf. De hecho, de eso se trata. Tened esto en cuenta, Mochta: cada minuto que paséis en esta cueva corréis peligro de muerte.


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