Eadulf siguió a Fidelma obedientemente en su pesquisa nocturna. Salieron de los umbríos muros del palacio por una puertecilla lateral, apartada de las muchas puertas principales, a fin de rehuir la mirada escrutadora de los centinelas. Las tinieblas se habían extendido cual sudario sobre la ciudad de Cashel. Las nubes que cruzaban las colinas ensombrecían la luna.
Sin embargo, de vez en cuando, el blanco orbe asomaba a través de súbitos claros de nubes, bañando momentáneamente la escena con una luz etérea, casi tan diáfana como la del día. Además de ver las luces en los edificios, les llegaba el olor acre del humo de tantas chimeneas, indicio de los primeros propósitos de combatir el frío otoñal. No parecía haber mucha actividad en la ciudad. La mayoría de los visitantes que ocupaban las calles hacía unas horas se habían refugiado en posadas y tabernas, aunque de fondo se oía débilmente la algazara. Oyeron ladrar a algún perro aquí y allá, y una o dos veces les llegó el maullido de gatos furiosos disputándose un territorio.
Fidelma y Eadulf llegaron a la plaza del mercado sin que nadie pudiera verles por la oscuridad.
– Ahí está el almacén de Samradán.
Fidelma lo señaló innecesariamente, pues Eadulf recordaba con nitidez las circunstancias del intento de asesinato. El almacén se encontraba justo al otro lado de la plaza, completamente a oscuras. Parecía estar desierto.
Cruzaron la plaza con premura. Fidelma fue derecha a una puerta lateral del edificio, que ya había visto antes. Estaba cerrada.
– ¿Está atrancada por dentro? -preguntó Eadulf mientras ella intentaba abrirla en vano.
– No, creo que sólo está cerrada con llave.
Empleó la palabra glas. Los cerrajeros irlandeses eran diestros fabricantes de cerrojos, llaves, y hasta de cadenas, para proteger edificios y habitaciones. Algunos eran muy intrincados. Sin embargo, cuando estudiaba en Tuaim Brecain, Eadulf había aprendido el arte de abrir cerrojos por medio de la inserción de un alambre en el poll-eochrach o cerradura. Rebuscó en su bolsa, extrajo la pequeña madeja de alambre que solía llevar siempre consigo y sonrió con malicia en la oscuridad.
– Apartaos. Os hace falta un experto -anunció, mientras se inclinaba a la altura del cerrojo.
Le llevó más tiempo del que esperaba y Fidelma empezó a impacientarse. Cuando ya parecía arrepentirse de su jactancia, oyó el chasquido que reveló el éxito de su propósito.
Giró el pomo, y la puerta se abrió hacia dentro. Eadulf se puso erguido.
Fidelma entró sin decir palabra. Él la siguió y cerró la puerta al pasar.
El almacén estaba a oscuras y no veían nada.
– Traigo piedra de lumbre y yesca, y el cabo de una vela en mi bolsa -susurró Eadulf.
– No conviene encender la vela, ya que podrían vernos desde fuera -objetó Fidelma en medio del silencio nocturno-. Aguardad un momento y la vista se os acostumbrará a la falta de luz.
En ese instante volvió a asomar la luna entre las nubes, y el claro fue lo bastante grande para que la luz entrara por las ventanas más elevadas del almacén. El edificio era una estructura sencilla. No tenía planta superior; encima sólo había la azotea donde se habían puesto a cubierto los asesinos frustrados. Al fondo sólo aparecían unas balas de paja amontonadas hasta alcanzar una gran altura, y los compartimentos donde Samradán sin duda guardaría los caballos de tiro. Ocupando buena parte del almacén estaban los dos sólidos carros. La última vez que los habían visto había sido en el patio de la posada de Aona.
Apartaron las cubiertas de lona, y dentro Fidelma sólo vio el montón de herramientas.
– Al parecer, Samradán se ha llevado la bolsa de plata y la de mena -murmuró Fidelma, mirando aquí y allá.
– Era de esperar. Seguramente se lo ha llevado a alguien dedicado a extraer la plata de la mena.
Fidelma soltó un fuerte gemido.
– ¿Estáis bien? -preguntó Eadulf, alarmado.
– Bien estúpida, eso es lo que soy -se reprobó-. Había olvidado el proceso. Para extraer la plata del mineral, antes hay que fundirlo en la forja de un herrero.
– Claro.
– Anoche, cuando examiné el carro y encontré el saco de mena, ¡ya habían extraído parte de la plata! Samradán tuvo que requerir los servicios de un buen herrero antes de partir de Imleach rumbo a Cashel.
– Al salir de Imleach, debió de acudir a algún herrero con el mineral -sugirió Eadulf, coincidiendo con la hipótesis de Fidelma-. Cuando dijo que se dirigía hacia el norte, lo hizo para despistarnos.
– Eso parece. Pero, ¿por qué no extrajo el herrero toda la plata?
Una nube tapó la luna, volviendo a sumir el almacén en la más completa negrura.
Fidelma se quedó quieta. Eadulf le había hecho ver un aspecto clave. Sonrió en la oscuridad. Reparó en que ya tenía la respuesta. La luz de la luna volvió a bañar el almacén al filtrarse por las altas ventanas.
– ¿Habéis visto bastante? -preguntó Eadulf.
– Esperad un momento -le pidió Fidelma.
Fidelma fue por todo el almacén, examinando alguna que otra caja hasta llegar, por último, a la zona de la cuadra. Se detuvo junto a los fardos de paja, apoyó una rodilla en el suelo, se inclinó hacia delante y tiró de algo.
– Eadulf, ayudadme. Creo que es una trampilla que da a un sótano. Ayudadme a descorrer el cerrojo.
Eadulf acudió en su ayuda. Era evidente que se trataba de una trampilla de madera, cerrada con cerrojos de hierro. Los descorrió con cuidado y levantó la puertecilla. A sus pies sólo había oscuridad. Ni la pálida luz de la luna penetraba en aquella oscuridad.
Eadulf se disponía a decir algo, pero Fidelma extendió una mano para evitarlo.
Algo se movía allí abajo.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó Fidelma sin levantar la voz.
En medio del silencio oyeron un crujido, pero nadie contestó.
– Podemos probar a encender una vela, pero mantenedla cubierta hasta averiguar qué hay en este sótano -le ordenó Fidelma.
Eadulf hurgó en su bolsa de cuero, encontró el cabo que traía e hizo varios intentos de encenderla con la piedra y la yesca. Pasaron unos momentos, antes de que una chispa prendiera en la madera para encender la vela.
Sosteniendo la vela con cuidado, se adelantó para inclinarse en el borde de la trampilla.
Unos escalones descendían a una sala con paredes de piedra, no mucho más alta que un hombre alto. Era de unos dos metros y medio de ancho y de largo. En una esquina había un jergón y poco más, salvo… una persona amordazada y atada de pies y manos, que los miraba con los ojos muy abiertos. Reconocieron la inconfundible figura del hermano Bardán.
Con una exclamación de sorpresa, Eadulf bajó por la escalera seguido de Fidelma.
Mientras Eadulf sostenía la vela, Fidelma extrajo una navaja del marsupium, cortó las ataduras de las muñecas del monje y le quitó la mordaza. Mientras boqueaba para coger aire, Fidelma le cortó las cuerdas de los tobillos.
– Bueno, hermano Bardán, ¿qué estáis haciendo aquí? -saludó casi con jovialidad.
El hermano Bardán intentaba acostumbrarse a respirar sin la mordaza. Tosió y respiró hondo, hasta que al fin recuperó la voz.
– ¡Samradán! Ese malvado…
Hizo una pausa y, extrañado, les preguntó:
– ¿Cuánto sabéis de esta intriga?
– Hemos visto al hermano Mochta, que nos ha hablado de vuestra implicación en, digamos, su desaparición. Imagino que os habíais adentrado en los túneles secretos para ver al hermano Mochta, cuando os cruzasteis con Samradán.
El hermano Bardán asintió rápidamente y explicó:
– Iba a buscar al hermano para acompañarlo junto al príncipe de Cnoc Áine, que había prometido protegernos.
– ¿De modo que habíais informado a mi primo Finguine del paradero de Mochta y las Santas Reliquias?
– No exactamente. Vi a Finguine en el ángelus de medianoche, le dije que sabía dónde se ocultaba el hermano Mochta con las Santas Reliquias y le esclarecí que se debía a que el hermano temía por la seguridad del relicario y por su propia vida.
– ¿Le dijisteis que se ocultaba en una cueva?
– Sí, pero no le dije en cuál. Prometí a Finguine que iría a buscar al hermano Mochta y que lo llevaría a un lugar concreto a la mañana siguiente.
– Yo os vi hablando con Finguine en la capilla aquella noche -recordó Eadulf.
– ¿Qué acordasteis exactamente? -preguntó Fidelma.
– Acordamos que Finguine se encargaría de proteger las Reliquias y de escoltar a Mochta hasta Cashel.
Eso explicaba la presencia de Finguine y sus hombres en el bosque, pero, ¿por qué le acompañaba Solam?
– ¿Os dijo algo Finguine sobre hacer partícipe a Solam de este secreto? -inquirió al monje.
– ¿Solam? ¿El dálaigh de los Uí Fidgente? Hice lo posible por despistarlo.
– Pero le hablasteis del crucifijo.
– Él ya lo sabía y, de no haber sido así, igualmente se habría enterado.
– Y para desorientarnos, identificasteis falsamente el antebrazo amputado asegurando que era del hermano Mochta, ¿cierto?
– Yo sabía que vos y Solam andabais buscando a Mochta. Al hermano y a mí nos hacía falta tiempo para pensar qué íbamos a hacer. Y no sabíamos en quién podíamos confiar. Cuando le expliqué el asunto a Finguine, lo comprendió.
– ¿Y antes confiasteis en Finguine que en mí?
El hermano Bardán no sabía dónde mirar.
– No os mortifiquéis, Bardán. Mochta me explicó por qué no acudisteis a mí. Es ridículo, pero creo que es compresible. Veo que ahora sí confiáis en mí.
– Samradán y sus hombres dijeron lo suficiente para convencerme de que habíamos cometido un error al no confiar en vos.
– ¡Samradán! Sí, contadnos cómo terminasteis encerrado aquí -se interesó Eadulf.
– Con el objeto de cumplir mi compromiso con Finguine me levanté de buena mañana. Raudo, me adentré en el túnel para ir en busca del hermano Mochta y poder llevarlo al encuentro con Finguine. Entonces llegué a una cámara con dos pasadizos.
– La conocemos -lo interrumpió Fidelma-. Proseguid.
El hermano Bardán puso gesto de perplejidad.
– ¿La conocéis…? -quiso preguntar, pero se contuvo, pues ya tendría tiempo de hacer preguntas-. Bueno, cuando llegué allí oí un ruido procedente del otro túnel. Recuerdo haberme dirigido hacia allí dentro. Temía por la seguridad de Mochta y se me ocurrió que podrían haberlo descubierto… y nada más. Creo que me asestaron un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento, porque aún me duele mucho.
– Habéis mencionado a Samradán… -lo animó a seguir Fidelma.
– Así es. Al recobrar el conocimiento estaba atado y amordazado, tal cual me habéis hallado, pero metido en la parte posterior de un carro, bajo una tela de lona. Daba sacudidas al avanzar por un camino con baches. Recuerdo haber oído la voz de Samradán. La conozco bastante bien por las veces que ha estado en la abadía.
– Continuad -apremió Eadulf.
– Tras otro lapso inconsciente, me recuperé otra vez. Tras cierto tiempo, los carreros se detuvieron, creo que después del mediodía. Se habían parado a comer. Fue entonces cuando oí que os maldecían con saña, a vos y al hermano sajón, por interferir y trastocar sus planes. Luego oí algo extraño.
– ¿Extraño en qué sentido? -lo animó Fidelma, al ver que vacilaba.
– Oí cascos de caballos que se aproximaban, y sin duda llegaron hasta donde estaban Samradán y sus hombres. Alguien, seguramente el cabecilla de los jinetes, saludó al mercader por su nombre. No reconocí su voz, pero puedo asegurar que no era de Muman, pues tenía un acento con un leve matiz del norte.
»Lo cierto es que, tras el intercambio de saludos, oí que alguien toqueteaba la lona. Me quedé tumbado con los ojos cerrados. Una mano me sacudió, pero yo seguí respirando profundamente, sin reaccionar. Una voz dijo entonces: "Aún está inconsciente. Podemos hablar sin temor alguno". Volvieron a taparme con la lona y seguí escuchándoles.
– ¿Qué dijeron?
– Samradán empezó a lamentarse de que hubieran destruido la forja del herrero en el ataque porque tendría que hallar una nueva forma de extraer la plata del mineral. No tengo ni idea de qué hablaba. El hombre al que se dirigía simplemente soltó una carcajada. Dijo que no había podido evitarse. Las actividades ilegales de Samradán no eran asunto suyo ni del comarb. Samradán protestó y dijo que contaban con la aprobación del rígdomna y que actuaba bajo su protección.
El otro arguyó que, para él, Samradán no era más que un mensajero entre el rígdomna y el comarb.
Fidelma se inclinó hacia él para preguntarle con mucho interés:
– ¿Los dos mencionaron al rígdomna?
– Sí. El hombre dijo que lo que hiciera Samradán no era asunto suyo, que él cumplía órdenes, que sólo respondía ante el poder del comarb…. Entonces se apartaron a una distancia desde la que ya no les oía…
Fidelma contuvo un gemido de desazón.
– ¿Y estáis seguro de que se mencionó el título de comarb? -insistió.
Al hermano Bardán no le ofendió la pregunta, se limitó a contestar con calma:
– ¿Creéis que desconozco la importancia de ese título? Sólo hay dos comarb en los cinco reinos: el comarb de Ailbe y el comarb de Patricio.
Eadulf soltó un leve silbido, pues acababa de entender por qué Fidelma estaba tan tensa.
– ¿Qué sucedió luego? -preguntó Fidelma acto seguido-. ¿Oísteis algo más?
– Poco después oí marcharse a los jinetes. Tras un breve instante, alguien apartó la lona. Era Samradán. No tuve tiempo de fingir mi inconsciencia. Samradán me quitó la mordaza y me amenazó con volver a ponérmela si decía algo. Luego me dio algo de comer y de beber y, en cuanto hube terminado, me puso otra vez la mordaza. Estoy seguro de que creyó que acababa de recuperarme y que nada había oído acerca de la conversación con los jinetes. Volvió a cubrirme con la lona y, no mucho más tarde, reanudamos la marcha.
»Fue un viaje horrible. Noté que empezaba a caer la noche. Todo estaba a oscuras. Los carros se detuvieron. Tuve un sueño intranquilo. No había actividad. De vez en cuando me despertaba y me parecía oír voces. Percibí unos movimientos y, en un momento dado, me pareció oír vuestra voz, sor Fidelma.
Fidelma sonrió con amargura.
– Y así fue. Os detuvisteis en una posada del Pozo de Ara y pasasteis allí la noche hasta el amanecer. Luego Samradán y sus carros llegaron a Cashel. Creo que anoche estuve a escasos metros de vos.
El hermano Bardán miró a Fidelma con curiosidad.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¿Cómo me habéis encontrado?
– Antes, seguid con la historia, hermano Bardán -le instó Fidelma.
– Bueno, es como habéis dicho. Cuando nos detuvimos definitivamente, estábamos en un gran almacén. Me sacaron del carro y me metieron en esta suerte de sótano, y aquí he permanecido, en absoluta oscuridad, hasta que habéis dado conmigo.
Fidelma apoyó la espalda contra la pared, pensando vertiginosamente.
– Bien, lo primero que hay que hacer es sacaros de aquí, hermano Bardán, y llevaros a un lugar seguro.
– ¿Estoy en peligro, hermana?
– Creo que sí, y bastante. Si Samradán hubiera mencionado vuestra presencia a los jinetes, ya estaríais muerto. Por suerte, así como los jinetes consideraban que la actividad minera ilegal de Samradán no era asunto suyo, éste pensaba que vos os habíais topado por accidente con las excavaciones ilegales. Aunque en realidad, lo que os ha puesto en peligro es el hecho de ser testigo de una conspiración. Os llevaremos a casa de una amiga. Permaneceréis allí hasta mañana por la noche.
– ¿Por qué mañana por la noche?
– Porque entonces iremos por vos para trasladaros a hurtadillas al palacio de Cashel. No quiero que nadie sepa que estáis aquí.
– Samradán lo sabrá al ver que he desaparecido.
– Buena observación -murmuró Eadulf.
– No lo había pasado por alto. En cuanto el hermano Bardán esté en un lugar seguro, iremos a hablar con Samradán.
– ¿Y el hermano Mochta y las Santas Reliquias? -protestó Bardán-. ¿Y la protección de Finguine? ¿Se le prestó al hermano Mochta?
Fidelma movió la cabeza en señal de negación y dijo con una sonrisa:
– Ahora estáis bajo la protección de Cashel y encontraréis al hermano Mochta en el mismo lugar al que os vamos a llevar, junto con las Santas Reliquias.
Salieron del sótano. Eadulf se encargó de cerrar la trampilla y de correr los cerrojos. Luego, a su pesar, apagó la vela de un soplido. Sin embargo, parecía que empezaba a despejar y que la luz de la luna llena y radiante empezaba a ser regular. Entre sombras, Fidelma los guió hasta la puerta trasera para salir del almacén.
El hermano Bardán necesitó la ayuda de Eadulf, pues le costaba andar después de tanto tiempo atado. Desde la parte posterior del almacén, Fidelma los condujo por las afueras de la ciudad tan rápido como lo permitió la debilidad de Bardán, procurando no llamar la atención de los perros guardianes, a los que aún se oía ladrar no muy lejos.
– Gracias a Dios, habrán atraído su atención un lobo o algún otro carroñero que se haya acercado demasiado a la ciudad -susurró Fidelma, mientras esperaban a que el hermano Bardán se recuperara del entumecimiento.
Les llevó un buen rato llegar a su destino: la casa de la mujer recluida, Della.
Fidelma llamó a la puerta con delicadeza con la contraseña que habían acordado.
Della no tardó nada en abrir. Bajo la luz de la lámpara vieron un semblante pálido y azorado.
– ¡Fidelma! ¡Gracias a Dios que habéis venido!
– ¿Qué ocurre, Della? -preguntó Fidelma, sorprendida ante la turbación de su amiga.
– Se trata del hombre al que habéis traído aquí… el hermano Mochta…
Fidelma entró y miró a Della de frente. La mujer temblaba, estaba casi histérica. Algo la aterraba.
– ¿Qué sucede con el hermano Mochta? ¿Dónde está?
Entonces reparó en el desorden reinante en la habitación.
– ¡Se lo han llevado! -exclamó Della, muy sofocada.
– ¿Que se lo han llevado?
– A él y el relicario que no soltaba por nada. Se lo han llevado y, con él, el receptáculo. No he podido hacer nada por evitarlo.
Fidelma cogió a la mujer por los hombros para tranquilizarla.
– Sosegaos, Della. Por lo menos no os han hecho daño. Esto -dijo, señalando el estropicio con la mano- puede ordenarse y repararse con facilidad. Decid, ¿qué ha sido de Mochta y del relicario?
Della contuvo la respiración y se calmó.
– Lo habíais dejado a mi cuidado y se lo han llevado.
Fidelma trataba de no perder la paciencia.
– Eso habéis dicho. ¿Quién se lo ha llevado?
– Vuestro primo. Finguine, el príncipe de Cnoc Áine.
Con un gesto de consternación, Fidelma soltó los hombros de la mujer y dejó caer los brazos a los lados.
La reacción del hermano Bardán fue de gran alivio.
– ¿Así que aquí es donde habíais traído al hermano Mochta con las Reliquias? Bueno, gracias a Dios, al fin está bajo la protección de Finguine. Ya podemos descansar tranquilos.
Fidelma se dio la vuelta como si fuera a reprenderle, pero vaciló y prefirió decir:
– ¿Seguro que podemos estar tranquilos?
Volvió a dirigirse a Della.
– ¿Quién más iba con Finguine? ¿Finguine ha destrozado vuestras cosas?
– No, ha sido un guerrero. Finguine se lo ha reprochado, diciendo que era innecesario. El guerrero era el jefe del grupo que acompañaba al príncipe de los Uí Fidgente el día que entró en Cashel. Lo reconocí al verlo cabalgar con Donennach.
Eadulf exclamó con incredulidad:
– ¿Gionga? ¿Os referís a Gionga, el capitán de la escolta de Donennach?
Della se encogió de hombros, visiblemente apesadumbrada.
– Era Uí Fidgente, pero no sé cómo se llama. Sólo sé que, cuando Donennach entró en Cashel, ese hombre estaba a cargo de la protección del príncipe.
Fidelma guardó silencio, como si así ordenara pensamientos dispersos.
– Creo que tenemos un problema -dijo sin alzar la voz.
El hermano Bardán los miraba, desconcertado.
– No entiendo nada.
Fidelma no se molestó en dar explicaciones. Se limitó a mirar a Della, a la que dirigió una sonrisa tensa.
– Debo pediros un favor más, Della. Eadulf y yo debemos irnos ya. Debo pediros que cuidéis del hermano Bardán hasta que Eadulf o yo volvamos por él mañana por la noche.
– ¡No puedo! -protestó Della-. Ya veis lo que han hecho…
– Un rayo nunca cae dos veces en un mismo sitio, Della. Ahora que tienen al hermano Mochta y el relicario, a nadie se le ocurrirá buscar aquí al hermano Bardán.
El monje tenía el semblante desencajado, de tan confuso.
– No entiendo nada en absoluto. ¿Por qué debo esconderme ahora? Finguine protege al hermano Mochta y tiene las Santas Reliquias a buen recaudo.
Sin contestarle, Fidelma siguió dirigiéndose a su amiga.
– Della, es menester que hagáis esto por mí.
La mujer dedicó unos instantes a mirarla a los ojos y suspiró.
– De acuerdo. Aunque, como el hermano, desearía saber qué sucede.
– Sed comprensivos y entended que el bienestar del reino de Muman depende de que hagáis exactamente lo que os he dicho.
– De acuerdo.
Fidelma abrió la puerta e hizo una seña a Eadulf para regresar con ella a la oscuridad nocturna. Della fue hasta la puerta y forzó una sonrisa pese a su gesto de preocupación.
– La soledad es la mejor compañía y una breve abstinencia de ella apremia su dulce regreso -dijo.
Fidelma le devolvió la sonrisa. Sintió pena por ella, pues sabía que había tenido una vida muy triste. Acercó una mano para tocarle el brazo.
– Todos estamos condenados a la soledad, Della -dijo-, pero algunos de los muros que nos protegen no son más que nuestra piel y, por tanto, no hay puerta que nos permita salir de la soledad y entrar en la vida. Estamos condenados a la soledad de por vida.
Dejaron atrás la casa donde vivía recluida la antigua prostituta y volvieron a los oscuros callejones de la ciudad.
– ¿Cómo sabía Finguine que habíais ocultado a Mochta y el relicario? -preguntó Eadulf.
– ¿Recordáis cuando dijisteis que habíais visto a Nion aquí, a las puertas de una taberna? Pues se informó debidamente a Finguine de que habíamos salido por una calle lateral. Finguine no habrá tenido que investigar mucho para descubrir que aquí tengo una amiga y que esa amiga es Della. Debe de haber atado cabos. Quizás haya visto enseguida que yo he recuperado el relicario y al hermano Mochta, cuando él había fracasado en el intento.
– Sí, pero ¿por qué Finguine se ha hecho acompañar por Gionga, cuando sostiene que odia a los Uí Fidgente? Confieso estar igual de confundido que el hermano Bardán.
– ¿Recordáis que os hablé del juego del tomus? Pues acaban de juntarse varias piezas más. Aunque todavía necesito esa única pieza que lo hará encajar todo. Y Samradán me la proporcionará. Ahí es donde iremos ahora, a ver a ese avaro mercader.
– ¿Sabéis dónde vive Samradán? -preguntó Eadulf.
– Sí, Donndubháin me indicó la casa la otra semana, cuando examinábamos el almacén.
Entraron en un camino trasero, apartado de la calle principal de la ciudad. Un momento después, Fidelma se detuvo para señalarle una casa. Era una rica construcción de madera de dos plantas. No había ninguna luz en el interior. Se aproximaron por detrás. Fidelma se disponía a cruzar el patio hacia la puerta posterior, cuando oyeron un crujido y luego un leve aullido. Al aguzar la vista en la oscuridad y ver una forma oscura en el suelo, Eadulf se agarró al brazo de Fidelma.
– ¡Es el perro guardián de Samradán! -la previno.
Fidelma también lo había visto. El perro yacía junto a un poste, y el crujido parecía venir de la correa de cuero a la que estaba atado y que acompañaba los débiles movimientos del animal. Lo cierto era que el perro parecía estar gimiendo en sueños.
– Menudo perro guardián -murmuró Eadulf-. Aunque para nosotros es una suerte que esté atado y durmiendo.
– Tendremos que entrar por la parte delantera de la casa -anunció Fidelma.
Seguido de Fidelma, Eadulf pasó junto a una pared lateral del edificio. No molestaron al perro. Al llegar a la esquina se detuvo en seco, indicando a su compañera que volviera a ocultarse en la penumbra.
– Frente a la casa he visto un jinete -susurró Eadulf.
Fidelma se desplazó con cautela hacia delante para ver mejor.
Había una figura alta montada a caballo que, inclinada ligeramente hacia delante, estaba examinando la casa de Samradán con gran interés. Iba solo.
La luna brillaba con bastante intensidad en un momento en que casi no había sombras.
Incluso en la penumbra habría reconocido Fidelma a su primo, Finguine, rígdomna de Cnoc Áine.