EPÍLOGO

Fidelma y Eadulf se habían detenido en la parte suroeste de las almenas del palacio, a contemplar las montañas del oeste. No tardaría mucho en tocar la campana para anunciar la cena. Todo respiraba calma, ahora que los dominios del palacio se hallaban casi vacíos, y la ciudad al pie de la gran sede de los reyes de Muman se iba desocupando de visitantes que habían acudido a presenciar un espectáculo en el tribunal de los brehon, que, a buen seguro, no les había defraudado. Se había evitado el conflicto, y se había descubierto y castigado a los culpables. A la mañana siguiente los brehons partirían, y en unos días el príncipe de los Uí Fidgente volvería a su tierra tras firmar un tratado de paz con Cashel.

Parecía que el mes iba a terminar, como de costumbre, con un tiempo agradable y cálido. El sol se ponía con rapidez; era una brillante esfera dorada, que declinaba hacia las montañas del oeste bañando el cielo con unos suaves matices rosáceos. Las pocas nubes que aparecían eran largas hebras de sombra, tocadas por los rayos del sol poniente.

– Mañana será un buen día -comentó Fidelma con voz soñolienta.

Eadulf asintió con aire taciturno. Fidelma advirtió el desánimo de su amigo sajón.

– Parecéis alicaído -dijo.

– Hay un misterio que ha quedado sin resolver en este asunto -dijo Eadulf-. Cuando menos, yo no le encuentro respuesta.

– ¿Cuál?

– ¿Quién mató al guerrero de Imleach? ¿Samradán? No tiene sentido.

– No, la del guerrero fue una muerte ordinaria, si es que puede decirse así. Lo mataron, como sospeché desde el principio, por el más común de los motivos. La venganza.

– ¿Queréis decir que lo mató el hermano Bardán, como creíamos? -preguntó Eadulf-. ¿Se tomó la venganza por haber matado salvajemente a Daig?

– No, lo mató el hermano Madagan, cuyos ojos delatan su naturaleza despiadada. Madagan quería venganza por haber sido abatido por el asaltante a las puertas de la abadía. Al día siguiente, Madagan se llevó el portamonedas del guerrero, lleno de monedas del rey de Ailech, y lo donó a la abadía a modo de compensación. Ségdae me mostró esas monedas antes de irnos de Imleach. Eran de la misma clase que la que hallé en la bolsa del asesino en el almacén de Samradán.

– ¿Lo sabe el abad Ségdae? -preguntó Eadulf, atónito.

– Sí, en sus manos está esclarecer el asunto si quiere, y en las de Madagan saldar cuentas con su propia conciencia. Al menos, las monedas del asaltante han servido de compensación al ser donadas a la abadía. Pero no lo han sido para Madagan, que habrá de encontrar su propia salvación.

Quedaron un momento en silencio.

– También pensaba en lo cerca que estuvisteis de morir, y nada menos que a manos de vuestro primo.

– Nunca está de más tener a mano un bordón -dijo ella con una discreta sonrisa-. Al menos disteis un golpe certero.

– ¿Y si no lo hubiera sido? -supuso Eadulf con una mueca, sintiendo un escalofrío.

– Pero lo fue y aquí estamos.

– Mañana habrán partido los brehons. ¿Se hallará a salvo Muman?

– Los Uí Fidgente han llegado a un acuerdo de paz con mi hermano. Los brehons darán a conocer lo que han descubierto y advertirán a Mael Dúin, el rey de los Uí Néill de Ailech, que deje de tramar conspiraciones contra Muman. También advertirán a Ultán, el comarb de Patricio. Pienso que habrá paz por un tiempo. Además, me han dicho que Colgú propondrá a mi primo Finguine como tanist en la próxima reunión del derbfhine de nuestra familia. Creo que será una sabia elección.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf-. Este asunto ha sido agotador. Nunca he estado más confuso en mi vida. No sé si habríais podido demostrar la culpabilidad de Donndubháin, de no haberse delatado él mismo con su actuación.

Fidelma miró a Eadulf mostrando un sutil reproche.

– Y yo que pensaba que me conocíais… Sabéis que no creo en la suerte. Sin embargo -dijo, sonriendo con cierto pesar-, habría hecho falta más tiempo para interrogar a todos los testigos y examinar todas las pruebas. Y quizá todo ello habría confundido a algunos. Aunque no lo creo, porque al final las pruebas habrían quedado perfectamente claras ante el tribunal.

– ¿Y qué tenéis pensado hacer ahora, Fidelma? -preguntó Eadulf con interés-. Os he visto una mirada pensativa, demasiado intensa para no darme cuenta de que alguna cosa os ronda por la cabeza.

Fidelma sonrió con tristeza. En efecto, así era. Iba a ser difícil.

– ¿Sabéis de qué modo señalan nuestros escribas el final de un manuscrito al terminar el trabajo?

Eadulf movió la cabeza sin saber a qué se refería.

– Nunc scripsi totum pro Christo, da mihi potum!

Eadulf se rió al traducirlo.

– ¡«Ahora que tanto he escrito para Cristo, dadme un trago»!

En el rostro de Fidelma se fue dibujando una sonrisa.

– O, como diría en mi caso: ahora que tanto he trabajado para mi hermano y el reino de Cashel, dadme un descanso -afirmó.

Eadulf hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Descansar? ¿Vos? -preguntó con incredulidad.

– Ya lo creo que sí. ¿Recordáis que al llegar a Imleach dimos con un grupo de peregrinos?

– Sí. Se dirigían a la costa para zarpar y tomar la ruta de una peregrinación.

– Eso es. Se dirigían a la tumba de Santiago en el Campo de las Estrellas.

– ¿Dónde está ese lugar?

– En uno de los reinos ibéricos del norte. Me gustaría hacer ese camino. Muchos peregrinos de estos cinco reinos lo emprenden. Parten de la abadía de San Declan en Ard Mór, que queda al sur de aquí, no muy lejos. Y yo tengo pensado partir pronto hacia Ard Mór.

Eadulf se sintió de pronto desdichado al pensar en la ausencia de Fidelma. Aquello le hizo recordar que ya había pasado suficiente tiempo en Muman, donde sólo estaba como enviado especial del arzobispo Teodoro de Canterbury. En realidad, lo que Fidelma le estaba diciendo era que había llegado el momento de despedirse.

– ¿Os parece ahora un buen momento para iros de Cashel, Fidelma? -preguntó Eadulf con cierta duda.

Fidelma ya lo había decidido. De un tiempo a esta parte, su vida ya no la llenaba. Cuando había estado lejos de Eadulf, cuando lo había dejado en Roma para volver a Éireann, había sentido nostalgia y soledad, como si añorara el hogar pese a estar en su tierra y con los suyos. En esas épocas había echado de menos las discusiones con Eadulf, el modo en que se dejaba tomar el pelo cuando enfrentaban opiniones y filosofías; el modo en que él siempre terminaba por tomarse a bien sus provocaciones. Llegaban a sostener discusiones acaloradas, pero nunca daban lugar a la enemistad.

Eadulf era el único hombre de su edad con quien se había sentido realmente cómoda y se había podido expresar sin tener que escudarse tras el rango y la función que desempeñaba en su vida; sin la necesidad de adoptar un personaje, como un actor que interpreta un papel.

Había echado de menos su compañía con una intensidad que no podía explicar. Ya se cumplían diez meses desde que Eadulf llegara al reino de su hermano como emisario de Teodoro, el arzobispo de Canterbury. Diez meses durante los cuales habían compartido peligros varios y habían estado muy unidos. Unidos como hermanos.

Nada más. Eadulf siempre se había conducido de manera irreprochable. Fidelma se dio cuenta de que acaso deseaba que su amigo se comportara de otra forma con ella. Los religiosos podían vivir en compañía, casarse; muchos vivían en conhospitae, o casas mixtas. ¿Era eso lo que ella quería? En una ocasión, el que fuera su mentor, el brehon Morann, dijo a sus jóvenes alumnos que el matrimonio era un banquete donde las gratias eran mejor que la propia comida.

Incapaz de decidirse, casi había esperado que Eadulf tomara la decisión, que le sugiriera algo. Pero nunca lo había hecho. Y si hubiera querido contraer matrimonio, sin duda ya habría mencionado algo al respecto. ¿Qué estaba escrito en el Libro de Amos? ¿Pueden dos personas andar juntas si no van a la par? Era evidente que a Eadulf no le interesaba esa clase de vida en común. Él nunca le había planteado la posibilidad de mantener tal relación, y ella consideraba que no debía hacerlo si él no lo hacía. Lo más cerca que ella había estado de hablar del asunto fue en una ocasión en que le preguntó si había oído alguna vez el viejo proverbio que decía que una manta es más cálida cuando se pliega en dos. Pero Eadulf no captó la insinuación.

– ¿Os parece un buen momento para iros de Cashel? -volvió a preguntar.

Fidelma salió de su ensimismamiento.

– Sí, aunque sólo para descansar, como he dicho. Una vieja máxima dice que «para descansar la vista y la mente, es mejor cambiar el perfil del horizonte» -citó, mirándole con seriedad-. Ya habéis estado alejado durante mucho tiempo de Seaxmund's Ham, Eadulf. ¿Nunca sentís la necesidad de volver con vuestra gente y cambiar ese horizonte? Tenéis una obligación con el arzobispo Teodoro.

Eadulf negó inmediatamente con la cabeza.

– Nunca me podré cansar de esta tierra ni de… -dijo.

Se ruborizó sin acabar la frase. Parecía confuso. Su propio pueblo tenía un dicho que aconsejaba: «No lleves una hoz al campo de otra persona». Estaba claro que Fidelma no sentía lo mismo que él o, de lo contrario, no le habría sugerido regresar a Canterbury. Al parecer, Fidelma ni se había dado cuenta de que había dejado la frase en el aire.

– Tal vez el arzobispo requiera de vuestra presencia. No conviene que retraséis la vuelta mucho más. ¿Qué mejor momento para que ambos partamos de Cashel, vos a vuestra tierra y yo en busca de ese nuevo horizonte?

– ¿Os parece un buen momento? -insistió Eadulf.

– Alguien dijo una vez que siempre hay un momento para partir de un lugar, aun sin saber muy bien adónde irá.

– Pero uno también puede quedarse aquí, Fidelma -objetó Eadulf-. Yo he llegado a sentirme como en mi propia casa. Buscaría una forma de quedarme pese a las exigencias de Canterbury, Éste es el horizonte que deseo seguir viendo. El río que aquí corre es el agua junto a la que quiero descansar, en la que quiero bañar mis pies todos los días.

Fidelma aguardó, deseando que Eadulf pronunciara las palabras que ella tanto quería oír. Pero al comprender que no iba a hacerlo, sonrió con pesadumbre y volvió a citar:

– Heráclito dijo que nadie se baña dos veces en el mismo río, porque las aguas que fluyen nunca son las mismas. Lo único que permanece, Eadulf, es el cambio.

Fidelma estiró los brazos y bostezó, volvió el rostro hacia el sol poniente, un resplandor oval que se mantuvo en el cielo unos instantes antes de desvanecerse y proyectar una marea de sombras sobre el paisaje. Fidelma se estremeció por el súbito aire frío que empezó a soplar en la gran Roca de Cashel.

Incidis in Scyllam cupiens vitare Charybdim -musitó Eadulf-. «Caéis en Escila intentando evitar Caribdis».

Fidelma arqueó una ceja.

– ¿Creéis que intento huir de algo malo y caeré en algo peor? Pues os equivocáis, Eadulf. Sólo necesito un cambio, nada más. La permanencia es causa de aburrimiento.

De fondo, una campana empezó a sonar solemnemente.

– La cena, Eadulf. Entremos y cambiemos el frío nocturno por el calor de una buena lumbre.

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