CAPÍTULO XIII

La noche hizo creer que el asalto fue más devastador de lo que ya se preveía. Había una veintena de muertos en el pueblo, y unas docenas de heridos o malheridos. Habían quemado unos seis edificios, y habían causado daños en algunos más, pero podían repararse. Aun así, el efecto fue demoledor en una comunidad pequeña como la de Imleach. Entre los edificios destruidos se contaban la forja, un almacén y la posada de Cred.

El abad Ségdae y el hermano Madagan, ambos con la cabeza vendada, sustituyeron las laudes por una breve misa para dar las gracias a Dios por haber salvado la abadía. Hasta el corpulento Samradán estuvo presente, si bien algo abochornado y encrespado.

Fidelma y Eadulf se dirigieron con su primo, el príncipe de Cnoc Áine, hacia el pueblo para evaluar los daños de primera mano.

Pasaron sin pronunciar palabra junto al tejo humeante. El luto no bastaba para tamaña destrucción.

La primera persona a la que vieron al cruzar la plaza fue Nion, el herrero y bó-aire. Estaba apoyado con todo su peso sobre un bastón y llevaba una pierna vendada. Para protegerse del frío de la mañana iba tapado con una larga capa de lana, sujeta al hombro con un broche de plata que representaba un símbolo solar con tres granates, parecido al que llevaba Finguine. Contemplaba con aire taciturno los restos de su fragua, que Suibne, su ayudante, recogía entre los escombros. Al acercarse Fidelma y los demás, el hedor acre de madera quemada, mezclado con otros olores que no acababan de identificar, creaba una atmósfera cáustica y corrosiva al respirar.

Nion no los miró cuando llegaron.

– Me alegro de veros con vida, Nion -dijo Finguine para saludarle, pues parecía ser un viejo conocido del herrero.

Nion levantó la cabeza y, al identificar al príncipe de Cnoc Áine, la inclinó hacia adelante en reconocimiento.

– Señor, gracias a Dios que habéis llegado a tiempo. Nos habrían matado a todos, y habrían arrasado el pueblo entero.

– Ay, pero no he llegado a tiempo para evitar que perdierais la fragua -dijo el príncipe de Cnoc Áine mirando las ruinas con pesadumbre.

– Al menos yo saldré adelante. Hay otros vecinos que no. Veremos qué se puede recuperar de entre las cenizas.

Finguine movió la cabeza con tristeza.

– Tardaréis en reconstruir la forja -observó-. Es una lástima. Precisamente el otro día pensaba recurrir a vuestros servicios para encargaros otro de estos broches de plata -le dijo, tocándose el broche distraídamente, y luego se fijó en la herida de Nion-. ¿Es grave?

– Bastante -le contestó-. Y por ahora no podré seguir ganándome la vida como herrero.

– ¿Estabais aquí cuando empezó el asalto? -intervino Fidelma por primera vez.

– Sí.

– ¿Podéis describir con exactitud lo que sucedió? -insistió.

– Hay poco que decir, señora -dijo, atribulado-. El clamor del ataque me despertó. Estaba durmiendo en la parte de atrás de la forja. Corrí afuera y vi a un grupo de más de veinte jinetes por las calles. La taberna de Cred ya estaba en llamas. Había gente corriendo por todas partes. No reconocí a los atacantes; sólo vi que pretendían quemar el pueblo. Así que cogí una de las espadas que había estado afilando. Era mi deber como bó-aire. Corrí a defender mi forja y el pueblo, pero los muy cobardes me atacaron por detrás. Al caer al suelo, otro me alcanzó con una espada. Para entonces la forja ya era pasto de las llamas. Mi ayudante, Suibne, me arrastró para quitarme de en medio y nos pusimos a cubierto -explicó y, mirando a Finguine con vergüenza, añadió-: Aunque soy bó-aire y me corresponde proteger a mi pueblo, no se espera que me suicide. Aquí no había guerreros que me ayudaran a frenar el ataque.

– ¿No reconocisteis a los atacantes? ¿No sabéis quiénes eran o de dónde venían? -insistió Finguine.

– Llegaron a caballo por el norte, y por el norte se marcharon -dijo, y escupió en el suelo-. No hace falta preguntar quiénes eran.

– Pero no estáis seguro de quiénes eran, ¿cierto? -insistió Fidelma.

– ¿Qué iban a ser sino Dal gCais? ¿Quién sino esos asesinos de los Uí Fidgente perpetraría un ataque de tal envergadura a Imleach y destruiría el gran tejo?

– Pero no estáis seguro -repitió.

El herrero entornó los ojos sin disimular la ira que sentía.

– La próxima vez que me encuentre con un Uí Fidgente, no me harán falta pruebas para matarlo. Y si me equivoco, estoy dispuesto a ir al infierno sólo por el placer de llevarme a un Uí Fidgente conmigo. Mirad qué le han hecho a mi pueblo -se lamentó, extendiendo el brazo para mostrar las ruinas humeantes.

Finguine miró a su prima con gravedad en el gesto.

– Lo cierto es que ésta es la impresión de la mayoría. De hecho, ¿quién puede haber causado este daño aparte de los Uí Fidgente?

Fidelma se apartó de la forja con él y con Eadulf para que Nion no la oyera.

– Precisamente eso es lo que tengo que averiguar -dijo-. Si han sido los Uí Fidgente, que así sea. Pero debemos asegurarnos, pues Donennach de los Uí Fidgente se halla en estos momentos en Cashel para negociar un tratado con mi hermano. Él y mi hermano han sido heridos en un intento de asesinato. En pocos días habrá una vista en la que tendremos que demostrar la duplicidad de los Uí Fidgente, o ser declarados culpables ante los cinco reinos de Éireann. No quiero hipótesis. Quiero pruebas de que están implicados.

Finguine se mostró comprensivo.

– Es una lástima que alguien se haya tomado la venganza por su mano matando a un rehén. Podríamos haber averiguado algo.

– Si es que la venganza ha sido el móvil para apuñalarlo en el pecho y eliminarlo tan pronto y con tal sigilo -dijo Fidelma, absorta, como si sopesara la cuestión.

Finguine y Eadulf la miraron, asombrados.

– No sé si he entendido bien lo que estáis insinuando -dijo con cierta duda el príncipe de Cnoc Áine.

– Creo que la insinuación es bastante clara -respondió.

– ¿Creéis que lo mataron para impedirle que revelara la identidad de los atacantes? -preguntó Eadulf, que había captado de inmediato la insinuación.

Por la expresión de Fidelma supo que iba bien encaminado.

Eadulf hizo rápidamente sus conjeturas y luego dijo:

– Pero eso significaría… sin duda, que uno de los monjes de la abadía está conchabado con los atacantes.

Fidelma asintió, dado el tono de incredulidad de Eadulf.

– O alguien que estuviera dentro de la abadía -precisó ella-. ¿Es tan difícil de creer? Todos los hilos de este misterio conducen a la abadía.

Eadulf levantó una mano y se tiró de la oreja con gesto pensativo.

– Si mal no recuerdo, dejamos al guerrero atado y entramos en la torre. ¿Seguía vivo cuando bajamos, después de oír la llegada de Finguine? No daría fe de ello.

– Yo tampoco -coincidió Fidelma-. ¿Lo mataron estando nosotros en la torre o cuando abrimos las puertas para recibir a Finguine?

– Bueno, si hubiera muerto cuando estábamos en la torre, en ese momento aún había varios hermanos en el patio, junto a las puertas. Estaban los encargados de llevar los cuerpos de Cred y del hermano Daig al depósito de cadáveres y los que acompañaron al hermano Madagan a su habitación.

Fidelma reflexionó en voz alta:

– Cuando bajamos para abrir las puertas, el hermano Tomar estaba allí con el abad Ségdae, y cerca de pie había otros dos hermanos. Corrimos a abrir las puertas para recibir a Finguine. Alguien podría haber apuñalado al guerrero fácilmente en ese momento.

– Tiempo hubo de sobra para matarlo, y cualquiera de los monjes puede haber sido el responsable -suspiró Eadulf.

– Eso no me sirve de mucho, prima, para identificar a los atacantes -interrumpió Finguine-. Un muerto no cuenta cuentos.

Fidelma se quedó mirando a su primo unos instantes y luego le sonrió para objetar con solemnidad:

– A veces un muerto puede revelar muchas cosas. Dado que el guerrero muerto es la única prueba de la que disponemos contra los atacantes, creo que deberíamos ir a examinar su cuerpo y sus pertenencias. Puede que en él demos con alguna pista.

Se dirigían hacia la abadía, cuando uno de los hombres de Finguine, que había estado examinando el árbol caído, cruzó la plaza corriendo hacia ellos y susurró con avidez al oído del príncipe. Finguine se volvió a Eadulf y Fidelma con una sonrisa triunfante.

– Creo que ya tenemos la confirmación que hacía falta para atribuir la culpa -anunció con satisfacción-. Venid.

Siguieron al hombre hasta el tejo. Aquél se hizo a un lado y señaló una parte del árbol que no se había quemado, algo grabado en el tronco caído. Era un símbolo, un rudimentario jabalí grabado en la madera.

– El emblema del príncipe de los Uí Fidgente -dijo Finguine sin más, pues no era necesaria explicación alguna.

Fidelma miró el grabado unos momentos.

– Resulta interesante que, durante un asalto sigiloso como el de anoche, alguien se molestara tanto en dejarnos claro quiénes nos habían atacado.

En ese momento se oyó un limpio toque de trompeta.

Eran los hombres de Finguine, que regresaban después de ir tras los atacantes. Entraron en el pueblo cabalgando, con los caballos polvorientos y cansados. El jefe del grupo vio a Finguine y se acercó, montado. Moviendo la cabeza con un gesto de disgusto, bajó de la silla.

– Nada -bramó con enfado-. Los hemos perdido.

Finguine torció el gesto.

– ¿Que los habéis perdido? ¿Cómo?

– Han cruzado el río y les hemos perdido la pista.

– ¿En qué dirección iban cuando los habéis perdido de vista? -preguntó el príncipe de Cnoc Áine.

– Hacia el norte, desviándose hacia las montañas, diría. Pero les hemos perdido la pista en el río Muerto. Desde allí podrían haber cambiado de trayectoria hacia cualquier parte. Imagino que seguirían hacia el norte.

– ¿No recorristeis la orilla norte para ver dónde habían dejado el río? -exigió Finguine.

– Cabalgamos más de kilómetro y medio para seguirles el rastro, pero fue en vano. El suelo era muy pedregoso -explicó el hombre en un tono que parecía ofendido por el reproche del príncipe.

– No ha sido mi intención poner en duda vuestra habilidad -le aseguró Finguine-. Id, comed algo y descansad.

Cuando el guerrero se disponía a regresar con sus hombres, el antiguo tejo atrajo su atención.

– Esto es una mala señal, Finguine. Es un mal augurio -aseguró a media voz.

Los labios del príncipe de Cnoc Áine formaron una línea fina.

– Esto sólo significa que quienes lo hicieron pagarán sus culpas -soltó.

– Un momento -pidió Fidelma al guerrero cuando empezó a mover al caballo-. ¿Qué os hace pensar que siguieron hacia el norte tras salir del río Muerto?

El hombre miró hacia atrás. Primero vaciló y luego se encogió de hombros.

– ¿Para qué iba alguien a cabalgar derecho hacia el norte como si el Diablo le pisara los talones, y luego cambiar de rumbo al llegar al río? Sin duda, tenían prisa en llegar sanos y salvos a su territorio.

– Quizá sólo iban hacia el río a sabiendas de que es un buen lugar donde despistar a cualquier perseguidor -sugirió Eadulf, mirando a Fidelma.

El guerrero le lanzó una mirada desdeñosa.

– Yo no daré sermones, hermano, si vos no guiáis guerreros en la batalla. Insisto en que se dirigían al norte.

– En tal caso, quizá vos también habríais tenido que seguir cabalgando hacia el norte -sugirió Fidelma con indiferencia.

El guerrero se disponía a contestarle, cuando Finguine le hizo una seña para que se marchara.

– Es un buen hombre, prima -lo defendió Finguine-. No está bien visto poner en duda la decisión de un guerrero.

– Sigo pensando que ha tomado una decisión equivocada. Si creía que se dirigían hacia el norte, debería haber seguido su intuición -dijo y, mirando al árbol caído, añadió-: Allá donde miro sólo encuentro suposiciones, conjeturas. Quiero algo más que un mero grabado en un tronco. Cualquiera es capaz de dibujar un símbolo tan conocido.

Finguine parecía sorprendido.

– ¿Queréis decir con ello que pasaréis por alto esta prueba?

– No. Yo nunca paso por alto pruebas. Pero una prueba de este tipo merece considerarse con detenimiento, y no que se reaccione sin más. Quiero algo más que un dibujo que podría haberse hecho a conciencia para hacernos creer que se trata de una jactanciosa aclamación de los atacantes.

– ¿Y si examinamos el cuerpo del guerrero? -se atrevió a proponer Eadulf-. Como habéis dicho, puede que nos dé alguna pista en cuanto a su identidad.

Dejaron a Finguine, que se quedó para analizar los daños causados en el pueblo, y regresaron a la abadía. De pronto Eadulf le preguntó:

– Vos no creéis que todas estas cosas sean coincidencias, ¿verdad?

– ¿Que no están relacionadas? -preguntó Fidelma, considerando seriamente la sugerencia.

– A veces se dan coincidencias.

– El motivo que nos llevó a emprender este viaje a Imleach fue el intento de asesinato en Cashel. Eso nos hizo ir a la abadía. Cuando llegamos, el hermano Mochta, conservador de las Santas Reliquias de Ailbe, había desaparecido junto con esas reliquias, una de ellas estaba en manos de uno de los asesinos, y se cree que éste era el hermano Mochta, salvo por la contradicción de la tonsura. El ataque a la abadía y el pueblo, y la destrucción del tejo sagrado de los Eóghanacht podría ser una coincidencia, pero parece improbable que lo sea.

– No veo ninguna relación -protestó Eadulf sin advertir la sonrisita que asomaba en los labios de Fidelma.

– En tal caso, consideremos las posibles relaciones -propuso-. El descubrimiento de las Reliquias en manos del asesino. El hecho de que el asesino fuera un religioso y de que su descripción se ajusta con la del hermano Mochta, incluso hasta el detalle del tatuaje de un pájaro determinado en el antebrazo. Todo esto son hechos, no coincidencias.

– ¿Y cómo se explica el misterio de la tonsura? -preguntó Eadulf en tono de fastidio.

Se habían detenido en medio del patio enclaustrado de la abadía.

– ¿Y qué me decís de que el otro asesino, el llamado arquero, Saigteóir, pasara supuestamente unos días aquí, en Imleach? Le compró las flechas a Nion, el herrero del pueblo. ¿Por qué mataron al carrero de Samradán cuando iba a revelar que el arquero también se había encontrado aquí con el hermano Mochta y con otro hombre al que llamó rígdomna, el título de un príncipe. Éstos son hechos.

– Cierto, pero hay otro hecho que no tiene sentido -ofreció Eadulf-. El hecho de que la línea temporal no coincide. Eso es lo que carece de sentido. ¿Cómo es posible que vieran al hermano Mochta en Imleach, en vísperas, con una tonsura de san Juan y menos de doce horas después en Cashel con indicios de haber llevado la tonsura de san Pedro, apuntando esta última el pelo de varias semanas?

Fidelma movió la mano como si apartara la objeción.

– ¿Y qué me decís del hecho de que el mercader de Cashel, Samradán, sobre cuyo almacén se intentó el asesinato, esté aquí, en Imleach? Precisamente fue un carrero suyo quien nos habló del arquero, razón por la cual perdió la vida. ¿Eso es también una coincidencia?

– Puede que sí. No lo sé. Tenemos que hablar con Samradán.

Fidelma sonrió.

– En eso estamos de acuerdo.

– Sigo pensando que acaso estemos relacionando hechos que no tengan nada que ver -persistió Eadulf.

Fidelma contuvo la risa. Le encantaba que Eadulf resumiera las cosas, ya que así la ayudaba a evaluar mejor la situación. No eran pocas las veces en que lo usaba como abogado del diablo para poner en orden sus propias ideas, pero no se lo podía decir a Eadulf.

– Creo que podemos estar seguros de una cosa -concluyó Eadulf-, de que Nion, el herrero, está en lo cierto. Poco sé de ese pueblo al que llamáis los Uí Fidgente, pero todos parecen estar de acuerdo en que están detrás de este ataque. No es posible que todos estén equivocados.

– Eadulf, si en vez de pruebas presentara sospechas ante un tribunal, todos los Uí Fidgente serían condenados al cabo de una hora. Pero las leyes no funcionan así. Hacen falta pruebas, y pruebas debemos obtener o, de lo contrario, declarar inocentes a los Uí Fidgente.

En aquel momento el hermano Tomar cruzaba el patio.

– ¿Sabéis dónde está Samradán el mercader? -le preguntó Fidelma.

El hermano Tomar enseguida movió la cabeza para expresar que no lo había visto. Según le habían dicho, era el mozo de cuadras de la abadía. Era un joven de origen campesino y modales toscos, que prefería la compañía de los animales a la de las personas.

– Se ha ido de la abadía.

El hermano Tomar se disponía a reanudar la marcha cuando Fidelma lo detuvo.

– ¿Que se ha ido, decís? -le preguntó-. ¿Adónde, al pueblo?

– No. Se ha ido con sus carros.

– ¿Han salido ilesos sus carreros? Me ha parecido ver la posada de Cred reducida a cenizas.

El hermano Tomar respondió en un tono taciturno.

– Eso me ha parecido oír decir a uno de ellos. Por lo visto, sólo dos de los carreros han podido escapar de la matanza, porque Samradán llegó con tres y se ha ido del pueblo con tres. Han llegado a la abadía, cada uno en un carro, y Samradán se ha ido con ellos. Han partido por el camino que lleva al norte.

– Al norte -murmuró Fidelma.

– Samradán ya os dijo que se dirigía al norte -le recordó Eadulf.

– Cierto -admitió Fidelma-. Al norte.

El hermano Tomar esperó unos segundos y, dudando, dijo:

– Eso es, hermana. Le he oído dar indicaciones a los carreros diciéndoles que fueran al vado del río Muerto.

Fidelma dio las gracias al mozo, y fueron en busca del boticario.

Resultó que el hermano Bardán estaba solo en el depósito de cadáveres de la abadía cuando ellos llegaron. El boticario y embalsamador estaba dando los últimos toques a la mortaja de su difunto amigo, el joven hermano Daig. Tenía los ojos rojos y restos de lágrimas en las mejillas.

Levantó la cabeza con rabia en la mirada.

– ¿A qué habéis venido aquí? -les preguntó, crispado.

– Calmaos, hermano -le pidió Fidelma en un tono tranquilizador-. Sé que el pobre hermano Daig y vos estabais muy unidos. No hemos venido a importunaros en este momento de dolor, sino a examinar el cuerpo del atacante.

Con una seña de fastidio, el hermano Bardán les indicó el fondo de la sala.

– El cuerpo yace en esa mesa del rincón. No pienso prepararlo para enterrarlo. No merece un oficio cristiano.

– Estáis en vuestro derecho -concedió Fidelma sin inmutarse, pues el boticario tenía una actitud hostil, como si quisiera incitarla a discutir-. ¿Dónde está el cuerpo de Cred? ¿Está aquí, también?

– Su cuerpo ya ha sido preparado, y sus familiares se lo han llevado al cementerio del pueblo. Me han dicho que en el ataque mataron a mucha gente que debe ser enterrada hoy.

Fidelma se dirigió adónde yacía el cuerpo del guerrero muerto, haciendo una seña a Eadulf para que la siguiera.

No le habían desatado siquiera las manos ni las piernas. El yelmo todavía cubría la cabeza del guerrero, y la visera le tapaba la parte superior de la cara.

Chasqueando la lengua con desagrado, Fidelma se le acercó para quitarle el yelmo. El hombre rondaría los treinta y tantos. Tenía la piel curtida, indicativo claro de la dura vida que seguramente llevaba. Le atravesaba la frente la marca pálida de la antigua cicatriz de una herida de espada. Tenía una nariz protuberante, y la gordura de sus facciones inclinó a Fidelma a pensar que era dado a comer y beber en exceso.

– Juntadle las manos y los pies.

Eadulf hizo lo que le pidió, mientras ella observaba el cuerpo, esperando dar con algo que pudiera identificarlo. Ahora que lo veía como cadáver, se confirmaba la primera impresión de ser un guerrero profesional. Aun así, la cota de malla era vieja y aquí y allá había partes en que el óxido corroía los eslabones.

Ayudó a Eadulf a retirar el cinturón en el que aquél había llevado las armas. Luego le quitaron la cota y el jubón de piel. Debajo llevaba una camisa de hilo teñido y una falda escocesa.

Observó que quien lo había matado clavó una daga a través de una junta de la malla, por debajo de la caja torácica. Debía de haber sido una muerte instantánea. Siguiendo sus órdenes, Eadulf empezó a quitarle la camisa y la ropa interior.

El cuerpo estaba exento de marcas que lo identificaran; solamente tenía cicatrices que confirmaban que había sido guerrero profesional toda la vida.

– Y no muy buen guerrero, por cierto -respondió Fidelma cuando Eadulf hizo el comentario al respecto.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Le hirieron en demasiadas ocasiones. Si queréis un buen guerrero, buscad al hombre que causó las heridas, no al que las recibió.

Eadulf aceptó aquella sabia observación en silencio.

– Lo extraño es que no lleve un portamonedas con él -señaló Fidelma un rato después.

Eadulf frunció el ceño, tratando de comprender qué quería decir con aquello.

– Ah -dijo, iluminándose su rostro-. ¿Os referís a que, si era un guerrero profesional, un mercenario, habría esperado que se le pagara por sus servicios?

– Exactamente. Así que, ¿dónde habrá dejado el portamonedas?

– Lo habrá dejado en su casa.

– ¿Y si hubiera estado lejos de casa? -preguntó Fidelma.

Eadulf se encogió de hombros sin saber qué responder.

– Podría haberlo dejado en algún sitio y pasar a recogerlo después del asalto -prosiguió-, pero sería un movimiento arriesgado. No; la mayoría de profesionales llevan el dinero encima -dijo y, de pronto, se le iluminó la cara-. Quizá tenía alforjas. Casi se me olvida que también tenemos su caballo.

Miró hacia donde el hermano Bardán ultimaba su tarea y le preguntó:

– ¿Qué pensáis hacer con el cuerpo de este hombre?

– Por mí que se quede ahí y se pudra -respondió el boticario en un tono intransigente.

– Pudrir, se va a pudrir, desde luego -afirmó Fidelma-. Pero debéis decidir si queréis que se pudra aquí o en otra parte.

El hermano Bardán resopló.

– No será enterrado en el suelo de esta abadía, entre hermanos, junto a… -vaciló, señalando con desánimo el cuerpo del hermano Daig-. Mandaré llamar a Nion para que se lleve el cuerpo al camposanto del pueblo.

– Muy bien -dijo Fidelma, volviéndose hacia Eadulf, y a continuación añadió en voz baja-: Vayamos a la cuadra a examinar el caballo y el arnés del guerrero.

Eadulf cogió la espada del hombre cuando se disponían a salir.

– ¿Habéis examinado la espada? -preguntó a Fidelma.

Ésta movió la cabeza en señal de negación y la tomó. Medía algo menos de noventa centímetros de largo; el extremo del filo se ensanchaba casi con la forma de una hoja y se estrechaba al llegar a la empuñadura, que estaba unida con seis remaches.

– Esta espada no es la propia de un hombre pobre -dijo Eadulf frunciendo el ceño-. Estoy seguro de haber visto hace poco una espada parecida.

– Y así es -confirmó Fidelma en un tono irónico-. Es del mismo estilo que la espada de nuestro asesino. ¿Os acordáis? Es una claideb dét.

– ¿Una espada de marfil? -tradujo literalmente-. Creía que estaba hecha de metal como las demás.

Fidelma sonrió pacientemente, señalándole el puño.

– La empuñadura está hecha con dientes labrados de animales. Que yo recuerde, sólo hay un lugar en Éireann donde los herreros dediquen tiempo a semejantes adornos. Pero no recuerdo dónde. Es un tipo de ornamentación muy característico.

– ¿Queréis decir que podría indicar la procedencia de este hombre?

– No necesariamente -respondió Fidelma-. Sólo nos revelaría el lugar donde se fabricó. Pero, a propósito de coincidencias, seguro que no es casualidad que tanto el asesino como este guerrero llevaran un arma tan distintiva.

Eadulf pensó en aquella posibilidad y asintió con la cabeza.

– ¿Cómo decíais que se llamaba? ¿Claideb dét? -preguntó, examinando la espada con otros ojos.

Macheram belluinis ornatam dolatis dentibus -explicó ella en latín-. Una espada ornamentada con dientes tallados de animal. Quedáosla, Eadulf. Puede que sea importante.

Fidelma realizó un último examen del cuerpo y la ropa del guerrero.

– No -dijo al fin-, aquí no hay nada que nos dé alguna pista más para identificarlo. Sólo sabemos que este hombre no era un aficionado cualquiera, sino más bien un profesional al servicio de un príncipe, o sencillamente un bandido que perpetraba asaltos por el país en busca de botines. La mayor parte de su ropa podría venir de cualquier rincón de los cinco reinos, salvo…

– Salvo esta espada -interrumpió Eadulf.

– Salvo esta espada -repitió ella-. Pero eso no me vale de nada si no recuerdo a qué pueblo pertenece esta forma tan particular de decorar empuñaduras.

Se volvió hacia la entrada del depósito de cadáveres y, mirando al hermano Bardán, dijo:

– He terminado de examinar el cuerpo del guerrero.

El boticario asintió y contestó, cortante:

– No os preocupéis. Ya nos desharemos de él.

Al salir, Eadulf hizo una mueca de desaprobación, diciendo:

– Veo que el hermano Bardán no se toma en serio lo que la Fe nos enseña sobre el perdón a los enemigos. «Sed más bien unos para otros bondadosos, compasivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo.» Quizás alguien debería recordarle lo que dice la Biblia.

– Efesios, capítulo cuatro -dijo Fidelma, identificando la cita-. Creo que el hermano Bardán es de los que prefieren dejar en manos divinas el perdón a los enemigos y reservarse su indulgencia. Pero no olvidemos que es un hombre, con todas las debilidades de su condición. Apreciaba mucho a Daig.

Entonces Eadulf comprendió la insinuación de Fidelma y no dijo nada más.

Al pasar otra vez por el claustro se encontraron al abad Ségdae sentado a la sombra, alicaído. Todavía llevaba la cabeza vendada y estaba oliendo un manojo de hierbas. Levantó la vista al ver que se acercaban y esbozó una débil sonrisa.

– El hermano Bardán dice que el aroma de estas hierbas me aliviará el dolor de cabeza.

– ¿Está sanando la herida, Ségdae? -preguntó Fidelma con interés, pues le tenía mucho cariño al abad, un amigo de la familia desde hacía décadas.

– Me han dicho que la magulladura tiene mal aspecto, pero por suerte la pedrada no incidió en la zona profunda de la piel. Tengo un chichón y un fuerte dolor de cabeza. Pero nada más.

– Debéis cuidaros, Ségdae.

El abad sonrió débilmente.

– Ya soy viejo, Fidelma. Quizá tendría que relevarme alguien más joven. En los anales quedará constancia de que durante los años en que fui comarb de Ailbe permití que robaran las Santas Reliquias y que cortaran el tejo sagrado de Imleach. En fin, que permití la deshonra de los Eóghanacht.

– No debéis pensar en renunciar a vuestro cargo -le amonestó Fidelma, que siempre había considerado a Ségdae como un elemento permanente del reino.

– Alguien más joven no habría cometido la estupidez de estar de pie en la torre y dejarse tumbar por una pedrada -se lamentó el abad.

– Ségdae, si fuerais capitán de guerreros, os diría que renunciarais a vuestra posición -le dijo Fidelma con sinceridad-. Pero sois capitán de almas. No os corresponde a vos organizar la defensa contra un ataque. Estáis aquí para ejercer de consejero y guía, así como de padre para vuestra comunidad. Los actos de valentía deben juzgarse de forma relativa. En ocasiones, el hecho de vivir es en sí un acto de valentía.

El abad, que a los ojos de Eadulf parecía haber envejecido mucho desde su llegada a la abadía, movió la cabeza, diciendo:

– No tratéis de excusarme, Fidelma. Debí haber actuado cuando hizo falta. He defraudado a mi comunidad. He defraudado al pueblo de Muman.

– Sois un severo juez de vuestras acciones, Ségdae. Vuestra comunidad precisa de vuestra sabiduría más que nunca. Y no hablo de sabiduría marcial, sino de sabiduría práctica, por la que se os reconoce. No toméis una decisión precipitada.

El anciano suspiró y se llevó el manojo de hierbas a la nariz.

Fidelma hizo una seña a Eadulf para indicarle que debían dejar al abad solo en su contemplación.

Al llegar a las cuadras, donde estaban sus propios caballos, encontraron al hermano Tomar limpiando los compartimentos. Parecía sorprendido de que lo interrumpieran por segunda vez en tan poco tiempo.

– ¿Habéis olvidado alguna cosa, hermana? -preguntó.

Fidelma fue al grano.

– El caballo del guerrero muerto, ¿está aquí, en la cuadra?

El hermano Tomar le apuntó a uno de los compartimentos.

– Le he dado un buen trato, hermana. Lo he almohazado y le he dado de comer. El caballo no debe pagar por las culpas de su amo.

Fidelma y Eadulf se dirigieron hacia allí. Fidelma conocía bien a los caballos, ya que había aprendido a montar antes que a andar. Miró detenidamente a la potra castaña. Reparó en una herida sobre el hombro izquierdo y unas llagas por el roce del bocado y el arnés. Era indiscutible que el guerrero no había sido un buen jinete, pues de lo contrario habría tratado mejor a la joven yegua. La herida confirmaba que habían usado al animal en la batalla, si bien aquélla no era reciente.

Fidelma entró en la cuadra y examinó los cascos, uno a uno. El animal se mostró dócil, pues un caballo nota cuándo una persona sabe lo que está haciendo y no supone ninguna amenaza para él.

– ¿Algo interesante? -preguntó Eadulf al rato.

Fidelma movió la cabeza dejando escapar un suspiro.

– El animal está bien herrado, desde luego. Pero nada indica dónde lo herraron ni de dónde viene.

– Podríamos preguntar a Nion, a ver si reconoce el trabajo -sugirió Eadulf.

Fidelma salió de la cuadra y examinó el arnés, que estaba colgado cerca.

– Este arnés corresponde a este caballo, ¿no, hermano Tomar? -preguntó Fidelma.

El establero aún estaba barriendo los compartimentos. Los miró desde el otro extremo.

– Sí. Y esa silla de ahí también -respondió.

La brida era de las corrientes, de una sola rienda, llamada srían. La rienda iba unida a una muserola, no a un lado, sino por encima, y llegaba a la mano del jinete sobre el testuz, entre los ojos y las orejas; iba sujeta con un gancho o un anillo a la frontalera que ceñía la frente del animal, formando parte de la brida.

La silla era de cuero sencillo e iba amarrada sobre un ech-dillat, un sudadero, de una clase muy usada entre guerreros. Fidelma enseguida vio una alforja atada a la silla con correas de piel.

Con un sutil gruñido de satisfacción, se inclinó para cogerla y la abrió. Para su sorpresa, estaba vacía. Ni siquiera había una muda de ropa limpia. A la vista estaba que se habían llevado lo que había dentro.

– Hermano Tomar, ¿desensillasteis vos a la joven yegua? -preguntó Fidelma.

El monje se volvió tranquilamente, escoba en mano, y asintió con curiosidad:

– Sí, yo mismo.

– ¿Había algo dentro de esta alforja cuando lo hicisteis?

– Creo que sí, pero no miré. Pesaba lo suyo. La dejé ahí tal cual.

Fidelma se quedó mirando la alforja, absorta, pensando en las posibilidades.

– Desde que trajisteis aquí al caballo, ¿ha pasado alguien más por el establo? -preguntó al fin.

El joven establero se frotó el mentón, pensando.

– Mucha gente -respondió-. El príncipe Finguine y algunos de sus hombres. Muchos hermanos han venido para hacer tareas diversas.

– ¿A qué os referís?

– El establo es un atajo para llegar a los almacenes. Muchos hermanos han ido al pueblo para ofrecer ayuda y han pasado por aquí en busca de suministros que llevar para atender a los necesitados.

Fidelma apretó los labios en un gesto de frustración.

– Entonces, si en esta alforja había algo, cualquiera de los que han pasado por aquí puede haberla abierto y llevarse el contenido.

– ¿Para qué querría nadie hacerlo?

– Eso mismo me pregunto yo -dijo Fidelma en voz baja, dirigiéndose no tanto al establero como a Eadulf.

Eadulf adoptó un aire de determinación.

– Ya veo. La persona que apuñaló al guerrero cuando nadie miraba, seguramente será la misma que se ha llevado sus pertenencias. Una vez más, alguien ha evitado que podamos identificar… -calló al ver que Fidelma lo estaba mirando con mala cara.

El hermano Tomar lo miraba con curiosidad.

– Un mal día -dijo éste finalmente.

– Irá a mejor -le aseguró Eadulf.

– Lo dudo, hermano sajón -lo contradijo el hombre-. Se ha derramado demasiada sangre en este lugar para que vuelva a purificarse. Quizás haya caído sobre Imleach una maldición. Pero es comprensible que se busque venganza. A muchos hermanos de esta comunidad ha ofendido la muerte sin sentido del hermano Daig.

– El tiempo consigue purificar lugares donde se han cometido atrocidades sin sentido -aseveró Fidelma-. Ningún lugar es maldecido a menos que así lo crea el pueblo.

Tomó a Eadulf del codo y, saludando al establero con la cabeza, guió a su compañero afuera. Entonces se volvió hacia él con una expresión emocionada.

– Hemos pasado por alto lo más evidente en cuanto a la muerte del guerrero.

– Que al hermano Bardán le unía un fuerte vínculo con el joven Daig. Y el hermano Tomar ha hablado de venganza. Creo que deberíamos averiguar dónde se hallaba el hermano Bardán cuando mataron al guerrero.


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