Invocando una oración, Eadulf acicateó a su alazán río adentro, pero el nerviosismo hizo que el caballo reaccionara demasiado aprisa. Las patas traseras resbalaron en el fango, y Eadulf creyó que el animal iba a tirarlo. Se agarró con desesperación, y el potro, bufando y resollando, consiguió recuperarse y encontró un apoyo firme en el bajo rocoso. Eadulf aflojó las riendas y se limitó a esperar sentado con los ojos cerrados, tratando de imaginarse a salvo en la otra orilla del río.
De vez en cuando, la montura daba sacudidas, como si al caballo le costara mantener el equilibrio. Entonces notó el agua gélida en los pies y luego en las piernas, a la altura de las rodillas. De pronto, una corriente de agua turbulenta le pasó por la cintura, lo cual le cortó la respiración por la impresión y le obligó a aferrarse a la perilla de la montura. El caballo volvió a quedar sobre el nivel del agua, y Eadulf se atrevió a abrir los ojos, para ver que aún se encontraba a unos metros de la orilla contraria. Fidelma ya había llegado y lo aguardaba, reclinada sobre la montura.
Con un último empuje, el animal subió como pudo por la orilla y se detuvo junto a ella.
Eadulf se comportó como un buen jinete y dio unas palmadas de agradecimiento en el lomo al animal.
– Deo gratias -entonó, aliviado.
– Más vale que nos alejemos lo antes posible de aquí -sugirió Fidelma-. Cuanto antes lleguemos a Imleach, mejor.
– ¿Y si esperamos un momento hasta secarnos? Estoy empapado de cintura para abajo -protestó Eadulf.
– No os molestéis en secaros, pues quizá tengamos que volver a entrar en el agua. Nos queda un arroyo que franquear, el Fidhaghta. Y si los Uí Fidgente han apostado a más guerreros en el Pozo de Ara, que es el primer vado, puede que volvamos a tener problemas.
Eadulf soltó un quejido.
– ¿A cuánto está el Pozo de Ara?
– A unos once kilómetros. No tardaremos en llegar.
Se dio la vuelta y se adentró rumbo al oeste, a través del bosque que rodeaba el lugar. Sin volverse para comprobar si Eadulf la seguía, gritó:
– Aquí el sendero se ensancha y podemos cabalgar a medio galope un rato.
Apretó los talones contra las ijadas, y la vigorosa yegua reaccionó. Tan impetuoso fue el arranque, que Fidelma se vio obligada a tirar de las riendas para que el caballo se mantuviera a medio galope.
Eadulf la seguía de cerca, brincando sobre la silla, sintiéndose miserable e incómodo como nunca en su vida por la ropa mojada.
Parecía haber pasado una eternidad antes de llegar a una cuesta desde donde la senda descendía hasta otro río de caudal considerable que se curvaba casi en ángulo recto en una parte donde había un grupo de edificios a lo largo de la orilla. Al parecer, el río iba de oeste a este y describía un giro brusco hacia el sur.
– Ahí está el Pozo de Ara -dijo Fidelma sonriendo con satisfacción-. Cruzaremos por allí y estaremos a unos kilómetros más de Imleach. Podemos seguir un rato por la orilla norte del río. No veo guerreros de Gionga por ningún lado.
Eadulf respiró hondo debido a su turbación y preguntó:
– Ahí se ven edificios y humo. ¿Por qué no paramos a descansar y secarnos?
Fidelma miró al cielo.
– No nos quedará mucho tiempo. Debemos llegar a Imleach antes de que anochezca. No obstante, si no aparecen guerreros de los Uí Fidgente al acecho, en el cruce hay una posada donde podéis cambiaros la ropa o secaros.
Sin decir más, se dirigió colina abajo hacia el grupo de edificios que se extendían a ambas riberas. El agua presentaba bajíos, pero ni tan peligrosos ni turbulentos como al vadear el Suir.
Dos muchachos que había sentados en la orilla lanzaron un sedal al agua. Fidelma se acercó justo cuando uno de ellos sacaba del agua, triunfante, una trucha parda y salvaje que dejó en el suelo.
– Una buena pieza -le gritó Fidelma en reconocimiento, deteniendo al caballo.
El chico, de no más de once años, sonrió con indiferencia.
– Las he pescado mucho mejores, hermana -le respondió con solemnidad, por deferencia al hábito.
– No lo dudo -respondió ella-. Decidme, ¿vivís aquí?
– Claro, ¿dónde si no? -contestó el niño en un tono desenfadado.
– ¿Hay forasteros en vuestro pueblo?
– Anoche. El príncipe de los Uí Fidgente, o eso dice mi padre. Estuvo aquí con sus hombres. Pero han partido esta mañana, cuando el gran rey de Cashel vino a buscarlos.
– ¿Y ya no quedan forasteros en el pueblo?
– No. Todos se han ido a Cashel.
– Bien. Os estamos agradecidos.
Fidelma hizo girar a la yegua, y avanzó hacia el río, indicando a Eadulf que siguiera adelante.
Al pasar a la otra orilla, las aguas del Ara apenas llegaron a los espolones. Enseguida encontraron la posada, ya que estaba junto al vado, con el cartel oscilante en la entrada.
Complacido, Eadulf bajó de la silla de montar y ató el caballo a un poste que quedaba a mano. Sacó las alforjas, donde tenía una muda de ropa seca, esperando tener suficiente tiempo para cambiarse y entrar en calor.
Entretanto, la puerta de la posada se abrió, y apareció un anciano.
– Saludos, viajeros, les doy la más…
La interrupción se debió al fijarse en Fidelma. Con una sonrisa repentina, corrió a ayudarla a bajar del caballo.
– Qué agradable veros, señora. Esta misma mañana ha estado aquí vuestro hermano para…
– Para encontrarse con Donennach de los Uí Fidgente -añadió ella, sonriendo al reconocer al hombre-. Ya lo sé, querido Aona. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que os vi.
Una sonrisa iluminó su rostro al ver que Fidelma recordó su nombre.
– No os había visto desde que celebrasteis la llegada de vuestra edad de elegir. De eso hará doce años o más.
– Hace mucho tiempo, Aona.
– Desde luego, y aun así recordáis mi nombre.
– Siempre habéis sido un leal vasallo de mi familia. Mal vástago de los Eóghanacht sería el que no recordara el nombre de Aona, el que fuera capitán de la guardia de Cashel. Supe que os habíais retirado para llevar una posada de camino. Lo que no sabía es que fuera ésta.
– Os ofrezco… -dijo, y de pronto lanzó una mirada a Eadulf, reparando en el atuendo y la tonsura católica-. Os ofrezco, tanto a vos como a vuestro acompañante sajón, toda mi hospitalidad…
– Necesito secarme y cambiarme -murmuró Eadulf, casi en un tono de queja.
– ¿Habéis caído del caballo al río? -preguntó Aona.
– No, no me he caído -saltó Eadulf, sin molestarse en dar más explicaciones.
– Hay fuego en el hogar; la chimenea está encendida -les indicó Aona-. Pasad; pasad los dos.
Abrió la puerta y se hizo a un lado para invitarles a entrar.
– Es una lástima, pero no podemos quedarnos mucho tiempo. Debo llegar a Imleach antes de que caiga la noche -se lamentó Fidelma, siguiendo a Eadulf adentro.
El sajón fue derecho al crepitante fuego, cuyas llamas devoraban un montón de troncos encendidos.
– Pero os quedaréis a comer algo, ¿no?
Eadulf iba a contestar que sí, cuando Fidelma respondió con una negativa, moviendo firmemente la cabeza.
– No tenemos tiempo. Nos quedaremos lo justo para beber algo que nos haga entrar en calor y para que el hermano Eadulf se cambie las prendas mojadas. Luego partiremos.
Aona reflejó su desencanto en el gesto.
Fidelma puso una mano sobre el brazo del anciano.
– Esperemos que nuestro cometido nos permita regresar pronto y así hacer justicia a vuestra hospitalidad. Se trata de un asunto urgente, de suma importancia para la seguridad del reino. No es un simple capricho.
Aona había servido en la escolta de los reyes de Cashel durante buena parte de su juventud, por lo que al oír aquello se puso erecto.
– Si el reino está en peligro, señora, decidme de qué modo puedo servir.
Fidelma se volvió hacia Eadulf, que estaba de pie junto al fuego, incómodo, porque de sus ropas salía vapor.
– ¿Tenéis alguna sala donde el hermano Eadulf pueda cambiarse?
Aona señaló una puerta lateral, al otro lado de la sala principal de la posada.
– Ahí dentro, hermano. Sacad luego vuestra ropa mojada y la secaremos al fuego.
– El tiempo es oro -añadió Fidelma, como si de este modo excusara el tono perentorio.
Cuando Eadulf desapareció con la alforja y Aona llenó dos jarras de corma, Fidelma tomó asiento en una silla sosteniendo frente al fuego el bajo de la falda.
– ¿Cómo se comportaron los Uí Fidgente mientras esperaban a mi hermano? -preguntó al posadero.
Aona puso cara de extrañeza, repitiendo:
– ¿Cómo se comportaron?
– Sí. ¿Se mostraron cordiales o agresivos y descorteses?
– Creo que se comportaron bastante bien. ¿Por qué lo preguntáis?
– ¿No les oísteis hablar de descontento? ¿No os causaron la impresión de que estuvieran tramando algo?
Ofreciendo una jarra de la fuerte cerveza a Fidelma, el anciano posadero respondió negando con la cabeza.
Fidelma tomó un sorbo con distracción y luego preguntó:
– ¿Y todos los miembros del cortejo le acompañaron a Cashel? ¿No se encontraron con nadie más aquí?
– No que yo viera. ¿Qué sucede?
– En cuanto mi hermano y Donennach llegaron a Cashel intentaron asesinarlos.
De pronto, el anciano dio un respingo. Parecía alarmado.
– ¿Y el rey… fue malherido?
– Heridas superficiales -lo tranquilizó Fidelma-. Son graves, pero no tardarán en curarse. Sin embargo, hay guerreros de los Uí Fidgente que acusan a Cashel de engaño y, a pesar de haber sido herido, le acusan de estar detrás de este ataque.
Eadulf volvió a salir, vestido con ropa seca y con la mojada colgada del brazo.
El posadero se apresuró a tomarla y colgarla en una barra frente al fuego.
– Se secará enseguida -le dijo.
Le dio una segunda jarra de cerveza y volvió a dirigirse a Fidelma.
– Los Uí Fidgente deben de estar locos para hacer semejante acusación… a menos que sea parte de su plan.
Eadulf vació la jarra de un solo trago y se echó a toser por los efectos del fortísimo alcohol.
Aona lo reprendió con una sonrisa, diciéndole:
– La corma que yo sirvo no debe tomarse como si de agua se tratara, sajón. Quizá queráis agua para paliar los efectos.
Eadulf asintió con la cabeza, soltando un ligero grito ahogado.
Aona vertió agua de una vasija en la jarra; Eadulf la engulló, y luego abrió la boca para tomar aire.
Sin prestar atención a su compañero, Fidelma se quedó sentada contemplando el fuego, sumida en sus pensamientos. Entonces alzó la vista y volvió a preguntar al anciano:
– ¿Estáis seguro, Aona, de que no visteis nada inusual, nada extraño?
– Nada en absoluto, señora. Tenéis mi palabra -le aseguró el otrora guerrero-. Donennach y su séquito llegaron aquí anoche. El príncipe de los Uí Fidgente y sus consejeros personales durmieron en la posada. Sus guerreros acamparon en los prados, junto a la ribera. Todos se comportaron bien. Luego llegó vuestro hermano, y partieron todos juntos con destino a Cashel. Es cuanto sé.
– ¿Nadie les siguió? ¿Tal vez un hombre alto, un arquero, y otro bajito y rechoncho?
Aona movió con énfasis la cabeza.
– No vi a tales hombres, señora.
– Muy bien, Aona. Pero manteneos alerta durante los próximos días. No confío en los Uí Fidgente.
– ¿Y si veo algo?
– ¿Conocéis a Capa?
Aona se rió de buena gana.
– Yo enseñé a ese joven todo cuanto sabe. Era de lo más torpe cuando entró a formar parte de la escolta del rey de Cashel. Sabía menos de guerra que…
Fidelma interrumpió sus recuerdos con delicadeza diciendo:
– Ahora vuestro aprendiz es el capitán de la escolta real, como vos lo fuisteis antaño, Aona. Si tenéis noticia de algún movimiento por parte de los Uí Fidgente, enviad un mensaje a Cashel dirigido a Capa. ¿De acuerdo?
Aona asintió con énfasis.
– Así será, señora. ¿Qué más puedo ofreceros?
Eadulf tosió discretamente.
– Acaso un poco más de esa cerveza vuestra a la que llamáis corma. Esta vez le concederé el debido respeto.
Aona fue a buscar un tonel de madera para echar más bebida a la jarra de Eadulf. Al volver, fruncía el ceño como si algo le hubiera venido a la mente.
– ¿Ocurre algo, Aona? -preguntó Fidelma en cuanto advirtió su expresión.
El anciano posadero se rascó la punta de la nariz.
– Trataba de recordar algo. Me habéis preguntado acerca de un hombre alto… ¿eran un arquero y otro hombre más bajo que le acompañaba?
Fidelma se inclinó hacia delante mostrando interés.
– ¿Los visteis? Difícil habría sido pasarlos por alto si iban juntos. Formaban una pareja extraña.
– Sí que los vi, sí -confirmó el posadero.
Fidelma preguntó con un gesto triunfal:
– ¿Los visteis? Pero cuando os he preguntado antes, me habéis dicho que estabais seguro de que no habían estado aquí.
Aona movió la cabeza y explicó:
– Porque me habéis preguntado si los había visto con los Uí Fidgente en las últimas veinticuatro horas. Y hace una semana que vi a una pareja como la que describís.
– ¿Hace una semana? -intervino Eadulf, decepcionado-. En tal caso puede que no sean los villanos que buscamos.
– ¿Podéis describirlos? -instó Fidelma.
Aona se acarició el mentón con la mano izquierda, como si aquello le ayudara a pensar.
– Puedo deciros que el hombre más bajo y rechoncho era como él -dijo señalando a Eadulf con el pulgar.
Eadulf abrió la boca, y un gesto de indignación impregnó su rostro.
– ¿Qué estáis insinuando? -exigió-. ¿Que soy gordo y bajo? Será…
Fidelma alzó una mano impaciente para acallarle y pidió al posadero con amabilidad:
– Explicaos, Aona. Dado que mi compañero no es gordo ni bajo, habéis suscitado una pregunta. ¿En qué sentido se parecía ese hombre a Eadulf?
Aona hizo una mueca.
– No me refería a que se pareciera al sajón en estatura o constitución. No, me refería a que era un religioso y que llevaba el cabello cortado de un modo similar al suyo, que en nada se parece a la tonsura de nuestros monjes irlandeses. Eso me llamó la atención.
Fidelma entornó los ojos.
– ¿Queréis decir que llevaba una tonsura en la coronilla, como la que lleva mi compañero?
– ¿Acaso no es lo que he dicho? -se quejó el posadero-. Si me fijé tanto y me pareció tan curioso fue porque no estaba recién rasurado, sino más bien parecía que se estaba dejando crecer el pelo para cubrir la tonsura.
– ¿Qué más podéis decir de su aspecto?
– Que era bajo y de contorno grande y, aparte, que tenía el pelo canoso y rizado. Era de mediana edad y, aunque no vestía el hábito de un religioso, sin duda actuaba como tal.
Eadulf miró a Fidelma.
– Coincide con la descripción del asesino -dijo, y se volvió hacia el posadero-. ¿Y el otro?
Aona se quedó pensando un momento.
– Creo que el otro era rubio. El cabello le caía por la espalda. Aunque no estoy seguro, porque llevaba un gorro e iba vestido con un jubón de cuero. Llevaba un arco y un carcaj, y por eso pensé que debía de ser arquero profesional.
Fidelma dio un suspiro de satisfacción.
– Creo que la descripción se corresponde de sobra. ¿Y decís que estuvieron en esta misma posada hace una semana?
– Que yo recuerde, sí. Otra cosa por la que me acuerdo de ellos con tanta claridad es la diferencia de sus constituciones físicas, como habéis comentado.
– ¿No recordaréis de dónde venían o adónde se dirigían?
– Yo no -contestó el posadero.
Eadulf puso cara larga y se lamentó.
– Eso significa que no sabemos más de los que ya sabíamos.
Fidelma apretó los labios con un gesto de desaprobación.
De repente se abrió la puerta y entró el muchacho que pescaba en el río y con el que había hablado Fidelma.
Aona señaló al niño.
– Puede que mi nieto, Adag, os pueda ayudar. Él les sirvió, mientras yo atendía a sus caballos.
Antes de que Fidelma pudiera preguntar nada, Aona se volvió hacia el nieto y le preguntó:
– Adag, ¿recuerdas que te burlaste de dos tipos que estuvieron en la posada hace una semana?
El niño dejó el sedal y el cesto sobre la mesa y miró, nervioso, a Eadulf y Fidelma. No dijo nada.
– No pasa nada, Adag, no has hecho nada malo. Seguro que te acuerdas, porque te reías de que uno era alto y delgado y el otro bajo y gordo y formaban una pareja graciosa.
El niño bajó la cabeza casi de mala gana.
– ¿Podéis decirnos algo de ellos, Adag? -insistió Fidelma-. Es decir, aparte de su aspecto.
– Sólo que uno era gordo y el otro arquero.
– Sí, ya lo sabemos. Pero, ¿sabríais decirnos algo más?
El muchacho se encogió de hombros con indiferencia.
– No, nada más. Yo les serví, mientras mi abuelo atendía sus caballos.
– Así que vinieron a caballo -señaló Eadulf en tono triunfal, y luego se dirigió a Fidelma-: Es raro que un monje viaje a caballo.
El niño lo miró con curiosidad.
– ¿Por qué, si vos y la hermana también viajáis a caballo?
– Es porque… -Eadulf se disponía a explicárselo, cuando el abuelo de Adag le interrumpió.
– Muchacho, debes saber que hay religiosos que no están obligados a acatar la regla general de no montar a caballo si pertenecen a cierto rango. Más tarde te lo explicaré mejor. Ahora, responde a las preguntas de la señora.
Adag se encogió de hombros.
– Recuerdo que el gordo le entregó una bolsa de piel al arquero mientras bebían juntos. Sólo eso.
– ¿Nada más?
– No, salvo que el gordo no era extranjero.
– ¿Extranjero?
– No, era de Éireann, pero creo que no era del sur. Lo supe por su acento. El arquero era de las regiones del sur, seguro. Pero el monje no.
– ¿Oísteis de qué hablaban?
El niño negó moviendo la cabeza.
– ¿Sabéis si alguien vio por qué dirección vinieron?
– No, pero el gordo llegó primero -intervino Aona.
– Vaya. ¿Así que no llegaron juntos?
– No -contestó Aona-. Ahora que recuerdo, el gordo llegó antes, y el caballo necesitaba atención. En la posada sólo estábamos mi nieto y yo, de modo que salí a ocuparme del caballo, mientras Adag servía algo de comer al monje. Fue entonces cuando llegó el arquero. No vi desde dónde, porque estaba en la cuadra.
– ¿Y advertisteis alguna peculiaridad en los caballos? -insistió Fidelma.
Aona asintió y se le iluminaron los ojos.
– La montura del arquero tenía cicatrices. Era un caballo para la guerra. De color castaño. Algo mayor ya. Le vi unas cuantas heridas cicatrizadas. La silla era propia del corcel de un guerrero. Portaba otro carcaj atado a la silla. Aparte de esto, llevaba encima todas sus armas. Recuerdo que el caballo del gordo estaba en forma y que el arnés y la silla eran de buena calidad, de la calidad que suelen tener las sillas de un mercader. Pero sólo me acuerdo de eso.
Fidelma se levantó. Extrajo una moneda del marsupium y se la dio a Aona.
– Creo que vuestra ropa ya está seca, Eadulf -le dijo con firmeza.
Aona le dio las gracias a Fidelma mientras Eadulf descolgaba la ropa de la barra y la introducía doblada en la alforja.
– ¿Debo entonces buscar a esos dos desconocidos, señora? -preguntó Aona-. ¿Debo acudir a Capa y hablarle de ellos?
Fidelma le dijo con una sonrisa irónica:
– Si vierais a esos dos desconocidos, Aona, antes habríais de acudir a un sacerdote que a Capa. Los mataron esta mañana después de intentar dar muerte a mi hermano y al príncipe Donennach.
Levantó una mano en señal de despedida y se dirigió hacia la puerta, seguida de Eadulf. Cuando Fidelma montó en la yegua, vio a Aona y a su nieto Adag de pie junto a la puerta, mirándolos.
– ¡Estad alerta! -gritó, haciendo girar al caballo en el jardín de la posada para adentrarse en el camino hacia Imleach.
Cabalgaron en silencio a lo largo de un buen trecho. El camino se prolongaba por la orilla norte del Ara, y empezaba a percibirse la falta de luz. Al sur, la larga y boscosa serranía de Slievenamuck se alzaba contra la luz del cielo meridional, mientras que delante, sobre el horizonte occidental, pendía la última gota del sol de poniente. El camino era llano y bastante recto, y atravesaba un terreno elevado a medida que se alejaba del terreno más deprimido que rodeaba el Pozo de Ara. Hacia el norte, a unos kilómetros de allí, se elevaba otra cordillera. Cuando Eadulf preguntó a Fidelma cómo se llamaba, ésta le contestó que eran las montañas de Slieve Felim, una región áspera e inhóspita tras la cual yacía la tierra de los Uí Fidgente.
Recorrieron en silencio la mayor parte del trayecto porque Eadulf advirtió que Fidelma arrugaba la frente, inmersa en cavilaciones, y, en tal circunstancia, él sabía que no convenía interrumpirla. Era evidente que le estaba dando vueltas a la información que les habían dado en la posada.
Llevaban casi trece kilómetros, cuando Fidelma levantó la vista de repente y vio dónde estaban.
– Ah, ya queda poco. Casi hemos llegado ya -anunció con satisfacción.
Al cabo, el sendero del bosque desembocó en una zona abierta y montañosa. Eadulf no necesitó más información para reconocer el grandioso edificio amurallado de piedra de la abadía de San Ailbe. Se imponía sobre el pequeño municipio que se tendía ante él, aunque una buena distancia separaba los muros de la abadía del límite de los edificios principales del pueblo. Eadulf se fijó en que tanto la abadía como la aldea estaban rodeados de pastos acotados por florestas de tejos, aunque los había de la variedad irlandesa, con agujas combadas, que destacaban entre los que él estaba acostumbrado a ver en su país. Eran árboles grandes de copas redondas y, curiosamente, muchos parecían crecer de varios troncos, pues eran retorcidos y añosos.
– Estamos en Imleach Iubhair -explicó Fidelma- «La zona fronteriza de los tejos», donde gobierna mi primo, Finguine de Cnoc Áine.
El pueblo estaba en calma. Era mucho más pequeño que Cashel, por lo que era un halago que fuera considerado como tal. Fidelma sabía que la abadía y su iglesia habían contribuido a desarrollar allí un próspero mercado. El lugar parecía desierto, lo cual le hizo pensar en la hora de la cena. Ya habían cantado vísperas.
Todo indicaba que la plaza del mercado era el espacio abierto que había frente a las puertas de la abadía. El otro lado de la plaza estaba formado por el grupo de casas que conformaban el pueblo. Sólo dos edificios descollaban un poco a los lados más próximos de la plaza, de manera que tampoco era del todo acertado considerarlo una plaza. Superaba un poco el tamaño para serlo. En el centro se erguía un gigantesco tejo, que medía más de dos metros de altura, una venerable escultura de madera oscura y agujas verdes y curvas. Incluso superaba en altura los enormes muros de piedra de la abadía.
– Eso sí que es un árbol respetable -se exclamó Eadulf, deteniendo el caballo ante el tejo para contemplarlo.
Fidelma se dio la vuelta en su silla y sonrió a su primo.
– ¿Por qué lo decís, Eadulf? ¿Sabéis qué representa este árbol?
– ¿Si sé qué representa? No. Sólo me refiero al tamaño y la edad que tiene.
– Es el tótem sagrado de los Eóghanacht. ¿Recordáis que os hablé de él en Cashel?
– ¡Un tótem! Vaya una idea más absurda y pagana.
– ¿Qué es sino un crucifijo? Cada familia, cada clan, tiene lo que llamamos un Árbol de la Vida sagrado. Éste es el nuestro. Cuando se instaura un nuevo rey Eóghanacht, debe acudir hasta aquí y prestar juramento bajo el gran tejo.
– Éste tendrá siglos de antigüedad.
– Tiene unos mil años -precisó Fidelma con orgullo-. Se dice que lo plantó la mano de Eber Fionn, hijo de Milesius, de quienes descienden los Eóghanacht.
Al ver que cerraba la noche y al oír en la lejanía aullidos de lobo y los ladridos y gemidos de los perros guardianes a punto de ser soltados, avanzaron hacia las puertas de la abadía.
Fidelma detuvo a la yegua y se inclinó hacia delante para tirar de la campana, cuya cadena colgaba junto a la entrada. Oyeron el sonido apagado de ésta, procedente del interior.
Tras una rejilla de metal que se encontraba en una de las puertas se deslizó bruscamente un panel de madera, y una voz preguntó:
– ¿Quién llama a las puertas de la abadía a estas horas?
– Fidelma de Cashel desea entrar.
Al instante se oyó un ajetreo al otro lado de la puerta. El panel se cerró con un golpe sordo. Se descorrieron cerrojos con la chirriante estridencia metálica. A continuación, las elevadas puertas de la abadía se abrieron muy despacio.
Antes de que Fidelma y Eadulf dieran un paso adelante, un hombre alto de cabellos blancos se acercó corriendo desde la entrada.
Eadulf ya había visto algunas veces al abad Ségdae. El prelado que había visto en Cashel era un hombre alto y circunspecto; una autoridad serena. En cambio, el hombre que corría a su encuentro iba desgreñado y parecía distraído. Sus facciones, que solían ser serenas y falconiformes, estaban demacradas. Se detuvo junto a la silla de Fidelma, con la vista levantada como si rindiera culto en un templo en busca de consuelo.
– ¡Gracias a Dios! ¡Sois la respuesta a nuestras plegarias, Fidelma! ¡A Dios gracias que hayáis venido!