CAPÍTULO X

No les hizo falta pedir indicaciones para encontrar la forja, ya que las fuertes ráfagas del fuelle y el repiqueteo del hierro contra el hierro se oían cada vez mejor a medida que se adentraban en el grupo de casas, construidas de forma espaciada a lo largo de una calle principal que se vislumbraba desde las puertas de la abadía. La forja estaba hecha de piedra, y la fragua se hallaba construida sobre grandes losas. En una de éstas había un pequeño agujero, a través del cual un caño dirigía la corriente de aire que producía el fuelle hasta el fuego.

Una impresionante bomba de aire de cuatro cámaras generaba las ráfagas de la herrería. Eadulf había oído hablar de aquellos enormes fuelles, pero jamás había visto ninguno. También había oído que proporcionaban a la fragua una corriente de aire más uniforme que la de un aparato normal, de dos cámaras. A la vista estaba que era más difícil de manejar, ya que el herrero, que sudaba junto al fuego, contaba con la ayuda de un hombre corpulento, encargado de hacer soplar el fuelle. Su labor consistía en hacer subir y bajar el extremo de las cámaras de aire, poniendo encima de cada una un pie, que levantaba de forma alterna, como quien camina despacio a propósito. Así, cuanto más deprisa caminaba, con mayor rapidez funcionaba el fuelle.

El herrero era un hombre de buena planta y musculoso que rondaba la treintena. Vestía pantalones de cuero, pero iba con el torso desnudo, salvo por un delantal de gamuza que le protegía de las chispas. Con unas tennchair, un par de tenazas, sujetaba una pieza de hierro al rojo vivo. Con la otra mano empuñaba el martillo, con el que golpeaba el trozo de hierro sobre un yunque con un gran estruendo, antes de introducir el hierro en un contenedor de agua llamado telchuma.

Al verles acercarse, el herrero dejó lo que estaba haciendo, escupió a las brasas de la forja y se oyó un breve chisporroteo.

– Suibne, tráeme más carbón de leña -ordenó a su ayudante sin quitarles los ojos de encima.

El encargado de bombear los fuelles bajó de un salto de las tablas de madera y desapareció en un cobertizo.

El herrero se llevó la mano a la nuca para secarse el sudor y ellos se detuvieron delante.

– ¿Qué se os ofrece? -preguntó, examinándolos con la mirada-. ¿Me buscáis como herrero o como bó-aire de esta comunidad?

El bó-aire era el juez municipal, un jefe sin tierra, al que inicialmente se valoraba por el número de vacas que poseía, de ahí que se le denominara «jefe de las vacas». Las comunidades pequeñas, como en el caso de las aldeas, solían estar gobernadas por un bó-aire, el cual rendía tributo a un jefe superior.

– Soy Fidelma de Cashel -se presentó con formalidad al conocer el rango del herrero-. ¿Cómo os llamáis vos?

El herrero se puso derecho. ¿Quién no había oído hablar de la hermana del rey? El jefe al que él rendía tributo era primo de ella, Finguine de Cnoc Áine.

– Me llamo Nion, señora.

Fidelma extrajo las flechas del marsupium. La que había hallado en el carcaj del asesino, y la rota, que se había llevado de la habitación del hermano Mochta.

– ¿Qué podéis decirme de estas flechas, Nion? -preguntó sin más.

El herrero se limpió las manos en el delantal, tomó las flechas de sus manos y las examinó.

– No soy flechero, aunque antes había hecho puntas de flecha. Éstas son de excelente manufactura. La punta de ésta es de bronce y, como veis, está montada con un cro hueco…

– ¿Un qué? -preguntó Eadulf, inclinándose.

– Una cavidad. ¿Veis dónde se ha introducido la madera del asta? Éstas son de muy buena calidad, ya que, como podéis observar, la punta está sujeta con un minúsculo remache de metal.

– ¿Y dónde diríais que se han hecho? -preguntó Fidelma.

– Es evidente -respondió el herrero con una sonrisa-. ¿Veis la pluma? Lleva el símbolo de un arquero de Cnoc Áine, territorio en el que os halláis, como ya debéis de saber, señora.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– ¿Y sabríais indicarme quién es semejante artesano, Nion?

El herrero soltó una inesperada carcajada.

– ¿Veis al vecino? -dijo, señalando una carpintería-. Él hace las astas y monta las plumas, y yo me encargo de las puntas y las fijo. Esta flecha forma parte de un lote que preparé no hace ni una semana. La reconozco por la forma en que está trabajado el metal. ¿Por qué lo preguntáis, señora? -añadió, devolviéndole las flechas.

Su ayudante regresó y vació una bolsa de carbón en el fuego de la fragua, que luego atizó con una barra de hierro.

– Quisiera saber algo acerca del hombre al que vendisteis estas flechas.

Al instante, el herrero entornó los ojos con suspicacia.

– ¿Por qué?

– Si no tenéis nada que ocultar, Nion, me lo diréis. Recordad que quien os hace las preguntas es una dálaigh, y que tomo vuestra palabra como juez de este municipio.

Antes de decir nada, Nion se la quedó mirando como si tratara de entrever sus intenciones; luego se encogió de hombros.

– En tal caso, como bó-aire ante un dálaigh, responderé. No conozco al hombre. Me refería a él como el Saigteóir, porque tenía el aspecto de un arquero profesional, y actuaba como tal. Acudió a mí hace más de una semana y me pidió que le hiciera dos docenas de flechas. Me pagó bien el trabajo. Pasó a recogerlas unos días después, y ya no supe más de él.

La respuesta decepcionó a Eadulf, pero Fidelma no desistió.

– A veces hay que ayudar a la memoria -comentó-. Decís que parecía un arquero profesional. Describidlo.

Después de vacilar un poco, Nion el herrero describió al arquero que Gionga había matado. Fue una buena descripción, y no cabía duda en cuanto a la identidad del hombre.

– Hablasteis con él. ¿Qué os pareció su forma de hablar?

El herrero se frotó la mandíbula, y luego le brillaron los ojos.

– Era tosco en el habla; como cualquier soldado profesional, pero no era de casta guerrera; no era el tipo de hombre nacido en el seno de la clase nobiliaria dedicada al servicio de las armas.

– ¿Le preguntasteis qué le traía por aquí? -intervino Eadulf.

– No. Tampoco lo habría hecho nunca. Es mejor no preguntarle a un guerrero para qué quiere las armas, a menos que él quiera facilitar semejante información.

– Es comprensible -admitió Fidelma-. Y no os facilitó información.

El herrero negó moviendo la cabeza.

– ¿Iba acompañado?

– No.

– Parece que estáis muy seguro de eso. ¿Llevaba un caballo?

– Oh, sí. Llevaba una yegua zaina. Me fijé, porque las herraduras de las patas traseras precisaban un buen arreglo. Una había recibido el golpe de una piedra. Lo sé, porque una vez arreglé una que tenía ese problema.

– ¿Recordáis algo en especial del caballo? -preguntó Fidelma, pues sabía de sobra que un herrero profesional sabría identificar la manera en que un caballo iba herrado y, en ocasiones, la ubicación geográfica del artífice.

– Lo que está claro es que estaba herrado en el norte -respondió sin vacilar-. He visto ese estilo varias veces, y ahora lo utilizan los herreros de Clan Brasil. También puedo decir que el animal no estaba precisamente en la flor de la vida. Aunque era un caballo de guerra, no era la clase de animal que llevaría un guerrero de prestigio.

– ¿En qué más os fijasteis?

– En nada. No era asunto mío.

– Sois el bó-aire -le recordó Fidelma-. Vuestra responsabilidad es estar al corriente de lo que acontece en vuestro territorio. Las flechas que vendisteis a ese guerrero se usaron en un intento de asesinato contra mi hermano, el rey, y el príncipe de los Uí Fidgente. ¿No ha llegado la noticia a vuestros oídos?

Nion tenía la vista puesta en ella sin decir nada. Era obvio que la noticia le había impresionado.

– Yo no tuve nada que ver en este asunto, señora -dijo con preocupación-. Yo sólo hice las flechas y las vendí. No sabía quién era ese hombre…

Fidelma alzó una mano para acallar el espanto del herrero.

– Sólo os lo digo para mostraros que en ocasiones estos asuntos pueden incumbiros, juez de Imleach. Por tanto, considerando lo dicho, ¿hay alguna cosa más que debierais contarme de ese arquero?

No cabía duda de que Nion se estaba esforzando mucho para refrescar la memoria; se llevó una mano tras la cabeza y se la rascó para facilitar la labor.

– No puedo añadir nada más, señora. Pero claro, si ese arquero no era del lugar, debió de pasar unos días por aquí para esperar a que terminara las flechas. Quizá sepan algo más en la posada donde se hospedó.

– ¿Dónde está esa posada?

Nion hizo un gesto elocuente.

– Teniendo en cuenta que no acudió a la abadía para alojarse, sólo cabe la posibilidad de que lo hiciera en la posada de Cred, al final de la calle, al otro extremo del pueblo. Tiene mala fama y carece de licencia. Por cierto, es voluntad del abad. Ha tratado de cerrarla por inmoralidad, pero es la única posada del pueblo. Creo que el arquero podría haberse hospedado allí. Si no fue así, ya no puedo ayudaros más.

Fidelma dio las gracias al herrero y lo dejó en la fragua, de pie con las manos en las caderas, los pies abiertos a ambos lados, mirándola con recelo al alejarse con Eadulf.

– Si al caballo del arquero lo herró un forjador del territorio de Clan Brasil -sugirió Eadulf en un tono reflexivo-, quizá conocía al hermano Mochta. ¿No dijo el abad Ségdae que era originario de Clan Brasil?

– Bien pensado, Eadulf. Pero aunque Mochta procedía de Clan Brasil, y el caballo del arquero fue herrado allí, sabemos que el acento de éste no era de la región del norte.

Fidelma calló unos instantes para considerar la cuestión.

– Todavía no hemos establecido la posible relación que unía al hermano Mochta con ese arquero, si es que de hecho conseguimos aclarar el misterio de la tonsura.

Eadulf soltó un leve quejido de exasperación.

– Las relaciones parecen tan claras… pero el misterio de la tonsura lo altera todo.

Iban andando por la calle principal, hacia el otro extremo del municipio, donde había un grupo de edificios pequeños apartado del resto.

– Esto tiene pinta de ser la posada de Cred -dijo Fidelma, y se paró mirando en la dirección de la que venían-. Parece bastante apartado, así que el arquero tal vez se hospedara aquí y el herrero no supiera si venía o no en este sentido.

– ¿Creéis entonces que el bó-aire mentía?

– No, no creo. Pero no está de más ser lo más precisos posible y asegurarnos bien de los hechos. Pasemos y hablemos con Cred, que al parecer tan poco gusta a los habitantes.

Cuando Fidelma se disponía a entrar, Eadulf la detuvo un momento, señalando el letrero de la posada. Representaba a un herrero musculoso con el martillo sobre el yunque.

– Vaya una coincidencia, ¿no?

– No, no tanto -le dijo Fidelma con una sonrisa-. Creidne Cred era el artífice de los antiguos dioses de Irlanda; trabajaba el bronce, el latón y el oro. Era quien hacía las empuñaduras de las espadas, y los tachones y la armazón de los escudos durante la guerra entre los dioses paganos y sus enemigos.

– Bueno, pero una cosa más antes de entrar. He oído decir al abad y al bó-aire que este lugar no tiene licencia. ¿Qué significa eso?

– En principio parece una posada, que además hace sus propias cervezas, pero no es legal, es lo que llamamos un dligtech.

– Entonces el bó-aire, como agente de la ley, puede cerrarla sin problemas, ¿no?

Fidelma movió la cabeza con una sonrisa, diciendo:

– No significa que esta posada sea ilegal, sino sencillamente que la ley no la reconoce. Lo cual quiere decir que la persona que se dirija a una posada ilícita debe estar enterada por si surge algún motivo de reclamación, ya que no tendría razones legales con que actuar.

– No sé si lo he entendido bien -dijo Eadulf.

– Un posadero legal debe pasar tres pruebas estrictas en cuanto a la calidad de la bebida que sirve. Si sirve cerveza mala, se le puede recusar la licencia por ley. De manera que si una persona se queja de la mala calidad de la cerveza en una casa ilícita, no puede reclamar indemnización alguna. Bueno, ya está bien, a ver si encontramos a Cred.

Entraron en la posada. No parecía haber nadie más aparte de dos hombres que bebían cerveza en un rincón. Iban toscamente vestidos y llevaban barba; parecían campesinos. Miraron a Fidelma y a Eadulf con indiferencia y siguieron bebiendo y conversando en voz baja.

Al oír un movimiento detrás de una puerta con cortinas, miraron hacia allí y vieron salir a una mujer de proporciones rotundas. Se veía claramente que su cuerpo había conocido tiempos mejores. Se dirigió a ellos con avidez, pero le cambió el gesto en cuanto reparó en el atavío de ambos.

– La abadía ofrece un mejor alojamiento para religiosos -les dijo sin reparo-. Este lugar os parecerá demasiado ordinario para el gusto de personas distinguidas y pías como vos.

Uno de los dos hombres soltó una risilla espasmódica, apreciando de ese modo lo que entendió como una muestra de ingenio.

– No buscamos alojamiento -se apresuró a decir Eadulf en un tono severo-. Buscamos información.

La mujer aspiró por la nariz y cruzó los brazos sobre un pecho generoso.

– ¿Y por qué buscáis información precisamente aquí?

– Porque creemos que nos la podéis proporcionar -respondió Eadulf sin apocarse.

– La información es cara, sobre todo para un clérigo extranjero -dijo a su vez la mujer al oír el acento de Eadulf, al que examinó calculando cuánto dinero llevaría encima.

– En tal caso me facilitaréis la información a mí -dijo Fidelma sin perder la calma.

La mujer entornó los ojos al mirarla.

Fidelma y Eadulf se dieron cuenta de que los hombres habían interrumpido el murmullo de su conversación para volverse hacia ellos sin disimular su curiosidad.

– Quizá no quiera facilitar información aunque la tenga -dijo la mujer, implacable.

– Quizá -repitió Fidelma con amabilidad-. Pero ocultar información a un dálaigh puede acarrearnos serios problemas.

La mujer entornó más los ojos. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo. Se respiraba tensión en el ambiente. Los dos hombres se volvieron de cara a las bebidas, aunque por su actitud se notaba que estaban pendientes de la conversación de la dueña.

– ¿Dónde está el dálaigh que me pide información? -preguntó con desdén la mujer de voluminoso pecho.

– Aquí estoy -anunció Fidelma con calma-. Y vos imagino que seréis Cred, la dueña de esta posada sin licencia, ¿no?

La mujer dejó caer los brazos a los lados. En su rostro se formaron varias expresiones, pues no sabía si Fidelma hablaba en serio o no. Al final enrojeció de rabia.

– Sí, soy la dueña, Cred, y llevo una posada respetable, tenga o no licencia.

– Eso es asunto vuestro y del bó-aire. Yo necesito información. Hace una semana más o menos, pasó un hombre por el pueblo. Tenía el inconfundible aspecto de un arquero profesional. Llevaba una yegua zaina con una herradura floja, y tuvo que acudir a la forja del herrero.

Fidelma era consciente de que los hombres no habían reanudado la conversación y estaban muy atentos a lo que estaba diciendo. De refilón, vio salir a otro hombre por una puerta al fondo de la sala. No se volvió para examinarlo mejor, porque le interesaba más mirar al rostro de la posadera a fin de juzgar mejor su reacción. Sin embargo, se dio cuenta de que el tercer hombre se había detenido y les estaba mirando.

La mujer, Cred, sostenía la mirada de Fidelma con desafío.

– ¿Cómo sé que sois una dálaigh? -la retó-. No tengo por qué responder preguntas de una chiquilla, sea o no religiosa.

Fidelma se llevó la mano debajo del hábito y sacó una cruz colgada de una cadena de oro, cuyo simbolismo era muy conocido en todo Muman. La orden de la Cadena de Oro era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman, la cual se había constituido a partir de los miembros de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en la entrega personal de los reyes Eóghanacht. El hermano de Fidelma le había concedido el honor por los servicios prestados al reino. Cred abrió un poco los ojos al reconocer la cruz.

– ¿Quién sois? -preguntó, aunque en un tono más amable y complaciente.

– Soy…

– ¡Fidelma de Cashel! -exclamó el tercer hombre en un susurro.

La oronda mujer abrió la boca, atónita.

Fidelma se volvió para mirar a aquel hombre. Iba vestido como los otros dos, con ropa basta de trabajo. Su piel curtida revelaba una vida campestre. Sacudió la cabeza en una curiosa reverencia.

– Yo también soy de Cashel, señora. Trabajo para…

La mente de Fidelma ya había hecho conjeturas.

– ¿Para Samradán, el mercader? ¿Sois los tres sus carreros?

El hombre asentía moviendo la cabeza con entusiasmo.

– Eso mismo, señora -afirmó.

Miró a la posadera y añadió enseguida:

– Fidelma de Cashel no sólo es una dálaigh, sino que es hermana del rey.

Cred inclinó la cabeza con renuencia.

– Disculpadme, señora. Pensaba que…

– Pensabais que podíais ayudarme respondiendo a mis preguntas -la interrumpió con dureza, asintiendo con la cabeza para quitar importancia a las palabras del hombre que la había identificado.

Éste corrió a sentarse con sus compañeros, que volvían a hablar entre susurros, lanzando miradas subrepticias a Fidelma.

Cred soltó las palabras de una vez.

– Yo… sí… Sí. Lo llamábamos el Saigteóir. Se quedó dos o tres noches hace una semana. Era alto y rubio. Hablaba con un acento seco y no invitaba a que se le hicieran preguntas. Como arma, sólo llevaba un gran arco.

– Ya veo. ¿Qué más sabéis de él?

Cred movió la cabeza bruscamente.

– Como he dicho, no era un hombre dado a la conversación. Decía lo justo para pedir lo que necesitaba, que era tan escaso como sus palabras.

– ¿Tenía algún encargo con el herrero?

– Lo que vos habéis dicho. Su caballo tenía una herradura suelta, y creo que también había comprado unas flechas, porque al llegar tenía muy pocas en el carcaj, pero al marcharse, estaba lleno.

– Ya veo que aguzáis la vista, Cred -comentó Fidelma.

– Hay que aguzarla en este negocio, señora. Un huésped puede marcharse sin pagar. Hay que tener cuidado.

– ¿Éste os pagó?

– Oh, sí. Parecía tener dinero de sobra. De hecho, tenía muchas monedas de oro y de plata.

– ¿Sabéis si visitó a alguien más? ¿Fue a la abadía, por ejemplo? -preguntó Eadulf.

La mujer hizo un ruido gutural y espasmódico que pretendía ser una risa.

– No era de los que rondan por iglesias y abadías, no. Éste tenía un aspecto siniestro.

– ¿Qué queréis decir con eso? -pidió Eadulf-, ¿conque tenía un aspecto siniestro? ¿Acaso estaba enfermo?

Cred lo miró como si fuera bobo.

– Hay quienes van a la guerra porque no tienen más remedio -se dignó a explicar-. Y hay quienes van y descubren que les gusta la muerte y la destrucción, y se dedican a ir por el país ofreciendo sus habilidades guerreras a quien mejor les pague por ejercer la actividad que más les atrae. Se convierten así en la propia muerte. El Saigteóir rezumaba la palidez de la muerte. Carecía de emoción, de alma.

Para sorpresa de todos, la posadera hizo una genuflexión.

– Yo creo que el alma de esa clase de hombres ya está muerta, y ellos sólo buscan la sangre y la matanza, a la espera de que les llegue la hora.

– ¿De modo que no llegó a ir a la abadía? -insistió Eadulf-. ¿Sabéis si estuvo en algún otro lugar? Si pasó dos o tres días aquí, debió de ir a alguna parte, ¿no? El pueblo no es tan grande para no llamar la atención.

– No pasaba mucho tiempo en el pueblo -respondió la mujer.

– Parece que estáis muy segura de ello -observó Fidelma.

– Segura por la misma razón que habéis dado vos. Cenaba y dormía aquí, pero se marchaba justo después del amanecer y no regresaba hasta la tarde. Uno de mis vecinos lo vio dirigirse a las colinas, hacia el sur, tras haber arreglado la herradura del caballo.

– ¿Qué hay allí? ¿Una granja? ¿Una taberna?

La mujer se encogió de hombros.

– Nada. Quizá sólo iba a cazar.

– Y durante los días que pasó aquí, ¿nunca dijo su nombre ni comentó nada de él?

– Y nadie habría osado preguntarle nada -confirmó la mujer.

Fidelma contuvo un suspiro de frustración por no haber averiguado casi nada.

– Os estoy agradecida, Cred.

– ¿Ha cometido algún delito? ¿Qué ha hecho? -preguntó con interés-. A un posadero le gusta saber a quién ha dado albergue bajo su techo.

Fidelma la miró un momento sin decir nada y luego dijo a media voz:

– Como vos misma pensabais, ese arquero ha encontrado por fin lo que tanto buscaba.

La posadera parecía confusa.

Eadulf se lo aclaró en un tono sereno.

– Ha encontrado la muerte, como habéis dicho que esperaba.

Fidelma se dirigió a los tres carreros, que no intentaron esquivar la mirada.

– Que tengáis un buen viaje a la región de los Arada Cliach.

El hombre que la había reconocido preguntó con cara de extrañeza:

– ¿Qué os hace pensar que nos dirigimos allí, señora?

– Me lo ha dicho Samradán.

Los tres se miraron, y el que hablaba por todos forzó una sonrisa nerviosa.

– Así es, señora. Buen viaje para vos también.

Salieron de la posada del «artífice de los dioses» y se dirigieron a la abadía caminando con calma por la misma calle que habían venido.

– Bueno -observó Eadulf-, no hemos averiguado nada importante sobre el arquero. De hecho, creo que no hemos averiguado nada significativo en absoluto.

De pronto, Eadulf se sorprendió cuando Fidelma lo agarró por el codo y lo empujó contra la esquina de un edificio apartado de la calle principal.

– En cambio, yo creo que hemos averiguado muchas cosas -dijo a su vez Fidelma después de lanzar una mirada al tramo de calle que habían dejado atrás-. Esperemos aquí un momento.

Eadulf estaba estupefacto por su comportamiento.

Fidelma tuvo la bondad de explicárselo.

– Ahora sabemos que era arquero profesional, pero no de la casta guerrera. Así que no era noble. Sabemos asimismo que herraron al caballo en Clan Brasil. También sabemos dónde obtuvo las flechas. Y que tenía una yegua zaina. Ahora sabemos que al parecer tenía mucho dinero. Sabemos, por último, que pasó algunos días en las colinas al sur de Imleach.

Eadulf fue contando mentalmente cada elemento.

– Pero eso es muy poca cosa. Es más o menos lo que sabíamos al salir de Cashel.

Fidelma miró al cielo con un gesto de desesperación.

– ¡Pensad, Eadulf! Hemos averiguado tres cosas importantes sobre este arquero, dos de las cuales dejan en el aire importantes preguntas que debemos responder.

– ¿Como, por ejemplo, adónde se dirigió al ir a las colinas del sur?

– Eso debe investigarse, sí. Pero, ¿qué más hemos descubierto?

Eadulf se dio en la frente con el puño.

– ¡Claro! ¿Dónde está la yegua zaina? Cuando lo mataron iba sin caballo.

Fidelma sonrió, conteniendo un bufido de exasperación.

– Eres la persona más variable que conozco. Unas veces te das cuenta de cosas más que evidentes y que a los demás nos pasan inadvertidas, mientras que otras te pasan por alto cosas que todos los demás dan por sabidas, de tan obvias. Sois de lo más frustrante, Eadulf, de veras. Exacto, me refiero a la yegua del arquero. ¿Dónde está? Parece que había otro cómplice esperando con los caballos de los dos asesinos y, al enterarse de que Gionga los había matado, huyó con los caballos.

– Lo cual significa que en Cashel sigue al acecho un tercer asesino.

– O más. ¿Cuántas personas hay implicadas en la conspiración? ¿Y qué hay del otro descubrimiento que hemos hecho hoy? -insistió Fidelma.

Por mucho que lo intentara, Eadulf no conseguía identificar la otra cuestión a la que se refería Fidelma, que esperaba con paciencia.

– El arquero y su compañero casi no llevaban dinero encima al morir. Cred, la posadera, nos ha dicho que a aquél no le faltaba el dinero. ¿Dónde lo guardaba? -sugirió ella al final.

Eadulf apretó los labios, irritado consigo mismo por no haber caído en algo tan evidente, y dijo:

– Otra pregunta: ¿por qué nos hemos detenido aquí?

Fidelma lo miró con una sonrisa enigmática y asomó la cabeza sobre la pared del edificio para volver a mirar hacia la calle.

– La respuesta está de camino.

En aquel momento, uno de los carreros de la taberna de Cred -el de Cashel, que la había identificado- venía corriendo por la calle, mirando a todos lados como si buscara algo.

– Una persona puede decir tantas cosas con los ojos, como con la boca y las manos -susurró Fidelma a Eadulf.

Cuando el carrero llegó a la altura de ellos, Fidelma tosió. Lanzó una mirada aturdida hacia donde estaban. Entonces, sin advertir su presencia, se agachó sobre una rodilla y empezó a toquetearse la bota.

– Fingid que no estáis hablando conmigo -le pidió a Fidelma con un susurro silbante-. Hay ojos y oídos por todas partes.

– ¿Qué queréis de nosotros? -preguntó ella, volviendo la cabeza como si estuviera hablando con Eadulf.

– No os lo puedo explicar aquí. ¿Conocéis el pozo de Gurteen, un pequeño campo de cultivo?

– Queda a menos de dos kilómetros al noreste de aquí. Si os adentráis por un sendero hacia los bosques de tejos, llegaréis a un campo labrado que linda con un muro de mampostería. El pozo está al otro lado del muro. Es imposible perderse.

– Lo encontraremos.

– Estad allí al anochecer y hablaremos. No digáis nada a nadie sobre este encuentro. Nos pondría en peligro a todos.

Entonces, el carrero se irguió otra vez y se alejó andando tan tranquilo, como si sólo se hubiera detenido a atarse la bota.

Eadulf cruzó la mirada con Fidelma.

– ¿Creéis que es una trampa? -opinó.

– Pero, ¿para qué querría el carrero hacernos caer en una trampa?

– Porque él y sus amigos podrían creer que sabemos más de lo que parece -sugirió Eadulf.

Fidelma consideró el comentario un momento con la cabeza inclinada a un lado.

– No, no creo. El miedo que tenía de que le vieran hablando con nosotros parecía sincero.

– Bueno, pues yo creo que es peligroso ir allí… y nada menos que al anochecer. Es una trampa de zorros.

Fidelma le dijo con una sonrisa burlona:

– Y el zorro nunca hallaría mejor mensajero que yo.

Eadulf gimió de impaciencia al oír otro de los axiomas de Fidelma.

– ¿Por ventura no tendréis otro proverbio en este país, como… «no enseñes los dientes hasta que no puedas morder»? -preguntó con sarcasmo.

Fidelma se rió entre dientes.

– Bien dicho, Eadulf. Veo que vais aprendiendo… Pero esta noche estaremos en el pozo de Gurteen al anochecer.


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