CAPÍTULO XVI

– ¿Que el hermano Bardán es un embustero? -repitió Eadulf, levantando las cejas con asombro-. ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?

– El hermano Bardán ha identificado ese brazo definitiva e indiscutiblemente como el del hermano Mochta, ¿no es así?

– Sí. ¿Queréis decir que el boticario mintió; que no era de Mochta y que él lo sabía?

Fidelma estampó el pie contra el suelo y dijo:

– ¿Estáis seguro de que no os han engañado?

Eadulf movió la cabeza, sin entenderlo del todo.

– ¿Cómo podemos saber que no era el brazo del hermano Mochta?

– ¿Cuál de los dos era?

– El izquierdo. El antebrazo izquierdo… ¡oh!

Aquella iluminación le hizo detenerse. De acuerdo con la descripción del abad Ségdae, Mochta tenía un pájaro tatuado en el antebrazo izquierdo, el mismo que ostentaba el asesino de Cashel en el suyo. El hermano Bardán debía saber que en aquel brazo estaba el tatuaje.

– De modo que mintió deliberadamente -afirmó Fidelma.

– Pero, ¿por qué? ¿Y de quién era el brazo?

– Está claro que era el brazo del pobre carrero de Samradán… después de que los lobos se hubieran ensañado con él. Pero, ¿por qué iba a mentir? ¿Acaso para impedir que sigamos buscando al hermano Mochta? ¿Puede ser Mochta la misma persona que el asesino de Cashel? Ahora han surgido más preguntas todavía. Pero al menos, creo que ahora esto empieza a conducir a alguna parte. Vamos.

Se apresuró por el pasillo y se detuvo en el mismo lugar del que habían partido, la celda del hermano Mochta. Sin embargo, en esta ocasión no entró en la habitación, sino que, tras mirar alrededor para comprobar que nadie les viera, probó a abrir el picaporte de la puerta contigua, la puerta del hermano Bardán. Por supuesto, estaba abierta, y tiró de Eadulf para que entrara con ella.

– ¿Qué estamos buscando? -susurró el atónito sajón.

– No lo sé muy bien. Vos quedaos junto a la puerta y avisadme si viene alguien.

Era un cuarto con escaso mobiliario: una cama, una mesa y una silla, y ganchos donde colgar la ropa. Había dos hábitos de repuesto, un abrigo de lana para el invierno, un sombrero de cuero para la lluvia, dos pares de sandalias, uno de los cuales tenía remaches de clavos y estaba manchado de verde, lo cual indicaba que el boticario lo empleaba para recoger hierbas silvestres. Sobre la mesa había dos libros, ambos versaban sobre curas a base de hierbas. De hecho, al fijarse mejor, advirtió que uno de ellos se conservaba a punto de terminar de escribirse. La mayoría de las páginas estaban intactas e inmaculadas. Las primeras páginas estaban escritas con un interesante estilo.

De pronto se acordó de algo y, tras rebuscar en el marsupium, sacó uno de los papeles que había encontrado en la celda del hermano Mochta. Eran las notas sobre los «Anales de Imleach». La letra se correspondía con la del libro de curas. ¿Acaso el hermano Mochta había estado ayudando al hermano Bardán a escribir su tratado de medicina? De ser así, eso indicaría que los dos monjes tenían bastante relación, la suficiente como para que el hermano Bardán no se equivocara al identificar el brazo.

Por lo que parecía, no había nada más de interés en el cuarto.

Entonces el instinto la hizo agacharse a mirar debajo del catre de madera. Allí vio varios objetos oscuros. Extendió el brazo. Primero sacó una cuerda enrollada; luego, una linterna llena de aceite y con la mecha cortada; el tercer objeto era un sacullus de grandes proporciones. Dentro había varias piezas de comida y una amphora de vino.

Fidelma se quedó mirando el sacullus y el contenido de éste unos momentos antes de asentir con gravedad para sí, como si hubiera esperado hallar todo aquello.

Con cuidado, dejó los objetos donde los había encontrado antes de volver junto a Eadulf. Sin mediar palabra, salieron al corredor. Eadulf la siguió en silencio por el pasillo y por una puerta que daba al claustro que rodeaba el patio, al fondo del cual se hallaba la casa de huéspedes. En el otro lado estaba la capilla de la abadía y en el tercer lado había un acceso a una huerta no muy grande.

– Ahí es donde el hermano Bardán cultiva algunas de sus hierbas -anunció-. Echemos un vistazo.

Tras ella y sin pronunciar palabra, Eadulf cruzó el patio y pasó bajo las arcadas de la galería hasta la huerta.

– ¡Ah!

Fidelma fue derecha a una puertecilla de madera que había al fondo. Sin vacilar un instante, descorrió los cerrojos que había y la abrió.

– ¿Adónde conduce esta puerta? -preguntó Eadulf, rompiendo así el silencio, pues la curiosidad le pudo.

Sin decir nada, Fidelma se hizo a un lado.

Eadulf vio que tras la puerta no había más que un bonito campo, al fondo del cual se destacaba una hilera de tejos. La puerta daba al exterior de la abadía por la parte contraria al pueblo. Acto seguido, Fidelma cerró la puerta y echó los cerrojos. De pronto se inclinó hacia delante con un leve grito ahogado. Con un dedo tocó algo que había en el pilar de la puerta.

Eadulf lo miró con cuidado sobre el hombro de ella.

– Parece sangre seca -sugirió-. ¿Qué puede significar?

– Significa -respondió Fidelma, irguiéndose- que tendremos que pasar la noche en vela para vigilar las actividades de nuestro amigo, el hermano Bardán. Creo que empiezo a ver algunas pautas coincidentes.

– ¿Algo que podáis compartir conmigo? -preguntó Eadulf, molesto por la misteriosa actitud de su amiga.

– Ya habrá ocasión para ello -le respondió Fidelma-. Antes, quizá nos siente bien descansar antes de la cena, ya que puede esperarnos una larga noche.

Al salir del huerto, Fidelma miró a su alrededor como si buscara algo. Entonces señaló una pequeña hornacina.

– Ése es un buen lugar desde el que vigilar. Por la noche permaneceremos en la penumbra y además hay un asiento para poder observar el patio cómodamente.

– Pero, ¿qué vamos a vigilar?

– Al hermano Bardán, por supuesto.


* * *

La campana llamaba a la última misa del día. Eadulf se apresuraba por el pasillo para llegar a tiempo a la capilla. Fidelma había decidido iniciar la guardia voluntaria, insistiendo en que Eadulf se uniera a la comunidad para que su ausencia no llamara la atención. Si alguien le preguntaba dónde estaba, debía decir que se encontraba agotada y que por ello se había recogido temprano. Lo cierto es que a Eadulf le complació poder asistir a la misa, porque empezaba a sentirse culpable por faltar a tantas observancias desde su llegada a la abadía.

Se unió a la fila de hermanos que entraba por la sillería de la capilla. Encontró un buen lugar en un banco frente al altar mayor; se puso de rodillas con las manos extendidas ante sí para iniciar su oración. Abrió la boca, pero las palabras no le salieron. Tragó saliva.

Acababa de advertir al hermano Bardán en una hornacina algo apartada, en el lado de la capilla. El monje parecía estar hablando de algo serio, moviendo una mano como si de este modo diera énfasis a sus palabras. Se movió un poco hacia un lado, dejando ver a la persona con quien tan animadamente conversaba. Eadulf había tragado saliva al reconocer al interlocutor.

Era el primo de Fidelma, Finguine, el príncipe de Cnoc Áine. No había nada de sospechoso en que Bardán conversara con el príncipe de Cnoc Áine; lo extraño era el modo en que lo hacía. Ambos sonreían, como si fueran cómplices de una broma.

El hermano Bardán debió de advertir que la misa iba a comenzar, ya que le dijo algo a Finguine y se apresuró por la nave lateral de la capilla con las manos delante, plegadas, y la cabeza gacha, contra el pecho, en actitud reconcentrada y meditativa.

Finguine vaciló un momento, miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie lo observaba, y salió de la capilla por una puerta lateral.

El abad Ségdae empezó la misa.

Poco le faltó a Eadulf para soltar un reniego. Al instante hizo una genuflexión como penitencia. Si hubiera visto al hermano Bardán y a Finguine antes de sentarse… Ahora no podía abandonar la capilla antes de concluir el oficio. Habría dado cualquier cosa por saber de qué habían estado hablando.

Los rituales de la ceremonia discurrieron con una lentitud interminable. Finalmente, en cuanto pudo salir de la capilla, acudió de inmediato al patio del claustro, donde Fidelma aguardaba sentada en la penumbra de la hornacina. Echando una rápida mirada a los lados para comprobar que no había nadie por allí, se agachó para entrar en el nicho. No tardó nada en contarle lo que había visto.

Ella lo escuchó con sosiego.

– Es la segunda vez que hemos visto al hermano Bardán y a Finguine conversando. Primero en casa de Nion, y ahora aquí. Eso y el embuste del hermano Bardán sobre Mochta dan que pensar.

– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Eadulf.

Fidelma miró hacia arriba y le sonrió en la oscuridad.

– Seguiremos con nuestro plan. Nos quedaremos aquí para ver si mi sospecha es justificada. Creo que el hermano Bardán hará una visita al huerto antes de que acabe la noche.


* * *

– Es ridículo -se lamentó Eadulf, si bien no por primera vez-. El hermano ya no vendrá. Es demasiado tarde.

Todavía estaban sentados en la hornacina del patio. Refrescaba y ya hacía rato que Eadulf había desistido de contar las horas que la campana había dado: la medianoche y el silencio reinaban en la abadía. Habrían pasado horas. No faltaría mucho para que la campana tocara a laudes. Pronto nacería un nuevo día.

– Callad. Debéis tener paciencia -le exhortó Fidelma.

– Es que estoy cansado, tengo frío, quiero irme a la cama, quiero dormir y…

Fidelma le hizo callar de golpe al darle un codazo en las costillas.

Alguien se acercaba. Vieron una sombra pasar por el claustro antes de cruzar el patio a la luz de la luna. Portaba una lámpara, pero apagada. Fidelma vio, para su complacencia, el gran sacullus y la cuerda colgados a la espalda de la figura. Ésta tenía la cabeza avanzada, como si tuviera que fijarse en el suelo para ver los posibles obstáculos en la negrura.

Como ya esperaban, la figura se dirigió hacia la arcada que separaba la parte del claustro del huerto y pasó por debajo. Fidelma se levantó sin perder tiempo, casi arrastrando a Eadulf con ella. Con sigilo, cruzaron los pasillos del claustro hacia la entrada del huerto. Llegaron justo en el momento en que la figura se detenía ante la puerta que daba al exterior de la abadía. Pudieron oír cómo descorría los cerrojos con discreción, y luego el leve chirrido de las bisagras al abrirse y cerrarse la puerta.

Fidelma susurró enseguida:

– ¡Deprisa! No debemos perderle de vista.

Eadulf la siguió, musitando una queja ronca. No estaba preparado para aventurarse por los inseguros aledaños de la abadía y tampoco llevaba el bordón, del que se había encariñado desde el encuentro con el lobo. Sin embargo, no se le había ocurrido llevarlo para aquella vigilia nocturna.

– ¿Estáis segura de que es el hermano Bardán? ¿Hemos de seguirle más allá de la abadía? ¿Y los lobos?

Fidelma no se molestó en responderle, y se lanzó de inmediato a cruzar el huerto con una rapidez que asombró a Eadulf, pues se vio obligado a aligerar el paso para poder alcanzarla. Dado que la puerta tenía todos los cerrojos descorridos, no les costó nada pasar al campo que había al otro lado.

La luna todavía estaba en lo alto, redonda y casi llena, por lo que fuera de la penumbra de la abadía no era noche cerrada, sino que había algo de luz. El cielo aparecía sereno y el azul oscuro de la bóveda celeste era un manto de luces titilantes. Tras las cumbres de las montañas del este, la claridad anunciaba la aurora. Fidelma tiró de Eadulf bajo la penumbra del muro de la abadía y señaló con el dedo.

Ahora se veía con toda claridad la figura del hermano Bardán, que avanzaba campo traviesa a cierta distancia de allí. Mantenía la cabeza adelantada e iba a paso rápido. En vano Fidelma buscó algún lugar donde esconderse. El hermano Bardán se alejaba por un campo cubierto de brezo, sin árboles ni edificio alguno.

Con un suspiro, Fidelma hizo una seña indicando a Eadulf que la siguiera, y echó a andar, presurosa, tras la figura, a la que estaban perdiendo de vista. Si el hermano Bardán se hubiera dado la vuelta seguramente los habría visto, y no tenían ninguna buena razón que justificara su persecución en pos del boticario.

Pasado un rato vieron con claridad que el hermano Bardán se dirigía hacia la oscura silueta de un edificio que quedaba en una esquina de un enorme campo, al otro lado de la hilera de tejos. Parecía una pequeña capilla de piedra. En medio de la oscuridad, se apreciaba que podía medir unos cinco metros de alto y seis de largo; más que una capilla, era un minúsculo oratorio. Daba la impresión de que estaba hecha de piedra, y las paredes parecían confluir en el tejado.

El hermano Bardán desapareció en el interior del edificio.

Fidelma se detuvo en seco y miró en derredor aprovechando la luz de la luna.

– Si sale, nos verá enseguida -observó Eadulf, afirmando algo evidente.

Fidelma señaló una arboleda que había no muy lejos.

– Sólo podemos escondernos allí. Esperaremos tras los árboles hasta que salga.

– ¿Creéis que el hermano Bardán ha venido a encontrarse con alguien? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ocultado.

– La especulación sin conocimiento es arriesgada -respondió Fidelma recurriendo a un axioma favorito que le encantaba repetir.

– Vos sospecháis que no está tramando nada bueno.

– Yo no lo juzgo.

– Pero alguna idea tendréis de sus intenciones, ¿no? -se quejó Eadulf.

– Publio Silo escribió que un juicio precipitado es el primer paso para verse obligado a retractarlo. Esperaremos a ver qué sucede.

Eadulf bufó, apoyándose contra el tronco de un árbol. El suelo estaba cada vez más húmedo por la proximidad del alba, así que buscó madera seca para sentarse. Fidelma encontró un tocón, donde se sentó y desde el cual veía bien el acceso al edificio.

Eadulf se reclinó y exhaló un suspiro. Cerró los ojos. Un momento después -o eso le pareció los abrió y, sorprendido, vio la claridad plomiza del amanecer. La boca pastosa le reveló que se había quedado dormido. Bostezó parpadeando varias veces seguidas. Se notaba agarrotado e incómodo. Miró a Fidelma.

Seguía sentada en el tocón, ligeramente inclinada con los brazos cruzados sobre las rodillas. Miró a Eadulf mientras se despertaba.

– ¿Cuánto rato…? -dijo con la voz grave y la boca seca.

– ¿Cuánto rato has estado durmiendo? Lo bastante para que amaneciera -dijo sin ningún tono de reproche.

– ¿Qué ha ocurrido?

Fidelma descruzó los brazos y se estiró sin levantarse.

– Nada. El hermano Bardán no ha vuelto a salir del edificio.

Eadulf miró hacia el edificio, que ahora se distinguía bajo la luz grisácea.

Formaba una repisa de piedra gris, y era grande y rectangular. Las paredes, de mampostería sin mortero, estaban construidas en pendiente y hacia fuera para desviar la lluvia. Las dimensiones que habían imaginado bajo la luz de la luna eran las correctas.

– Es una pequeña capilla -dijo Eadulf.

– Sí que lo es -coincidió Fidelma-. Un oratorio donde recogerse para rezar.

– ¿Y el hermano Bardán no ha salido? -se preguntó Eadulf-. ¿Qué habrá estado haciendo tanto tiempo ahí dentro?

– Tal como habéis sugerido, puede que se haya encontrado con alguien. Tened paciencia.

Eadulf contuvo un resoplido. Tenía una sed inusual y su estómago empezaba a quejarse.

– Desearía haber traído algo para beber o que llevarme a la boca.

– Paciencia -repitió Fidelma, sin inmutarse lo más mínimo.

Eadulf sentía frustración.

– ¡Paciencia! -se quejó-. Puede ser una excusa para la flaqueza en los propósitos disfrazada de virtud.

Fidelma no reaccionó contra su irritación, sino que se mantuvo en silencio.

Pasaba el tiempo. El sol no tardó en aparecer por el este en el horizonte; los primeros rayos sobre las llanuras tras las montañas fueron pálidos y tenues. El hermano Bardán seguía sin aparecer. La campana de la abadía anunciaba ya el primer oficio del día.

De pronto, Fidelma se puso en pie con evidente decisión.

¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf, sin saber qué tenía en mente.

– Dado que el hermano Bardán no ha aparecido, entraremos para ver qué trama. Diría que al final nos ha visto seguirle. Por ese motivo sigue ahí dentro.

Sin más dilación, Fidelma se dirigió al edificio a través del brezal, con Eadulf a un lado.

En la entrada de la capilla sólo cabía una persona a la vez, y tenía que agacharse. Como el edificio carecía de ventanas, el interior estaba totalmente a oscuras. Fidelma entró primero y esperó un par de minutos para acostumbrar la vista al cambio de luz. La luz grisácea del amanecer penetró a través de la entrada de la capilla. Eadulf venía detrás.

De pie, justo delante de la puerta, contemplaron el lugar sin dar crédito.

El oratorio estaba vacío.


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