El sonido de las cornetas de guerra fue lo que despertó a Fidelma momentos antes de que sor Scothnat, la domina de la casa de huéspedes, irrumpiera en su habitación, aterrada, diciendo a grito pelado:
– Levantaos y estad preparada para defenderos, señora. Nos están atacando.
Fidelma se incorporó en un momento de pánico, plenamente consciente del ruido atronador de las cornetas y los gritos y chillidos lejanos. Salió de la cama de un salto y, en medio de la oscuridad, encendió una vela como pudo. La luz trémula iluminó a la hermana Scothnat, que estaba de pie en la puerta, retorciéndose las manos y llorando distraídamente.
Fidelma se le acercó y la cogió por los brazos.
– ¡Dominaos, hermana! -le dijo con firmeza-. Decidme qué está pasando. ¿Quién nos ataca?
Scothnat se quedó un momento quieta sin hablar, amilanada por la severidad del tono de voz. Entonces volvió a gimotear.
– La abadía. ¡Están atacando la abadía!
– Pero, ¿quién la está atacando?
Fidelma vio que sor Scothnat estaba demasiado afectada para superar el miedo y responder a la pregunta, de modo que decidió vestirse. A través de la ventana de la celda vio que aún era de noche, y no tenía idea de qué hora era, aunque le pareció que sería poco antes del alba.
Salió a todo correr de la habitación, dejando a Scothnat lloriqueando. Casi chocó contra una figura oscura y musculosa que corría en dirección opuesta. Incluso con ausencia de luz reconoció a Eadulf.
– Venía a buscaros -dijo con preocupación-. Unos guerreros pretenden asaltar la abadía.
– ¿Sabéis algo más? -preguntó ella.
– No, nada. Hace un momento que me ha despertado el hermano Madagan. Ha ido a comprobar que las puertas estén bien protegidas, pero me temo que poca defensa tiene la abadía salvo las tapias y las puertas.
De pronto, la gran campana del monasterio empezó a sonar; el tañido fue en aumento a medida que las manos que tiraban de la cuerda ganaban desesperación con cada repique. El sonido no era tanto un aviso solemne, cuanto un toque de rebato pidiendo ayuda.
– Veamos qué podemos averiguar -gritó Fidelma en medio del barullo, corriendo por el pasillo que conducía a la puerta principal.
Eadulf la siguió, protestando:
– Han llevado a las demás mujeres a un lugar más seguro, al sótano de la abadía.
Fidelma no se molestó en contestar. En medio de la oscuridad, bajaron a toda prisa al claustro por donde varios hermanos corrían aquí y allá, distraídos y desconcertados por el pánico.
Fidelma reparó en que las cornetas de guerra tocaban cada vez más fuerte, y que más intensos eran los gritos de personas que luchaban al otro lado de los muros. Fidelma y Eadulf llegaron al patio principal, donde encontraron a un grupo de monjes -los jóvenes y fuertes- tratando de asegurar las barras de madera de la enorme puerta principal. El rechtaire, el hermano Madagan, estaba al mando.
Fidelma le preguntó a voz en cuello al acercarse:
– ¿Qué está ocurriendo? ¿Quiénes son los atacantes?
– Extraños guerreros. Es cuanto sabemos. Hasta ahora no han lanzado un ataque directo a la abadía. Prefieren saquear el pueblo.
– ¿Dónde está el abad?
El hermano Madagan señaló junto a las puertas una pequeña atalaya de estructura cuadrada de unas tres plantas de alto.
– Disculpadme, hermana -dijo el hermano Madagan dando media vuelta-. Debo seguir velando por nuestra seguridad.
Fidelma ya se encaminaba hacia la torre vigía, con Eadulf pisándole los talones. En su interior había una escalera estrecha por la que sólo cabía una persona a la vez. Fidelma subió a todo correr, seguida de Eadulf.
Las plantas más bajas estaban vacías, pero en lo alto de la torre hallaron al hermano Ségdae detrás de lo que habrían sido unas almenas, de haberse construido la atalaya con propósitos bélicos.
Un muro que llegaba al pecho rodeaba la torre. Desde aquella posición estratégica se alcanzaba a ver la abadía y sus alrededores.
El abad Ségdae no estaba solo. A su lado contaba con la fornida figura de Samradán, el mercader. Ségdae estaba de pie tras la protección que le ofrecía el muro, mirando hacia el pueblo, al otro lado de la plaza. Tenía los hombros caídos con las manos cerradas en dos puños pegadas a los costados, y la cabeza avanzada, mientras contemplaba la escena con amargura. Samradán parecía tan absorto en el espectáculo como él. Ninguno de los dos se percató de la llegada de Eadulf y Fidelma a la atalaya.
Fidelma y Eadulf ya habían visto el fulgor espectral, una extraña luz amarillenta y rojiza que relumbraba iluminando la fachada de la abadía.
Aquel curioso halo amenazador se reflejaba en las nubes bajas que tenían justo encima. Era la inequívoca señal de que algunos edificios del pueblo ya estaban en llamas. Gritos y llantos, mezclados con lastimeros relinchos de caballos asustados, rasgaban el aire nocturno. Al otro lado de los muros de la abadía había mucha agitación. Jinetes blandiendo antorchas encendidas o espadas iban de un lado a otro de la plaza y por las calles que había entre los edificios. Indudablemente, los más desprotegidos estaban sufriendo el peor ataque. Una vez acostumbrada la vista al extraño resplandor, a la noche inflamada por el fuego de los edificios y las antorchas, de pronto Fidelma vio algo más. Esparcidos en el suelo, por doquier, había bultos oscuros que no podían ser otra cosa que cuerpos. Lo peor era que había gente, aislada o en grupos pequeños, que corría para salvarse de los guerreros montados que los perseguían. De vez en cuando se oía un grito desgarrador cuando las veloces espadas de los atacantes alcanzaban a una víctima.
Angustiada, Fidelma se volvió hacia el abad Ségdae.
– ¿No hay alguna forma de proteger Imleach? -exigió.
Al principio el abad estaba demasiado afectado para responder. De pronto parecía haberse convertido en un frágil anciano. Fidelma le sacudió un brazo con premura.
– Ségdae, están matando a gente inocente. ¿No hay guerreros cerca de aquí a los que podamos recurrir?
El abad de rostro falcónido se volvió hacia ella con renuencia. Al intentar mirarla, Fidelma vio en su rostro una expresión de aturdimiento.
– Los más próximos son los guerreros al mando de vuestro primo, el príncipe de Cnoc Áine.
– ¿Hay algún modo de ponernos en contacto con él?
El abad Ségdae levantó una mano, como si intentara indicarle el campanario situado al otro extremo de la abadía. Los toques desesperados no habían dejado de sonar.
– Ése es nuestro único medio -dijo.
Samradán contemplaba la escena como si estuviera hipnotizado; su rostro ofrecía un aspecto cadavérico. Pocas veces había visto Fidelma el reflejo tan descarnado del miedo en el semblante de una persona. Aun en aquella circunstancia, le vino a la mente un pensamiento. ¿Qué decía Virgilio? El miedo traiciona a las almas indignas. ¿Por qué se le ocurría aquello ahora? No había nada más grotesco que el miedo en el rostro de un hombre.
El fornido mercader preguntó al abad con algo más que preocupación en la voz:
– ¿Creéis que cruzarán los muros de la abadía?
– Esto no es una fortaleza, Samradán -respondió el abad con acritud-. Las puertas no se construyeron para protegernos de un ejército.
– ¡Exijo protección! No soy más que un mercader. No he hecho daño a nadie… No soy un guerrero capaz de defender… -exclamó, presa del pánico, al parecer haciendo despertar al abad Ségdae de su letargo.
– ¡Pues bajad al sótano de la capilla con las mujeres! -le echó en cara-. Y dejad que nosotros nos defendamos… ¡y os defendamos a vos!
Casi consiguió apocar al mercader.
Fidelma hizo un gesto de indignación.
– Llevad a Samradán al sótano y pedid al hermano Madagan que suba -ordenó a Eadulf.
Le resultó fácil asumir el mando, ya que era la hermana del Eóghanacht de Cashel y aquél era su pueblo. Se quedó junto al abad Ségdae observando la escena con creciente ira. Distinguió la forja del herrero, de la que brotaban llamaradas. Varios edificios ya estaban destruidos. Dirigió la atención a las sombrías figuras de los atacantes, con la esperanza de identificar a alguno, pero poco discernía en la oscuridad, aparte de hombres con yelmos de guerra y, en algunos casos, resplandecientes cotas de malla. Ninguna insignia los identificaba.
Oyó un correteo procedente de la escalera y vio aparecer al hermano Madagan, sin aliento. Éste miró con tristeza el pueblo en llamas.
– Ahora se ocupan de lo más fácil -observó-. En cuanto hayan terminado de saquear el pueblo indefenso, acometerán la abadía.
De repente, el abad Ségdae dio un grito y cayó al suelo de espaldas. Todos lo miraron, sorprendidos. Tenía una terrible y sangrienta herida en la frente. Fidelma había oído el golpe de una piedra. Se agachó y recogió una pequeña del suelo.
– La han lanzado con una honda -observó-. Mejor será apartarse del muro.
El hermano Madagan ya estaba arrodillado junto al abad.
– Mandaré llamar al hermano Bardán, el boticario. Le han dado en la cabeza. Ha perdido el conocimiento.
Fidelma se acercó con cuidado al muro, agachándose para protegerse. Seguramente un guerrero que pasaba por delante había lanzado el proyectil y había dado en el blanco por casualidad. Por el momento, no parecía que hubiera sido un asalto coordinado contra la abadía. Los atacantes iban de acá para allá por todo el pueblo.
– Cuando los guerreros decidan atacarnos, poco ayudarán los muros a impedir que entren -murmuró el hermano Madagan, mirando adónde ella miraba, como si le hubiera leído el pensamiento.
Fidelma señaló el campanario de la abadía; la campana seguía tañendo.
– ¿Con eso nos llegará ayuda?
– Puede, pero hay pocas posibilidades.
– Entonces no hay más guerreros que puedan ayudarnos que los de Cnoc Áine.
– Así es. Sólo cabe esperar que Finguine de Cnoc Áine sea avisado.
– Está a unos diez kilómetros de aquí -se dijo Fidelma, calculando la distancia entre Imleach y la fortaleza de su primo-. ¿Oirán la campana?
El hermano Madagan hizo una mueca.
– Aunque no es seguro, hay muchas posibilidades de que sí. Hoy hace una noche serena, por lo que puede que oigan el toque de rebato.
– Pero no es seguro -repitió Fidelma con amargura, fijándose de nuevo en la escena de destrucción en el pueblo-. ¿No hay manera de saber quiénes son estos hombres? ¿Para qué iban a querer atacar la abadía?
– No tengo ni idea. En la historia de nuestro monasterio, nadie había atacado jamás este lugar sagrado… -calló en seco y adoptó un semblante preocupado.
– ¿Qué? -preguntó Fidelma.
El hermano Madagan evitó su mirada.
– La leyenda. Quizá sea cierta.
Por un momento, Fidelma no sabía de qué le estaba hablando, hasta que cayó en la cuenta.
– ¡La desaparición de las Reliquias de Ailbe! No son más que supersticiones.
– Pues la coincidencia resulta extraordinaria. Las Santas Reliquias han desaparecido. Se dice que, si salen de aquí, Muman caerá. Así ha ocurrido, ¡y ahora están a punto de destruir la abadía!
La propia aprensión que sentía la hizo enfurecer.
– ¡Insensato! ¡La abadía todavía no ha sido destruida, y no será destruida si buscamos los recursos necesarios para defenderla!
Eadulf regresó lo antes que pudo. Al ver el cuerpo tendido del abad se horrorizó.
– ¿Está…?
– No -contestó el hermano Madagan-. Le han dado en la cabeza con una piedra. ¿Podéis pedir a alguien que mande llamar al boticario, el hermano Bardán?
Eadulf volvió a desaparecer por la escalera. No tardó nada en volver.
– Un joven hermano ha ido en busca del boticario.
Fidelma lo miró, apesadumbrada.
– ¿Y cómo está Samradán?
– Sor Scothnat lo está consolando -explicó y, de pronto, fijó la vista en la plaza-. ¡Mirad!
Todos miraron hacia donde apuntaba.
Una media docena de hombres habían descabalgado cerca del gran tejo que crecía frente a los muros de la abadía. Todos llevaban hachas, con las que empezaron a talar el antiguo árbol. Lo hacían de forma coordinada, como si lo hubieran planeado y no fuera un mero acto vandálico.
Perplejo, Eadulf preguntó:
– Pero, ¿qué están haciendo? ¿En mitad de un ataque se detienen a cortar un árbol?
– ¡Que Dios nos ampare! -exclamó el hermano Madagan casi con un lamento de desesperación-. ¿No os dais cuenta? Están cortando el tejo sagrado.
Aun sin entender el sentido de aquella acción, hizo una siniestra observación.
– Mejor que maten un árbol que a personas.
– Recordad lo que os conté -le dijo Fidelma con dureza, pues incluso su tez había empalidecido-. Es el árbol sagrado, símbolo de nuestro pueblo, según el cual fue plantado por las propias manos de Eber Fionn, el hijo de Milesius, padre de los Eóghanacht de Cashel. Entre nuestra gente, Eadulf, existe la creencia de que el árbol constituye el símbolo de nuestro bienestar. Si el árbol florece, nosotros florecemos. Si es destruido…
No terminó la frase.
Eadulf la escuchó en silencio. Una vez más, volvía a confundirle el misticismo de un país al que había acabado amando. Por una parte, era más cristiano que cualquiera de los reinos sajones que conocía. Por otra, era más pagano que la mayoría de países cristianos que había visitado. Y Fidelma, la persona más racional y analítica de todas, se mostraba sumamente preocupada porque alguien estaba echando abajo el gran tejo. Eadulf empezó a comprender el auténtico valor de aquel simbolismo. Siempre había creído que en épocas paganas se rendía adoración al árbol. Ahora se daba cuenta de que, en realidad, no era sino una forma especial de veneración a los árboles en tanto que símbolos de los seres vivos más antiguos del mundo. ¡Seres vivos! La destrucción de este símbolo, conocido como «el Árbol de la Vida», era mucho más que una ofensa a la dinastía Eóghanacht de Cashel. Constituía una forma de desanimarlos a ellos y al pueblo.
Se sentía en la obligación de decir muchas cosas, pero luego consideró que sería más sensato callar.
Pese al rebato de la campana, solamente oían los hachazos que los atacantes descargaban contra la añosa madera del árbol rítmicamente, un sonido que contrastaba con el estruendo de muerte y destrucción.
El hermano Bardán, el boticario, llegó a la atalaya, seguido del joven hermano Daig, su ayudante. Enseguida se arrodilló junto al abad para examinar la herida.
– Le han dado un buen golpe, pero su vida no corre peligro -comentó el boticario después de un examen superficial-. El hermano Daig me ayudará a trasladarlo a su habitación -dijo, mirando al hermano Madagan-. ¿Qué posibilidades tenemos, hermano?
– Pocas. Todavía no han empezado a atacar la abadía, pero están echando abajo el gran tejo.
El hermano Bardán aspiró aire de golpe, haciendo una genuflexión, y luego se asomó sobre el muro para corroborar la veracidad de lo que acababa de oír. Por un momento quedó absorto en la contemplación de la escena. Ahora se oían con toda claridad los hachazos. El boticario movió la cabeza, consternado.
– Por eso no atacan la abadía directamente -observó a media voz-. No les hace falta.
– Qué daría yo por unos cuantos arqueros… -exclamó Fidelma con frustración.
El comentario pareció escandalizar al hermano Daig, que le recordó:
– Señora, somos miembros de la Fe.
– No por eso vamos a dejar que nos maten, ¿no?
– Pero la doctrina cristiana…
Fidelma hizo un ademán de impaciencia típico de ella, un movimiento seco con la mano.
– No me deis sermones sobre las virtudes de ser pobre de espíritu, hermano. Cuando un hombre es pobre de espíritu, los soberbios y altivos le oprimen. Seamos auténticos de espíritu y mostrémonos resueltos a resistir ante la tiranía. Sólo así evitaremos exponernos a una mayor opresión. Repito: un buen arquero podría sacarnos de este apuro.
– No hay armas en la abadía -comentó el hermano Bardán-, y menos aún hombres que supieran usarlas -añadió, volviéndose hacia el abad inconsciente-. Vamos, Daig, tenemos que atender al abad.
Entre los dos levantaron al anciano y lo bajaron por la escalera.
Durante unos momentos, Fidelma, Eadulf y el hermano Madagan presenciaron con impotencia y frustración cómo los atacantes cortaban el viejo árbol. Pese al estrago causado, Eadulf no podía sentir la misma furia y desazón que compartían Fidelma y Madagan. Podía analizar el significado, pero sentir la alarma y el temor que estaba provocando el acto era algo ajeno a él.
De pronto, un movimiento atrajo su atención y señaló al otro lado de la plaza.
– ¡Mirad! Alguien está corriendo hacia las puertas de la abadía. ¡Es una mujer!
Una sombra había surgido de entre los edificios en llamas y, a trompicones, corría en un claro intento de buscar refugio en el monasterio.
– Las puertas están cerradas -avisó el hermano Madagan-. Debemos bajar y abrirlas para dejar pasar a esa pobre mujer.
Tras echar una última mirada a la escena y tras darse cuenta de que no podía hacer gran cosa desde la torre, Fidelma siguió al hermano Madagan y a Eadulf hasta el patio.
En la puerta encontraron al hermano Daig, que, al parecer, regresaba del cuarto del abad, donde lo habían dejado.
– ¡Abrid la puerta! -gritó el hermano Madagan al tiempo que corrían hacia allí-. ¡Una mujer quiere entrar!
El joven vaciló y, con un gesto de alarma, se quejó:
– Pero eso podría facilitar la entrada de los atacantes…
Eadulf lo apartó y se puso a empujar los cerrojos de madera. El hermano Madagan le ayudó. Entre los dos descorrieron las grandes barras de madera, para consternación de los demás monjes, que se colocaron detrás del hermano Daig. No sabían muy bien cómo actuar. Eadulf y Madagan tiraron de la puerta.
La mujer se hallaba a unos doce pasos de distancia. A Eadulf le pareció que la conocía. Se adelantó para gritarle palabras de ánimo, pero, a su pesar, vio que un jinete arrancó a perseguirla y, cuando estaba a punto de alcanzarla, el hermano Madagan cruzó la entrada con el crucifijo en alto y se colocó delante de él, como si de este modo fuera a hacerlo retroceder por el simple hecho de enfrentarse.
– Templi insulaeque! -gritó-. Sanctuarium! ¡Santuario! ¡Santuario!
Consiguió colocarse entre la mujer y el jinete, que se aproximaba esgrimiendo la espada, cuya hoja emitía destellos con la luz de los incendios al otro lado de la plaza. El guerrero dejó caer el brazo e hizo dar medio giro al hermano Madagan con la frente salpicada de sangre. Luego cayó de bruces en el suelo. Eadulf avanzó para tirar de la mujer y ponerla a salvo, pero el guerrero se le adelantó. Volvió a empuñar la espada, y aquélla emitió un alarido al ser embestida en la nuca. El golpe la hizo avanzar a trompicones hasta el patio de la abadía. Lo siguiente sucedió con tal rapidez que nadie tuvo tiempo de dar un respiro antes de que todo acabara.
El impulso del caballo había sido tal, que hizo rodar a la mujer herida hasta dar contra un muro y desplomarse en el suelo. Para impedir que la bestia lo arrollara, el propio Eadulf tuvo el tiempo justo para echarse a un lado y, al caer, cierto instinto le hizo agarrarse a una pierna del jinete y tirar con todas sus fuerzas. El hombre, que ya mantenía un precario equilibrio por la dificultad de manejar la espada, se escurrió de la silla y, al caer Eadulf al suelo, éste lo arrastró con él. La caída fue dura, pero el cuerpo de Eadulf la amortiguó, dejando a éste sin respiración, tendido e inmovilizado.
Se trataba de un guerrero profesional. Al caer sobre Eadulf, el hombre rodó sobre sí mismo hasta levantarse, agachado en posición defensiva, espada en mano, listo para afrontar cualquier asalto.
Era bajo, pero musculoso. Sólo esto podía apreciarse, ya que iba vestido de hilo negro con una cota de malla de hierro, la luirech iairn, sobre un jubón de piel de toro. De rodillas para abajo iba protegido con un asáin de cuero tachonado en latón; la piel que cubría la parte baja de las piernas estaba firmemente atada. Portaba un yelmo de latón bruñido con una pequeña visera sobre los ojos, de manera que el único rasgo que podía verse bajo la luz titilante de las antorchas de tea era la fina y roja hendidura de su boca.
El escudo se había quedado en el caballo, el cual se detuvo a poca distancia de él en el patio adoquinado, bufando y resollando por la extenuante carrera.
El guerrero se agachó empuñando la espada con las dos manos y dio una vuelta entera para evaluar los peligros que le acechaban. Se relajó un momento al no ver más que a una media docena de religiosos apiñados detrás de la puerta y a una religiosa sola, de pie, plantándole cara.
El hombre se puso derecho y soltó una carcajada antes de empuñar la espada en actitud amenazadora. Todos se acoquinaron, para mayor júbilo del enemigo. Entonces reparó en que la religiosa no se había inmutado; lo miraba con las manos juntas con recato. Ante la figura alta y esbelta y los rasgos atractivos de Fidelma, el hombre se relajó.
– ¿Quién sois, guerrero? -exigió Fidelma.
La serena autoridad de su voz hizo parpadear al otro, que a continuación mostró una sonrisa burlona.
– Un hombre. Un hombre, en comparación con esos eunucos de los que te has rodeado, mujer. Ven conmigo y te mostraré qué es capaz de hacer un hombre.
Fidelma había mirado con nerviosismo a Eadulf, que todavía estaba en el suelo, sin aliento. Al otro lado de las puertas, yacía el hermano Madagan, probablemente muerto. La mujer también estaba tendida, encogida e inerte. Fidelma miró al guerrero con ostensible desprecio.
– Ya me habéis mostrado qué sois capaz de hacer -le reprochó Fidelma en un tono tranquilo, sin asomo de miedo-. Tenéis las manos manchadas por la muerte de un hermano de la Fe y una mujer indefensa. Eso no os convierte en un hombre en absoluto, sino en algo que se quita de la suela con un palo tras pisar un estercolero.
Lo dijo sin alterar ni un ápice la voz, por lo que el guerrero mantuvo la sonrisa unos momentos después. Le costó entender el significado de lo que aquella mujer le había dicho.
La fina sonrisa se retorció en un gesto iracundo.
– ¡Ven conmigo o muere ahora! -gritó, enarbolando amenazadoramente la espada.
Uno de los monjes, el joven hermano Daig, abochornado aún por su gesto de cobardía, se adelantó en ademán de protegerla. Ni siquiera tuvo tiempo de hablar, ya que el propio movimiento de avanzar hizo volverse al guerrero y hundir la punta del metal en el pecho de Daig. El joven emitió un gruñido de dolor y cayó de rodillas, empapándose el hábito de sangre. Bajó la vista a la herida como si no creyera lo que estaba viendo.
– Sois valiente contra mujeres y muchachos desarmados -le recriminó Fidelma.
Dio un paso adelante, pero se detuvo cuando la espada la apuntó.
– ¿Tenéis nombre? ¿O acaso os avergonzáis de él? -preguntó al guerrero, que bufó ante el descaro de ella.
– Gente como la tuya no es digna de oír mi nombre, moza. ¡No creas que por ser una mujer puedes injuriarme impunemente!
Fidelma miró al suelo, donde el joven Daig intentaba contener la sangre de la herida apretándola con las manos.
– Ya habéis demostrado vuestro lado heroico. Como yo también voy desarmada, sin duda tendréis el valor suficiente para demostrar cuán despreciable sois.
El hermano Daig alzó la vista con un gesto de dolor. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Miró al grupo de hermanos asustados e intentó hablar varias veces antes de conseguirlo.
– Las puertas, hermanos… debéis cerrar las puertas antes de que otros miembros de la tribu de este hombre entren en la abadía.
De hecho, Fidelma se percataba de ello en ese momento. Cuanto más tiempo estuvieran abiertas las puertas, mayores posibilidades habría de que otros atacantes se dieran cuenta y entraran en la abadía. Y entonces nada les impediría hacer una matanza en el monasterio.
– Ni lo intentes, moza -amenazó el guerrero al ver que Fidelma miraba con inquietud hacia las puertas-. Morirás antes de alcanzarlas. Mis amigos llegarán enseguida.
El hermano Daig soltó un gemido de dolor al intentar incorporarse.
– No es más que un hombre, hermanos. No os puede matar a todos. ¡Cerrad las puertas y desarmadlo!
Con un bufido rabioso, el guerrero hendió el acero de su espada en el cuello del joven monje.
El hermano Daig cayó de espaldas. No era necesario comprobar si estaba muerto, pues era evidente.
Eadulf empezó a recobrar el aliento. Respiró hondo varias veces. Cuando a duras penas se fue a levantar se topó con la punta de la espada del jinete.
– ¡Las puertas! -gritó Fidelma con determinación a los acogotados monjes-. ¡Cúmplase la orden de vuestro hermano moribundo!
– Moveos, y mataré a éste -conminó, clavando la punta de la espada en el hombro de Eadulf.
– ¡Hacedlo! -les gritó Eadulf con una furia que superaba el miedo.
El guerrero distrajo la mirada un instante para comprobar si estaban obedeciendo al sajón, momento que éste estaba esperando. De repente, se apartó de la espada y se dirigió hacia las puertas.
El guerrero se volvió hacia él con la espada en el aire, pero ya era demasiado tarde. Con un grito de cólera, se lanzó hacia Eadulf, al tiempo que éste empezaba a empujar las puertas. De pronto, Fidelma le interceptó el paso. El guerrero blandió la espada para atacarla y, sin saber cómo, se encontró volando por los aires.
Eadulf fue el único que, de soslayo, vio a Fidelma saltar sobre él. El corazón le dio un vuelco al verla, pero en algún recodo de la memoria reconoció la postura que adoptó Fidelma en ese momento. Ya la había visto realizar aquella hazaña otras veces. La primera había sido en Roma. Se colocó de manera que parecía que fuera a prepararse para recibir el golpe de la espada sobre la cabeza. Entonces se movió hacia delante, agarró al atacante por el brazo, lo levantó del suelo y lo hizo pasar sobre su cadera. Sin proferir sonido alguno, el guerrero cayó al suelo con un extraño golpe sordo y perdió el conocimiento.
Fidelma le había dicho una vez a Eadulf que antiguamente, en Irlanda, había una clase de eruditos que enseñaban las filosofías de su pueblo, consagradas por la tradición. Viajaban a lo largo y ancho del mundo y no querían llevar armas para defenderse, porque no eran partidarios de matar a las personas. Por consiguiente, habían desarrollado una técnica llamada troid-sciathaigid, o ataque defensivo. Era un método basado en la defensa sin el uso de armas, que se enseñaba a muchos sacerdotes religiosos antes de salir de Éireann para adentrarse en tierras extrañas a predicar la palabra de la nueva Fe.
– ¡Vamos, ayudad al hermano Eadulf! -le urgió a gritos Fidelma-. ¡Cerrad de una vez por todas esas puertas!
Ella misma corrió hacia las puertas para ayudar, pero pareció cambiar de intención inesperadamente y salió de la abadía. El cuerpo del hermano Madagan yacía a sólo unos tres metros de allí.
– ¡Ayudadme, Eadulf!
Al darse cuenta de lo que Fidelma pretendía, corrió en su ayuda.
Entre los dos levantaron rápidamente al monje por la ropa de los hombros y lo arrastraron al interior de la abadía, justo cuando los demás habían reaccionado a tiempo para cerrar las puertas. Una vez dentro, esperaron a que echaran los cerrojos.
Fidelma volvió a activarse.
– ¡Atad al guerrero! -gritó a los monjes, que ahora se avergonzaban de no haber actuado antes-. Desarmadlo y amarradlo para que no haga más daño.
Miró al hermano Madagan, junto al cual estaba Eadulf agachado, examinándolo.
– Aún está vivo -anunció con satisfacción-. La herida no es grave. Por lo que veo, sólo le ha dado en la cabeza con la espada de plano. La sangre de la frente se debe a que le ha rozado el extremo de la hoja. Lo normal es que pronto recupere la conciencia.
Fidelma miraba a Eadulf con preocupación, porque tenía sangre en la parte del hábito en que el guerrero le había pinchado con la punta de la espada.
– ¿Y vos qué? -se apresuró a preguntarle.
Eadulf le sonrió de oreja a oreja, llevándose automáticamente la mano al hombro.
– He sobrevivido a peores. No ha sido más que el pinchazo de una aguja. Peor ha sido el peso del hombre al caerme encima. Puede que esté un tiempo agarrotado.
Fidelma se dirigió hacia el cuerpo de la mujer, contraído sobre los adoquines.
– ¡Es la posadera! -exclamó Fidelma al reconocer a Cred bajo la máscara ensangrentada que le cubría el rostro-. ¡Por la Fe! Creo que aún respira.
Se agachó para levantarle la cabeza. Sin perder tiempo, Eadulf examinó la herida y luego miró a Fidelma, moviendo la cabeza a ambos lados: nada podría salvarla.
Sin previo aviso, los ojos de la moribunda se abrieron, impregnados de terror.
– No digáis nada -le pidió Fidelma con delicadeza-. Estáis entre amigos.
Cred gimió y puso los ojos en blanco. Pese a costarle hablar, alcanzó a balbucear:
– Yo… yo sé… más…
Eadulf se volvió y pidió a uno de los monjes, que esperaba a su lado:
– ¡Traed agua! -le pidió.
El hombre salió disparado.
– Descansad -le decía Fidelma a Cred-. Nosotros os cuidaremos. No os mováis.
– Enemigos -dijo Cred entre jadeos-. Oí hablar al arquero de… de enemigos… El enemigo está en Cashel. El príncipe…
Su cabeza cayó a un lado, pero los ojos quedaron bien abiertos.
Eadulf hizo una genuflexión. Había presenciado muchas muertes, por lo que sabía de cierto que había llegado la hora de la posadera.
Fidelma se quedó quieta un momento con la frente arrugada.
El monje que había ido por agua volvió cuando Eadulf se levantaba para disponerse a reanimar al hermano Madagan. El administrador de la abadía fue recuperando la conciencia poco a poco.
Eadulf se dirigió al grupo de jóvenes monjes que ahora estaban de pie como ovejitas, a la espera de recibir órdenes.
– ¿El hermano Madagan tiene algún ayudante? -les preguntó-. ¿Hay algún ayudante de administración en la abadía?
Por toda respuesta obtuvo silencio y suelas restregándose en el suelo.
– Quizá fuera el hermano Mochta -se atrevió a decir un monje-. No sé quién le sustituiría a él.
– Bueno, mientras no lo averigüemos, yo me haré cargo -anunció Eadulf-. Quiero que uno de vosotros lleve al hermano Madagan a su habitación y lo atienda. Le han dado un fuerte golpe en la cabeza. Llamad al boticario. Quiero voluntarios para trasladar los cuerpos de Cred y del hermano Daig al depósito de cadáveres, y para limpiar la sangre de los adoquines.
– Yo me encargo, hermano sajón -se ofreció un monje-. Pero, ¿qué vamos a hacer con el guerrero?
Eadulf se volvió hacia el guerrero, que ya estaba bien amarrado, pero había vuelto en sí. En el suelo, de espaldas al muro, le habían atado las manos atrás y las piernas, delante. Estaba comprobando la consistencia de las cuerdas, pero cesó cuando Eadulf se aproximó.
– Desearás haberme matado, hermano -lo amenazó apretando los dientes.
– Vos desearéis que así lo hubiera hecho, ser sanguinario -le espetó Eadulf con gravedad-. Creo que vuestros amigos, esos asesinos de ahí fuera, no tendrían muy buen concepto de un hombre como vos, que se deja apresar por una mujer. Así es, una mujer de la Fe, y desarmada, os ha dejado inconsciente. Vaya un epitafio para un guerrero como vos. Aut viam inveniam aut faciam, ¿eh? Victoria o muerte es el lema de un guerrero, pero vos no habéis sido capaz de alcanzar ni lo uno ni lo otro.
El hombre movió la boca con la intención de escupir a Eadulf. Éste le sonrió abiertamente y se dirigió al hermano que había prestado su ayuda y que ahora esperaba nuevas órdenes.
– Dejad a nuestro valeroso guerrero donde ha caído, ¿hermano…?
– Hermano Tomar.
– Bien, hermano Tomar, dejadle ahí y emprended primero las demás tareas.
Eadulf fue hasta donde estaba Fidelma, que seguía de pie junto al cuerpo de Cred, mirándolo, pensativa.
– ¿Sabéis? Me parece que Cred no corría hacia nosotros buscando refugio -le dijo, alzando la vista para mirarlo a los ojos-. Creo que venía a verme -suspiró y añadió-: ¿Os ha dicho algo el guerrero?
– Nada. No se ha identificado.
– Bueno, ya habrá tiempo de sobra para interrogarle -observó, y se volvió de cara a la atalaya-. Veamos antes qué está pasando ahí fuera. Si estos guerreros tienen intención de asaltar la abadía, parece que están haciendo tiempo, lo cual me desconcierta, porque está a punto de amanecer.
Regresaron a la atalaya de la torre y miraron al pueblo, al otro lado de la plaza. Los edificios seguían ardiendo, pero el resplandor ya no era tan intenso. Sobre las casas se levantaban columnas de humo negro. Lo que enseguida atrajo la mirada de Fidelma fueron los restos del gran tejo. Habían cortado una parte entera del tronco, al que luego habían atado cuerdas para tirar de él hasta astillarlo. Luego habían prendido fuego al árbol cercenado.
Fidelma cerró los ojos, llena de angustia.
– En dieciséis siglos, desde que Eber Fionn plantara el tejo como símbolo de nuestra suerte, jamás había ocurrido nada semejante -lamentó Fidelma a media voz.
De repente frunció el ceño. A juzgar por la actividad que advirtió alrededor del pueblo, los guerreros se estaban reorganizando. En ese momento, también se daba cuenta de que la campana de la abadía seguía tocando a rebato. De hecho, no había dejado de sonar en ningún momento. Era curioso cómo se había acostumbrado tanto a un ruido incesante hasta el extremo de no percibirlo siquiera.
– Que cese el toque de campana -ordenó a Eadulf-. Si hasta ahora no lo ha oído nadie, ya nadie lo oirá ni vendrá en nuestra ayuda.
– Veré si encuentro al joven hermano Tomar para que lo pida.
Se disponía a bajar por las escaleras, cuando Fidelma lo detuvo.
– ¡Esperad! Veo movimiento en los bosques del sur. ¡Creo que los guerreros han decidido unir fuerzas para atacar la abadía!
Eadulf regresó a su lado y siguió sus indicaciones.
– No habrá modo de defendernos. Si pueden cortar un árbol de estas dimensiones y echarlo abajo con tal brevedad, sus hacheros podrán abrirse paso a través de las puertas del monasterio en cuestión de minutos.
A su pesar, Fidelma tenía que reconocer que Eadulf estaba en lo cierto.
– Quizá podamos negociar con ellos -dijo, aunque sin convicción.
Eadulf no dijo nada. Se limitó a explayar la vista sobre el pueblo en llamas y los restos del tejo. La luz grisácea de la aurora, que ya asomaba por las colinas, permitía distinguir abundantes cuerpos esparcidos.
El joven hermano Tomar apareció corriendo por la escalera.
– He hecho cuanto me habéis pedido, hermano sajón -comunicó a Eadulf-. El hermano Madagan ha vuelto en sí, pero se encuentra muy débil. El abad Ségdae también se ha recuperado y está procurando organizar a los hermanos para afrontar al enemigo con mayor disciplina -le explicó, y luego miró a Fidelma, avergonzado-. Nos hemos comportado mal en la puerta cuando ha entrado el guerrero, hermana. Os debo una disculpa por ello.
Fidelma fue indulgente.
– Sois hermanos de la Fe y no guerreros. No tenéis culpa de nada.
Seguía preocupada, con los ojos puestos en el sur, cuando detectó el movimiento de un grupo de jinetes.
El hermano Tomar dirigió la vista hacia donde ella miraba.
– ¿Se están concentrando para asaltar la abadía? -susurró, acongojado.
– Eso me temo.
– Más vale que ponga sobre aviso a los demás.
Fidelma hizo un gesto negativo, diciendo:
– ¿Para qué? No hay ningún modo de defender la abadía.
– Pero ha de haber alguna manera de evacuar a las hermanas de la orden cuando menos. Una vez oí al abad comentar algo acerca de un pasadizo secreto que da a las colinas.
– ¿Un pasadizo? Pues id enseguida a hablar con el abad Ségdae. Si podemos evacuar a algunos miembros de la abadía antes de que irrumpan esos bárbaros…
El hermano Tomar se marchó antes de que Fidelma pudiera terminar la frase. En aquel momento, Eadulf le tocó el brazo y señaló sin decir nada. Ella miró adónde le indicaba y vio que, en el extremo norte del pueblo en llamas, un grupo perteneciente a los atacantes se alejaba con rumbo contrario al de la columna de jinetes que se aproximaba.
– Algunos atacantes se marchan -observó con curiosidad-. Pero, ¿por qué?
Fidelma apartó la vista de la columna de atacantes que desaparecían para mirar otra vez al sur. El movimiento de caballos que había visto bajo la tenue luz del amanecer empezó a verse mejor al despuntar el sol sobre las colinas del este, inundando de luz los bosques. Vio aparecer a un conjunto de veinte o treinta hombres montados. En medio, pudo divisar un estandarte que ondeaba.
Era un ciervo real sobre un fondo azul.
– ¡Es el estandarte de los Eóghanacht! -exclamó con un grito contenido.
Los jinetes atravesaban al galope la llanura, hacia la abadía.
Fidelma se volvió hacia Eadulf con un gesto de alivio en el rostro.
– Imagino que serán hombres de Cnoc Áine -dijo con entusiasmo en la voz-. Habrán acudido al oír nuestro toque de rebato.
– Eso explica por qué los atacantes huyen en desbandada.
– Bajemos a informar a los demás.
Al pie de la torre encontraron al hermano Tomar y el abad Ségdae. Daba muestras de cansancio y tenía la tez pálida, con un chichón azulado en la frente, pero parecía haber recuperado el control. Una nota de trompeta resonó en el aire a medida que la columna de jinetes se aproximaba a la abadía. El abad Ségdae la reconoció. No hizo falta que Fidelma le explicara nada.
– Deo gratias! -gritó el abad-. ¡Estamos salvados! Deprisa, hermano Tomar, abrid las puertas. Los hombres de Cnoc Áine han llegado para salvarnos.
En cuanto se abrieron las puertas de la abadía, la columna de jinetes se detuvo ante ellos. A la cabeza iba un guerrero joven y bien parecido, moreno, ricamente vestido y bien pertrechado para la guerra. Tenía rasgos uniformes, el cabello rojo, rizado y muy corto, y los ojos oscuros. Llevaba una capa azul de lana, pinzada a un hombro con un broche de plata muy distintivo. Estaba labrado con la forma de un símbolo solar, con un granate semiprecioso en cada uno de los tres rayos.
Fijó la vista en Fidelma cuando ésta apareció por la puerta con los demás para recibirles. Sus rasgos se trocaron en una amplia sonrisa.
– Lamh laidir abú! -gritó con el puño en alto a modo de saludo.
Eadulf había pasado suficiente tiempo en Muman para reconocer el grito de guerra de los Eóghanacht. ¡Mano dura en la batalla!
– Bienvenido seáis, primo Finguine -respondió Fidelma, alzando a su vez el puño para saludarle.
El joven desmontó de un salto y abrazó a su prima. Luego se hizo atrás y miró, consternado, a su alrededor.
– Pero no he llegado a tiempo -dijo con desánimo-. Gracias a Dios por haberos amparado con Su manto protector.
– Los atacantes han huido a caballo dirigiéndose hacia el norte hace apenas unos minutos -informó Eadulf.
– Ciertamente los hemos visto -asintió el príncipe de Cnoc Áine, que lo miró, reparando en el acento sajón y la tonsura-. Mi tanist y la mitad de mis hombres han salido tras ellos. ¿Quiénes eran? ¿Uí Fidgente?
Fidelma debía reconocer que era natural suponerlo. De hecho, en aquella misma zona, en la propia capital de Finguine, Cnoc Áine, se había librado la batalla contra los Uí Fidgente hacía poco más de un año.
– Es difícil de creer, pero el príncipe de los Uí Fidgente se halla en Cashel, presumiblemente negociando la paz con mi hermano.
– Eso he oído -observó Finguine con un gesto serio que reflejaba la poca confianza que tenía en ello, pero enseguida se volvió hacia el abad Ségdae y le preguntó-: ¿Estáis malherido, padre abad?
Ségdae movió la cabeza para saludar al joven príncipe y contestó:
– No es más que una magulladura.
– ¿Han hecho daño a algún otro hermano? ¿Estáis todos bien?
– El mayor daño lo ha sufrido el pueblo -respondió el abad sin perder el gesto de angustia-. Han matado a un hermano y han magullado a otro como a mí. Pero en el pueblo habrán matado a mucha gente. Y, mirad…
Finguine miró adónde le señalaba, al igual que los demás.
– ¡El árbol sagrado de nuestra raza…! ¡Lo han destruido! -exclamó Finguine con una mezcla de horror y de ira en el tono-. Correrá mucha sangre para pagar este agravio a los Eóghanacht. Es una declaración de guerra.
– Pero, ¿una guerra entre quiénes? -preguntó Fidelma a su pesar-. Antes hay que identificar a los culpables.
– Uí Fidgente -soltó Finguine-. Son el único pueblo que se beneficiaría de esto.
– Pero solamente es una suposición -señaló Fidelma-. No debemos actuar sin antes asegurarnos.
– Bueno, hemos capturado a uno de los asaltantes -les recordó Eadulf-. Interroguémosle para saber de quién recibe órdenes.
La noticia pareció sorprender a Finguine, que preguntó en un tono impresionado:
– ¿Habéis capturado a uno, sajón?
– En realidad, Fidelma es quien lo ha capturado -aclaró Eadulf con desánimo.
Finguine miró a su prima esbozando una amplia sonrisa.
– Era de esperar que vos hubierais tomado parte en esto. Bien, ¿dónde está? Veamos qué podemos sacarle a ese bellaco.
Regresaron a pie al patio de la abadía, después de que Finguine hubiera ordenado a sus hombres dispersarse por el pueblo para ayudar a los heridos y apagar los incendios.
– Está ahí, atado -dijo Eadulf, que iba a la cabeza del grupo, hacia el lugar donde tenían prisionero al hosco guerrero.
Estaba donde lo habían dejado, con la espalda contra el muro, las manos atadas atrás y las piernas extendidas delante, ligadas a la altura de los tobillos. Tenía la cabeza sobre el pecho.
– Vamos, hombre -le gritó Eadulf acercándose a él-. Levantaos. Ha llegado el momento de responder ciertas preguntas.
Eadulf se inclinó y tocó al guerrero suavemente en el hombro. Sin decir nada, el guerrero cayó a un lado.
Finguine apoyó una rodilla en el suelo y le tomó el pulso en el cuello.
– ¡Por la corona de Corc de Cashel! Alguien ha vengado lo ocurrido en este hombre. Está muerto.
Con una exclamación de sorpresa, Fidelma se acercó a su primo.
Había sangre en el pecho del guerrero. Alguien le había clavado un puñal en el corazón.