Colgú estaba recostado en una silla de respaldo alto y tallado, con sus largas piernas tendidas al fuego de la enorme chimenea. Llevaba el brazo derecho vendado con una tela blanca, pero parecía mucho más reconfortado que la última vez que Fidelma lo había visto.
– ¿Cómo va esa herida, hermano? -preguntó nada más entrar en la sala privada con el hermano Eadulf.
– No me duele nada, gracias a los poderes curativos de nuestro amigo sajón -dijo Colgú con una sonrisa, aunque todavía estaba algo pálido.
Con una seña, les indicó que se sentaran en unas sillas frente a él.
– ¿Qué se sabe de la herida de Donennach? -se interesó Eadulf.
– Se trata de una herida superficial -respondió-. La flecha se clavó en la parte carnosa del muslo, pero no alcanzó el músculo. Notará molestias durante un par de días, pero nada más.
– Al menos, la herida no le dejará ninguna imperfección -dijo Colgú riéndose, animado.
– Sí, así es -confirmó Eadulf, aunque había asombro en su tono-. ¿Por qué constituye motivo de preocupación?
– Tú eres la abogada de la familia, Fidelma -dijo Colgú con una sonrisa-. Explícaselo a nuestro amigo.
Fidelma se incorporó un poco hacia Eadulf y dijo:
– Según nuestras leyes, un rey debe tener un cuerpo perfecto, Eadulf. No debe tener ninguna discapacidad y ninguna cicatriz.
– ¿De veras se destituye a un rey de su cargo si una herida le deja una imperfección? -se asombró Eadulf.
– Yo sólo conozco el caso de Congal Cáech, rey de Ulaidh, que gobernó durante un tiempo como rey supremo. Quedó ciego de un ojo por una picadura de abeja y por ello se le destituyó del trono de Tara -respondió Fidelma.
– Si bien no perdió la soberanía de su propia provincia -señaló Colgú-, y fue rey de Ulaidh hasta que murió en combate.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Eadulf.
– Lo mataron en Magh Rath el año que nació mi hermana -dijo Colgú con una sonrisa-. En fin, dime, Fidelma, ¿qué has descubierto? ¿Quién es el responsable del ataque que Donennach y yo hemos sufrido?
Fidelma se puso seria y permaneció inmóvil unos instantes, con las manos relajadas sobre el regazo.
– La situación no es nada halagüeña -empezó a decir, observó una pausa y prosiguió-. Nos hallamos ante un intento de asesinato. Bajo la ley, el grave delito de duinetháide está condenado con el doble de la pena habitual para los culpables.
– ¿El doble de la pena habitual? -intervino Eadulf, sin entenderlo.
– Como bien sabéis, un cuasidelito de homicidio se castiga con el desposeimiento de derechos y una indemnización de una cantidad determinada a la familia de la persona fallecida. En el caso del asesinato de un príncipe, un duinetháide, que literalmente significa «robo de una persona», está tipificado como un delito más grave.
Colgú se inclinó hacia delante con cierta impaciencia.
– Ya sabemos qué clase de crimen se ha cometido, Fidelma. ¿Por qué dices que la situación no es nada halagüeña? Los criminales están muertos… Gionga de los Uí Fidgente los ha matado. Ahora sólo es cuestión de identificarlos y averiguar si hay más gente involucrada en este crimen.
Fidelma dejó escapar un profundo suspiro y movió la cabeza.
– Como sabes, uno de los hombres muertos portaba el emblema de la orden de la Cadena de Oro, el símbolo de la hermandad nobiliaria de los reyes de Cashel.
Colgú alzó una mano con impaciencia.
– Cierto, pero, ¿se le ha identificado? Yo no lo conocía, como tampoco lo conocía Donndubháin, supongo. Asimismo, he pedido a Capa, el capitán de la guardia, que fuera a ver los cuerpos a la botica de Conchobar. Me ha informado de que él tampoco conocía a ese hombre. Por consiguiente, es obvio que no pertenece a nuestro selecto grupo de guerreros.
– Así es, al parecer nadie le reconoce -confirmó Fidelma-. Con todo, las flechas que empleó tienen las marcas distintivas de los Eóghanacht de Cnoc Áine.
Colgú tenía torcido el gesto.
– ¿Quieres decir que los asesinos eran servidores de nuestro primo Finguine, el príncipe de Cnoc Áine?
– Quiero decir que uno de ellos llevaba flechas manufacturadas por un flechero de Cnoc Áine, ya que las colas presentan las marcas de esa región. Eadulf y yo hemos examinado el cuerpo. No hay nada más que lo identifique, salvo el emblema de la Cadena de Oro y las flechas. Un dálaigh podría alegar que son suficientes pruebas circunstanciales para determinar la procedencia. Gionga ya ha sugerido que se trata de una conspiración de Cashel para hacer caer en una trampa al príncipe de los Uí Fidgente y matarle.
– ¡Pero eso es ridículo! -exclamó Colgú con indignación-. No puede estar hablando en serio. A mí me alcanzó una flecha de los mismos asesinos.
– Tienes toda la razón -afirmó Fidelma-. Pero Gionga aprovecha la circunstancia argumentando que tu herida no es muy grave…
– Es bastante grave -intervino Eadulf-. Y más grave, de hecho, que la del príncipe de los Uí Fidgente.
– Pero no lo bastante para que Gionga no insinúe que la flecha que alcanzó a mi hermano era un señuelo; un señuelo para que pareciera que habían atacado a los dos, cuando se pretendía que la víctima real fuera Donennach. Dice que, si no los hubieran visto al instante, los asesinos habrían disparado otra vez y habrían desaparecido, y nunca habríamos sabido que eran hombres de Cashel.
– Jamás en mi vida he oído fantasía igual -murmuró Colgú recostándose en la silla, pues sin querer se había inclinado hacia delante a causa de la tensión de la ira y la herida, que volvía a darle punzadas.
De pronto, la furia de su rostro se fundió en un gesto taciturno.
– ¿Qué opinas tú, Fidelma? -inquirió el rey-. Tú eres experta en estos asuntos. ¿Cómo podemos rechazar las falsas acusaciones de Gionga?
– Si Gionga puede probar la acusación de que esos asesinos fueron contratados por Cashel, entonces tú, hermano, serás culpable ante la ley y habrás de pagar una indemnización. Perderías el reino. Me temo que a nosotros corresponde desmentir la acusación de Gionga, ya que él posee como pruebas el emblema y la procedencia de las flechas. Debemos proporcionar pruebas en contra que invaliden la acusación.
Se impuso un largo silencio.
– Si se me declara culpable, sabes que Cashel jamás estará en paz con los Uí Fidgente -se lamentó el joven rey-. Necesito tu ayuda, Fidelma. ¿Cómo podemos refutar estas imputaciones?
– Sólo podemos rebatir las acusaciones de Gionga con pruebas que las descarten por completo -repitió Fidelma-. Hemos de dar con pruebas que demuestren quiénes son los verdaderos asesinos. ¿Estaba el arquero en su derecho de llevar la Cadena de Oro de la orden? ¿Por qué la llevaría en tal cometido? Si trataron de huir sin ser identificados, como afirma Gionga, ¿por qué el arquero dejó dos flechas en un lugar visible de la azotea, cuando era fácil reconocer su origen?
– Quizá se las dejó por las prisas -sugirió Eadulf-. Recordad que, tras disparar, debió de ver a Gionga acercarse a él cruzando la plaza, y entonces fue cuando huyó del tejado.
Fidelma lo miró casi con desdén.
– El hombre, como bien habéis dicho, era un arquero profesional, por lo que no es normal que se dejara llevar por el miedo de esa manera ni que soltara las flechas. Creo que su intención era precisamente que encontráramos las flechas -explicó, cuando le vino otro pensamiento-. Pero si era arquero profesional, ¿por qué no dio en el blanco?
La inquietud la obligó a levantarse. Cerró los ojos para recordar la escena.
– Colgú detuvo el caballo en seco y se inclinó para saludarme. De no haberlo hecho, lo habrían matado. El misterio reside en por qué el arquero falló el segundo tiro, cuando Donennach estaba sentado.
– Supongo que hasta un profesional bien preparado puede tener un mal día -sugirió Eadulf.
Colgú se incorporó con impaciencia para preguntar a Fidelma:
– ¿Insinúas que los Uí Fidgente tienen algo que ver en esto? ¿Que lo urdieron para acusar a Cashel y, en consecuencia, se reanudara la guerra?
– Antes de que acuséis a los Uí Fidgente -señaló Eadulf-, no olvidéis que fue Gionga quien mató a los asesinos. Dudo que lo hubiera hecho si hubieran sido de los suyos y se hallaran implicados en la misma intriga.
– Me refiero a que hay que investigar muchas cosas antes de llegar a tomar una decisión -dijo Fidelma-. También hemos descubierto que el hombre que acompañaba al arquero había sido religioso, que llevó la tonsura de san Pedro, pero se había dejado crecer el pelo desde hacía unas semanas. Además, sabemos que sus manos presentaban varias manchas de tinta, lo cual demuestra que era scriptor. Y por último, portaba esto consigo…
Sacó el crucifijo de plata elaborada y lo mostró a su hermano.
Colgú lo tomó y lo examinó con un gesto de concentración.
– Es una magnífica obra de arte, Fidelma. Es muy valioso. Dudo que se hiciera en este reino, ya que el diseño no es propio de Éireann -apuntó y, de pronto, lo miró con recelo-. Diría que ya lo he visto. Pero, ¿dónde?
Fidelma mostró interés.
– Trata de recordar, hermano. Y procura averiguar para qué un antiguo monje de la Fe iba a convertirse en asesino y llevar consigo semejante pieza de valor.
Colgú se quedó mirando a su hermana con aire pensativo.
– ¿Crees que tras este asunto subyacen intereses más profundos?
– Eso creo. Hay algo que no encaja -respondió-. La información que tenemos ahora no aporta una fácil resolución.
Llamaron a la puerta y ésta se abrió tras la invitación de Colgú.
Donndubháin entró y habló sin esperar el permiso de Colgú para hacerlo. Así le correspondía por derecho. No parecía contento.
– El príncipe de los Uí Fidgente ha solicitado que le recibáis en audiencia. Su capitán, Gionga, le ha convencido de que Cashel es culpable de tramar una conspiración para matarle.
Colgú soltó un efusivo reniego.
– ¿Podemos demorarle? Todavía no hemos llegado a una conclusión sobre este asunto.
Donndubháin movió la cabeza en señal de negación.
– El príncipe os está esperando en la Gran Sala. No me atrevería a reprenderle por sus formas, ya que está de mal humor.
De acuerdo con el protocolo, incluso un príncipe debía esperar una invitación antes de entrar en la Gran Sala de Cashel, donde el rey recibía a visitas e invitados oficiales. Ese mismo protocolo también exigía que los invitados esperaran en la antesala, previa invitación a obtener una audiencia con el rey.
El rey se levantó con cuidado, procurando no ejercer presión sobre el brazo. Podía disculpar a su invitado herido, ya que había desatendido las reglas de protocolo debido a la tensión.
– En tal caso habrá que ir a ver qué requiere el príncipe de los Uí Fidgente -dijo con resignación-. Acompañadme vos también, Eadulf. Quizá precise de vuestro robusto brazo sajón.
Cuando entraron en la sala, el príncipe de los Uí Fidgente ya estaba sentado. Le sudaba la frente y su postura revelaba desazón. No cabía duda de que la herida, ya fuera o no superficial, le incomodaba. De pie tras él estaba Gionga con cara de pocos amigos. No había nadie más, salvo Capa, el escolta del rey, detrás del trono.
Donennach fue a ponerse en pie, pero Colgú, que no era un hombre susceptible, le hizo una seña para que siguiera sentado. El rey se acomodó en la silla oficial, apoyando el brazo con cuidado. Fidelma tomó asiento a la izquierda de su hermano, y Donndubháin se sentó a la derecha. Eadulf se colocó de pie cerca de Capa.
– Decidme, Donennach, ¿en qué puedo serviros?
– Vine aquí como vuestro invitado, Colgú -empezó a decir el príncipe-. Acudí con el deseo de que nosotros, los Uí Fidgente, llegáramos a un estado de paz con los Eóghanacht de Cashel.
Hizo una pausa. Colgú tuvo la atención de esperar. No había nada que decir al respecto, pues se trataba de la mera observación de un hecho.
– El ataque que se ha perpetrado contra mí… -Donennach vaciló- contra ambos -corrigió- deja en el aire ciertas preguntas.
– Dad por descontado que se están buscando respuestas sin perder tiempo -intervino Fidelma.
– No esperaría menos -reprochó Donennach-. Pero Gionga me ha informado de cosas que me desconciertan. Me ha dicho que los asesinos, a los que él mató, son hombres de Cnoc Áine, la región gobernada por vuestro primo, Finguine. Por consiguiente, están bajo vuestra responsabilidad, Colgú de Cashel. Yo mismo he visto que uno de los asesinos llevaba tatuada la insignia de vuestra propia élite militar.
– Sin duda habréis oído el dicho, Donennach, fronti nulla fides -dijo Fidelma con tranquilidad.
Donennach la miró con mala cara.
– ¿Qué insinuáis? -le dijo con desdén.
– No confiéis en las apariencias. Es tan fácil colgarle una insignia a una persona, como lo es ponerle un abrigo. Un abrigo o la insignia sólo dicen lo que esa persona quiere que creamos de ella -contestó Fidelma con calma.
Donennach entornó los ojos.
– Quizás el rey, vuestro hermano, querrá explicar el significado de tal defensa.
– Una defensa implica una acusación -le reprendió Colgú con sutilidad-. No nos conviene acusarnos mutuamente, sino aclarar la verdad.
Donennach movió la mano con indiferencia.
– ¿De modo que reconocéis que me debéis una explicación?
– Aceptamos -reconoció Colgú con cautela- que uno de los dos hombres a los que mató Gionga portaban la insignia de una orden de Cashel. Pero eso no le identifica como un hombre que estuviera a mi servicio. Como os ha dicho mi hermana, es fácil colocar algo en un hombre para confundir a otros.
De pronto Donennach parecía incómodo y lanzó una mirada a Gionga.
– ¿Cómo sé que no se trata de una tentativa de Cashel para destruir a los Uí Fidgente? -exigió.
Al oír aquello, Donndubháin explotó. Se levantó de su asiento, llevándose la mano allí donde habría estado la vaina de la espada. Pero era norma no entrar nunca armado en la Gran Sala de un rey.
– ¡Esto es una afrenta a Cashel! -gritó-. ¡Los Uí Fidgente tendrían que tragarse lo que han dicho!
Gionga se situó delante del príncipe, llevándose asimismo la mano a la espada que no tenía.
Colgú alzó una mano para detener a su tanist.
– Calmaos, Donndubháin -le ordenó-. Donennach, ordenad a vuestro hombre que retroceda. Mientras estéis en Cashel, nadie os inferirá daño alguno. Lo juro por la Santa Cruz.
Donndubháin reculó y se hundió en su asiento, mientras Gionga, tras hacer Donennach una seña con la mano, volvió a su puesto, detrás del príncipe.
Se impuso un silencio glacial.
En todo este tiempo, Colgú no apartó la mirada del rostro del príncipe.
– Decís que no sabéis si lo acontecido ha sido un intento de Cashel para destruiros. ¿Puedo tener la misma seguridad de que no se trata de una conspiración de los Uí Fidgente para atentar contra mi vida? -preguntó sin alterarse.
– ¿Que he conspirado contra vos? ¿Aquí, en Cashel? Si casi me mata la flecha de un asesino -dijo Donennach, cuya voz empezaba a adquirir un tono irritable.
– En vez de acusarnos mutuamente, deberíamos unir fuerzas para descubrir la identidad de los culpables -repitió Colgú, tratando de refrenar la furia contra su invitado.
Donennach soltó una carcajada burlona.
Fidelma se puso en pie bruscamente y se colocó entre ambos con una palma extendida de cara a cada uno de ellos en una posición simbólica.
Entonces callaron, pues en tales circunstancias un dálaigh podía ordenar silencio incluso a un rey.
– Nos hallamos ante una disensión -dijo con serenidad-. Pero los desavenidos carecen de pruebas suficientes para argumentar con lógica y profundidad sus respectivas circunstancias. Este asunto debe someterse a arbitraje. Debemos resolver el misterio de lo que ha sucedido e identificar al responsable. ¿Estáis de acuerdo?
Fidelma miró a Donennach.
El príncipe tensó los labios en una delgada línea al devolverle la mirada. Luego se relajó y se encogió de hombros.
– Yo sólo quiero que se analicen los hechos.
Fidelma se volvió hacia su hermano y alzó las cejas en un gesto de interrogación.
– Sométase a arbitraje lo ocurrido. ¿De qué modo debe hacerse?
– El texto jurídico Bretha Crólige establece las condiciones -respondió Fidelma-. Habrá tres jueces. Un juez de Cashel, un juez de los Uí Fidgente y un juez de otro reino. Yo propondría al juez de Laighin, pues procede de un lugar lo bastante lejano para enjuiciar con imparcialidad. Como recomienda la ley, se reunirá a los tres jueces aquí en nueve días. Se les presentarán los hechos y todos tendremos que acatar su sentencia.
Donennach miró a Gionga antes de volver a mirar a Fidelma con reserva.
– ¿Seréis vos el juez que represente a Cashel? -preguntó con un atisbo de mofa-. Vos sois la hermana del rey, por lo cual no deberíais formar parte de este juicio.
– Si insinuáis con ello que tengo una óptica sesgada de la ley -replicó Fidelma-, os diré que no es así. No obstante, yo no seré el juez de Cashel. Hay otros mejor cualificados que yo para tal cometido. Solicitaré que se pida al brehon Dathal que participe en el juicio. Ahora bien, con el permiso del rey, me dispondré a recopilar pruebas a favor de Cashel y seré su abogada, del mismo modo que vos, Donennach, tenéis libertad para nombrar a un dálaigh que recopile pruebas que sustenten vuestra opinión.
El príncipe de los Uí Fidgente esperó sentado, con la clara sospecha de que la propuesta podía ocultar una trampa.
– De acuerdo, nueve días. El tribunal se reunirá el día de la fiesta del Santísimo Mateo. Mandaré llamar a mi dálaigh y al juez. Podéis designar a vuestra hermana para que os defienda, Colgú, si así lo deseáis.
Colgú esbozó una sonrisa furtiva mirando a Fidelma.
– Será como ha dicho mi hermana. Ella es la abogada de Cashel.
– Así sea -concedió Donennach, y añadió, pensativo-: Pero ¿qué juez de Laighin será nuestro mediador externo?
– ¿Ya habéis pensado en alguien? -preguntó Colgú.
– El brehon Rumann -respondió Donennach de inmediato-. Rumann de Fearna.
Colgú no conocía a aquel hombre.
– ¿Has oído hablar de este juez a quien llaman Rumann, Fidelma? -inquirió.
– Sí, es de fama reconocida. Nada tengo que oponer a que se le pida que forme parte del juicio como juez tercero y principal.
Donennach se levantó de la silla con la ayuda de Gionga.
– Así está bien. En lo que respecta al juez, nombro al brehon Fachtna. Ya se encuentra en Cashel, porque acompaña a mi séquito. Nuestro dálaigh será Solam. Le llamaremos y esperaremos de vos plena colaboración cuando le corresponda exponer nuestros argumentos.
– Podéis confiar en ello -respondió Colgú con frialdad-. Lo menos que podéis esperar es que colaboremos para llegar al fondo de este asunto. Pediremos a los escribas que redacten el protocolo para incoar el procedimiento, y lo firmaremos, a fin de asegurar que todos se reúnan el día señalado.
Cuando el príncipe de los Uí Fidgente se hubo ido, Colgú se echó contra el respaldo con un claro gesto de intranquilidad.
– Sé que la sugerencia ha sido la correcta, Fidelma, pero, como tú misma has señalado antes, las pruebas van en contra de Cashel.
Donndubháin movió la cabeza con aire pesimista.
– Ha sido un movimiento en falso, prima.
Fidelma perfiló una sonrisa.
– ¿Ponéis en tela de juicio mi capacidad como abogada, Donndubháin?
– Tu capacidad, no, Fidelma -intervino Colgú-. Pero normalmente un abogado sólo es bueno si lo son las pruebas de las que dispone. ¿Conoces a ese abogado de los Uí Fidgente…, cómo se llama?
– Solam. He oído hablar de él. Dicen que es eficiente, aunque también dado a la vehemencia.
– ¿Cómo defenderéis Cashel? -preguntó Donndubháin.
– Yo sé que Cashel no ha intentado asesinar a Donennach. Hay tres alternativas.
– ¿Sólo tres? -preguntó Donndubháin con mal humor.
– Sólo tres que tengan sentido. Una es que podríamos argumentar también que los Uí Fidgente están conspirando contra Cashel; que este suceso no es otra cosa que una artimaña para inculparnos. En segundo lugar, se argumentaría que los asesinos formaban parte de una contienda sangrienta; que actuaron por su cuenta buscando vengarse de Colgú y Donennach. En tercer lugar, podría argüirse que los asesinos actuaron por su propia cuenta para echar a perder la paz que se estaba negociando entre los Uí Fidgente y Cashel.
– ¿Te inclinas por alguna de las tres, Fidelma? -preguntó Colgú.
– Estoy abierta a las tres, si bien diría que la primera posibilidad es poco probable.
– ¿La posibilidad de que los Uí Fidgente estén detrás de los presuntos asesinos? ¿Por qué? ¿Porque también atacaron a Donennach? -preguntó Colgú.
– Porque por mucho que no me guste Donennach, ha aceptado someterse a un arbitraje y no ha tenido ningún reparo en designar para ello al brehon Rumann de Fearna. Conozco a Rumann y su buena reputación. Es un hombre justo e incorruptible. Si esto fuera una conspiración, lo normal habría sido que los Uí Fidgente hubieran querido sopesar las posibilidades que tenían a su favor, pues buena parte de la sentencia dependerá de la decisión de ese tercer juez neutral.
Colgú se volvió hacia Donndubháin.
– Será mejor que elaboréis el protocolo para que Donennach y yo lo firmemos. Luego enviaremos emisarios para convocar a Rumann de Fearna y a Solam de los Uí Fidgente.
Cuando Donndubháin abandonó la sala para cumplir su cometido, Colgú le dijo a Fidelma con preocupación:
– Esto sigue sin gustarme, Fidelma. Todavía tenemos que refutar las acusaciones de los Uí Fidgente.
Las palabras de Fidelma no le tranquilizaron.
– En tal caso, como tu dálaigh que soy, hermano, tendré que dar con algo que nos permita refutar tales acusaciones.
– Pero ya tenemos todas las pruebas que existen… a menos que encuentre un hechicero que resucite a los asesinos.
Eadulf, poco avezado a aquel tipo de humor, hizo una discreta genuflexión. Colgú y Fidelma no se dieron cuenta.
– No, hermano -replicó Fidelma-. Me refiero a empezar desde donde nos lo permite la única pista real.
Su hermano puso cara de curiosidad.
– ¿Dónde? -preguntó.
– En el país de nuestro primo, Finguine de Cnoc Áine, ¿dónde si no? Quizá pueda descubrir quién hizo las flechas. Si lo averiguo, tal vez dé con la identidad del arquero.
– Solamente dispones de nueve días, Fidelma -dijo Colgú.
– Lo tengo presente -asintió Fidelma.
De pronto, el rostro de Colgú se iluminó.
– Puedes solicitar al abad Ségdae de Imleach que te acoja. Y dado que es experto en arte eclesiástico, acaso pueda proporcionarte información sobre el crucifijo. Estoy convencido de que me resulta familiar, pero no sé dónde lo he visto antes.
Fidelma ya había pensado en ello, pero en vez de confesarlo, se limitó a sonreír.
– Ahora bien -objetó-, aunque puedo llevarme una de las flechas como muestra, no puedo llevarme el crucifijo, el cual debe permanecer aquí como prueba para el dálaigh de Donennach. Si me lo llevo, se me acusará de manipular las pruebas. Pediré al viejo Conchobar, ya que es un dibujante excepcional, que me haga un esbozo de la cruz.
– Excelente. Al fin y al cabo, quizás exista todavía un rayo de esperanza en toda esta confusión -dijo Colgú elevando el tono-. ¿Cuándo partirás a Imleach?
Eadulf tosió discretamente.
Fidelma ocultó una sonrisa.
– Por supuesto, me gustaría que el hermano Eadulf tuviera vía libre para acompañarme.
Colgú se volvió hacia Eadulf.
– ¿Podríamos convenceros de…?
Dejó la pregunta inacabada en el aire.
– Haré lo posible por ayudar en lo que pueda -se ofreció Eadulf con solemnidad.
– En tal caso ya está todo arreglado -concluyó Colgú, dedicando una rápida sonrisa a su hermana-. Pondré a vuestra disposición mis mejores corceles, a fin de acelerar el viaje.
– ¿A cuánto está Imleach de aquí? -preguntó Eadulf preocupado, pues pensó que quizá se había enredado en un viaje largo.
– Casi treinta y cuatro kilómetros, pero el camino es recto. Podemos llegar antes del anochecer -dijo Fidelma para tranquilizarlo.
– Entonces, cuanto antes pidas al hermano Conchobar que haga el esbozo, antes podréis partir -aconsejó Colgú, tomando con la mano buena las manos de su hermana-. No hace falta decirte que lleves cuidado, Fidelma -dijo con gravedad-. Quien no vacila en matar a un rey, no vacilará en dar muerte a la hermana de un rey. Corren tiempos peligrosos.
Fidelma le estrechó la mano para tranquilizarlo.
– Tendré cuidado, hermano. Pero tú mismo debes seguir el consejo. Un ataque fallido puede acarrear a un segundo intento. Así que, mientras no sepamos quién está detrás de estos hechos, procura estar ojo avizor sobre quién te rodea. Intuyo que el peligro acecha, hermano. Aquí, en los mismos pasillos de Cashel.