La Gran Sala de Cashel estaba abarrotada cuando Fidelma entró con Eadulf. Todos se habían vestido con formalidad para la ocasión. Incluso Eadulf se había puesto su mejor atuendo y había traído el bordón, que ahora usaba para realzar su posición. Todo un ejercicio de egocentrismo por su parte.
Eadulf sonrió a Fidelma al separarse de ella para sentarse junto a los que habían acudido al tribunal como meros observadores. En los tribunales irlandeses se concedía una gran importancia al protocolo, y ahora Eadulf entendía muchas cosas que antes constituían un misterio para él.
Fidelma cruzó la sala hasta el centro, donde tomó asiento junto a Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente, que estaba sentado al lado de su príncipe, Donennach. Los litigantes siempre se sentaban con sus abogados en el airecht airnaide, el tribunal de espera.
Delante de ellos había tres sillas colocadas tras una mesa larga y baja, donde se apilaban diversos textos jurídicos. Formaban el lugar reservado a los brehons, o jueces, que constituían el airecht, es decir, el tribunal propiamente dicho. Tras las sillas de los jueces, sobre una plataforma que presidía la sala, se hallaba Colgú sentado en la silla oficial de madera labrada, y a su lado derecho, Ségdae, el cual no estaba allí como abad sino como obispo y comarb de Ailbe, el Primer Apóstol de la Fe en Muman. A su izquierda estaba el ollamh de Colgú, Cerball, su bardo principal y consejero. Eran los tres hombres más ilustres del reino y se les conocía como el cúl-airecht, el tribunal del fondo, encargado de supervisar el adecuado ejercicio de la justicia.
A la derecha del lugar que ocupaba el rey se sentaba en unos bancos el táeb-airecht, o tribunal lateral, constituido por escribas e historiadores cuya labor consistía en dejar constancia de los acontecimientos. Junto a ellos se sentaban los reyes menores y los nobles, con el tanist Donndubháin, Finguine de Cnoc Áine y otros a la cabeza, los cuales debían asistir al juicio para verificar que la defensa del reino fuera correcta y se ciñese a la ley.
A la izquierda del rey estaba el airecht fo leithe, el tribunal aparte, donde se reunía a todos los posibles testigos. Entre otros, allí estaba el hermano Mochta. Eadulf se sorprendió al saber que Solam había nombrado al monje testigo principal contra Muman. Aunque lo más sorprendente fue ver allí, bajo vigilancia, el relicario de Ailbe. El hermano Madagan también formaba parte del airecht fo leithe, a la espera de ser llamado a declarar, así como el hermano Bardán, Nion el bó-aire de Imleach, Gionga y Capa.
Eadulf reparó en que la presencia de Mochta y el relicario no habían sorprendido a Fidelma, que, tras tomar asiento, guardaba silencio con las manos plegadas sobre el regazo y la vista al frente, sin mirar nada en concreto. Eadulf estaba algo molesto con ella, pues, tras revelarle que creía tener la respuesta al misterio, se había negado en redondo a explicarle nada más. Se sentía desdichado. A lo largo de las últimas semanas la había notado más irritable que de costumbre, menos abierta a hacerle confidencias. Había llegado a considerarse un «amigo del alma», un anam-chara que todos los religiosos de Éireann tenían para hablar de problemas seculares y espirituales. De modo que se sentía desdichado cuando no le confiaba las cosas.
El gentilhombre de Colgú se adelantó y, con el báculo oficial, dio tres golpes al suelo para llamar al tribunal al orden, sacando a Eadulf de sus tristes cavilaciones.
De acuerdo con el protocolo, el brehon de Cashel, Dathal, fue el primero de los jueces en entrar, porque el juicio se celebraba en Cashel. Dathal era conocido por el apodo de «el ágil», que aludía a su rapidez mental en asuntos legales. No era joven, pero aún no tenía el pelo canoso. Tenía unos ojos oscuros y perspicaces que se movían con rapidez, sin perder detalle; cuando miraba a los ojos, parecía penetrar en lo más hondo del alma ajena. Era delgado, enjuto y de piel casi cetrina. Se enfadaba con facilidad y los majaderos no eran de su agrado, sobre todo cuando se trataba de abogados defendiendo un caso ante él. Dathal se dirigió sin demora hasta el banco de los jueces y tomó asiento a la derecha.
Fachtna, el brehon de los Uí Fidgente, no tardó en tomar asiento en el lado izquierdo. Era algo mayor que Dathal. También era alto y de aspecto escuálido. Mostraba unas facciones huesudas, donde la carne se pegaba firmemente, por lo que parecía más una calavera que una cara. Tenía la piel apergaminada y una línea rosada y oblicua sobre cada pómulo. Los ojos eran grises e inquietos, y los labios una fina abertura roja. Era canoso y llevaba el pelo con raya en medio peinado hacia atrás y atado con una cinta. Ofrecía el aspecto de una persona a la que le habría ido bien un buen ágape.
Por último, entró el brehon Rumann de Fearna, que ocupaba el asiento central. De hecho, no sólo iba a presidir el tribunal de jueces, sino que se encargaría de tomar las decisiones, pues todos los reunidos en la Gran Sala consideraban que, seguramente, el juicio de los brehons de Cashel y el juicio de los Uí Fidgente serían tendenciosos por querer reflejar el deseo de sus respectivos príncipes.
El brehon Rumann se dirigió hacia su lugar, si bien no parecía un juez en absoluto. Era bajo, y de figura y rostro rollizos. Sobre la nuca le caía una melena rizada y plateada. La carne de sus rasgos benignos era como la piel fresca y rosada de un niño recién lavado. Sus labios eran rojos y carnosos como si los hubiera realzado con zumo de moras. Tenía los ojos castaños, mas poseían tal brillo, que a primera vista parecían de un color pálido. Le rodeaba un aura de genialidad. Pese a la presencia de sus compañeros, él era quien dominaba la escena. Proyectaba un aire de tranquila autoridad que imponía silencio.
Cuando Rumann tomó asiento y los presentes se callaron, el gentilhombre volvió a golpear el suelo con el báculo. El abad Ségdae se puso en pie. Alzó la mano, mostrando los dedos índice, anular y meñique para representar la Santísima Trinidad. Eadulf ya casi se había acostumbrado a la diferencia entre aquella usanza y la católica, según la cual se levantaban los dedos pulgar, índice y corazón con el mismo simbolismo.
– Benedictio benedicatur per Jesum Christum Dominum nostrum. Surgite!
La bendición y la orden de «alzarse» dirigida al tribunal marcaron el inicio del acontecimiento.
Según lo habitual, con un mazo de madera, el brehon Rumann golpeó la mesa a la que estaba sentado. En voz baja y autoritaria, anunció:
– Se da comienzo a las cinco vías judiciales. Se ha fijado el día de hoy para esta vista y se ha elegido la vía correcta para celebrar el juicio. El rey de Muman y el príncipe de los Uí Fidgente han proporcionado las medidas de seguridad. Antes de comenzar con los tacrae, las primeras declaraciones de cada abogado, debo preguntar a ambos si están dispuestos a proceder. En este momento están en su derecho de solicitar un taurbaid, un aplazamiento, del presente juicio.
Primero miró a Fidelma y luego a Solam.
– No es menester recordaros que cualquier aplazamiento que se solicite ahora ha de estar justificado por un buen motivo. El cumplimiento de un festival religioso, una enfermedad, una defunción u otro asunto de pareja importancia constituyen una excusa razonable.
Tras quedar en silencio, Solam sonrió con la seguridad propia de quien domina su oficio.
– Estamos dispuestos para presentar los cargos -anunció.
– Y nosotros para responder ante ellos -contestó Fidelma.
– Magnífico. Como habréis advertido, yo seré el portavoz de los tres jueces aquí presentes. Dirigiréis a mí vuestros comentarios. Dado que es la primera vez que comparecéis ante mi tribunal, considero mi deber deciros qué conducta espero de vosotros. En este tribunal no tolero un mal ejercicio de la abogacía y observo la carta del Cóic Conara Fugill.
Eadulf sabía muy bien que se trataba del principal libro de norma sobre procedimientos legales conocido como «las cinco vías judiciales».
– Si algún abogado habla tan bajo que no me permita oír con claridad sus palabras, le haré pagar una multa; así como a cualquier abogado que intente incitar al tribunal, o que se exalte, o que argumente en un tono de voz excesivamente alto, o que insulte a cualquier persona; y a cualquier abogado que se oponga a un hecho consabido o que se vanaglorie. La multa para tales infracciones será la que prescribe la ley: el importe de un séd.
Un séd equivalía al valor de una vaca. Era una multa severa. Eadulf tragó saliva. El brehon Rumann no iba a ser un juez fácil ante el que exponer un caso.
Tal era el silencio reinante, que ni se oía respirar.
– Comiencen los tacrae.
Solam se puso en pie, nervioso, moviéndose como un pájaro.
– Antes de dar comienzo a mi alegato, debo presentar una protesta.
El silencio que dominó la sala fue como el instante de calma que precede a una tormenta que estallará con furia.
El brehon Rumann interpeló en un tono de voz gélido:
– ¿Una protesta?
– Las normas que rigen un tribunal estipulan que los litigantes deben sentarse con sus abogados. Junto a mí está sentado el príncipe de los Uí Fidgente, el demandante en este caso.
Los rasgos querúbicos del brehon se torcieron, convirtiendo aquel semblante amable y rollizo en una mirada dura y furiosa.
– ¿Acaso tiene importancia?
– Detrás de vos está sentado el otro litigante en este caso, el acusado, que es el rey de Muman.
Eadulf vio a Colgú moverse en su silla, avergonzado, detrás de los jueces. Salvo circunstancias excepcionales, no se permitía al rey hablar durante los juicios.
El brehon Rumann abrió los ojos de par en par. Por un instante, parecía que iba a protestar, cuando Fachtna, el juez de los Uí Fidgente, mirando a Solam con una sardónica sonrisa de aprobación, se inclinó hacia Rumann para decirle:
– El abogado ha señalado un importante aspecto legal en lo que respecta a las normas del procedimiento. Un litigante debe sentarse con su abogado. En los textos no se hace ninguna excepción. En cuanto acusado, el rey debería estar sentado junto a su dálaigh.
– Sin embargo, esas mismas reglas estipulan dónde debe sentarse el rey -señaló Dathal, a la derecha de Rumann-. Estamos en el reino de Muman, en la residencia del rey de Cashel. ¿Cómo no va a sentarse el rey en el lugar que la ley ordena?
– Sin embargo, la ley dice que, en calidad de acusado, su lugar está junto a su abogado -insistió Fachtna con aquella irritante sonrisa-. Del rey se espera que cumpla la ley lo mismo que el súbdito más humilde de su reino.
Rumann alzó las manos para apaciguar a sus compañeros de tribunal.
– Yo argüiría que nadie puede imponer una ley al rey. Podría citar héptadas y tríadas de libros de leyes antiguos que recomiendan que nadie sea garante de un rey en un juicio, porque, si el rey no comparece, aquél no tiene manera alguna de asegurar su compensación, pues el honor del rey es más importante que cualquier demanda.
– ¿Acaso insinuáis que el príncipe de los Uí Fidgente se equivoca al presentar una demanda contra el rey de Muman? -preguntó Fachtna con la voz crispada-. ¿Acaso afirmáis que no se pueden presentar demandas contra un rey? Porque si es así, estamos perdiendo el tiempo al celebrar un juicio. No, no puedo aceptar ese argumento.
Fidelma se incorporó y carraspeó.
– ¿Deseáis añadir algo, Fidelma de Cashel? -preguntó el brehon Rumann, mirándola con interés.
– Sabios jueces -dijo Fidelma dirigiéndose a los brehons-, pese a que el brehon Rumann está en lo cierto al decir que la ley recomienda que nadie se preste a ser garante de un rey, ésta no lo prohíbe.
Fachtna sonrió abiertamente.
– ¿Debo entender que la abogada de Cashel está de acuerdo conmigo? ¿En que el rey debe ser reconocido como litigante, como el acusado en este caso y, por consiguiente, debe sentarse ante los jueces y no detrás de ellos?
– Vuestra frase encierra tres preguntas, Fachtna -señaló Fidelma con solemnidad-. Si apoyáis la protesta de Solam, mi respuesta es que no, no estoy de acuerdo. De este modo, la última pregunta que habéis hecho no se deriva de la primera.
Fachtna estaba perplejo, pues no veía muy claro adónde quería llegar Fidelma.
Rumann profirió un extraño siseo, revelando fastidio por no comprender sus respuestas.
– La abogada de Cashel debe hablar con claridad. ¿Qué está diciendo? -refunfuñó.
– ¿Puedo recordar a los sabios brehons -prosiguió Fidelma- que los textos legales sí describen un método para equilibrar el honor del rey con su responsabilidad ante la ley?
Rumann entornó los ojos en medio de una cara rechoncha.
– Recordádnoslo -dijo con brevedad, invitándola a seguir, aunque en su voz se percibía una velada amenaza.
– Se encuentra en un texto sobre las cuatro clases de embargo. Para fines legales, el rey puede ser representado por un sustituto, el aithech fortha. A través de éste es posible presentar una demanda legal contra el rey, sin que haya de soportar el deshonor de abandonar su cargo o de sufrir un embargo -explicó Fidelma, sonriendo a los brehons con serenidad-. Esperaba que, en lugar de presentar una protesta en este momento del juicio, el sabio Solam, como representante de la acusación, se hubiera asegurado de que alguien representara al rey en ese sentido, antes de presentar el caso ante vos; esperaba que se hubiera asegurado de citar a un sustituto para que se sentara en esta silla -añadió, señalando la silla vacía donde tendría que haber estado el acusado- como forma simbólica de representar al rey.
Un murmullo de regocijo y apoyo a Fidelma se extendió por la Gran Sala.
Solam rabiaba. Se dispuso a ponerse en pie, cuando el brehon Rumann le indicó con una seña que permaneciera sentado. El regocijo del brehon Dathal era indiscutible.
– ¿Algún miembro del tribunal se opone a que un sustituto ocupe la silla del acusado? -preguntó-. ¿Alguien se opone a que un sustituto que represente físicamente al rey se siente ante nosotros?
El brehon Rumann hizo un gesto de fastidio. Era evidente que había pasado por alto aquella ley y, aunque Fidelma se había marcado un tanto legal, Eadulf sabía que aquello no la había dejado en buen lugar frente al jefe de los brehons. El desagrado del brehon Fachtna saltaba a la vista.
– No veo motivo alguno por el cual sentar a alguien en la silla. Partiremos del hecho de que la silla vacía representa simbólicamente al rey de Muman -dijo Rumann en tono malhumorado-, Y ahora, ¿hay alguna otra protesta o contrademanda, o procedemos al objeto de este juicio?
Solam se aclaró la garganta y se afanó por levantarse otra vez.
– Estoy de acuerdo con vos, noble brehon -comenzó a decir, forzando una sonrisa, al tiempo que trataba de calmar los ánimos que él mismo había encendido-. Creo en la formalidad de estos procedimientos, a la que os habéis referido en vuestro discurso de apertura. La correcta práctica de los mismos no es motivo para la frivolidad.
– Nos complace saber que estáis de acuerdo con la decisión del tribunal -lo interrumpió con sarcasmo el brehon Dathal.
El brehon Rumann había adquirido una postura pétrea, y no estaba claro que Solam hubiera salido airoso en su intento por mitigar su irritación.
Se hizo un silencio. Al ver que Rumann no decía nada más, Solam reanudó su discurso.
– Sabios jueces, es un asunto muy serio el que presento ante vos. Nada menos que un caso de intento, duinetháide, de asesinato del príncipe de los Uí Fidgente. La acusación se presenta contra el rey de Muman y contra aquellos que actúan en su nombre y hacen cumplir sus órdenes. ¡Sostenemos que Colgú de Cashel conspiró con otras personas para matar al príncipe Donennach!
Solam hizo una pausa y miró en derredor, como esperando alguna reacción tras aquella declaración inicial. En la Gran Sala siguió pesando el silencio. Nadie reaccionaba. Todos en Cashel sabían de qué trataba la vista.
El brehon Rumann seguía mostrándose cortante.
– Imagino que ahora procederéis a la exposición de los hechos en que basáis la acusación -comentó con mordacidad.
Solam hizo acopio de serenidad.
– Sabios jueces -dijo, hizo una pausa, carraspeó, y siguió exponiendo sin más dilación-, era el día de la fiesta de Ailbe, patrón de este reino, el mismo día que el príncipe Donennach vino a Cashel con una pequeña comitiva para discutir formas y maneras de cimentar la amistad entre su dinastía, los Dál gCais, y la de los Eóghanacht de Cashel. Colgú de Cashel, acompañado de un pequeño séquito, acudió al Pozo de Ara al encuentro de Donennach y desde allí condujo a nuestro príncipe y a su comitiva hasta Cashel, lugar al que Donennach venía en son de paz, amistad e inocencia.
La viva voz de Solam ganó fuerza. Extendió un brazo para conferir un efecto dramático a sus palabras.
– La comitiva del príncipe entró a caballo en la plaza del mercado de la ciudad, al pie de los muros de este castillo. Sin sospechar el destino que se había planeado contra él, el príncipe se adentró en la plaza. Sin previo aviso, fue alcanzado por la flecha del arco de un asesino. Gracias a Dios, el arquero erró el tiro. Acaso el aliento de Dios desvió el vuelo del proyectil… acaso el ojo del Todopoderoso…
El brehon Rumann levantó una mano, exasperado.
– Sugeriría que, en el caso que nos ocupa, el abogado evitara especular sobre los actos divinos y se concentrara en los actos humanos -le aconsejó.
Solam tragó saliva, haciendo subir y bajar la nuez del cuello.
Fidelma bajó la mirada y apretó los labios, pues la visión de Solam parpadeando, confuso, le resultaba cómica.
– Eh… Sí, sí, claro. El arquero… la flecha no se clavó en el lugar pretendido. La flecha alcanzó a Donennach en el muslo. La herida fue grave, cierto, pero no fue una herida de muerte y, como veis -señaló a Donennach, que ocupaba su lugar, impaciente- el príncipe se ha recuperado.
– Bueno, parece evidente que no ha muerto -comentó el brehon Dathal en voz alta.
Un murmullo de regodeo se extendió por la sala.
Solam hizo una pausa, parpadeó, y prosiguió con cierto esfuerzo.
– Se levantó un alboroto. Donennach cayó del caballo, lo cual evitó que recibiera otra flecha del asesino. Gionga, el capitán de la escolta del príncipe Donennach, que siempre está alerta, descubrió la procedencia de la flecha. Cruzó a caballo la plaza del mercado y vio a los dos asesinos, los cuales habían atacado desde la azotea de un almacén. Éstos corrían por sus caballos para huir. Al enfrentarse a dos implacables enemigos, Gionga se vio obligado a abatirlos con la espada.
«Llevaron los dos cuerpos ante el príncipe y otros testigos. La verdad sobre la identidad de los asesinos pudo establecer en sus cuerpos. Uno de ellos llevaba el collar de la Orden de la Cadena de Oro que, como todos sabemos, constituye la élite guerrera del rey de Cashel…
Al parecer a Solam le encantaban las pausas dramáticas, pero la sala volvió a devolverle un espeso silencio, pues hasta el momento no había dicho nada nuevo para ninguno de los presentes.
– El segundo era hermano de un clérigo superior de la abadía de Ailbe, la más importante de este reino. Este hombre llevaba consigo una de las Santas Reliquias de Ailbe, el crucifijo del mismo nombre para ser exactos. Sostenemos que el conservador de las Santas Reliquias le dio el crucifijo, pues esta Santa Reliquia simbolizaba que el asesinato gozaba de la bendición del comarb de Ailbe. Demostraré que el asesino portaba el crucifijo como talismán cuando perpetró este acto de vileza. La Santa Reliquia sólo podía haber salido de la abadía de Imleach con la aprobación del comarb de Ailbe. Lo cual implica que ambos, el rey y su principal representante eclesiástico, participaron en el intento de asesinar al príncipe de los Uí Fidgente.
Esta vez un murmullo de rabia y asombro recorrió la sala. El abad Ségdae sofocó un grito. Fue a levantarse, cuando Colgú se adelantó poniéndole una mano sobre el brazo, y moviendo la cabeza para advertirle que no interrumpiera el juicio.
El brehon Rumann dio un golpe seco en la mesa con el mazo para llamar al orden.
– Proseguid -ordenó a Solam.
Solam reanudó el discurso con ademanes nerviosos.
– Poco más voy a añadir a esta declaración inicial. Sólo puedo decir que Muman nunca ha querido la paz con los Uí Fidgente y que pretendía eliminar a su príncipe, acaso para enviar un ejército al país de los Dál gCais después de la confusión que esperaba crear con ese acto. Deseaba dominar a los Uí Fidgente y hacer que se cumpliera la vana pretensión que Muman ha mantenido a lo largo de los siglos: la de que son reyes, por derecho, sobre nuestro pueblo.
Dicho esto, se sentó abruptamente.
El brehon Rumann se dirigió a Fidelma.
– ¿Estáis preparada con vuestra contrademanda inicial, sor Fidelma?
Fidelma se puso en pie.
– Lo estoy. Sabios jueces, tengo la intención, durante este proceso, no sólo de refutar las acusaciones de los Uí Fidgente, sino de demostrar asimismo dónde reside la verdadera culpa.
– ¿Ponéis en duda los hechos que Solam acaba de exponer? -preguntó Rumann en un tono poco amistoso-. ¿Ponéis en duda su verdad?
– En este momento del juicio -respondió Fidelma-, diré que Solam os ha contado sólo una parte de la verdad, que no toda. No ha explicado que, cuando el rey de Muman y su invitado, el príncipe de los Uí Fidgente, entraron a caballo en la plaza del mercado de Cashel, la primera flecha que los agresores lanzaron iba dirigida al rey de Muman. Le habría dado en el corazón de no haberse inclinado insospechadamente para saludarme, como hermana suya que soy. Gracias a ese afortunado movimiento, la flecha le dio en el brazo y lo malhirió. ¿Por qué no ha mencionado esto Solam?
Solam se puso en pie de un salto, rojo de furia, sonriendo con sarcasmo.
– Yo estoy aquí en representación del príncipe de los Uí Fidgente -espetó con la exaltación propia de su carácter-. Fidelma hablará por su hermano.
– ¿Conocíais este hecho y no lo revelasteis? -preguntó el brehon Rumann con desaprobación.
– Conocía el hecho, pero también que Fidelma lo daría a conocer. No es de mi incumbencia presentar los argumentos de la defensa.
El temperamento excitable de Solam empezaba a volverse en su contra, a juzgar por la cara de pocos amigos con que el brehon Rumann le miraba.
– En ocasiones, escatimar la verdad no es mejor que mentir, Solam. Quedáis avisado. No toleraré medias verdades.
Solam inclinó la cabeza a modo de disculpa.
Fidelma sorprendió a todos al decir:
– Sabios jueces, yo no culpo al hermano Solam por intentar descubrir su verdad obviando lo que considera innecesario. Qué bueno sería poder descubrir la verdad con la misma facilidad con que se descubre la mentira.
»Sin embargo, según sucedió, también hirieron al rey, al que alcanzaron primero. Y quizás en el tumulto posterior resida la verdadera razón por la que el asesino no diera en el blanco fatal al atacar al príncipe de los Uí Fidgente. O tal vez no quiso hacerlo.
– ¡Eso es una conjetura! -gritó Solam, levantándose de pronto-. ¡Es un insulto y una acusación contra los Uí Fidgente!
– No es mayor conjetura que la interpretación de Solam -objetó Fidelma con calma-. Además, es cierto que Gionga, capitán de la escolta de Donennach, fue tras los asesinos. Así como el tanist de Muman, Donndubháin. Ambos tuvieron que ver con la muerte de los asesinos frustrados.
«Sostengo que no ha habido ninguna conspiración por parte del rey de Muman para asesinar al príncipe de los Uí Fidgente, y así lo demostraré.
Solam volvía a estar de pie.
– Será interesante ver como lo hacéis. A continuación ampliaré mi exposición inicial del caso contra Muman. He demostrado que uno de los asesinos era miembro de la élite de guerreros del rey de Cashel…
– ¡No habéis demostrado tal cosa! -desafió Fidelma-. El hecho de que llevara el emblema de la Cadena de Oro no lo convierte en un miembro de la Orden.
– Esto se juzgará con el peso de las pruebas -le aseguró el brehon Rumann.
– Las pruebas mostrarán otra relación -continuó Solam en actitud triunfal-. Ya he dicho que el otro asesino era hermano del conservador de las Santas Reliquias de Imleach. En vísperas del intento de asesinato, el conservador de las Santas Reliquias desapareció de Imleach con las Reliquias de Ailbe. Desapareció de la abadía fingiendo que lo habían raptado. Eso quiso hacernos creer, con el propósito de culpar a los Uí Fidgente. Sabios jueces, he conseguido detener a este clérigo conspirador, el hermano Mochta, cuyo gemelo Baoill es el asesino a quien me refiero. El hermano Mochta está presente en la sala, a la espera de que se le llame a declarar. Por otra parte, me complace informaros de que Gionga de los Uí Fidgente ha recuperado el relicario de Ailbe, que estaba oculto aquí, en Cashel, y de cuyo robo se pretendía culpar a los Uí Fidgente.
Fidelma se puso en pie, sonrojada de ira.
– Sabios jueces, esto es una parodia de la verdad.
Solam estaba igualmente exaltado.
– ¿La verdad? La dálaigh de Cashel tiene mucho que contarnos sobre la verdad. ¿Puede contarnos por qué escondió al hermano Mochta y las Santas Reliquias? ¿Por qué, sin decírselo a nadie, llevó a Mochta y las Reliquias de Imleach a Cashel e intentó esconderlas en la casa de una conocida prostituta de esta ciudad? ¿Una prostituta?
La Gran Sala se alborotó. Al fin, Solam había conseguido que todos los presentes reaccionaran ante sus recursos dramáticos.
– ¿Es eso cierto, Fidelma? -preguntó el brehon Rumann tras pedir silencio.
Eadulf soltó un quejido, pues sabía que Fidelma tenía que contestar.
– Los hechos son ciertos, pero…
Otro estallido de voces ahogó el resto de sus palabras.
– Es más… es más… -gritó enseguida Solam en cuanto cesó el clamor, sin permitir terminar a Fidelma-. Es más, ha salido a la luz otra conspiración para desacreditar a los Uí Fidgente. Se contrató a una banda de mercenarios para atacar Imleach, para cortar el tejo sagrado de la abadía y culpar a los Uí Fidgente tallando en el tronco un jabalí, el emblema del príncipe.
«Sostengo que la mano del rey de Muman está presente en todos estos actos, con el fin de desacreditar a los Uí Fidgente y así tener una excusa para destruirlos. Sostengo que todos los Eóghanacht están involucrados en esta conspiración, desde el rey y su hermana, que pretende ser su abogada imparcial, hasta los príncipes de Muman y el mismo comarb de Ailbe.
Se sentó sin más, en medio de la furia y la rabia que dominaban la Gran Sala.
El brehon Rumann esperó a que se restableciera el orden antes de dirigir una aguzada mirada a Fidelma.
– Son las acusaciones más serias que he oído jamás. Y son de tal gravedad, que ningún dálaigh las formularía a menos que tuviera certeza absoluta sobre su veracidad. Antes de que Solam presente sus pruebas, es mi obligación permitiros responder, Fidelma. Mientras lo hacéis, deberé tener presente que vos misma habéis admitido como ciertas las acusaciones que Solam ha presentado contra vos. ¿Queréis hablar?
Fidelma se puso en pie. En medio de un silencio sepulcral, todos se inclinaron para escucharla.
– Así es, sabios jueces -comenzó a decir-. Permitidme concretar que he reconocido los hechos, pero no la interpretación que Solam ha hecho de los mismos.
El brehon Solam puso ceño al instante, e inmediatamente comentó:
– Los hechos parecen hablar por sí solos. Todos somos prisioneros de los hechos, los hechos no pueden cambiarse.
– Con mis respetos, sabio juez, un hecho tiene muchas facetas. Un hecho es como una bolsa de grano. ¿Se mantiene en pie una bolsa de grano cuando está vacía? No. La bolsa de grano ha de llenarse con grano. Sólo entonces se mantiene en pie. El hecho es como una bolsa de grano vacía. Y, del mismo modo, tampoco puede mantenerse en pie a menos que esté lleno. Para juzgar un hecho es necesario tener en cuenta las razones de su existencia.
El brehon Rumann se disponía a refutar el argumento, cuando comprendió el sentido de lo que había dicho Fidelma.
– Ya veo. Y ahora, desde luego, pretendéis llenar nuestro saco de grano.
– Así es, sabio juez.
– Supongo que en el argumento contra Solam afirmaréis que el reino de Cashel no es culpable de conspiración alguna para desacreditar a los Uí Fidgente. Y que, de hecho, son los Uí Fidgente los que conspiran contra el reino de Muman y contra los Eóghanacht -supuso Rumann, y se apoyó contra el respaldo-. ¿Estoy en lo cierto?
Entonces Fidelma dijo:
– No, sabio juez. No lo estáis.
Los presentes quedaron paralizados durante un instante. El brehon Rumann la miró como si no la hubiera oído bien. Sus compañeros, Dathal y Fachtna, estaban igualmente perplejos.
– No estoy seguro de haberos entendido. Repito, vuestro argumento contra Solam es, desde luego, que los Eóghanacht son inocentes de conspiración, de lo cual se deducirá que los Uí Fidgente son culpables de conspirar contra Cashel.
– Sabios jueces -dijo Fidelma con pausa y claridad-, los Uí Fidgente son inocentes de conspirar contra Cashel.
Ahora el silencio era casi asfixiante.
– Es más -añadió-, no puedo absolver a los Eóghanacht de su responsabilidad en una conspiración que planeaba provocar una contienda en este reino.
– ¡Fidelma! ¿Qué estás haciendo? -exclamó Colgú, que se había puesto en pie, pálido.
Su voz sonó como el chasquido de un látigo incidiendo en el silencio horrorizado de la Gran Sala.
– ¡Me has traicionado!