El hermano Eadulf se estiró a sus anchas en una silla frente al fulgurante fuego de la sala privada del abad de Imleach. Aún se sentía dolorido e incómodo. No le gustaban los viajes arduos, y aunque el trayecto de Cashel a Imleach había resultado relativamente corto, no había sido nada fácil. Tomó con fruición unos sorbos de la copa con vino especiado que les había ofrecido el abad Ségdae. Eadulf aspiró los efluvios aromáticos del vino para apreciarlo mejor. Quienquiera que comprara el vino para la abadía tenía buen gusto.
Frente a él, al otro lado de la enorme chimenea de piedra, estaba sentada Fidelma. A diferencia de Eadulf, no había probado el vino, que dejó en una mesa junto a ella; estaba sentada sobre el extremo del asiento con las manos en el regazo, con la mirada puesta en las chispas que desprendían los troncos encendidos, absorta en sus pensamientos. El anciano abad se había sentado entre ambos, justo delante del fuego.
– Recé por que se produjera un milagro, Fidelma, y luego se me comunicó que estabais en las puertas de la abadía.
Fidelma salió del ensimismamiento.
– Comprendo vuestro desasosiego, Ségdae -dijo al fin.
Era el primer comentario que hacía desde que el abad Ségdae les había hablado de la desaparición de las Santas Reliquias de san Ailbe y del conservador de éstas, el hermano Mochta. Aunque ella jamás había visto las Reliquias en persona, era imposible no entender la trascendencia de lo ocurrido.
– Con todo, mi prioridad es averiguar quién es el culpable del intento de asesinato en Cashel. Sólo disponemos de nueve días para hacerlo.
Los rasgos del abad Ségdae se crisparon en un gesto de consternación. Fidelma le explicó las circunstancias en que se hallaba Cashel. El abad y la hermana del rey tenían un trato familiar, pues Ségdae había servido a su padre como sacerdote y conocía a Fidelma desde que era un infante.
– Ya me lo habéis dicho. Pero, Fidelma, sabéis tan bien como yo que la pérdida de las Santas Reliquias infundirá mucho miedo a todo nuestro pueblo. Su desaparición augura la destrucción del reino de Muman. No nos faltan enemigos que puedan aprovechar este desastre.
– Esos enemigos ya han intentado matar a mi hermano y al príncipe de los Uí Fidgente. En cuanto lo haya solucionado, os prometo, Ségdae, que me dedicaré en cuerpo y alma a resolver este asunto. Sé muy bien, quizá mejor que la mayoría, lo importantes que son las Santas Reliquias de san Ailbe.
Fue entonces cuando Eadulf se inclinó hacia delante, dejando a un lado la copa.
– ¿Creéis que los dos acontecimientos están relacionados? -preguntó en un tono pensativo.
Fidelma se lo quedó mirando, sorprendida por un momento.
Alguna que otra vez, Eadulf tenía la destreza de afirmar algo indiscutible que había pasado desapercibido a los demás.
– ¿Una relación entre la desaparición de las Santas Reliquias y la tentativa de asesinato de mi hermano…?
Fidelma bajó las comisuras haciendo una mueca. Sopesó la posibilidad. Cierto era, como había dicho el abad, que el pueblo de Muman creía que las Santas Reliquias de Ailbe actuaban como un escudo para la protección y bienestar del reino. Su pérdida causaría alarma y desaliento. ¿Era posible que la tentativa de asesinato fuera sólo una mera coincidencia?
– Puede que haya una relación -concedió-. ¿Qué mejor modo de derrocar a un reino que empezar desalentando al pueblo y matar al rey?
– Y recordad que uno de los asesinos había sido religioso -apuntó Eadulf-. Seguramente sabría qué representan las Reliquias.
El abad Ségdae se sobresaltó, pues era la primera noticia que tenía de aquel detalle.
– ¿Estáis diciendo que un miembro de la Fe levantó un arma contra el rey? ¿Cómo es posible? Que un hombre del clero levante un arma cual asesino… ¡Es impensable! -exclamó sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
Eadulf hizo un gesto desapasionado, e inmediatamente dijo:
– No es la primera vez que tal cosa ocurre.
– Pero en Muman sí -objetó Ségdae con énfasis-. ¿Quién era ese hijo de Satán?
– Se sabe de cierto que no era del reino -respondió Fidelma, y dio el primer sorbo de vino-. Aona, el posadero del Pozo de Ara, ha dicho que hablaba con acento del norte.
Eadulf la secundó.
– Creo que acertamos al dar por sentado que era del norte. Incluso ese extraño tatuaje de un ave que llevaba en el brazo se ha identificado como algo que sólo puede ser propio de la costa noreste, porque aquí en el sur no se conoce. Así que el religioso no es de esta región.
De repente, el abad Ségdae se quedó inmóvil en la silla. Su tez había empalidecido. Sus facciones se tensaron. Estaba mirando a Fidelma con verdadera consternación. Intentó hablar varias veces, antes de que la garganta seca le permitiera articular palabra.
– ¿Decís que el asesino llevaba un ave tatuada en el brazo? ¿Y que también hablaba con acento del norte?
Fidelma lo afirmó, extrañada por la reacción del viejo abad.
– ¿Podéis describir al asesino? -pidió con ansiedad en la voz.
– De aspecto rechoncho, baja estatura y cabellos rizados y canosos -dijo Fidelma-. Un sujeto entrado en carnes, de unos cincuenta años. Tenía el pájaro tatuado en el brazo izquierdo. Era una especie de halcón… se le conoce como águila ratonera.
El abad Ségdae se dejó caer hacia delante con las manos en la cabeza, gimiendo.
Fidelma se puso en pie y dio un paso incierto hacia el curtido anciano.
– ¿Qué sucede? ¿Algo va mal? -le preguntó.
El abad tardó un momento en recobrar la compostura.
– La persona a la que habéis descrito es el hermano Mochta, el conservador de las Santas Reliquias. El que ha desaparecido de la abadía.
Se hizo un largo silencio.
– ¿Estáis seguro? -preguntó Eadulf, sintiéndose ridículo, pues por la descripción no cabía duda alguna; era imposible que hubiera dos personas que compartieran tales características.
Ségdae expelió aire de los pulmones con un bufido casi violento.
– Mochta procedía del clan Brasil de Ulaidh -empezó a contar.
– Un reino del norte -aclaró Fidelma a Eadulf.
– Tenía ese mismo tatuaje característico en el antebrazo izquierdo.
Fidelma guardó silencio un momento para reflexionar sobre la cuestión.
– En tal caso, el misterio no hace más que complicarse, Ségdae -observó finalmente y, haciendo caso omiso del desconcierto que aparecía en la mirada del abad, prosiguió-: ¿Cuándo fue la última vez que visteis al hermano Mochta?
– Le vi anoche durante las vísperas.
Las vísperas era la sexta hora canónica del breviario de la Iglesia, que los religiosos cantaban cuando Véspero, el lucero de la tarde, aparecía en el cielo.
– ¿Solía salir mucho de la abadía? -preguntó Fidelma.
Ségdae movió la cabeza y dijo:
– Que yo sepa, apenas salió de la abadía desde que llegó para ser nuestro scriptor hace diez años.
Eadulf alzó las cejas y miró significativamente a Fidelma.
– ¿Y decís que era el scriptor de la abadía? -se apresuró a preguntar.
Ségdae hizo un gesto afirmativo.
– Llegó para trabajar en los Annals y más adelante pasó a ser el conservador de las Santas Reliquias.
– Dado el valor y la importancia de tales reliquias -sugirió Eadulf-, lo extraño es que se nombrara conservador a un hombre de otro reino.
– El hermano Mochta era un hombre devoto y aplicado, que cumplía rigurosamente con sus deberes religiosos. Entregado siempre a esta abadía y a su tierra adoptiva.
– Hasta ahora -añadió Eadulf.
– Ha estado diez años con nosotros, seis de los cuales como conservador de las Reliquias. ¿Insinuáis que las robó y anoche fue a Cashel para matar al rey Colgú? Es imposible de creer.
– Sin embargo, si era como habéis descrito, incluido el tatuaje del águila ratonera en el antebrazo izquierdo, su cuerpo yace muerto en Cashel, pues lo mataron al intentar huir del lugar del delito -argumentó Eadulf.
El abad encorvó los hombros, angustiado.
– Pero, ¿cómo explicar entonces la sangre y el desorden de su celda? El hermano Madagan, mi administrador, enseguida pensó, como yo, que la misma persona que había robado las Reliquias había atacado y herido a Mochta.
Fidelma dijo, pensativa:
– Debemos resolver ese misterio. Mientras tanto, parece que ya sabemos quién es uno de los asesinos que yacen muertos en Cashel.
– Pero ahora estamos ante un misterio mayor que el que de antes -se lamentó Eadulf-. Si fue el hermano Mochta quien robó las reliquias y…
Fidelma lo interrumpió al llevarse las manos al marsupium, la bolsita de piel que llevaba a la cintura, y extraer un papel que dio al abad.
– Quiero ver si identificáis esto, Ségdae.
Era el papel con el boceto del crucifijo que había pedido al hermano Conchobar. Aplanó el papel para que el abad lo viera mejor.
El abad lo tomó con ansia.
– ¿Qué significa esto? -exigió al ver el dibujo.
– ¿Lo reconocéis? -preguntó a su vez Fidelma.
– Claro que sí.
– En tal caso, decidnos de qué se trata.
– Es una de las Santas Reliquias de Ailbe. Según la historia, Ailbe fue ordenado obispo en Roma. Dicen que el obispo romano Zósimo el Griego lo obsequió con este crucifijo, elaborado por los mejores artesanos de Constantinopla. Es de plata, con cinco grandes esmeraldas. ¿Quién hizo este dibujo y para qué?
Con cuidado, Fidelma volvió a doblar el papel y a colocarlo en el marsupium.
– El asesino de baja estatura llevaba encima la cruz. La encontraron tras morir en manos de Gionga, el capitán de la guardia de los Uí Fidgente.
Eadulf se dio una palmada de satisfacción contra el muslo.
– Bueno, ya tenemos un misterio resuelto. El hermano Mochta robó las Reliquias y luego intentó asesinar a Colgú y a Donennach.
– ¿Está el crucifijo a buen recaudo? -preguntó Ségdae con inquietud.
– Está requisado en Cashel como prueba para el juicio.
El abad Ségdae suspiró hondo.
– De este modo, al menos un objeto de las Santas Reliquias está a salvo. Pero, ¿dónde están las demás? ¿Las habéis encontrado?
– No.
– Entonces, ¿dónde están? -preguntó el abad, casi gritando por la desesperación.
– Eso queremos averiguar -afirmó Fidelma.
Apuró la copa y se puso en pie con resolución.
– Permitidme ver la habitación de Mochta -solicitó-. Supongo que estará intacta desde la investigación de esta mañana.
El abad movió la cabeza y respondió, poniéndose él también de pie:
– Todo se halla tal cual lo encontramos. Pero no deja de impresionarme y desconcertarme que un hombre como el hermano Mochta fuera capaz de semejante acto. Era un hombre tan sosegado, y tan poco dado a la conversación, que no hablaba ni a su favor.
– Altissima quaeque flumina minimo sono labi -entonó Eadulf.
Fidelma arrugó la nariz.
– Quizá sea cierto. Los ríos más profundos fluyen con menos fragor. Sin embargo, por lo general dejan algún rastro al pasar y lo trataremos de averiguar. Conducidnos a la celda del hermano Mochta, Ségdae.
El abad Ségdae tomó un candil, y salieron de la sala. Por los corredores oyeron un sonido débil y lejano.
– Los hermanos están en su clais-cetul -explicó el abad Ségdae al ver a Eadulf detenerse a escuchar.
Era una expresión nueva para él.
– Cantan en coro -explicó Ségdae-. El término significa las armonías de la voz. Aquí cantamos los Salmos a la manera de los galos, primos nuestros, y no tanto a la de los classis católicos.
Eadulf se percató de un curioso efecto acústico en aquel rincón de la abadía. Las voces de los coristas procedían sin duda de la capilla situada en el extremo opuesto del claustro. Incluso distinguía las palabras.
Regem, regum, rogamus
in nostris sermonibus,
anacht Nóe a luchtlach
Diluui temporibus…
– «Rogamos en nuestras dos lenguas -empezó a traducir Fidelma pensativamente- al rey de reyes que protegió a Noé y a su tripulación en los días del Diluvio…»
– Nunca había oído nada igual -reconoció Eadulf-. Esta mezcla de latín e irlandés en un verso resulta muy extraña.
– Es uno de los cantos de Coimán moccu Cluasaif, el lector de Cork. Lo compuso hace dos años, cuando se cernía la amenaza de la peste amarilla -explicó Ségdae.
Se quedaron de pie escuchando unos momentos, pues algo hipnótico había en la ascensión y caída de las voces corales.
– Parece que esté basado en la oración del breviario para el encomio del alma -aventuró Fidelma.
– Es precisamente eso, Fidelma -confirmó Ségdae con apreciación-. Me alegra ver que no dejáis de lado los estudios religiosos pese a la reputación que estáis adquiriendo como dálaigh.
– Lo cual nos recuerda por qué estamos aquí, Ségdae -añadió Fidelma con seriedad.
El abad siguió guiándoles por los oscuros pasillos de la abadía. La luz de las antorchas proyectaba sombras trémulas desde los quemadores de metal clavados a lo largo de las paredes de piedra.
Ya era de noche cerrada y, aparte del olor acre de las antorchas y de su luz engañosa, la oscuridad envolvía todo el monasterio.
– Quizá fuera más prudente esperar a mañana -susurró Eadulf mirando a su alrededor-. No creo que podamos ver gran cosa con esta luz.
– Tal vez -coincidió Fidelma-. Es cierto que la luz artificial puede ser traicionera en ocasiones, pero quiero hacer una evaluación superficial, pues cuanto más se aplazan las cosas más se confunden luego.
Guardaron silencio al proseguir por los pasillos de la abadía y luego a través del claustro.
– El viento vuelve a soplar del sudoeste -susurró el abad al flamear las antorchas con violencia.
Se detuvo frente a una puerta, se inclinó para abrirla y se hizo a un lado, sosteniendo el candil para que entraran.
Una vez dentro, la luz iluminó una habitación desordenada.
– Está exactamente igual que la hallamos el hermano Madagan y yo esta mañana. Por cierto -dijo Ségdae, volviéndose de cara a Eadulf, para disculparse-, iba a sugeriros que esta noche compartierais celda con él, pues parece que el hostal está completo. Claro que sólo será esta noche. Un grupo de peregrinos se hospeda aquí esta noche; van de camino a la costa para zarpar en un barco que los llevará al templo sagrado de Santiago del Campo de las Estrellas.
– No tengo ningún inconveniente en compartir una habitación con el hermano Madagan -respondió Eadulf.
– Bien. Mañana nuestra casa de huéspedes volverá a estar casi vacía.
– ¿Yo también voy a compartir cuarto esta noche? -preguntó Fidelma distraídamente mientras examinaba la habitación.
– No; para vos, Fidelma, he dispuesto un aposento especial -le aseguró Ségdae.
Fidelma miró el caos que la rodeaba bajo la luz del candil. Le costaba reconocerlo, pero Eadulf tenía toda la razón: con luz artificial poco se veía. En la penumbra podían pasar por alto elementos importantes. Exhaló un suspiro y se volvió hacia ellos.
– Tal vez sea mejor examinar la habitación con la luz de la mañana -dijo sin mirar a Eadulf al reconocerlo.
– Como deseéis -accedió el abad-. Volveré a cerrarla a cal y canto para que nadie toque nada.
– Decidme -dijo ella cuando Ségdae se inclinó a cerrar la puerta con llave, ya fuera de la habitación-, habéis comentado antes que un grupo de peregrinos se aloja en vuestra casa de huéspedes. ¿Hay otros viajeros que se hospeden aquí?
– Más peregrinos, sí.
– No, me refiero a otra clase de viajeros.
– No. Bueno… sí, contando a Samradán, el mercader. Le conoceréis, ya que es de Cashel.
– Yo no le conozco, pero sé que mi primo Donndubháin sí. ¿Qué sabéis de él?
– Bastante poco -dijo el abad encogiéndose de hombros-. Suele tener trato comercial con la abadía, sólo eso. Creo que lleva haciéndolo desde hace un par de años. Me consta que es de Cashel. Pasa a menudo por aquí con carros de mercaderías y lo hospedamos mientras negociamos el trueque.
Fidelma asintió con gesto pensativo.
– ¿Decís que viene con carros? ¿Quién los lleva?
– Le acompañan tres hombres, pero prefieren quedarse en la posada del pueblo -dijo, aspirando con desaprobación-. No es precisamente el lugar más recomendable, ya que no goza de buena reputación. No es una posada legal, pues no cuenta con la aprobación del bó-aire local, el jefe menor del pueblo. He tenido que mediar en un par de ocasiones con la posadera, una mujer lujuriosa llamada Cred, por su conducta…
Fidelma le interrumpió. No tenía interés en la conducta de aquella mujer.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado Samradán aquí en este viaje?
Ségdae se dio unos golpecitos en la nariz, como si esto le ayudara a estimular la memoria.
– Parecéis muy interesada en Samradán. ¿Es sospechoso de algo?
Fidelma hizo una seña negativa con la mano.
– No, sencillamente tengo curiosidad. Creía conocer a la mayoría de los habitantes de Cashel, pero a Samradán no le conozco. ¿Y desde cuándo decís que se hospeda en la abadía?
– Desde hace unos días. Para ser exacto, no más de una semana. Tendréis ocasión de encontrarlo mañana durante el desayuno. Quizás él pueda informaros de lo que queráis saber. Y ahora, ¿deseáis que os acompañe a las dependencias donde pasaréis la noche?
Eadulf sonrió ante la propuesta.
– Una buena sugerencia, señor abad. Estoy exhausto. Ha sido un largo día de incidentes.
– Cuando os hayáis refrescado -prosiguió el abad-, imagino que querréis uniros a los hermanos para la misa de medianoche.
No reparó en la expresión cariacontecida del sajón al conducirlos por el corredor y a través de un patio enclaustrado.
– Esto es nuestro domus hospitale -les dijo, señalando una puerta-. Nuestra casa de huéspedes -añadió al tiempo que llamaba una vez a la puerta.
Les abrió una figura misteriosa y de baja estatura, cuya silueta identificaba sin asomo de duda el sexo de la persona.
– Os presento a nuestra domina, sor Scothnat.
Eadulf no se había dado cuenta hasta entonces de que la abadía de Imleach era un conhospitae, un monasterio mixto, donde religiosos de ambos sexos vivían y trabajaban juntos. Estas «casas dobles» escaseaban en su lugar natal, pero sabía que los britanos y las fundaciones religiosas irlandesas se basaban en tal cohabitación.
– Os presento a sor Fidelma, Scothnat.
Sor Scothnat balbuceó por los nervios, pues sabía que Fidelma era hermana del rey.
– Ya he dispuesto vuestra habitación, señora -anunció con la voz entrecortada-. La preparé en cuanto el abad me informó de vuestra llegada.
Fidelma extendió la mano y le tocó el brazo con delicadeza. Normalmente, entre sus iguales religiosos, no hacía ninguna distinción por su parentesco con el rey de Muman. Sólo recurría a éste cuando necesitaba imponer su autoridad.
– Me llamo Fidelma. Al fin y al cabo, somos hermanas de la Fe, Scothnat -le dijo, y se volvió a Eadulf y Ségdae-. Hasta la misa de medianoche, pues. Dominus vobiscum.
– Dominus vobiscum -repitió Ségdae con solemnidad.
El abad llevó a Eadulf por el patio enclaustrado otra vez, hasta un pasillo que había al otro extremo, donde se cruzaron con un religioso de buena estatura que los saludó.
– Madagan -saludó a su vez el abad-. Excelente. Veníamos por vos. Os presento al hermano Eadulf. Debido a los peregrinos que se alojan en el domus hospitale esta noche, he sugerido que duerma en la cama de más que hay en vuestra habitación.
El hermano Madagan escrutó con la mirada a Eadulf, como si lo analizara. Tenía la mirada fría y, al sonreír, su gesto carecía de expresión.
– Sois más que bienvenido, hermano.
– Bien -dijo Ségdae, aunque la palabra pronunciada no concordaba con el tono descontento de su voz-. En tal caso, hermano Eadulf, os veré en el oficio de medianoche.
Con un gesto distraído, el abad se marchó.
– Soy el administrador de la abadía -le anunció Madagan con confianza mientras invitaba a Eadulf a acompañarle por una puerta del pasillo-. Mi aposento es más amplio que el de la mayoría, de modo que, supongo, estaréis cómodo.
Abrió la puerta de una habitación con dos catres, una mesa y una silla. Sobre la mesa había una vela. El conjunto estaba excepcionalmente pulcro, y sobre la mesa no había nada más, aparte de la vela y un librito con cubiertas de piel. Detrás de la puerta había otra mesa con un cuenco, una jarra de agua y ropa puesta a secar.
El hermano Madagan señaló uno de los catres de la pequeña celda.
– Ésa será vuestra cama, hermano… disculpad, pero no sé pronunciar vuestro nombre sajón. Es difícil para mi pobre oído.
– Ah'dolf -pronunció Eadulf pacientemente.
– ¿Tiene algún significado?
– Significa «noble lobo» -le explicó Eadulf con cierto orgullo.
El hermano Madagan se frotó con un gesto pensativo el mentón.
– ¿Cómo sería la traducción en nuestra lengua? ¿Conrí, quizá, «rey de lobos»?
Eadulf sorbió aire por la nariz y dijo con desaprobación:
– El nombre de una persona no precisa traducción. Es como es.
– Tal vez -reconoció el administrador de la abadía-. Permitidme que os diga que habláis bien nuestra lengua.
Eadulf se sentó en la cama y la probó con suavidad.
– He estudiado en Durrow y Tuaim Brecain.
Madagan parecía sorprendido.
– ¿Y aun así lleváis la tonsura de un forastero?
– Llevo la tonsura de san Pedro -le corrigió Eadulf con firmeza-, en memoria de la corona de espinas de Nuestro Salvador.
– Pero no es la tonsura que llevamos los habitantes de los cinco reinos, ni la que llevan los bótanos, ni los hombres de Alba, ni la que llevan los hombres de Armorica.
– Es la tonsura de quienes siguen la doctrina de Roma.
El hermano Madagan apretó los labios en un gesto acre y observó:
– Veo que estáis orgulloso de vuestra tonsura, noble lobo de los sajones.
– Es la única que siempre llevaría.
– Por supuesto. Sólo que resulta estrafalaria a los ojos de los hermanos de Imleach.
Eadulf iba a poner fin a la conversación, cuando de pronto se le ocurrió algo.
– Pero ya la habréis visto en diversas ocasiones, ¿no? -comentó Eadulf sin prisa.
El hermano Madagan estaba echando agua en un cuenco para lavarse las manos. Miró hacia donde estaba Eadulf y movió la cabeza diciendo:
– ¿La tonsura de san Pedro? No puedo decir que la haya visto muchas veces. Nunca me he alejado mucho de Imleach, ya que nací cerca de aquí, en las laderas de Cnoc Loinge, justo hacia el sur. La llaman la colina de la nave, porque tiene forma de barco.
– Si jamás habéis visto anteriormente esta tonsura, ¿cómo describiríais la del hermano Mochta? -preguntó Eadulf.
El hermano Madagan se encogió de hombros, desconcertado.
– ¿Que cómo la describiría? -repitió despacio-. No entiendo qué queréis decir.
Eadulf casi dio una patada al suelo de rabia.
– Si mi tonsura os resulta tan extraña, es indudable que la del hermano Mochta, que llevaba la misma hasta que empezó a dejarse crecer el pelo hace poco, despertaría comentarios, ¿no?
El hermano Madagan se mostraba totalmente confuso.
– Pero el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la vuestra, hermano Noble Lobo.
Eadulf controló su exasperación y explicó:
– Pero si el hermano Mochta llevaba la tonsura de san Pedro hasta hace unas semanas…
– Os equivocáis, Noble Lobo. El hermano Mochta llevaba la tonsura de san Juan, que es la que todos llevamos aquí, con la cabeza rasurada hasta la mitad, de oreja a oreja, de manera que parece una corona de espinas al mirar de frente.
Eadulf se dejó caer de golpe sobre el catre. Ahora el desconcertado era él.
– A ver si lo he entendido bien, hermano Madagan. ¿Me estáis diciendo que el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la mía?
– No. Estoy seguro -afirmó el hermano Madagan con énfasis.
– ¿Ni se estaba dejando crecer el cabello para cubrirla?
– Eso seguro que no, cuando menos la última vez que le vi anoche en vísperas. Llevaba la tonsura de san Juan.
Eadulf se quedó allí sentado, con la mirada fija en él unos instantes, mientras asimilaba lo que le había dicho aquel hombre.
Quienquiera que fuera el hombre al que habían matado en Cashel, y a pesar de la descripción, e incluso del tatuaje, no podía ser el hermano Mochta de Imleach. No podía ser él. Pero, ¿cómo era posible algo así?