CAPÍTULO IX

A la mañana siguiente, durante el desayuno en el refectorio, Fidelma miró a Eadulf, que estaba sentado enfrente, en la misma mesa.

– Parece que el misterio del hermano Mochta os tiene preocupado -observó partiendo un pedazo de pan de la barra que tenía delante.

Eadulf abrió los ojos, perplejo.

– ¿Acaso vos no lo estáis? Esto raya en lo milagroso. ¿Cómo puede tratarse del mismo hombre?

– Pues no, no estoy preocupada. ¿No dijo Tácito el romano que lo desconocido siempre se entiende como un milagro? Pues bien, una vez deja de ser desconocido, deja de ser milagroso.

– ¿Queréis decir con ello que ha de haber una explicación lógica para este misterio?

Fidelma lo miró con reproche.

– Siempre la hay, ¿no?

– Pues yo no la veo por ningún lado -replicó Eadulf avanzando la barbilla-. A mí me huele a brujería.

– ¡Brujería! -exclamó Fidelma con desdén-. Hemos resuelto esta clase de misterios otras veces, y nunca se nos ha resistido ninguno. Recordad, Eadulf, vincit qui patitur.

Eadulf bajó la cabeza para ocultar su exasperación.

– La paciencia puede ayudar a no desistir, pero jamás nos habíamos topado con un misterio tan desconcertante -arguyó y, al levantar la vista y ver acercarse al hermano Madagan, bajó la voz-. He aquí el hermano que dio la voz de alarma cuando Mochta desapareció. Es el administrador de la abadía, el hermano Madagan.

El monje se aproximó a ellos con una sonrisa.

– Una mañana preciosa -dijo sentándose, y se presentó a Fidelma-. Soy el rechtaire de la abadía. Me llamo Madagan. He oído hablar mucho de vos, Fidelma de Cashel.

Fidelma lo escrutó del mismo modo que había hecho él, y algo no le gustó, aunque no sabía el qué. Sin embargo, tenía rasgos agraciados, algo angulosos y adustos, pero nada en su rostro le repugnaba. También era de trato cordial. Por tanto, achacó su desagrado a alguna reacción cuya naturaleza no podría explicar.

– Buenos días, hermano Madagan -dijo, inclinando cortésmente la cabeza-. He sabido que vos fuisteis el primero en saber que las Santas Reliquias habían desaparecido.

– Así es, fui yo.

– ¿En qué circunstancias sucedió?

– El día de la fiesta de Ailbe me levanté pronto, pues es costumbre ese día…

– Conozco el procedimiento de la fiesta -se apresuró a interrumpir Fidelma.

El hermano Madagan pestañeó.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que era aquel gesto lo que le hacía recelar de él. Al pestañear, bajaba los párpados lenta y deliberadamente, y mantenía los ojos cerrados una fracción de segundo antes de abrirlos otra vez. Era como si tuvieran capucha. La acción tenía un curioso parecido al modo en que un halcón deja caer los párpados. Se dio cuenta de que su mirada era fría, tras una apariencia amistosa. Bajo aquel rostro se ocultaba una doble personalidad, que sólo se advertía si se analizaba con atención.

– Muy bien -prosiguió el monje-. Había mucho que hacer con los preparativos…

– Decidme cómo descubristeis la falta de las Santas Reliquias.

La interrupción no alteró a Madagan.

– Fui a la capilla donde se guardaban las Santas Reliquias -contestó con tranquilidad.

– Aun sin ser el conservador de las Santas Reliquias de Ailbe. ¿Para qué fuisteis allí? -le preguntó con una voz imparcial, pero con perspicacia.

– Porque esa noche yo era el encargado de la guardia… como vigilante. La labor consiste en hacer rondas por la abadía para confirmar la seguridad.

– Supongo que todo os pareció en orden.

– Al principio sí…

– Hasta que llegasteis a la capilla.

– Sí. Fue entonces cuando vi que el relicario no estaba en el hueco donde solemos guardarlo.

– ¿Qué hora era?

– Una hora más o menos antes del alba.

– ¿Cuándo fue la última vez que se vio el relicario en el lugar que le corresponde?

– En vísperas. Todos vimos el relicario. El hermano Mochta también estaba presente.

Eadulf tosió discretamente antes de intervenir.

– ¿Qué contenía exactamente el relicario?

El hermano Madagan hizo una seña con las manos, como para abarcar el contenido.

– Las Reliquias de nuestro bienamado Ailbe.

– No, no me refiero a eso. ¿En qué consistían las Reliquias? Sabemos que una era el crucifijo que el santo trajo de Roma.

– Ah, ya -dijo el hermano Madagan reclinándose en la silla con aire pensativo-. Además del crucifijo está el anillo del obispo, su cortaplumas, un libro de la Ley de Ailbe escrito por él mismo y sus sandalias. Oh, claro, y su cáliz.

– ¿Qué Reliquias suele conocer la gente en general? -preguntó de pronto Eadulf-. En muchas iglesias donde se guardan reliquias de santos, el relicario está sellado para que nadie pueda ver los objetos.

El hermano Madagan esbozó una fugaz sonrisa.

– Así solía ser en nuestro caso, Noble Lobo de los sajones -se burló-. Todos los años, durante la ceremonia de esta festividad, el contenido se muestra y se traslada de la capilla a su pozo sagrado, donde se bendice, y de allí se traslada a la piedra que señala su sepultura.

– Como riqueza secular no son de gran valor, salvo el crucifijo, ¿verdad? -preguntó Eadulf.

– El crucifijo y el anillo tienen mucho valor -contestó Madagan-. El anillo es de oro con una piedra preciosa, llamada smaragdus, una curiosa piedra de color verde procedente de Egipto, que, según dicen, los caldeos labraron para hacer el anillo con el que Zósimo obsequió a Ailbe. Lo mismo sucede con el crucifijo, el cual está labrado en plata, y que también contiene la piedra smaragdus.

¿Smaragdus? -murmuró Fidelma-. ¿Una piedra de color verde oscuro?

– ¿Habéis visto alguna vez estas gemas? -se interesó Madagan-. También adornan el crucifijo de Ailbe.

– Oh, sí. Se llaman esmeraldas.

– ¿Así que poseen un gran valor secular? -se empeñó Eadulf.

– Sí, pero de un valor insignificante en comparación con el valor simbólico que tienen las Reliquias para nuestra abadía y para el reino de Muman.

– Ya he informado al hermano Eadulf de tal importancia simbólica -afirmó Fidelma.

El hermano Madagan inclinó la cabeza.

– En tal caso comprenderéis, Noble Lobo, que es de vital importancia recuperar el relicario y las Santas Reliquias para el bienestar de este reino. Nuestro pueblo es muy dado a las creencias simbólicas. Está plenamente convencido de que si desaparecen las Reliquias, sobre el reino caerá una desgracia que no podrán impedir.

– ¿Y el cáliz? ¿Es de gran valor? -preguntó Eadulf.

– También está labrado en plata, con piedras semipreciosas engastadas. Sí, también es de un gran valor secular.

– ¿Quién está al corriente de la desaparición en la abadía? -preguntó Fidelma.

– Ay, ha sido imposible mantenerlo en secreto entre quienes moran en esta abadía. Al fin y al cabo, ayer era el día en que solían mostrarse a los hermanos. Y aunque el abad ha procurado impedir que corra la voz más allá de estos muros, no tardará en ocurrir. Los peregrinos partirán esta mañana hacia la costa, y seguramente hablarán de ello. Por otra parte está el mercader de Cashel y sus ayudantes. Ellos también hablarán. Yo creo que hacia finales de esta semana se habrá difundido por todo el reino, y quizás incluso por todos los otros de Éireann. Marcará una época harto peligrosa para nuestro pueblo.

Fidelma sabía muy bien cuáles serían las consecuencias. Sabía que a muchas personas envidiosas les gustaría ver derrocados a los Eóghanacht de Cashel. Sobre todo -debía reconocerlo- Donennach de los Uí Fidgente. No le supondría ningún disgusto la caída del reino. Si la desaparición de las Reliquias alarmara al pueblo y lo desalentara tanto como para que se rindiera a los hechos y perdiera el ánimo para defenderse, entonces Cashel podría ser víctima de ataques externos y sublevaciones internas de consecuencias imprevisibles. De pronto sintió el peso de la responsabilidad. Si no resolvía el misterio, y pronto, sería un auténtico desastre para Cashel.

– Entonces, cuando visteis que faltaba el relicario, ¿qué hicisteis? -preguntó.

– Fui a despertar al abad de inmediato -respondió el hermano Madagan.

– ¿Fuisteis a despertar al abad Ségdae de inmediato? ¿Por qué?

El hermano Madagan la miró sin entender el motivo de la pregunta.

– ¿Por qué? -repitió Madagan.

– Sí. ¿Por qué no fuisteis a despertar al hermano Mochta? Al fin y al cabo, era el conservador de las Reliquias.

– Ah, lo decís por eso. En retrospectiva, tales consideraciones parecen lógicas. El abad me preguntó lo mismo. Reconozco que, con la impresión que me causó el descubrimiento, no reaccioné con sentido común. Pensé que el primero a quien debía informar era al abad.

– Muy bien. ¿Y qué ocurrió después?

– El abad sugirió que informáramos al hermano Mochta. Fuimos juntos a su habitación y vimos que había desaparecido y que el lugar estaba patas arriba. Había manchas de sangre.

Fidelma se puso en pie de golpe, sorprendiendo tanto al hermano Madagan como a Eadulf.

– Gracias, hermano. Iremos a la habitación del hermano Mochta para examinarla -anunció.

El hermano Madagan también se puso en pie.

– El abad me ha pedido que os acompañe -les comunicó.

Llevaba encima la llave de la celda del hermano Mochta y, al guiarlos, habló todo el tiempo, haciendo comentarios sobre los lugares de interés de la abadía. Más tarde, Fidelma y Eadulf coincidieron en que el parloteo les había parecido fingido por su bien.

De pie en el umbral de la habitación del hermano Mochta, Fidelma volvía a contemplar el desbarajuste con interés, pero buscando detalles. La habitación estaba completamente patas arriba. Observó que había prendas de ropa esparcidas por el suelo. La mitad del jergón había sido arrastrado hasta dejar la mitad del catre de madera a la vista. Vio el cabo apagado de una vela en el suelo, que había caído sobre su propio charco de sebo, con la palmatoria de madera al lado. Aquí y allá incluso había objetos de aseo personal. Junto a la cama, sobre una mesa que curiosamente estaba en su lugar, había un único elemento: la mitad de una flecha. Fidelma se quedó mirando la pluma y las marcas y las reconoció enseguida. En un rincón también había desparramados unos utensilios de escritura, así como pedazos de papel de vitela.

Detrás de ella, el hermano Madagan miraba la habitación por encima de su hombro.

– Mirad, hermana, sobre el colchón. Allí está la mancha de sangre que vimos el padre abad y yo.

– Ya la veo -dijo Fidelma con sequedad, sin amago de acercarse a examinarla, y luego se dirigió al hermano Madagan-: Decidme, ¿están ocupadas las habitaciones contiguas?

El hermano Madagan asintió moviendo la cabeza.

– Sí, pero los hermanos que las ocupan han salido al campo a recoger hierbas. Uno de ellos es nuestro boticario y embalsamador, y el otro, su ayudante.

– Por consiguiente, ¿estáis diciendo que, en el momento en que el hermano Mochta desapareció aparentemente de su habitación, los aposentos adyacentes estaban ocupados?

– Así es.

– ¿Y nadie acudió a vos o al abad para informar del alboroto que probablemente se oiría? -preguntó Fidelma, parpadeando ante el desconcierto de la habitación.

– Nadie.

Fidelma calló un momento y luego dijo:

– No queremos haceros perder más tiempo, hermano Madagan. Podéis regresar a vuestras ocupaciones. ¿Dónde podremos encontraros cuando hayamos terminado?

El hermano Madagan trató de ocultar su decepción al pedírsele tan pronto que se retirara de allí.

– En el refectorio. Estaremos despidiendo a los peregrinos a lo largo de la mañana.

– Muy bien. Nos reuniremos con vos dentro de nada.

Eadulf esperó hasta ver desaparecer al hermano Madagan por el pasillo, antes de volverse hacia su amiga con una mirada inquisitiva. La monja quedó unos momentos en silencio, y Eadulf sabía que era preferible no estorbarla mientras pensaba. Luego, Fidelma se acercó a la puerta y se apartó a un lado, en el umbral.

– Eadulf, venid y poneos en mi lugar. No entréis en la habitación. Quedaos aquí de pie y dadme vuestro parecer.

Desconcertado, Eadulf fue a colocarse bajo el umbral de la puerta con Fidelma al lado. Recorrió la habitación desordenada con la vista. Era indiscutible el estado caótico de la celda.

– A juzgar por el aspecto de la habitación, parece que forzaron a Mochta a salir tras un enfrentamiento violento.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de aprobación.

– Por el aspecto de la habitación -repitió en un tono suave-. Sin embargo, los ocupantes de los aposentos contiguos no informaron de ningún alboroto.

Eadulf la miró enseguida, captando el énfasis en sus palabras.

– ¿Queréis decir que la escena es…? -balbuceó Eadulf, buscando las palabras adecuadas-. ¿… que han preparado la escena a conciencia?

– Eso creo. Fijaos en cómo están dispuestas las cosas en el cuarto. Mirad el colchón y la ropa que han sacado de la cama. Todo apunta a que hubo una violenta riña que, por lógica, tendría que haber ocurrido en algún momento entre vísperas y una o dos horas antes del amanecer. Si la riña realmente tuvo lugar, como aquí se ha representado, el alboroto habría alterado el sueño a cualquiera de los monjes que ocupan las habitaciones adyacentes, aun cuando durmieran a pierna suelta.

– Deberíamos asegurarnos e interrogar a los ocupantes -sugirió Eadulf.

Fidelma le sonrió y dijo:

– Mi mentor, el brehon Morann, decía: «El que nada sabe, nada duda». Así que, Eadulf, debemos averiguar qué tienen que decir al respecto. Pero yo parto de la probabilidad de que no les despertó ningún ruido de esta habitación. Y una probabilidad razonable es la única certeza que tenemos ahora mismo.

Eadulf movió los brazos con turbación.

– ¿Estáis diciendo que el hermano Mochta preparó la escena? Pero, ¿por qué?

– Quizá la preparó otro. Todavía no podemos sacar conclusiones.

– Si fuera verdad que el monje al que mataron en Cashel era el hermano Mochta, tendría más sentido. Pero el hermano Madagan insistió en que Mochta llevaba la tonsura irlandesa, y no la católica. El cabello no crece ni se puede cambiar en un solo día. Además, el posadero del Pozo de Ara dijo que el huésped se estaba dejando crecer el pelo para ocultar la tonsura hace una semana.

– Tenéis toda la razón. Pero, ¿cómo explicáis que coincidiera la descripción del cuerpo de Cashel y la del hermano Mochta? Una descripción que coincide hasta en el tatuaje del brazo -dijo Fidelma, y sus ojos titilaron un instante-. Eso es otra certeza. Sólo podemos dar absolutamente por cierto aquello que no comprendemos.

Eadulf miró al techo.

– Una frase del brehon Morann, ¿no? -preguntó con sarcasmo.

Fidelma no le hizo caso y siguió escudriñando la celda.

– Quienquiera que haya preparado esto, ya sea el hermano Mochta u otra persona, lo hizo con sumo cuidado. Mirad cómo está colocado el colchón, de manera que cualquiera que no esté ciego vería la mancha de sangre. Aunque es cierto que, durante una pelea, un colchón puede caer de esa forma, pero parece colocado a propósito. Además, ¿para qué se iba a sacar la ropa del armario y esparcirla por el suelo en una pelea?

Eadulf empezó a percatarse del grado de minucia que desplegaba Fidelma en el análisis de la habitación.

– ¿Habéis reparado en la flecha de la mesilla de noche? -le preguntó Fidelma.

Eadulf hizo un ruido gutural.

La había visto, pero solamente como parte del desbarajuste general. Ahora que se fijaba bien, se daba cuenta de las marcas de la pluma: era el mismo tipo de flecha que llevaba el arquero en el intento de asesinato, el mismo modelo de flecha que Fidelma llevaba con ella y que habían identificado como obra de los flecheros de Cnoc Áine.

– Ya la veo -respondió.

– ¿Y qué os sugiere?

– ¿Que qué me sugiere? Es el asta de una flecha partida por la mitad, y el extremo de la pluma ha caído sobre la mesa.

¿Caído? -preguntó Fidelma alzando la voz con incredulidad-. Está tan bien colocada, que salta a la vista que alguien la ha dejado para que cualquiera la vea. Y si se rompió durante una pelea, ¿dónde está la otra mitad?

Eadulf bajó la vista al suelo para buscarla. Examinó con cuidado la habitación, pero no vio nada.

– ¿Qué significa?

– Sabéis tanto como yo -respondió Fidelma con indiferencia-. Si alguien ha preparado la habitación con cuidado para que la encontráramos así…, bueno, para que la encontrara así la persona que se esperara que fuera a entrar, ¿qué querría hacernos creer?

Con los brazos cruzados, Eadulf esperó de pie mirando a su alrededor antes de responder.

– El hermano Mochta ha desaparecido. La habitación está preparada para que pensemos que se lo han llevado por la fuerza tras un violento forcejeo. La mancha del colchón y el desorden sugieren esa posibilidad. Luego hay una flecha rota en la mesilla de noche…, ah, eso puede significar que la flecha se rompió cuando el atacante la hundió en el cuerpo de Mochta. El extremo de la punta quedó hundido en el cuerpo de Mochta, partieron la flecha por la mitad y la arrojaron sobre la mesa -explicó, mirando a Fidelma en busca de aprobación.

– Excelente, Eadulf. Es precisamente lo que se esperaba que creyéramos. No obstante, dado que la escena se preparó con mucho cuidado, debemos ver más allá para averiguar qué representa en verdad esta habitación.

Fidelma entró y empezó a examinarla paso a paso. A continuación, tomó la flecha rota y la introdujo en el marsupium.

– No creo que nos aporte más información hasta que no recojamos más pruebas.

Entonces examinó los utensilios de escritura que había en un rincón y los pedazos de papel de vitela.

– El hermano Mochta tenía buena letra. Al parecer, estaba escribiendo una Vida de Ailbe -dijo, y empezó a leer de un trozo de vitela-: «Cristo lo llamó al descanso eterno a los cien años de vida, como está escrito en los Anales de Imleach, obra iniciada en el año 522 de Nuestro Señor» -hizo una pausa-. Parece que falta el resto. Pero hay otro fragmento. «Los escribas del norte han perturbado el descanso de Ailbe, pues no desean reconocer su aparición a Patricio Armagh en Muraan.»

– ¿Son relevantes estos escritos? -preguntó Eadulf.

– Puede -respondió Fidelma, enrollando los pedazos de vitela para introducirlos en el marsupium, y luego volver a mirar alrededor-. No creo que esta habitación vaya a revelarnos más secretos. Vámonos.

Cerró la puerta con la llave que el hermano Madagan había dejado puesta. Regresaron al refectorio. Fuera había reunidos una docena o más de religiosos y religiosas, envueltos en largas capas, cada uno de los cuales iba provisto de un hato y un bordón. El abad Ségdae estaba allí también, de pie delante de todos, con una mano alzada y el dedo pulgar contra el anular, de manera que el índice, el corazón y el meñique quedaban levantados como símbolo de la Santísima Trinidad a la usanza irlandesa.

Pronunció la bendición en griego, considerada como la lengua de los Santos Evangelios.

Entonces, los peregrinos se echaron los hatos al hombro y, de dos en dos, se dirigieron hacia las puertas de la abadía, aunando las voces en un canto jubiloso.


Cantemus in omni die

continentes uarie,

conclamantes Deo dignum

hymnum sanctae Mariae


– «Cantemos todos los días, cantemos juntos en variadas armonías, declamando a un Dios un himno digno de santa María» -murmuró Eadulf, traduciendo las palabras.

Al poco, la columna de peregrinos había cruzado las puertas de la abadía para proseguir su camino. El murmullo de sus voces se desvaneció tras los muros.

Mientras contemplaban la marcha, un hombre fornido se les acercó. Era de estatura media, musculoso y corpulento, y tenía un excepcional cabello castaño y canoso. Llevaba un jubón de piel sobre un atuendo de trabajo, y una espada corta en el cinturón. Tenía unos ojos brillantes y alegres, y un rostro demasiado rollizo y rubicundo para conservar la hermosura que debió de haber gozado en su juventud. Su aspecto era el propio de un hombre rico hecho a sí mismo, porque exhibía su riqueza con ostentación. Iba cargado de joyas, algo que contrastaba con su vestimenta. Una persona acostumbrada a la opulencia nunca habría tenido tan mal gusto con su riqueza. Fidelma contuvo una sonrisa. De pronto, le sobrevino una imagen de aquel pretencioso personaje, en la que éste aparecía con un signo colgado al cuello cuya leyenda rezaba así: Lucid bonus est odor, «agradable es el aroma del dinero». Pensó de quién sería la cita, hasta que recordó que pertenecía a las Sátiras de Juvenal. Fuera como fuere, estaba segura de que aquel hombre nada habría objetado contra la máxima.

– ¿Sois vos la señora Fidelma? -preguntó el hombre, entornando los ojos al examinarla.

Fidelma inclinó la cabeza para saludar al recién llegado.

– Soy Fidelma de Cashel -le confirmó.

– He oído que andabais buscándome. Yo soy Samradán de Cashel.

Fidelma miró a los ojos claros y vivarachos del hombre y sostuvo la mirada. El mercader de Cashel fue el primero en apartarla.

– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros? -preguntó Samradán, incómodo, pasando el apoyo del cuerpo al lado contrario.

Ella lo miró con una sonrisa que lo desarmó.

– ¿Conocíais al hermano Mochta?

El mercader movió la cabeza.

– ¿El monje que ha desaparecido? La gente no habla de otra cosa en la abadía, pero no, yo no le conocía. Yo sólo trataba con el hermano Madagan por ser el administrador de la abadía y, claro, con el propio abad. Nunca he conocido al hermano Mochta o, al menos, no habría sabido decir quién era si me hubiera cruzado con él en la abadía.

– ¿Tenéis un almacén en Cashel?

El mercader asintió con un gesto receloso.

– Junto a la plaza del mercado, señora. También tengo una casa en el pueblo.

– Ayer por la mañana intentaron asesinar a mi hermano, el rey, y al príncipe de los Uí Fidgente desde la azotea de vuestro almacén.

El mercader palideció.

– Hace días que estoy en Imleach. No sabía nada. Además, cualquiera podría subirse a la azotea de mi almacén. Es muy llana y accesible.

– No os estoy acusando de nada, Samradán -lo reprendió Fidelma-, sólo he considerado que debíais estar al corriente.

El mercader asintió con aturdimiento.

– Sí, claro… Yo pensaba que…

– ¿Comerciáis con los habitantes de Cnoc Ame?

– No, sólo con la abadía.

– Eso reduce mucho vuestro beneficio -dijo Fidelma con una sonrisa-. Debéis comerciar mucho con la abadía para hacer tantas visitas y pasar tanto tiempo aquí.

Samradán la miró sin tenerlas todas consigo.

– Me refiero a que sólo comercio con la abadía por esta zona. También tengo trato con las abadías de Cill Dalua, al norte de aquí, y al sur con Lios Mhór. En los últimos meses he llegado a comerciar incluso con la abadía de Armagh, que queda más al norte todavía. Fue un viaje difícil. Aun así, lo he realizado dos veces en los dos últimos meses.

– ¿Qué clase de mercancía ofrecéis?

– Sobre todo cambiamos maíz y cebada por lana. En los aledaños de Cill Dalua hay excelentes curtidores y peleteros, por lo que compramos chaquetas, recipientes de cuero, calzado y otros objetos, y bajamos al sur para venderlos.

– Fascinante. ¿Comerciáis con metalistería?

Samradán dijo, sin dar mucha importancia:

– Es una labor pesada para los caballos. Los objetos de metal aumentan demasiado la carga de los carros, lo cual nos obliga a desplazarnos despacio. Ya hay suficientes buenos herreros y forjas por todo el país.

– De modo que no tratáis en metales como la plata. Al sur de aquí hay minas de plata y de otros metales preciosos.

Samradán movió la cabeza con vehemencia, citando un antiguo proverbio:

– «Sea bueno o sea malo el negocio, la experiencia hace hábil el oficio.» Yo solamente me dedico al comercio que conozco, y no conozco el de la plata.

– Tenéis toda la razón -concedió Fidelma con complacencia-. Un negocio que no se conoce bien puede ser perjudicial en los beneficios. Tengo entendido que no hace mucho que vivís en Cashel.

– Desde hace sólo tres años.

– Y antes de vivir en Cashel, ¿desde dónde llevabais vuestro negocio?

A Fidelma le pareció ver un destello furtivo en la mirada del mercader.

– Desde la región de Coreo Baiscinn.

– ¿Vuestra tierra natal? -apuró Fidelma.

Samradán alzó el mentón como reacción instintiva de desafío.

– Así es.

Su confirmación fue un reto, pero Fidelma no dijo nada más.

Al prolongarse el silencio, el mercader se aclaró la garganta con un carraspeo para llamar la atención.

– ¿Se os ofrece algo más? -preguntó.

Fidelma volvió a sonreírle, como si ya hubiera quedado claro y el hombre no lo hubiera entendido.

– Sí, claro, aunque cuando lleguéis a Cashel, puede que os interroguen sobre este horrible suceso. Podéis decir que habéis hablado conmigo. Aun así, es posible que los brehons de Cashel soliciten vuestro testimonio.

– ¿Para qué iban a interrogarme a mí? -preguntó Samradán, sobresaltado.

– Por lo que os he dicho: los asesinos se sirvieron de vuestro almacén. Nadie os acusa de nada, pero es normal que se os interrogue por ello. Decidles que hablasteis conmigo. Que no sabéis nada del asunto.

El mercader parecía incómodo.

– No tengo pensado regresar a Cashel hasta dentro de unos días, señora -murmuró-. Antes iré a la región de los Arada Cliach por negocios. Mi intención era partir mañana al despuntar el día.

– En tal caso os deseo un buen viaje -se despidió Fidelma, y luego hizo una seña para indicarle a Eadulf que la siguiera.

– ¿Qué significa todo eso? -le preguntó cuando ya no podían oírles.

Fidelma lo miró con cierta censura.

– Lo que parecía -le respondió-. Sólo quería saber quién era ese tal Samradán.

– ¿Y estáis contenta de saber que no es más que quien dice ser?

– No.

A Eadulf le desconcertó aquella respuesta enigmática, y Fidelma vio su gesto de turbación.

– Puede que Samradán sea quien dice ser, pero reconoce que es oriundo de Coreo Baiscinn -apuntó Fidelma.

– Nunca he oído hablar de ese lugar -dijo Eadulf-. ¿Encierra algún significado?

– Es uno de los pueblos bajo el señorío de los Uí Fidgente y también afirman ser descendientes de Cas.

– Por lo que podría estar involucrado en la conspiración -sugirió Eadulf.

– No me fío de él. Sin embargo, si estuviera implicado en una conspiración, no sé si tendría algo que ver con los Uí Fidgente. No ha reconocido de buenas a primeras que era de Coreo Baiscinn. Y es mejor recelar que no.

Eadulf no dijo nada.

Encontraron al hermano Madagan en la entrada de la abadía, hablando con el abad.

– ¿Habéis llegado a alguna conclusión? -preguntó éste a Fidelma.

– Es demasiado pronto para sacar conclusiones -le contestó, devolviendo al hermano Madagan la llave de la celda del hermano Mochta.

El abad Ségdae todavía parecía inquieto.

– Supongo que estaba esperando un milagro. Pero al menos se ha recuperado una de las Santas Reliquias de Ailbe, el crucifijo.

Fidelma puso la mano sobre el brazo del abad para reconfortarlo. Deseaba poder hacer algo más para alentar a aquel viejo amigo, que tanto había apoyado a su familia.

– No os preocupéis demasiado, Ségdae. Si este asunto puede resolverse, lo resolveremos.

– ¿Puedo hacer algo más para ayudaros antes de regresar a mis quehaceres? -se ofreció el hermano Madagan.

– Os lo agradezco, pero por el momento no. El hermano Eadulf y yo iremos al pueblo y puede que tardemos en volver -dijo, e hizo una pausa-. Por cierto, dijisteis que en las habitaciones contiguas a la del hermano Mochta había alguien, ¿verdad? ¿Dónde podemos encontrar a los ocupantes?

El hermano Madagan alzó la vista sobre el hombro de Fidelma, hacia las puertas abiertas de la abadía.

– Sois afortunada: por ahí vienen los dos hermanos por los que me preguntáis.

Eadulf y Fidelma se dieron la vuelta y vieron a dos religiosos que se acercaban a las puertas; uno de ellos empujaba una carretilla repleta de hierbas y plantas que, evidentemente, habían estado recogiendo aquella mañana.

Al ir hacia la entrada al encuentro de los dos monjes, Eadulf preguntó en voz baja a Fidelma:

– ¿No habría sido un detalle por nuestra parte informarles de la conclusión a la que hemos llegado hasta ahora?

– ¿Conclusión? -se extrañó Fidelma, levantando una ceja-. No creo que hayamos llegado a ninguna conclusión.

Eadulf hizo un movimiento con la mano para expresar su confusión.

– Creía que habíamos quedado en que el hermano Mochta había desordenado a propósito su cuarto para despertar falsas sospechas.

Fidelma le lanzó una mirada de reprobación.

– Nos reservaremos cuanto hayamos descubierto hasta que podamos encontrarle cierta lógica. ¿Qué sentido tiene revelar lo que sabemos? Podría llegar a oídos de los conspiradores, quienesquiera que sean, y, en consecuencia, tratarían de eliminar todas las huellas. No diremos nada más al respecto hasta que llegue el momento oportuno.

Miró hacia delante y gritó a los dos hombres:

– Buenos días, hermanos. Soy Fidelma de Cashel.

Al saludarla dieron a entender que ya habían oído hablar de ella. Al parecer, la noticia de su llegada había corrido rápidamente de boca en boca.

– Según me han dicho, dormís en las habitaciones contiguas a las del hermano Mochta.

El mayor de los dos tenía unos pocos años más que Fidelma, mientras que el más joven sólo era un adolescente rubio y lozano. Apenas parecía superar la «edad de elegir». Cruzaron miradas nerviosas entre ellos.

– ¿Hay alguna novedad del hermano Mochta? -preguntó el más joven-. En la abadía no se habla de otra cosa que de su desaparición, y de la de las Santas Reliquias.

– No, no hay noticias, hermano…

– Yo soy Daig, y él es el hermano Bardán, el boticario y embalsamador de la abadía -dijo el joven con cierto orgullo por presentar a alguien más importante que él, y añadió, entusiasmado-: Toda la abadía habla de vuestra llegada, señora.

– Llamadme hermana -corrigió Fidelma con delicadeza.

– ¿Cómo podemos ayudaros? -interrumpió el otro monje con menos entusiasmo que su compañero.

– Estáis al corriente de que el hermano Mochta desapareció de su celda entre las vísperas y el alba del día de San Ailbe, ¿cierto?

– Eso hemos oído -confirmó el hermano Bardán.

Lo dijo con un tono cortante, mirando a Fidelma con suspicacia. Era un joven de tez morena y cabellos negros como el plumaje de un cuervo, con un reflejo azulino. Sus ojos oscuros se movían de un lado a otro con nerviosismo, como si estuvieran al acecho de enemigos ocultos. Aunque iba bien afeitado, la sombra de la barba oscurecía la parte inferior del rostro, que contrastaba con la palidez de las mejillas.

– ¿Estabais durmiendo en vuestras habitaciones esa noche, la noche en que Mochta desapareció?

– Sí.

– ¿Oísteis alboroto durante la noche?

– Yo duermo a pierna suelta, hermana -respondió el hermano Bardán-. Dudo que algo pueda despertarme. Nunca oigo nada.

– Yo sí que oí alboroto -anunció el hermano Daig.

Fidelma lo miró. No esperaba oír aquella respuesta. De reojo, vio cómo el hermano Bardán miraba a su compañero, enrojeciendo de rabia. Abrió la boca y, por un instante, Fidelma creyó que iba a regañar al joven. Pero no lo hizo.

– ¿Habéis informado de ello? -preguntó.

– Oh, no se trata de ningún jaleo -respondió el muchacho.

– ¿Qué clase de ruido era?

– Tengo el sueño ligero y recuerdo que me despertó el ruido de una puerta al cerrarse. Supongo que debió de ser el viento, ya que un hermano nunca cerraría la puerta de ese modo. Se cerró con un golpe.

– ¿Y qué sucedió después? -preguntó Fidelma.

– Nada -reconoció el hermano Daig-. Cambié de lado y seguí durmiendo.

Aquella respuesta decepcionó a Fidelma, que insistió:

– ¿Sabríais decir qué puerta fue la que dio el golpe?

– No, pero hay algo que sé… He oído que tal vez se diera un enfrentamiento en la habitación de Mochta a esa hora. Pero yo creo que es imposible.

– ¿Y eso? -instó Fidelma.

– Bueno, si hubiera habido una riña, yo lo habría oído. Me habría despertado. Y aparte del portazo, nada me alteró el sueño esa noche.

El hermano Bardán sonrió con escepticismo.

– Vamos, Daig… se sabe que los jóvenes dormís hasta en medio de una gran tempestad. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que no sucedió nada extraño en la habitación de Mochta esa noche? Por lo que nos han contado, la escena demuestra todo lo contrario.

– Me habría despertado de haber habido una riña -insistió Daig, indignado-. Y, de hecho, me despertó un portazo.

– Bueno, yo reconozco que no oí nada -dijo Bardán, quitándole importancia.

Fidelma dio las gracias a ambos y se marchó con Eadulf, dejándolos a las puertas de la abadía. Tras andar un poco y cruzar la plaza hacia el pueblo, lanzó una mirada fugaz por encima del hombro. Le intrigó ver al hermano Bardán regañando a ojos vistas al muchacho.

– Bueno -dijo Eadulf, que no se había dado cuenta de la discusión y había seguido andando-, esto demuestra tu suposición, ¿no? En la habitación de Mochta no hubo enfrentamiento.

Fidelma miró hacia delante y apretó el paso para alcanzar a Eadulf.

– ¿Y qué ganamos con eso? -se preguntó Fidelma en voz alta, al pasar con Eadulf junto al tejo de la plaza.

– No os entiendo -respondió Eadulf.

– Sólo sacaríamos algo en claro si supiéramos a ciencia cierta que el hermano Mochta es el mismo hombre al que mataron en Cashel. Pero, según Madagan y estos hermanos, las descripciones coinciden exactamente, aunque difieren en un aspecto que hace imposible que sea el mismo hombre.

Eadulf hizo un ruido gutural y abrió las manos con elocuencia.

– Ya lo sé. La tonsura. He tratado de dar con una explicación razonable muchas veces, pero no puedo. La última vez que vieron al hermano Mochta fue aquí, hace menos de cuarenta y ocho horas, con el pelo rasurado a la manera de la tonsura de san Juan. El hombre que creíamos que era Mochta fue hallado en Cashel hace veinticuatro horas con el aspecto de haber llevado la tonsura de san Pedro, pero con pelo de dos semanas en la zona rasurada. ¿Cómo se puede entender?

– Habéis pasado por alto otro detalle -observó Fidelma.

– ¿Cuál?

– Aona vio a ese mismo hombre, con la misma tonsura, hace una semana en el Pozo de Ara. Nos dijo que Mochta apenas salía de la abadía. Eso es otro aspecto que apoya la hipótesis de que el hombre de Cashel no sea Mochta.

Eadulf movió la cabeza, molesto.

– No se me ocurre ninguna explicación razonable para eso.

– ¿Veis ahora lo inútil que resulta hablar con el abad Ségdae de nuestras sospechas? Mientras no tengamos respuestas, seguirán siendo sospechas y no conclusiones.

Eadulf se mostraba contrito.

Cruzaron la plaza hasta el principio del grupo de casas, graneros y otros edificios que comprendían el municipio de Imleach. El complejo urbano había crecido durante los últimos cien años, al auspicio de la abadía y la sede de la catedral. Previamente, sólo había sido el lugar de reunión en torno al árbol sagrado de los Eóghanacht, donde los reyes acudían para prestar juramento y tomar posesión de su cargo. La abadía atrajo a comerciantes, constructores y demás, lo cual propició el crecimiento de una aldea de varios centenares de habitantes frente a los muros de la abadía.

Fidelma se detuvo antes de entrar en el pueblo y miró a su alrededor.

– ¿Adónde nos dirigimos ahora? -preguntó Eadulf.

– Está claro: vamos a buscar a un herrero -respondió brevemente-. ¿Adónde si no?


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