CAPÍTULO XI

Caía la tarde cuando Fidelma y Eadulf salieron de la abadía. Tras asegurarse de que nadie los observaba, empezaron a seguir las indicaciones que el carrero de Samradán les había dado para llegar al pozo de Gurteen. Como había sido un día cálido y se percibía que la noche iba a ser fría, una tenue neblina se estaba levantando en los campos del lugar. Nada se movía, ya que no soplaba el viento, ni siquiera una brisa nocturna que hiciera susurrar a árboles y arbustos.

Habían decidido ir andando desde la abadía, en vez de a caballo, porque Fidelma consideraba que de este modo la salida no llamaría tanto la atención. Eadulf se había llevado con él un bastón rígido, un bordón que un peregrino había desechado y que él había encontrado por el monasterio. Convenía llevar algún medio de protección. Por las noches rondaban lobos por el campo, y se sabía que alguna vez habían atacado a algún solitario caminante. En ocasiones había tantos en florestas y refugios, que en épocas de hambruna podían ser un temible peligro para poblaciones enteras y mucho más para quienes moraban en granjas aisladas.

Cuando iban por el sendero, un aullido solitario surcó el aire. Eadulf agarró con más fuerza el bastón y miró hacia el lugar de donde venía el gemido, que recordaba el canto de una sirena.

– Ahora comprendo por qué en irlandés se le llama glademain a una manada de lobos -observó con una mirada ansiosa.

La palabra venía de glaid, que significaba «grito»; de ahí glademain, es decir, «grito de lobos».

– Su forma de aullar resulta extraña y cautivadora -reconoció Fidelma-. En ocasiones, ha habido gente que se ha sentido seducida hasta el extremo de olvidar cualquier peligro. Es el único animal realmente peligroso del campo. Muchos nobles organizan cazas anuales para que no aumenten.

Un perro se echó a ladrar como reacción a los aullidos del lobo.

– Bueno, ése es otro peligro -se corrigió Fidelma-. Por ley y por costumbre, a primera hora de la mañana se ata a los perros, pero de noche, al apriscar al ganado, se les suelta para proteger la granja y alrededores. A veces pueden atacar de forma tan salvaje como ese «hijo del campo» al que habéis oído ulular.

Eadulf iba a decir algo cuando volvió a oír el siniestro aullido del lobo. Esperó a que cesara.

– Conozco muchas maneras de llamar a un lobo, pero «hijo del campo»… ¿por qué? -preguntó, sintiendo un leve escalofrío.

– Se me ocurren cuatro nombres para designar al animal, así como para la manada. Se le llama mac-tíre, «hijo del campo», sencillamente por alusión al hecho de que ronda los bosques salvajes y los refugios.

Entonces se detuvo en seco y le hizo una seña para que él también lo hiciera.

– Ahí delante -dijo a media voz-. Creo que ahí está el campo labrado al que se refería el carrero de Samradán. El pozo debe de estar cerca.

El resplandor de la luna, junto con la neblina del suelo, daban cierta luz al campo. De hecho, la niebla no había subido más de unos centímetros. Se arremolinaba entre la parte más baja de sus piernas, como si caminaran por aguas someras. Eadulf dirigió la vista adónde le indicaba Fidelma con el brazo extendido y vio en la penumbra un cercado rectangular claramente marcado por los árboles de alrededor.

– Debe de ser eso de ahí -coincidió Eadulf, señalando una rama grande y curva.

Era evidente que la había plantado alguien, y se alzaba sobre el suelo neblinoso a una altura de unos tres metros. Al fondo vieron una cuerda, de la que colgaba un cubo.

Fidelma volvió a tomar la iniciativa encaramándose al muro de piedra, que era de poca altura, para saltar al campo y cruzar el suelo húmedo y arado en dirección al pozo.

– Parece que aún no ha llegado nadie -se quejó Eadulf, tratando de ver en la penumbra que lo rodeaba.

Aún no había acabado de decir esto, cuando reparó en un movimiento al otro lado del brocal que señalaba la boca del pozo, una pared baja, hecha con piedras de varios tamaños apiladas sin mortero.

– ¿Quién va? -preguntó Fidelma.

Se oyó una tos espasmódica y luego la voz del carrero de Samradán saludándoles.

Fueron al otro lado del pozo y hallaron al hombre sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el brocal. Estaba con las piernas tendidas frente a él, y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.

No podían discernir su aspecto a causa de la escasa luz.

– Esperaba que fuerais a llegar antes -dijo el hombre, subiendo la voz.

Fidelma lo miró con el ceño fruncido.

– ¿Os ocurre algo? -le preguntó al ver que no se levantaba.

– No me queda mucho tiempo -dijo el hombre con impaciencia-. Callad y escuchad lo que tengo que deciros.

Fidelma y Eadulf se miraron con perplejidad.

Volvió a oírse el aullido quejumbroso del lobo, al que se unieron otros.

– Hablad, pues -le invitó Fidelma, sentándose sobre la pared-. ¿Qué queréis de nosotros?

Eadulf no se movió de donde estaba, sin soltar el bastón, observando con preocupación cómo iba cerrándose la noche.

– Bonito lugar para un encuentro -murmuró-. ¿No sería mejor irnos y buscar un sitio más protegido?

Sin levantarse y haciendo caso omiso del comentario, el hombre habló.

– Sor Fidelma… yo soy de Cashel. Que esto os baste, pues mi nombre nada os dirá. Cred no os dijo toda la verdad.

– No lo dudo -afirmó Fidelma en un tono ecuánime-. Cada uno da forma a la verdad según la percibe.

– Mintió en cuanto a lo que os contó -insistió el carrero-. Yo vi cómo ese hombre al que ella llama arquero se reunía con otros en la posada. Ella lo sabía y os mintió.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Antes escuchadme. El arquero se encontró con un hermano de la Fe. Yo vi a ese hermano entrar en la posada, y estando Cred presente. Ella cree que no me percaté, pues en ese momento me hallaba echándome una siesta junto al fuego, después de haber comido. La entrada del arquero interrumpió mi sueño, por lo que iba a retirarme, cuando vi entrar al religioso. Al ver que el hombre estaba nervioso, decidí quedarme y observar con los párpados bajados, como si durmiera.

– ¿Quién era? ¿Lo reconocisteis?

– No. Pero me pareció extraño que un religioso entrara en una posada como la de Cred, no sé si me entendéis.

– De modo que visteis entrar a un religioso. ¿Era un monje orondo de cara grande?

El carrero asintió.

– ¿Con cabello rizado y canoso, cortado hasta hacía poco según la tonsura católica? -preguntó Eadulf-. ¿Como la que yo llevo?

– No -dijo el hombre negando con la cabeza-. Llevaba la tonsura propia de un monje irlandés. Lo que vos llamáis la tonsura de san Juan. Pero era, como habéis dicho, un hombre orondo y de cara grande.

– ¿Cuándo fue esto?

– Hace menos de una semana. Pero no sabría precisar.

– ¿Visteis salir al monje de la posada?

– Sí, poco después. Para entonces yo había ido a la forja. Uno de los carros tenía un eje roto y el herrero lo estaba arreglando. Desde allí vi al mismo hermano regresar con muchas prisas a la abadía.

– ¿El hermano Mochta? -preguntó Eadulf, no tanto al hombre como a Fidelma.

– Ese nombre no me dice nada -insistió el carrero.

– ¿Cómo sabéis que se encontró con el arquero? Podía haber ido a la posada a visitar a otra persona.

– Aparte de mí y los otros carreros, sólo se alojaba el arquero. Al entrar, el monje comentó algo con Cred, y ésta le dijo: «Os está esperando arriba, en la escalera». ¿Quién sino el arquero iba a estar esperándole?

– De acuerdo -admitió Fidelma-. Tiene su lógica. Así que el hermano de la abadía se encontró con el arquero.

– Algo más confirma que el religioso vino por el arquero.

– ¿El qué?

– Varios días después volvió a la posada, esta vez a plena luz del día, y con otro miembro de su comunidad. El monje preguntó a Cred por el arquero, pero como no estaba se marcharon.

– ¿Volvisteis a ver a esos dos religiosos?

– No. Pero hay algo más, que es mucho más importante. La misma noche que el religioso vino a la posada, algo más tarde vi al arquero encontrarse con otro hombre. Me despertaron unas voces desde la ventana, que daba al patio de la posada. Me asomé por curiosidad. Había dos hombres, uno de los cuales sujetaba a un caballo. Estaban hablando de pie, bajo la luz de la posada.

Por ley, se obligaba a las posadas a mantener una luz encendida toda la noche para servir de indicación a los viajeros que allí se dirigían, ya estuviera situada en el campo o en una población.

De pronto, el carrero tosió; era una tos convulsiva. Luego se recuperó.

– Uno de ellos era, cómo no, el arquero.

– ¿Y el otro? -preguntó Eadulf con interés-. ¿Reconocisteis al otro?

– No. Vestía una capa con capucha. A juzgar por el atuendo, era un hombre rico. La capa era de lana, ribeteada de piel. Vi poco más, pero lo que en realidad revelaba que era un hombre pudiente como pocos era la silla y la brida, además del caballo. Bueno, agucé el oído para averiguar qué decían, pero me llegaba poca cosa. El arquero mostraba un gran respeto por el hombre de la capa. Luego…

El carrero vaciló y se echó a toser otra vez. Fidelma y Eadulf esperaron con paciencia a que recobrara la compostura.

– Luego, el distinguido señor dijo… bueno creo que era un antiguo proverbio: «Ríoghacht gan duadh, ní dual go bhfagthar».

– «Un reino no se conquista sin contrariedades» -repitió Fidelma lentamente-. Así es, se trata de un antiguo proverbio; significa que nada se consigue sin esfuerzo.

El carrero volvía a toser.

– Con esa tos, la humedad del suelo no os sentará nada bien -le aconsejó Eadulf.

El carrero prosiguió como si no lo hubiera oído.

– El arquero le respondió diciendo: «No os decepcionaré, rígdomna». Ésas fueron exactamente sus palabras.

Fidelma dio un respingo que la hizo inclinarse hacia delante, tensando el cuerpo de pronto.

¿Rígdomna?¿Estáis seguro de que empleó ese tratamiento?

– El mismo, hermana -respondió el carrero.

Eadulf se quedó mirando a Fidelma en medio de la profunda oscuridad que ya había caído sobre el campo.

– Esa palabra es el título usado para un príncipe, ¿verdad?

Literalmente, la palabra significaba «rey material» y era el tratamiento oficial para dirigirse al hijo de un monarca.

El carrero se echó a toser otra vez.

– Pero, ¿qué os ocurre? -le preguntó Fidelma, que empezaba a poner en duda su estado de salud.

El carrero respiró hondo y les dijo:

– Creo que tendré que pediros ayuda para regresar al pueblo, pues mucho me temo que no podré volver solo.

Empezó a moverse y se echó a toser otra vez. De súbito, emitió un gemido y cayó al suelo de costado.

Eadulf soltó el bastón y se arrodilló en medio de la calígine, pues la niebla y el anochecer habían caído muy deprisa y ahora ocultaban los detalles a la vista. Buscó la cabeza del hombre y le puso una mano sobre el cuello para tomarle el pulso. Lo notó muy agitado y luego se paró.

– ¿Qué sucede? -preguntó Fidelma con impaciencia.

Eadulf levantó la vista sin ver el rostro de ella.

– Está muerto.

Fidelma aspiró con brusquedad una bocanada de aire.

– ¿Muerto? ¿Cómo puede ser?

Eadulf tocó una sustancia cálida y húmeda a un lado de la boca del hombre.

– Ha estado tosiendo sangre -dijo, sorprendido-. Si hubiera habido luz, nos habríamos dado cuenta.

– Pero esta tarde estaba bien -se sorprendió Fidelma-. No tenía el aspecto de una persona que escupe sangre.

Eadulf se inclinó para tratar de volver a colocar el cuerpo en una posición erguida, sentado. Rodeó al hombre con el brazo derecho, y con la mano tocó la misma sustancia cálida y pegajosa por toda la espalda. Notó un desgarrón en la camisa del hombre y, con los dedos, tocó la carne rasgada.

– ¡Oh, dabit deus his quoque finem! -susurró en la oscuridad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Fidelma con frustración, ya que estaba tan oscuro que no veía qué estaba haciendo Eadulf exactamente.

– A este hombre lo han apuñalado en la espalda. Ha estado hablando con nosotros, echado en el suelo, herido de muerte. Dios sabe cómo ha aguantado hasta ahora. Le han apuñalado en la espalda… -dijo, e hizo una pausa-. El propio movimiento de ir a levantarse habrá abierto la herida y le habrá causado la muerte. De no haberse movido, quizás habría sobrevivido. No lo sé.

Fidelma permaneció en silencio algunos instantes.

– Tendría que habérnoslo dicho -soltó finalmente, expresando una cruel realidad-. Ahora ya no podemos ayudarle.

Eadulf cogió el pozal para lavarse la sangre de las manos.

– ¿Cargo con el cuerpo para llevarlo a la posada? -preguntó a Fidelma-. Deberíamos decírselo a Samradán.

Fidelma movió la cabeza antes de percatarse de que estaba demasiado oscuro para que Eadulf viera el ademán negativo de la respuesta.

– No. Si damos a conocer que teníamos alguna relación con este hombre, podrían impedirnos seguir investigando con la información que nos ha facilitado.

– ¿Y cómo vamos a impedirlo? Le han apuñalado en la espalda. Lo han matado. Se disponía a encontrarse con nosotros. Cuando ha concertado el encuentro esta tarde, parecía preocupado por que alguien le viera. ¿A quién temía? Sea quien fuere, habrá sido la misma persona que lo ha matado para impedirle que nos diera la información.

– No lo sabemos con seguridad, pero me inclino a creerlo. Si lo mataron para impedir que nos contara lo que sabe, lo más prudente es que esa persona crea que no logró hablar con nosotros. No debemos mencionar el incidente. Lo encontrarán mañana cuando vengan a sacar agua del pozo. Seguiremos la investigación partiendo de que lo han matado para que no hablara, y fingiremos que se llevó el secreto a la tumba.

– No me hace ninguna gracia -confesó Eadulf-. Parece algo impropio de un cristiano, marcharse y dejarlo ahí de esa manera.

– A él no le importará, porque buscamos justicia, y a Dios tampoco. También puede ayudarnos a seguir la pista de su asesino, ya que si están relacionados con los asesinos de Cashel, habremos averiguado algo importante que nos dará cierta ventaja.

Se arrodilló junto al cuerpo y musitó una breve oración antes de ponerse en pie.

Sic itur ad astra -murmuró Eadulf con sarcasmo.

Así se asciende a las estrellas.

De pronto Eadulf advirtió el incesante ulular de los lobos, que parecían haberse acercado mientras ellos hablaban. Recogió el bastón, que había soltado para examinar el cuerpo del hombre, y le dijo a Fidelma:

– Más vale que regresemos.

Fidelma estaba de acuerdo. Ella también había notado la proximidad de los lobos.

Atravesaron el campo de cultivo, pasaron por encima de la hormaza que delimitaba el terreno y siguieron por la senda. Para entonces la luna estaba alta; era una brillante luna de mediados de septiembre. Ya casi no parecía de noche. Había unas cuantas nubes en el cielo, pero no eclipsaban la pálida luminosidad. Sólo quedaba niebla y penumbra en el campo alrededor del pozo, acentuadas por la humedad. En el sendero, la oscuridad se había disipado, y el resplandor blanquecino proyectaba sombras entre las que se apresuraban, derechos hacia las luces del pueblo.

Los crecientes aullidos provocaron a Eadulf, y no por primera vez, un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Lanzó una mirada nerviosa a su alrededor.

– Suenan como si estuvieran muy cerca de aquí -susurró.

– No nos pasará nada -le dijo Fidelma con seguridad-. Los lobos no atacan a humanos adultos a menos que se estén muriendo de hambre.

– ¿Y quién dice que estas bestias no están famélicas? -protestó Eadulf.

A decir verdad, Fidelma pensaba lo mismo.

Eadulf no estaba seguro de haber visto algo, pues fue fugaz el momento de atisbarla. Le pareció haber visto una sombra grande y oscura cruzar muy deprisa el camino a menos de veinte metros de allí. Tuvo el impulso de detenerse.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma al ver de pronto que Eadulf tensaba los hombros, por lo que se quedó quieta a su lado, mirando hacia delante.

– No estoy seguro…

Un leve gruñido hizo que inmovilizaran las piernas como si éstas de pronto se hubieran congelado.

La sombra, larga, baja y de formas musculosas, volvió a moverse y, de pronto, el pálido resplandor de la luna se reflejó sobre dos puntos que parecían oscilar como esferas de fuego. El gruñido se acentuó.

– Poneos detrás de mí, Fidelma -le indicó Eadulf entre dientes, a la vez que alzaba el bordón para protegerse.

El animal dio un paso adelante sin dejar de intensificar el gruñido.

– No veo bien si es un lobo o un perro vigilante de alguna granja -susurró Fidelma, forzando la vista en la negrura.

– Da igual. Es una amenaza.

De repente, sin avisar, el gran animal se lanzó hacia ellos. Si Eadulf no hubiera reaccionado enseguida, se le habría echado al cuello. Con el bordón golpeó en el aire al animal. Le dio en el morro, no tanto por objetivo como por azar. Asestó el golpe con toda la fuerza de que fue capaz. El cánido cayó al suelo emitiendo un gañido. Sin dejar de gemir, se alejó unos pasos de ellos. Entonces se detuvo, y el gemido pasó a ser un gruñido desafiante.

Cuando Fidelma habló, Eadulf pudo percibir miedo en su voz por primera vez desde que la conocía.

– No es un perro, Eadulf. Es un lobo.

Eadulf no había apartado los ojos del animal, que empezó a moverse adelante y atrás, muy despacio, frente a ellos y sin dejar de gruñir, como si de este modo buscara su punto débil. Empezó a caminar de un lado a otro describiendo líneas cortas, pero sin acercarse. Pese a moverse, los ojos, dos puntos rojos luminiscentes, estaban fijos sobre Eadulf, que no dejaba de empuñar el bastón ante sí en todo momento.

– No podemos pasarnos la noche haciendo esto -murmuró.

– No podemos huir.

– A unos metros de aquí hay un árbol… si consigo entretenerlo, quizá vos podáis llegar hasta allí… subid al árbol y protegeos entre las ramas.

– ¿Y qué haréis vos? No llegaríais al árbol; el animal os alcanzaría.

– No tenemos otra alternativa -se resignó Eadulf, irascible por el miedo-. ¿Preferís que nos despedace a los dos? Trataré de apartarlo del camino para que podáis escabulliros. Así tendréis un amplio margen para correr. Cuando os avise, corred. No miréis atrás y procurad subir lo más alto que podáis.

Tal era la resolución en su voz, que Fidelma vio que de nada servía quejarse. De todos modos, lógicamente, Eadulf tenía razón. No tenían otra alternativa.

Eadulf probó unas cuantas embestidas que hicieron retroceder al lobo, sorprendido por la audacia del contrincante. Luego entornó aquellos ojos feroces y volvió a enseñar unos colmillos babeantes. Eadulf atacó de nuevo.

Oyeron un gemido sobrecogedor cerca de allí. El alarido les causó un escalofrío a los dos. Sería del mismo lobo, que resonaba en el campo del que habían venido.

El lobo se irguió y alzó la cabeza hacia la luna, cuyos tenues rayos blancos le bañaron el morro. Desde lo más hondo de la garganta surgió un sonido leve al principio, que fue ganando intensidad y volumen hasta que separó las mandíbulas: un aullido estridente y sobrenatural rasgó el aire. Una vez, dos veces y una tercera, el alarido rompió la calma nocturna que los envolvía. Al remitir el grito, el lobo pareció quedar inmóvil y escuchar.

No cabía duda. Desde el campo se oyó un aullido en respuesta, un grito impresionante.

Sin más, sin lanzar siquiera una última mirada a Eadulf, el lobo se dio la vuelta, saltó sobre el muro de piedra y se alejó por el campo de cultivo.

Eadulf todavía estaba paralizado por la impresión, y tenía la frente bañada en sudor. El bordón le resbalaba en las palmas húmedas.

Fidelma fue la primera en reaccionar.

– Vámonos, no sea que haya otros lobos cerca. Regresemos al pueblo, allí estaremos seguros.

Dado que Eadulf no hizo ademán de moverse, Fidelma le tiró de la manga. Tratando de recuperarse, se volvió y echó a andar detrás de ella con premura, nervioso, sin dejar de mirar atrás una y otra vez.

– Pero es que se dirigen hacia el campo donde hemos dejado al…

– ¡Pues claro! -exclamó Fidelma-. ¿Por qué creéis que el lobo ha desistido de atacarnos? Su pareja -dijo con la voz algo trémula- ha encontrado el cadáver, una presa más fácil que nosotros. En eso consistían los siniestros aullidos entre ambos. Ese pobre hombre nos ha salvado con su muerte. Deo gratias!

Eadulf sintió náuseas al imaginar la truculenta cena de que estarían disfrutando los lobos en el pozo. Ellos mismos podían haber sido ese siniestro manjar. Fidelma podría haber… Y empezó a pronunciar entre dientes la oración para la misa de difuntos:

Agnus Dei… Cordero de Dios…

– No gastéis aliento -lo interrumpió Fidelma con irritación-. Honrad el sacrificio de ese hombre haciendo que haya merecido la pena y llegando al pueblo sano y salvo.

Eadulf calló, ofendido por la dureza de aquellas palabras. Al fin y al cabo, él se había preocupado más por la seguridad de ella que de la suya propia. Sin embargo, aquel incidente le había hecho ver por primera vez que ella también podía sentir miedo.

No volvieron a hablar hasta alcanzar el límite del municipio y haber pasado por delante de la lámpara encendida de la posada de Cred. Había unas cuantas personas en la calle, pero al parecer ninguna reparó en ellos hasta que llegaron a la altura de la forja.

A pesar de lo tarde que era, el herrero estaba sentado junto a un brasero encendido al lado del yunque. Estaba ocupado sacando lustre a la hoja de una espada. Levantó la cabeza y los reconoció.

– Yo que vos andaría con cuidado a estas horas de la noche, señora -dijo como saludo.

Fidelma se detuvo en seco delante de él. Para entonces ya había recuperado la compostura. Le devolvió la mirada, preguntándole:

– ¿Y eso por qué?

El herrero inclinó la cabeza a un lado como si escuchara.

– ¿No los habéis oído, señora?

En medio de una noche tan serena, aunque levemente, el aullido de los lobos llegó a sus oídos.

– Sí, ya los hemos oído -respondió Fidelma con firmeza.

El herrero movió la cabeza despacio, asintiendo. Sin dejar de pulir la espada, observó:

– Nunca los había oído tan cerca del pueblo. Yo que vos regresaría cuanto antes a la abadía.

Se inclinó sobre la espada, como si aquella labor lo absorbiera. Luego volvió a levantar la cabeza y dijo:

– Como bó-aire, creo que mañana organizaré una cacería para sacar a esas bestias de sus guaridas.

No era propio del jefe de un pueblo, ni siquiera de un príncipe o de un rey, organizar una cacería de lobos para reducir el número de éstos a una cantidad aceptable. Sin embargo, a Eadulf le pareció que tras aquellas palabras latía una insinuación. No sabía si estaba en lo cierto o si oía cosas donde no las había, debido a la emoción de los incidentes ocurridos esa noche.

Fidelma se marchó sin decir nada más al herrero, encaminándose hacia los elevados y oscuros muros de la abadía, por la senda que discurría junto al enorme tejo. Eadulf corrió para alcanzarla. Cuando ya nadie los oía, le dijo lo que pensaba.

– ¿Creéis que ha querido insinuar algo con sus palabras?

– No lo sé, aunque puede que no. A estas alturas, creo que deberíamos estar preparados para cualquier cosa.

– ¿Qué es lo siguiente que vamos a hacer?

– Creo que eso debería estar claro.

Eadulf reflexionó unos instantes.

– Hablar con Cred, supongo. Hay que volver a interrogarla, ¿no?

Fidelma respondió en un tono de aprobación.

– Excelente. Así es. Debemos hablar de nuevo con Cred, porque si el carrero de Samradán estaba en lo cierto, esa posadera sabe más de lo que nos ha contado.

– Bueno, yo creo que todo está muy claro.

Eadulf parecía tan convencido, que Fidelma se sorprendió.

– ¿Ya habéis resuelto la intriga, Eadulf? -preguntó con un levísimo toque sarcástico, que Eadulf no percibió-. Qué listo sois.

– Bueno, ya habéis oído lo que ha dicho el carrero. El arquero recibía instrucciones de un príncipe. ¿Cuántos príncipes hay que sean enemigos de Cashel?

– Muchos -respondió con sequedad-. Aunque debo confesar que el primero en que pensé fue el príncipe de los Uí Fidgente. Pero no podemos acusar a Donennach por el mero hecho de que el arquero se dirigiera al hombre como rígdomna. Son muchos los príncipes a quienes gustaría ver derrocados a los Eóghanacht del poder. Los peores enemigos de los Eóghanacht son los Uí Néill y, en concreto, Mael Dúin de los Uí Néill del norte, rey de Ailech. Su enemistad se remonta a la época del antepasado de los Gaels Míle Easpain. Sus hijos Eber y Eremon se enfrentaron por la división de Éireann. Eber murió a manos de los defensores de su hermano Eremon. Y los Uí Néill dicen ser descendientes de Eremon.

Eadulf dijo, impaciente:

– Eso ya lo sé. Y los Eóghanacht del sur aseguran ser descendientes de Eber. Pero, ¿realmente creéis que los Uí Néill del norte constituyen una amenaza para Cashel?

– Cuesta extraer de la carne lo que en el hueso crece -comentó Fidelma llegando a las puertas de la abadía, donde se detuvieron.

– No lo entiendo -se quejó Eadulf.

– Hace unos mil años que los Uí Néill odian a los Eóghanacht y que codician su reino.

El monje que les abrió era el hermano Daig, el joven de aspecto lozano que habían conocido aquella mañana. Parecía alegrarse de verles.

– Gracias a Dios que habéis regresado sanos y salvos. Hace dos horas o más que oigo a los lobos de las colinas. En noches como ésta hay que estar a cubierto.

Cerró las puertas cuando ambos hubieron entrado.

– También nosotros los hemos oído -comentó Eadulf sin más.

– Tenéis que saber que por los bosques y campos vecinos andan sueltos muchos lobos -prosiguió el hermano Daig cándidamente-. Pueden ser muy peligrosos.

Eadulf estuvo a punto de decirle que sabía de sobra que había lobos, cuando vio la mirada de advertencia que Fidelma le lanzó.

– Sois muy considerado, hermano -dijo-. Lo tendremos presente la próxima vez que nos aventuremos a salir al caer el día.

– En el refectorio hay comida fría, hermana, si es que no habéis cenado ya -ofreció el joven monje-. Como es tarde, ya no queda nada caliente.

– No tiene importancia. El hermano Eadulf y yo iremos al refectorio. Gracias por tanta solicitud. La apreciamos mucho.

Al proseguir hacia el refectorio, Eadulf susurró a Fidelma:

– ¿No deberíamos interrogar a Cred antes de cenar?

– Como bien ha dicho el hermano Daig, es tarde. Cred estará allí mañana. En cuanto haya cenado, mi intención es la de acostarme y descansar. Podemos emprender esa labor justo después del desayuno.

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