CAPÍTULO XIX

Fidelma entró en el huerto a través de la puerta lateral de la abadía. Era obvio que el hermano Bardán aún no había pasado por allí, porque los cerrojos seguían estando descorridos. Fue directamente a la habitación del abad Ségdae y llamó a la puerta con cautela. El anciano y falcónido abad estaba sentado en la silla de madera labrada y alto respaldo junto al fuego, con la barbilla apoyada en las manos y la mirada fija en las llamas, en actitud meditativa. Levantó la cabeza y, al verla entrar, la miró con esperanza.

– ¿Alguna novedad, Fidelma? -le preguntó. A Fidelma no le gustaba tener que mentir a un hombre a quien había conocido desde pequeña y a quien consideraba como tío carnal, más que un simple mentor religioso.

– La verdad es que ninguna -dijo por prudencia.

La decepción del abad se reflejó en su cara.

– No obstante -prosiguió Fidelma-, estoy segura de que podré dar una respuesta a todas estas cuestiones cuando los brehons se reúnan en Cashel dentro de unos días.

Ségdae mostró un semblante esperanzado.

– ¿Queréis decir que podréis averiguar el paradero de las Santas Reliquias de Ailbe?

– Eso, sin duda alguna -dijo con ánimo-. Pero nadie más debe saberlo. No se lo digáis a nadie, ni siquiera al hermano Madagan.

El abad se mostró reacio a hacer tal promesa.

– Ésta es una cuestión que concierne a la moral de la abadía, Fidelma. Como comprenderéis, debo proporcionar algún rayo de esperanza a la comunidad.

Fidelma movió la cabeza con desaprobación.

– En este momento muchos poderes oscuros están confabulando para derrocar este reino. Vuestra solemne palabra es imprescindible, Ségdae.

– En tal caso, la tenéis por descontado.

– El hermano Eadulf y yo regresamos de inmediato a Cashel, pues aquí ya no podemos hacer nada más. Asimismo, me gustaría que vos emprendierais el viaje a Cashel mañana.

El abad parecía sorprendido.

– ¿Para qué debo ir yo?

– ¿Acaso olvidáis el protocolo, Ségdae? Sois el comarb de Ailbe, el obispo abad de Muman. Cuando el tribunal de Cashel se reúne para tratar un tema tan serio, vos, como principal obispo del rey, debéis sentaros a su lado.

Ségdae soltó un leve suspiro.

– Había olvidado la vista por completo. Con la desaparición de las Reliquias y el asalto a Imleach, se me ha ido de la cabeza. Bueno, y con el asunto del hermano Bardán.

– ¿Qué sucede con él? -preguntó ella con ingenuidad.

– No se le ha visto en toda la mañana. ¿Recordáis que me preguntasteis dónde estaba? Parece haber desaparecido… lo mismo que el hermano Mochta.

Fidelma apretó los labios.

– No creo que las circunstancias se parezcan. Tengo la impresión de que todo se resolverá en Cashel.

– ¿Debería poner sobre aviso a vuestro primo Finguine? Sus hombres todavía están en el pueblo ayudando con los destrozos causados en el ataque.

– Podéis hacerlo. Si no veo a Finguine antes de partir, le veré durante la vista en Cashel. Es una pena que haya habido tanta devastación.

– Bueno, ha habido algún que otro gesto de misericordia. Al parecer, el hermano Madagan ha podido hacer una donación de monedas de plata que se invertirán en reconstruir lo destruido -comentó, señalando hacia un saquito que había sobre la mesa.

– ¿Puedo? -preguntó Fidelma, que tomó el saco y dejó caer algunas monedas sobre la palma de la mano y las miró atentamente-. ¿A qué se debe semejante largueza?

– Creo que dijo algo de un pariente del norte -explicó y, tras una brevísima pausa, añadió-: ¿De verdad confiáis en vuestra destreza para resolver estos misterios? -inquirió.

Fidelma guardó las monedas y volvió a dejar el saco sobre la mesa.

– Vos me conocéis mucho mejor, Ségdae -respondió Fidelma-. Nunca estoy segura hasta después de los hechos. Recordad lo que se dice en la primera epístola a los Corintios, capítulo diez, versículo doce.

Fidelma sabía que Ségdae recordaba las escrituras con una mente casi enciclopédica. Y dijo el abad con una sonrisa:

– Así pues, el que cree estar de pie, mire no caiga -citó.

– Por consiguiente, no me comprometeré y diré que lo más probable es que todo se resuelva.

– Por algo será que os habéis ganado una buena reputación -la elogió Ségdae-. ¿Cuándo partiréis vos y el amigo sajón?

– Ahora mismo. No os preocupéis por nada, Ségdae. Todo irá bien… al final.

– Estaré en Cashel el día de la vista.

– Traed con vos al hermano Madagan. Tal vez necesite su testimonio.

– ¿Requeriréis la presencia del hermano Bardán, siempre y cuando lo encuentren?

– Si lo encuentran, sí.

Ségdae se puso en pie y le tendió la mano, preguntándole:

– ¿Dónde está el hermano sajón?

– Me encontraré con él a medio camino -se apresuró a responder-. Id con Dios, abad Ségdae. Hasta más ver en Cashel.

Se dirigió a la casa de huéspedes y guardó sus pocas pertenencias en las alforjas. Tras la primera noche, cuando se hubieron marchado los peregrinos, Eadulf se había trasladado a un cuarto próximo al de ella. Tardó unos momentos en recoger sus alforjas. Se acordó de llevarse el bordón al que tanto cariño le había tomado. Se alegraba de que sor Scothnat no anduviera por allí, porque no tenía ningunas ganas de volver a explicar su intención.

Tomó las alforjas y se dirigió a las cuadras.

Como de costumbre, el hermano Tomar andaba atareado dando de comer a los caballos.

– ¿Nos dejáis ya? -le preguntó en cuanto vio las alforjas.

Fidelma se quejó para sí.

– Una temporada -respondió con simpatía-. ¿Podríais ayudarme a ensillar los caballos? El mío y el del hermano sajón.

El hermano Tomar apartó la vista del morral y la miró con la cabeza inclinada.

– ¿El caballo del hermano sajón también?

– Sí. Mientras vos ensilláis el caballo del hermano Eadulf, yo iré preparando el mío.

– ¿Entonces os vais los dos?

– Sí -respondió Fidelma con paciencia.

– ¿Se ha resuelto ya el misterio de la desaparición del hermano Mochta?

– Sabremos más al respecto cuando los brehons se reúnan en Cashel dentro de unos días -explicó Fidelma a la vez que pasaba la brida sobre la cabeza de la yegua.

Ajustó las correas y colocó luego la alforja sobre el lomo de la paciente bestia.

Sin muchas ganas, Tomar empezó a colocar la brida al alazán de Eadulf.

– He oído que el abogado Uí Fidgente ya ha regresado a Cashel.

Fidelma no quería mostrar mucho interés, pero el comentario le llamó la atención. De modo que por eso no había visto a Solam aquella mañana.

– ¿De verdad? Creía que pretendía hacer más indagaciones en Imleach antes de volver a Cashel.

El hermano Tomar soltó una risilla sarcástica.

– Mucho le costaría con la antipatía que se han ganado los Uí Fidgente. Ha tenido que requerir protección del príncipe de Cnoc Áine hasta para cruzar la región. Lo acabo de ver partir a caballo en compañía de Finguine hace tan sólo una hora.

– ¿Os referís con ello a que Finguine ha escoltado personalmente a Solam de camino a Cashel?

El hermano Tomar volvía a reírse.

– Si hubiera ido solo, dudo que hubiera llegado al Pozo de Ara. De hecho, creo que Finguine sospecha que Solam sufrirá un asalto en su camino hacia Cashel.

Fidelma se volvió al establero, dedicándole así toda su atención.

– ¿Por qué lo decís? -le preguntó.

– Porque al marcharse, aunque han dicho que se iban a Cashel, han tomado la ruta del norte, cuando la que lleva a Cashel discurre en dirección este. Imagino que Finguine habrá llevado a Solam por una ruta circular para sortear el camino principal hacia el Pozo de Ara y Cashel.

Fidelma inclinó la cabeza en actitud pensativa y siguió preparando a la yegua.

– ¿Estáis seguro de que han dicho que se dirigían a Cashel?

El hermano Tomar la miró con una sonrisilla de indulgencia y le aclaró:

– Solam en persona me ha dicho que se dirigía a Cashel.

Fidelma no comentó nada más. Lo que Solam había dicho al hermano Tomar no podía ser la verdad. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué razón Finguine le había acompañado en persona, cuando podría haber encomendado esa labor a algunos de sus guerreros, si es que sólo se trataba de proteger al Uí Fidgente en su recorrido por territorio de Cnoc Ame.

Fidelma acabó de ensillar el caballo en silencio. Se aseguró de que las alforjas estuviesen bien atadas y de que el bastón de su compañero estuviera bien sujeto a la montura. El hermano Tomar guió al caballo de Eadulf fuera de la cuadra.

– ¿Dónde está el sajón? -preguntó, mirando en derredor.

– Me encontraré con él en el pueblo -mintió Fidelma sin más, justificándose al recordar el proverbio mínima de malis, «maldades, las menos», pues no tenía más remedio que elegir la alternativa menos deseable; la más deseable era no permitir que el hermano Tomar sospechara de sus intenciones.

Antes de subirse a la yegua y tomar las riendas del potro de Eadulf, prefirió tirar de ella. Se despidió del hermano Tomar, que permaneció de pie, observándola a la puerta de las cuadras. Fidelma condujo a los caballos a través del patio y la entrada de la abadía, agradeciendo que sólo el inquisitivo hermano Tomar estuviera allí para verla partir. Cuando dejó la abadía, cruzó la plaza al galope en dirección al pueblo. Un grupo de vecinos y guerreros de Finguine seguían limpiando los escombros del ataque

Al acercarse al pueblo moderó el trote, hizo pasar a los caballos por la forja del herrero y luego les hizo girar en un callejón lateral, al abrigo de miradas curiosas. Vio a Nion, el bó-aire, y a su ayudante Suibne trabajando entre las ruinas de la forja. Nion levantó la cabeza para seguirla con la vista, pero ella fingió no haber advertido su presencia. No le gustó nada la forma en que la miró. De soslayo vio cómo le decía algo al oído al ayudante y se marchaba a todo correr. Fidelma torció sin dilación a la calle principal en dirección a la asolada estructura de la posada de Cred, antes de entrar en una callejuela lateral, entre los edificios, encaminándose entonces hacia los campos que rodeaban la población. Eligió a conciencia aquella ruta para eludir miradas curiosas.

Primero cabalgó siguiendo una dirección que la alejaba del límite del pueblo, en sentido contrario al de la colina del Hito, donde debía encontrarse con Eadulf y Mochta. De este modo, si alguien la observaba desde el pueblo o la abadía, creerían -o eso pensaba ella- que seguiría aquella ruta. Había pradera de sobra entre el pueblo y el bosque lindante, a través de la cual pretendía cabalgar hasta alcanzar los árboles; una vez allí corregiría el rumbo describiendo un semicírculo, dirigiéndose entonces hacia el lugar de encuentro convenido.

De hecho, cuando llegó al socaire del bosque por el sendero, empujó suavemente al caballo para que volviera al galope, con el potro de Eadulf pacientemente a la zaga. No estaba segura de si alguien la había visto. Tardó unos diez minutos en reducir el paso. Sólo entonces osó mirar atrás. Entre los árboles y arbustos aún se veía el límite del pueblo. Desde aquella distancia, el pueblo, y la abadía al fondo, parecían desiertos. No había signo alguno de actividad. Fidelma dejó escapar un suspiro de alivio. A partir de allí, el camino habría de ser fácil.

Siguió adelante por la senda y cambió el rumbo, haciendo un giro para proseguir en el semicírculo que tenía en mente y que la llevaría hasta la colina del Hito. El bosque era frío y húmedo. Se preguntó si los lobos tendrían allí sus guaridas y sintió un leve escalofrío. Prefería no recordar el peligro que afrontaron aquella noche.

Notaba la permanente actividad que bullía entre la espesura. Era el constante ajetreo de sus moradores, desde el sigiloso paso de los pequeños mamíferos al chasquido de ramas que indicaba la presencia de un ciervo. A esto se sumaba la algarabía de las aves ponederas en la parte más alta de las copas.

Se desplazó lo más deprisa que permitían las ramas, cruzando un arroyuelo aquí y allá, antes de llegar a la estrecha franja de un prado. Estaba a punto de alcanzar aquel sitio y salir del bosque, cuando oyó un ruido que se superponía a los de la floresta. Era ruido de cascos. De cascos herrados. Y eran veloces. Sin perder tiempo desvió a los caballos del sendero boscaje adentro, buscando una zona frondosa para ocultarse. Cerca había una espesura de matorrales que le serviría, de modo que desmontó, tomó a los dos caballos por las riendas y los dejó bien amarrados junto a una rama. Acto seguido, se acercó al sendero agachándose.

Por un lado del bosque apareció una media docena de jinetes, que se detuvo cerca del acceso al sendero.

Al reconocer a los jinetes que iban en cabeza, no dio crédito a sus ojos.

Uno era el dálaigh de los Uí Fidgente, Solam, y el otro era su primo, Finguine, el príncipe de Cnoc Ame. Sin asomo de duda, los otros cuatro eran guerreros de Finguine.

– ¿Y bien? -oyó decir a Solam en un tono agudo y quejumbroso-. ¿Les hemos perdido la pista o no?

Entonces oyó la voz de su primo, también tensa e irascible.

– No os preocupéis. Yo conozco bien esta región. No hay muchos sitios donde puedan esconderse. Los encontraremos.

Fidelma empezaba a tener frío.

¿A quién se referían? ¿Qué hacía Finguine con Solam, cuando decía sospechar de él, cuando acusaba a los Uí Fidgente de atacar Imleach? Si Finguine hubiera ido solo con sus hombres, Fidelma habría salido a contarle cuanto ahora sabía del hermano Mochta. Pero, ¿por qué iba con Solam?

– Bueno, cuanto antes encontremos a ese monje… ¿cómo se llama… Mochta?… antes resolveremos este asunto -espetó Solam-. La clave reside en las Santas Reliquias, no me cabe ninguna duda.

Fidelma aguzó los ojos al oír decir a su primo:

– Primero miraremos en las cuevas que hay al sur. Luego, en la cueva del Hito, al norte.

Alzó la mano e hizo una seña al cuerpo de jinetes para seguir adelante.

Fidelma esperó un momento donde estaba, tratando de dar sentido a lo que había oído. Entonces se levantó y corrió por los caballos. Cualquiera que fuera el motivo, su primo, el príncipe de Cnoc Áine, estaba buscando al hermano Mochta. Esperaba que Eadulf ya hubiera empezado a bajar al hermano Mochta por la ladera para quedar a cubierto en el bosque, a orillas del río Ara. Tenía que evitar que Finguine y Solam llegaran antes que ella a la cueva de la colina del Hito. Por suerte, Finguine había sugerido pasar antes por las cuevas del sur, dondequiera que estuvieran, lo cual daba tiempo a Fidelma para llegar hasta Mochta y Eadulf antes que ellos.

Espoleando al caballo, Fidelma avivó el paso a medio galope a través del prado, bordeando el bosque hacia la colina. Pensaba en Finguine, y en el hermano Mochta y la traición de su hermano. ¿Qué había dicho exactamente? La sangre no fortalece la unión. Rodeó el extenso pie de la colina y salió por la cara este, donde arrancaba una prolongación del bosque a lo largo del valle que desembocaba en el Pozo de Ara.

Al pasar al otro lado de la falda de la colina, vio las pequeñas figuras de Eadulf y Mochta en lo alto. Aquél llevaba el relicario bajo un brazo, mientras que ayudaba con el otro al monje. A su vez, éste, apoyado en él con un brazo sobre los hombros, se mantenía en pie como buenamente podía.

Fidelma gritó para captar su atención. La pareja se detuvo y, al reconocerla, reanudaron la torpe marcha ladera abajo.

Fidelma apremió a los caballos hacia arriba, hasta donde le permitió la escarpada pendiente; luego, mientras esperaba a que Eadulf y Mochta llegaran, descabalgó y aguantó a los caballos. Les costó un poco descender el tramo de colina que quedaba.

– ¡Uf! -resolló Eadulf al acercarse-. No iría mal un descanso.

Se disponía a acomodar al hermano Mochta, cuando Fidelma movió la cabeza, diciendo:

– Aquí no. Tenemos que bajar y guarecernos en el bosque cuanto antes.

– ¿Por qué? -quiso saber Eadulf, desconcertado por la sequedad de sus palabras.

– Porque se acercan jinetes en busca del hermano Mochta y las Santas Reliquias.

– ¿Uí Fidgente? -preguntó Mochta con un sobresalto.

– Uno de ellos, sí -informó Fidelma-. Solam.

Eadulf frunció la boca al captar la inflexión de su voz.

– ¿Y quiénes son los otros jinetes? -preguntó Eadulf.

– Mi primo acompaña a Solam.

Eadulf fue a decir algo más, cuando Fidelma se montó al caballo.

– Dadme el relicario -ordenó-. Yo lo llevaré. El hermano Mochta tendrá que montar delante de vos, Eadulf. De este modo le serviréis de apoyo. Podemos seguir hablando de esto cuando nos hayamos alejado de este lugar tan expuesto.

Eadulf no dijo nada más. Le entregó el relicario a Fidelma y ayudó al hermano Mochta a subir a la silla, antes de montar detrás. Eadulf no era precisamente un diestro jinete, y tampoco era elegante su forma de montar al paciente potro. Más bien resultaba desmañado. Se limitó a conducir al joven caballo pendiente abajo, a la zaga de Fidelma, y luego trotar hasta la floresta, por la que pasaba el río. Con esto bastó.

Fidelma no se detuvo al llegar al abrigo de los árboles, sino que prosiguió durante un rato. Recorrido algo más de kilómetro y medio, llegaron a un claro a la vera del río, donde Fidelma bajó del caballo y condujo a la yegua hasta el agua. A continuación ayudó a Eadulf a bajar al hermano Mochta para que descansara un poco.

El monje se tumbó con gusto en la hierba.

– ¿Creéis que el príncipe forma parte de esta conspiración? -preguntó sin aliento a la vez que se friccionaba la pierna.

– Yo no he dicho tal cosa -respondió Fidelma en voz baja-. Sencillamente he dicho que al parecer él y Solam, con algunos de sus hombres, van en busca de vos y las Santas Reliquias. Se disponían a buscar entre las cuevas.

Eadulf hizo una seña de fastidio.

– Pero eso significa que está conchabado con los Uí Fidgente, con Armagh, ¡con los Uí Néill! Vuestro propio primo ha traicionado al rey.

– Eso significa que él y Solam están buscando al hermano Mochta -insistió Fidelma con mordacidad-. No emitáis juicios antes de conocer todos los hechos. ¿Recordáis mis principios?

Eadulf levantó la cabeza con desafío.

– Es normal que no queráis que vuestro primo sea culpable de semejante traición. Sin embargo, ¿de qué otro modo puede interpretarse lo que habéis visto?

– Puede interpretarse de varias maneras, pero no tiene ningún sentido especular al respecto. Es lo peor que podemos hacer, especular antes de tener pleno conocimiento de los hechos. Lo he dicho miles de veces. Especular significa distorsionar esos hechos para hacerlos encajar con la propia interpretación.

Eadulf guardó un silencio insolente.

El hermano Mochta acomodó los miembros doloridos y, mirando con inquietud a Fidelma, preguntó:

– ¿Qué plan tenéis ahora?

Fidelma examinó al hermano Mochta unos instantes antes de decidirse.

– Dado vuestro estado, no creo que hoy podamos ir muy lejos. Veremos si podemos llegar al Pozo de Ara para descansar. El posadero es de confianza. Luego proseguiremos hacia Cashel en cómodas etapas.


* * *

Llegaron a la posada de Aona al caer la noche. Fidelma insistió en no entrar por delante, sino por el acceso posterior del establecimiento. Pese a que aún no era hora de soltar a los perros, se oía ladrar a un par de los que estaban atados. Al acercarse a la puerta trasera de la posada, ésta se abrió y, a voz en grito, alguien preguntó quién se acercaba con semejante sigilo.

Fidelma se tranquilizó al reconocer al posadero.

– Soy Fidelma, Aona.

– ¿Mi señora? -preguntó aquél, asombrado por la respuesta a media voz.

El posadero fue hasta ellos y sujetó la brida de la yegua para que desmontara. Luego volvió la cabeza para hacer callar a los perros con un grito. Éstos reaccionaron con gemidos.

– Aona, ¿se hospeda alguien más en la posada esta noche? -preguntó Fidelma nada más bajar.

– Sí, un mercader y sus carreros. Están cenando -contestó, y luego, entornando los ojos en la oscuridad, miró hacia donde estaban Eadulf y el hermano Mochta; preguntó-: ¿Es ése el hermano sajón?

– Escuchad, Aona, precisamos aposento para esta noche. Pero nadie debe saber que estamos aquí. ¿Comprendéis?

– Sí, señora. Será como pedís.

– ¿Nos han oído llegar los otros huéspedes?

– No creo, con el jaleo que están armando. Le han dado fuerte a la cerveza.

– Bien. ¿Hay algún modo de acceder a las habitaciones sin que nos vean los mercaderes ni otras personas? -preguntó Fidelma.

Aona no dijo nada, pero luego asintió:

– Venid conmigo, derechos a las cuadras. Justo encima hay una habitación libre, que sólo utilizamos en casos de necesidad, si la posada está completa… que nunca lo está. Sólo tiene el mobiliario preciso… pero si buscáis un lugar apartado, aquí no os encontraréis con nadie.

– Excelente -dijo Fidelma con aprobación.

Aona reparó en que el hermano Mochta estaba herido al ver que Eadulf le ayudaba a bajar del caballo. Se acercó a ayudarle. Al hacerlo, Fidelma le puso una mano en el brazo para advertirle:

– No hagáis preguntas, Aona. Es imprescindible para proteger al rey de Muman. Con esta información os basta. Que nadie sepa que estamos aquí.

Lo más importante es que no alojéis a más visitantes por ahora.

– Podéis confiar en mí, señora. Traed a los caballos a las cuadras. Seguidme.

Ayudó a Eadulf a llevar al hermano Mochta a las cuadras, mientras Fidelma tiraba de los caballos. En el patio frente a éstos, había dos grandes carros. Al estar entre penumbras, tuvieron que esperar a que Aona encendiera una lámpara. Luego les hizo una seña para entrar. Fidelma colocó a cada caballo en una cuadra.

– Enseguida los atenderé -dijo Aona-. Antes, permitid que os acompañe a la habitación.

Ayudó al hermano Mochta a ascender un estrecho vuelo de escaleras que daba a un desván. Era un cuarto sencillo con cuatro catres y jergones de paja. Había algunas sillas, una mesa y poco más. El polvo inundaba el lugar.

– Como he dicho -dijo para excusarse al tiempo que tapaba las ventanas con telas de saco-, no se suele utilizar.

– Bastará por ahora -le aseguró Fidelma.

– ¿Está malherido vuestro compañero? -preguntó Aona, señalando al hermano Mochta-. ¿Queréis que busque a un médico discreto?

– No será necesario, Aona -respondió Fidelma-. Mi amigo ha estudiado en las escuelas de medicina.

De repente, Aona levantó la lámpara para ver mejor el rostro de Mochta y abrió bien los ojos.

– Yo a vos os conozco -dijo-. Sí, sois el mismo hombre por el que sor Fidelma me preguntó. Pero… -dudó y, de pronto, puso gesto de perplejidad- no llevabais esa tonsura cuando pasasteis por aquí la semana pasada. Lo juraría.

El hermano Mochta reprimió un gruñido.

– Porque no estuve aquí la semana pasada, posadero.

– Pero yo juraría que…

Fidelma lo interrumpió con una sonrisa para darle confianza.

– Es una larga historia, Aona.

El posadero volvió a excusarse.

– Nada de preguntas, señora. Lo tengo en cuenta.

Abrió un armario y sacó mantas.

– Como decía, esta habitación sólo se utiliza cuando la posada está llena, lo cual no pasa a menudo. Cuenta con lo básico.

– Es mucho mejor que dormir entre arbustos -respondió Eadulf.

Fidelma se llevó al posadero aparte para darle instrucciones.

– Después de ocuparos de los caballos, nos gustaría comer y beber algo. ¿Podéis prepararlo sin que nadie se dé cuenta?

– Yo me encargaré de que así sea. Pero debería decírselo a Adag, mi nieto. Es un buen chico y no os traicionará. Es mi mano derecha en la posada. No tengo esposa. Se la llevó la peste amarilla el mismo año que a mi nuera, y mi hijo pereció en la guerra contra los Uí Fidgente. Así que ahora sólo quedamos él y yo para sacar adelante el establecimiento.

– Me acuerdo del pequeño Adag -le aseguró Fidelma-. Ponedle al corriente, desde luego. ¿Quién más habéis dicho que está alojado ahora? ¿Unos mercaderes?

– Un mercader y dos carreros. Los carros de ahí fuera son suyos. De hecho… -dijo, e hizo una pausa para reflexionar-. De hecho, puede que conozcáis al mercader, ya que es de Cashel.

Al oír aquello, Eadulf se inclinó para sugerir:

– ¿Os referís a un tal Samradán?

Aona lo miró con sorpresa.

– El mismo.

– En tal caso, no le comentéis nuestra presencia -dijo Fidelma de forma categórica.

– ¿Hay algo de ese hombre que debiera saber? -se interesó Aona.

– No. Sencillamente nos conviene que no sepa que estamos aquí -insistió Fidelma.

– ¿Tiene algo que ver con el asalto perpetrado a la abadía la otra noche? Me han llegado voces de todo lo ocurrido.

– Nada de preguntas, Aona, como hemos acordado -lo amonestó Fidelma con paciencia.

El ex guerrero se disculpó, contrito:

– Os pido perdón, señora. Es que he oído a Samradán hablar del ataque.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué decía? -preguntó, fingiendo más interés por ajustar bien la arpillera en la ventana.

– Ha descrito el ataque y ha dicho que eran Uí Fidgente. ¿Cómo pueden ser traidores? Sobre todo mientras su príncipe es huésped de vuestro hermano en Cashel.

– No sabemos con seguridad que hayan sido los Uí Fidgente -corrigió-. ¿Cuándo llegó Samradán?

– Una hora o dos antes que vos, señora.

Fidelma quedó pensativa y miró a Eadulf.

– Eso significa que no pueden haber ido hacia el norte. Esto se pone interesante.

Eadulf no le veía el interés por ningún lado.

Aona abrió la boca para formular otra pregunta, pero lo pensó dos veces.

– Id, Aona -le ordenó Fidelma-. Necesitamos ese refrigerio cuanto antes.

El posadero bajó las escaleras.

– Y recordad -le dijo Fidelma desde arriba-, ni una palabra a nadie aparte de a vuestro nieto.

– Lo juro por la Santa Cruz, señora.

Cuando se hubo marchado, Eadulf se puso a examinar el hombro y la pierna de Mochta. Aunque no era un médico experto, desde la época en que iniciara los estudios, Eadulf tenía por costumbre llevar medicinas en la alforja.

– Bueno, las heridas todavía están curando -anunció-. El viaje no las ha empeorado. El hermano Bardán hizo un buen trabajo. Aunque las heridas os vayan a seguir doliendo un poco, están sanando bien. No hace ninguna falta que os cambie los vendajes.

El hermano Mochta forzó una sonrisa.

– Lo que el viaje ha empeorado es mi estado, amigo sajón. Tengo la sensación de haber sido arrastrado por un terreno pedregoso.

Fidelma había encontrado el cabo de una vela, que encendió con la lámpara que Aona les había dejado.

– ¿Adónde vais? -le preguntó Eadulf al ver que se dirigía a la escalera con la vela.

– Mera curiosidad por ver con qué comercia Samradán. Voy a echar un vistazo a los carros.

Eadulf se mostró reacio.

– ¿No creéis que es una imprudencia? -le preguntó.

– En ocasiones, la curiosidad es más fuerte que la prudencia. Mirad por el hermano Mochta hasta que regrese.

Eadulf movió la cabeza censurándola al verla desaparecer escaleras abajo.

Aona no estaba en las cuadras, ni había desensillado a los caballos, por lo que supuso que había ido a dar instrucciones a Adag.

Fidelma salió al patio, que estaba a oscuras, salvo por la lámpara que por ley anunciaba la presencia de un hostal. Las nubes habían propiciado el anochecer. Se acercó a los dos carros cargados.

Ambos estaban cubiertos con tela de lona, lo cual aislaba el contenido de la lluvia. Rodeó con la mano la trémula llama de la vela y avanzó entre los carros. Unas correas de piel aseguraban la lona a los carros. Depositó la vela sobre una de las ruedas esperando que no la apagara una ráfaga repentina, y a continuación desenganchó una de las correas y apartó parte de la lona.

A la luz de la vela vio una serie de herramientas, herramientas para excavar. Había palas, piquetas y otros utensilios del mismo estilo. Se fijó en unas bolsas de piel que había al lado y que parecían estar llenas de rocas. Se inclinó y extrajo algunas para verlas mejor. Bajo aquella luz no pudo identificarlas bien, por lo que las dejó donde estaban y miró el contenido de otra bolsa de piel. Había unas cuantas pepitas de metal. Sacó una, que reflejaba la luz y brillaba.

De modo que Samradán y sus hombres no eran meros mercaderes. Tuvo la impresión de que andaban metidos en algún trapicheo. El metal era plata. Hizo un mohín de desaprobación al devolver el contenido a la bolsa.

– ¿Qué estáis haciendo?

La voz incidió en sus pensamientos. Se dio la vuelta con el corazón desbocado.

El nieto de Aona estaba de pie junto a ella, con una linterna en la mano.

Fidelma se relajó al reconocerlo.

– Hola, Adag -saludó-. ¿Me recordáis?

El niño asintió moviendo lentamente la cabeza.

Fidelma volvió a tapar el carro y abrochó la correa. Acto seguido se apartó del vehículo.

– No me habéis dicho qué estabais haciendo -insistió el niño.

– No -le dio la razón-, no te lo he dicho.

– Estabais buscando algo -dijo el niño, aspirando aire con un gesto de censura-. No está bien rebuscar entre las cosas de los demás.

– Tampoco está bien robar las cosas de los demás. Estaba examinando estos carros para saber si todo lo que llevan es de los que los conducen. Vuestro abuelo me ha dicho que sabéis guardar secretos, ¿es verdad?

El niño la miró un poco indignado.

– Claro que sí.

Fidelma lo miró con solemnidad y le dijo:

– Vuestro abuelo os ha pedido que no digáis palabra a nadie sobre mi presencia ni la de mis dos compañeros. Sobre todo, a esos hombres del hostal.

El niño asintió con igual solemnidad.

– Pero aún no me habéis dicho qué buscabais en esos carros, hermana.

Fidelma mostró una mayor complicidad diciendo:

– Esos hombres que se alojan en la posada de vuestro abuelo son ladrones. Por eso rebuscaba en sus carros. Buscaba pruebas. Si le preguntáis, vuestro abuelo os dirá que, además de hermana, soy dálaigh.

El niño abrió mucho los ojos. Tal como esperaba Fidelma, el niño reaccionó mejor al hacerle partícipe de un secreto de adultos que de haberle pedido que no molestara.

– ¿Queréis que los vigile, hermana?

Fidelma le dijo con seriedad:

– Creo que sois la persona más indicada para ese trabajo. Pero que no se den cuenta de que sospecháis.

– Claro que no -le aseguró el niño.

– Simplemente observadlos y avisadme cuando se marchen de la posada y averiguad hacia dónde. Hacedlo con sigilo, sin que se den cuenta.

– ¿Da lo mismo la hora a la que se marchen?

– Sí, da lo mismo. A la hora que sea.

El niño sonrió con satisfacción.

– No os fallaré, hermana. Ahora tengo que ir a desensillar los caballos. Mi abuelo está preparando comida para vuestros amigos y vos.

Cuando Fidelma le explicó lo sucedido a Eadulf y el hermano Mochta, aquél preguntó:

– ¿Es sensato implicar al niño?

Mochta mostró cierto recelo y añadió:

– ¿Estáis segura de que el niño no nos traicionará?

– No -dijo Fidelma con firmeza-. Es un chico listo. Y yo tengo que saber en qué momento se irán Samradán y sus carreros.

– ¿Por qué le habéis dicho al niño que eran ladrones? -quiso saber Eadulf.

– Porque es la verdad -aseveró ella-. ¿Qué encontré en los carros? Herramientas de excavación y bolsas con rocas. ¿Qué os hace pensar eso, Eadulf?

El sajón movió la cabeza, desorientado.

Fidelma estaba exasperada.

– ¡Rocas… mena… herramientas de minería! -explotó, restallando las palabras como un látigo.

Eadulf cogió el hilo.

– ¿Insinuáis que son los que extraían la mena de las cuevas?

– Exacto. Sé que existe actividad minera algo más al sur de aquí, pero no sabía que hubiera un filón de plata en estas colinas, hasta que lo descubrimos. Y sea propiedad de quien sea, esa mina no es de Samradán. Está extrayendo plata ilegalmente, de acuerdo con lo que dicta el Senchus Mór.

El hermano Mochta soltó un leve silbido.

– ¿Tiene algo que ver Samradán con el resto de este rompecabezas? -preguntó.

– Eso no lo sé -confesó Fidelma-. Sea como fuere, ahora nuestra prioridad es comer algo, y luego ya veremos qué hacer. Espero que Aona no tarde en traer algo de comida.


* * *

Justo después del amanecer, una mano sacudiéndole el hombro despertó a Fidelma. Se despertó con pocas ganas, parpadeando, ante el rostro entusiasta del joven Adag.

– ¿Qué pasa? -murmuró.

– Los ladrones -susurró el niño-. Se han ido.

Fidelma aún no había espabilado.

– ¿Qué ladrones?

El niño se impacientaba.

– Los hombres de los carros.

Fidelma se despejó de sopetón.

– Oh. ¿Cuándo se han ido?

– Hace unos diez minutos. Me he despertado al oír los carros contra las piedras del camino.

Fidelma miró al otro lado de la habitación, donde los otros dos dormían a pierna suelta.

– Al menos vos estabais atento, Adag -lo congratuló con una sonrisa-. Nosotros no hemos oído nada de nada. ¿Hacia dónde han ido?

– Se han marchado por el camino de Cashel.

– Bien. Habéis hecho muy bien, Adag, y…

Interrumpió lo que estaba diciendo al oír ruido de cascos en el patio.

– ¿Podrían haber vuelto? -preguntó el niño.

Eadulf refunfuñó en sueños y se giró al otro lado sin despertarse, y en ese preciso instante Fidelma advirtió que el ruido no era de animales de carga ni de carros tirados. Era el ruido propio de cascos herrados de caballos montados por guerreros.

Se levantó de un salto del catre y se acercó a la ventana y, procurando mantener cierta distancia, apartó un poco la tela.

En el patio se distinguían las sombras de siete jinetes. La luz de la posada, que había ardido la noche entera, emitía un resplandor tenue e irregular. Aun así, contuvo la respiración al distinguir el aspecto delgado y rapaz de Solam, junto a su primo Finguine. Los acompañaban cuatro guerreros. No alcanzaba a reconocer al séptimo hombre. La última vez que había visto a Finguine eran seis.

– Adag -susurró al niño-. Más vale que bajéis a ver qué quieren. Sed sinceros con ellos, sin decirles que estamos aquí. Juradlo por vuestra vida.

El niño asintió y bajó a hacer lo que le había dicho.

Fidelma volvió a la ventana a escudriñar a través de la abertura de la cortina de saco. Desde allí oyó decir a su primo Finguine:

– Está claro que no están aquí, Solam. No merece la pena despertar al posadero.

– Más vale asegurarse que dar por sentada una suposición que podría ser errónea -arguyó el abogado Uí Fidgente.

– Muy bien -accedió el príncipe, y se dirigió hacia sus hombres-. Despertad al posadero y… no, aguardad. Alguien viene.

Adag salió de las cuadras, y Fidelma lo vio acercarse a los guerreros.

– ¿En qué puedo ayudarles, señores? -les preguntó en un tono elevado y ufano.

– ¿Quién sois, muchacho? -oyó preguntar a Solam.

– Adag, hijo del posadero.

Eadulf volvió a refunfuñar en el jergón, y Fidelma se volvió hacia él al ver que se incorporaba.

– ¿Qué está…? -empezó a decir.

Fidelma se llevó un dedo a los labios.

Aquel movimiento la distrajo de la conversación que discurría abajo. Volvió a mirar por la ventana y vio al niño señalando en dirección a Cashel.

– Habéis sido de gran ayuda, muchacho -estaba diciendo Finguine-. ¡Tomad!

Lanzó una moneda que centelleó en el aire.

Finguine espoleó al caballo, y el grupo entero salió del patio a galope tendido, rumbo hacia Cashel. Entonces fue cuando Fidelma reconoció los rasgos del séptimo jinete al pasar un instante bajo la luz del hostal. Era Nion, el bó-aire de Imleach.

Fidelma descorrió la cortina y suspiró.

– ¿Qué está pasando? -quiso saber Eadulf.

Ella miró hacia donde el hermano Mochta seguía durmiendo y luego hacia las escaleras, pues Adag subía dando fuertes pisadas y con una sonrisa en la cara.

– Se han ido hacia Cashel, hermana -dijo sin aliento.

– ¿Qué querían?

– Querían saber si alguien había pasado la noche en la posada. Les he dicho que sí, que unos hombres que traían carros se han dirigido hacia Cashel. Pero no les he dicho nada de vos ni de vuestros amigos. Los jinetes me han dado las gracias y se han ido rumbo a Cashel. Parecían muy interesados en los carros.

Eadulf miraba ora al niño, ora a Fidelma con desconcierto. Fidelma le explicó pausadamente:

– Los jinetes eran Finguine y Solam, y los acompañaba Nion.


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