CAPÍTULO III

Eadulf miró por la ventana hacia la gran extensión de verdes campos de cultivo entre los aledaños de la ciudad y el río, a unos seis kilómetros o más de distancia. A medio camino sobresalía un bosque, del que empezaba a surgir una columna de jinetes, que Eadulf apenas si alcanzaba a ver. Se fijó en Fidelma, admirando en silencio la buena vista de la religiosa, pues desde allí él distinguía muy pocos detalles aparte del hecho de que fueran montados a caballo. A diferencia de Fidelma, Eadulf era incapaz de distinguir a Colgú.

Dedicaron unos instantes a contemplar cómo la columna se acercaba por el camino hacia la ciudad edificada a los pies de la muralla del castillo. Fue entonces cuando Eadulf consiguió distinguir los vivos colores del estandarte del rey de Muman y su séquito, junto con otros estandartes que no reconoció, pero que supuso debían pertenecer al príncipe de los Uí Fidgente.

Fidelma le agarró la mano y tiró de él, apartándolo de la ventana.

– Bajemos a la ciudad a recibirles, Eadulf. Hoy es un día de júbilo para Muman.

Eadulf sonrió por aquel repentino entusiasmo y se dejó guiar por la Gran Sala.

– No acabo de entenderlo. ¿Por qué es tan importante la llegada del príncipe de los Uí Fidgente? -preguntó al bajar al patio.

Fidelma, sabiendo que Eadulf la seguiría, le soltó la mano y adoptó un andar más propio de una religiosa.

– Los Uí Fidgente constituyen uno de los clanes más importantes de Muman. Moran al oeste de la otra orilla del río Maigne. En diversas ocasiones, sus jefes se han negado a rendir homenaje al Eóghanacht de Cashel, e incluso a reconocerles como reyes de Muman. De hecho, reivindican derechos de soberanía sobre Muman, alegando que sus príncipes descienden de nuestro antepasado común, Eóghan Mór.

Fidelma iba delante, cruzando el patio a toda prisa. Pasaron frente a la capilla y cruzaron la entrada principal. Los guerreros que estaban de guardia le sonrieron y la saludaron al pasar. La hermana de Colgú era muy respetada entre su gente, y Eadulf caminaba ufano a su lado.

– ¿Y está fundamentada su reivindicación?

Fidelma hizo un mohín. Estaba orgullosa de su familia, cosa que, como Eadulf sabía por experiencia, compartía con buena parte de la nobleza irlandesa que había conocido. Cada familia contrataba a un genealogista profesional para asegurar que las generaciones y el parentesco entre éstas quedaran bien documentados y con absoluta transparencia. Bajo la Ley Brehon de sucesión, que designaba a los herederos por medio de la aprobación de un colegio electoral conformado por determinadas generaciones de la familia llamado derbfhine, era importante conocer las generaciones y el parentesco que las unía.

– El príncipe Donennach, que llega hoy con mi hermano, dice ser la decimosegunda generación en la línea de descendencia masculina de Eóghan Mór, a quien consideramos el fundador de nuestra dinastía.

Eadulf, que pasó por alto el sutil sarcasmo en su voz, movió la cabeza, asombrado por la facilidad con que la nobleza irlandesa conocía el grado de sus parientes.

– Por lo tanto, el príncipe Donennach desciende de una segundogenitura de vuestra familia, ¿es así?

– Siempre y cuando los genealogistas de los Uí Fidgente sean fidedignos -respondió Fidelma con énfasis-. Aun así, es descendiente de una segundogenitura sólo en cuanto a las decisiones del derbfhine que nombran los reyes.

Eadulf liberó un profundo suspiro.

– Todavía no acabo de entender ese concepto. Entre los sajones, siempre es el hijo mayor de la línea secundaria de la familia, el primer varón, para bien o para mal, el designado como heredero.

Fidelma objetó:

– Exactamente. Para bien o para mal. Y cuando el primer varón resulta ser una opción inadecuada, sufre alguna debilidad mental, o gobierna mal aconsejado, la familia sajona lo manda asesinar. Al menos, nuestro sistema nombra a un hombre preparado para su función, ya sea hijo mayor, tío, hermano, primo o hijo menor.

– Y cuando resulta ser un mal gobernante, ¿acaso no lo matáis? -inquirió Eadulf con picardía.

– No es necesario -explicó Fidelma con cierta indiferencia-. El derbfhine de la familia se reúne, lo destituye, y nombra a otro más adecuado. La ley le permite abandonar ileso el cargo.

– ¿Y no incita a sus partidarios a rebelarse?

– Conoce la ley tan bien como cualquier posible partidario, y saben que se les consideraría usurpadores por y para siempre.

– Pero el hombre es el hombre. Resulta inevitable que suceda.

El rostro de Fidelma adquirió una expresión seria. Inclinó la cabeza para darle a entender que estaba de acuerdo.

– En realidad sí que sucede… ¡pero sólo en raras ocasiones! Por eso es tan importante la reconciliación con los Uí Fidgente. Se han rebelado constantemente contra Cashel.

– ¿Por qué motivo?

– Alegan las mismas razones de las que estamos hablando. Nuestra familia, la familia de Colgú y mi padre Faílbe Fland, desciende de Conall Corc, que era hijo de Luigthech, hijo de Ailill Flann Bec, nieto de Eóghan Mór y el fundador de nuestra casa.

– Confiaré en vuestra palabra al respecto -le dijo Eadulf sonriendo-. Tales nombres me superan.

Fidelma se mostró paciente.

– La línea de sucesión de los Uí Fidgente dice descender de Fiachu Fidgennid, hijo de Maine Muincháin, otro hijo de Ailill Flann Bec, nieto de Eóghan Mór. Si sus genealogistas resultan fidedignos, como he dicho -insistió, torciendo el gesto-. Los nuestros, en cambio, creen que sus linajes se falsificaron a fin de poder reclamar la soberanía de Cashel. Pero, para que éste sea un día de júbilo, no debemos discutir con ellos.

A Eadulf le costaba seguirle el paso.

– Creo que entiendo cuanto decís. El cisma entre vuestra familia y los Uí Fidgente tiene su origen en dos hermanos, Luigthech, el mayor, y Maine Muncháin, el menor.

Fidelma lo miró con cariño y movió la cabeza para repetir:

– Siempre y cuando sus genealogistas sean fidedignos, Maine Muncháin, el progenitor de los Uí Fidgente, era el hijo mayor de Ailill Flann Bec. Nuestro antepasado Luigthech era su segundo hijo.

Eadulf levantó los brazos conformando un gesto de desesperación.

– Si ya cuesta entender los nombres irlandeses, ¿qué podemos decir de los de las generaciones predecesoras…? ¿Decís con ello que los Uí Fidgente tienen más derecho a reclamar la soberanía porque descienden de un hijo mayor?

Aquella falta de comprensión molestó mucho a Fidelma.

– A estas alturas deberíais conocer de sobra nuestras leyes de sucesión, Eadulf. Es asunto de lo más sencillo. El derbfhine de la familia consideró que Maine Muncháin era de naturaleza inadecuada para reinar.

– Me sigue costando bastante seguiros -reconoció Eadulf-. Veamos, por lo que decís entiendo que los Uí Fidgente son descendientes de un primogénito, por lo que se muestran reacios a aceptar la autoridad de vuestra familia en Cashel, ¿no es así?

– Desciendan o no de una primogenitura, ello no les permite acceder a nuestro sistema legal -apuntó Fidelma-. Y el hecho sucedió hace diez generaciones. Hace ya tanto tiempo, que nuestros genealogistas sostienen que los Uí Fidgente en realidad no descienden de los Eóghanacht, sino de los Dáirine.

Eadulf alzó la vista al cielo.

– ¿Y quiénes son los Dáirine? -se quejó, desesperado.

– Un pueblo antiguo del que, según se dice, hace unos mil años compartía la soberanía de Muman con los Eóghanacht. Aún hoy existe en el oeste un clan llamado Coro Loígde que afirma descender de los antiguos Dáirine.

– Creo que mi corta sesera está saturada, con tanta genealogía y tanto nombre irlandés.

Fidelma soltó una leve risilla al ver la cómica expresión de aflicción en su rostro, pero conservó la gravedad en la mirada.

– Sin embargo, es importante que tengáis un conocimiento general de la política de este reino, Eadulf. No olvidéis que el invierno pasado descubrimos un complot de los Uí Fidgente para fomentar la rebelión en Muman y que mi hermano tuvo que ponerse al frente de un ejército para enfrentarse a ellos en combate en Cnoc Áine. Todavía no han pasado nueve meses desde entonces.

– Recuerdo muy bien los acontecimientos. ¿Cómo voy a olvidarlos? ¿Acaso no me capturaron los conspiradores? Pero, decidme, ¿no murió en el campo de batalla el gobernante de los Uí Fidgente?

– Así es. Ahora su primo Donennach es príncipe de los Uí Fidgente, y una de sus primeras tareas ha sido la de enviar emisarios a mi hermano a fin de negociar un tratado con él. Donennach viene a Cashel para negociar la paz. Será el primer acuerdo de paz entre los Uí Fidgente y Cashel en siglos. Por eso resulta tan importante.

Habían bajado desde la entrada principal de la fortaleza por un empinado camino que conducía a los pies de la Roca de Cashel, hasta llegar a las inmediaciones del mercado de la población. La ciudad en sí se extendía algo más de un kilómetro desde la Roca de Cashel.

Hallaron a los habitantes de la ciudad congregándose para presenciar la entrada del rey con el príncipe de los Uí Fidgente y su cortejo. La columna de jinetes había llegado ya a la entrada oeste de la población, cuando Fidelma y Eadulf alcanzaron la entrada este para coger sitio entre un grupo que esperaba de pie a un lado de la amplia plaza del mercado.

Un grupo de siete guerreros a caballo rompía la marcha de la comitiva. A ellos les seguía el portaestandarte de Colgú. La ondeante bandera azul de seda mostraba el ciervo real dorado, símbolo de los Eóghanacht de Cashel. Tras el abanderado iba el rey de Muman sobre una hermosa montura. Era un hombre alto de cabello rojo y bruñido. Eadulf apreció, aunque no por vez primera, la similitud de facciones entre él y su hermana. Era innegable que a Fidelma y Colgú los unía el vínculo del parentesco.

A continuación venía otro abanderado. El estandarte que empuñaba era una tela blanca con un místico jabalí rojo estampado en el centro. Eadulf supuso que sería la enseña del príncipe de los Uí Fidgente. Tras el estandarte iba un joven jinete de rasgos recios y oscuros, pero tan lozanos como el del bermejo rey de Muman. Pese a sostener su común linaje, Eadulf no encontró ningún rasgo de consanguinidad entre el príncipe de los Uí Fidgente y el rey de Muman.

En pos de los jinetes que encabezaban la marcha iban varios guerreros, muchos de los cuales empuñaban emblemas de la orden de la Cadena de Oro, la élite guerrera de los reyes Eóghanacht. A la cabeza de estos guerreros iba un hombre a caballo, no mucho más joven que el propio Colgú. Se parecía un poco a éste, aunque mostraba facciones más toscas, y el cabello negro, aun siendo príncipe de los Uí Fidgente. Montaba a sus anchas, pero con un porte soberbio. Su vestimenta también le concedía cierta presunción. Vestía una larga capa de lana teñida de azul, sujeta a un hombro con un broche reluciente de plata, con la forma de un símbolo solar de cinco rayos, rematados cada uno con un minúsculo granate en la punta.

Donndubháin, como bien sabía Eadulf, era el tanisto presunto heredero del rey de Cashel, y primo de Colgú y Fidelma.

Era innegable la alegría del pueblo al recibir al cortejo, ya que les tributaron aplausos y los vitorearon nada más llegar. Para muchos, ver al rey de Muman y al príncipe de los Uí Fidgente cabalgando mano a mano significaba el fin de siglos de enemistades y de sangre derramada; representaba la llegada de una nueva era de paz y prosperidad para todos los pueblos de Muman.

Colgú estaba sereno y agradecía las aclamaciones saludando con la mano, pero Donennach estaba sentado con una postura rígida y parecía harto nervioso. Movía los ojos de lado a lado, como si estuviera alerta, buscando algún signo de hostilidad. En algún que otro momento, una sonrisa fugaz cruzaba sus facciones al inclinar con tirantez la cabeza, sólo desde el cuello, en muestra de agradecimiento al aplauso de la efusiva muchedumbre.

Los jinetes cruzaban en ese momento la plaza del mercado para llegar a un camino que les conduciría cuesta arriba hasta el afloramiento rocoso donde se alzaba la sede de los reyes de Cashel. Incluso los ojos Donennach de los Uí Fidgente se abrieron un poco al alzar la vista ante la dominante fortaleza y el palacio de Cashel.

Donndubháin levantó el brazo para indicar a la columna de guerreros que girara en redondo para acercarse al camino de la fortaleza.

Con la intención de saludar a su hermano, Fidelma se abrió paso entre el gentío seguida de Eadulf, que parecía abrumado.

En cuanto Colgú la vio, su rostro mudó con una sonrisa pícara, muy similar a la de Fidelma en momentos de intenso regocijo.

Colgú tiró de las riendas y se inclinó con un movimiento brusco para saludar a su hermana.

Y fue precisamente aquella acción lo que le salvó la vida.

Una flecha impactó en el antebrazo del rey con un extraño golpe seco que le hizo soltar un grito de sorpresa y dolor. Si él no se hubiera inclinado, la flecha habría alcanzado un objetivo mortal.

La impresión por lo que acababa de suceder paralizó a todo el mundo, como si se hubieran vuelto de piedra. Pareció mucho tiempo, pero habían pasado menos de dos segundos cuando se oyó otro grito de dolor. Donennach, el príncipe de los Uí Fidgente, se tambaleaba en la silla de montar con una segunda flecha clavada en el muslo. Eadulf, horrorizado, lo vio oscilar sobre el caballo para luego caer al polvoriento suelo del camino.

El golpe del cuerpo al caer desencadenó una actividad y una conmoción frenéticas.

Uno de los guerreros Uí Fidgente desenvainó la espada al grito de «¡Asesinos!» y espoleó el caballo dirigiéndose hacia un grupo de edificios a poca distancia de allí, al otro lado de la plaza. Momentos después, algunos de sus hombres le seguían, mientras otros acudían a socorrer al príncipe caído y se ponían de pie a su alrededor empuñando la espada ante la expectativa de que alguien lo atacara.

Eadulf vio que Donndubháin, el presunto heredero de Colgú, también había desenfundado la suya y corría hacia los guerreros Uí Fidgente.

Fidelma fue de las primeras en sosegarse. Su mente bullía. Habían lanzado una flecha contra su hermano y otra contra su invitado y, milagrosamente, ambas habían errado el tiro. Era indudable que el guerrero Uí Fidgente había visto por dónde había huido el atacante y señaló los edificios donde se ocultaba el arquero que había pretendido abatir al rey de Cashel y al príncipe de los Uí Fidgente. No había tiempo que perder en consideraciones. Donndubháin también se lanzó a la caza del asesino.

– Ocupaos de Donennach -le gritó Fidelma a Eadulf, que ya se estaba abriendo paso entre la recelosa escolta del príncipe.

Fidelma se volvió hacia su hermano, que seguía montado a horcajadas, todavía bajo el efecto de la conmoción, y agarraba la flecha que tenía incrustada en el brazo.

– Descabalga, hermano -le instó sin perder la calma-, a menos que quieras seguir siendo un blanco perfecto.

Fidelma se acercó para ayudarle a desmontar, cosa que hizo conteniendo un gemido de dolor por la herida.

– ¿Es grave la herida de Donennach? -preguntó apretando los dientes, sin soltarse el brazo dolorido y ensangrentado.

– Eadulf se está ocupado de él. Siéntate en esa roca mientras extraigo la flecha del brazo.

Su hermano obedeció con renuencia. Para entonces, dos hombres de Colgú estaban junto a él, empuñando innecesariamente las espadas. La gente empezaba a agolparse alrededor del rey, ofreciendo consejos y haciendo preguntas. Fidelma hizo una señal impaciente con la mano para que se apartaran.

– ¿Hay algún médico entre vosotros? -solicitó tras haber examinado la herida y observar que la punta había penetrado profundamente, por lo que temía que al arrancarla rasgara el músculo y causara un lesión más grave que la sufrida.

Se oyó un murmuro general entre la concurrencia, que movía la cabeza en señal de desaprobación.

A su pesar, Fidelma se inclinó y tocó el asta con incertidumbre. Llevaría demasiado tiempo enviar a alguien que trajera al viejo Conchobar hasta allí.

– Esperad, Fidelma -gritó Eadulf, abriéndose paso entre la gente.

Fidelma casi suspiró de alivio, pues sabía que Eadulf se había formado en el arte de la medicina en la importante escuela médica de Tuaim Brecain.

– ¿Cómo está Donennach? -se interesó Colgú en cuanto lo vio llegar, haciendo un gran esfuerzo para no perder el control y a pesar de estar pálido de dolor.

– Por el momento, concéntrate en ti, hermano -lo amonestó Fidelma.

Colgú puso un gesto grave.

– Un buen anfitrión debe anteponer a su invitado -dijo.

– Es una herida grave -reconoció Eadulf, inclinado para examinar la parte del brazo donde se había clavado la flecha-. Me refiero a la herida de Donennach; aunque la vuestra tampoco es un rasguño. He solicitado que armen una camilla para poder trasladar al príncipe Donennach a palacio, donde se le atenderá mejor que aquí, entre tanto polvo. Me temo que la flecha ha penetrado en un ángulo difícil del muslo. Pero ha tenido suerte… al igual que vos.

– ¿Podéis quitarme esta flecha del brazo? -le pidió Colgú.

Eadulf la había estado examinando de cerca. El sajón esbozó una sonrisa seria.

– Sí, pero os dolería mucho. Preferiría esperar hasta llegar a palacio.

El rey de Muman resopló con arrojo.

– Hacedlo aquí y ahora, para que mi pueblo vea que la herida no es grave y que un rey Eóghanacht es capaz de soportar el dolor.

Eadulf se volvió y se dirigió a una persona entre la multitud.

– ¿Qué casa con lumbre está más cerca de aquí?

– La del herrero está al otro lado de la calle -dijo una anciana señalando con el dedo.

– Permitidme unos minutos, Colgú -pidió Eadulf, dándose la vuelta para luego encaminarse a la forja.

El propio herrero se hallaba entre la muchedumbre; había abandonado la forja para averiguar a qué venía tanto alboroto en la calle. Acompañó a Eadulf de buen grado. Eadulf sacó una daga. El herrero se lo quedó mirando con sorpresa mientras el monje sajón giraba la daga sobre las brasas encendidas antes de regresar junto a Colgú.

Colgú apretaba la mandíbula y por la frente le corrían perlas de sudor.

– Hacedlo lo más deprisa que podáis, Eadulf.

El monje sajón asintió con un gesto breve.

– Sujetadle el brazo, Fidelma -pidió en voz baja.

A continuación se inclinó y, agarrando la flecha por el asta, la aflojó con la punta de la daga y tiró de ella con rapidez. Colgú soltó un gruñido, y sus hombros se inclinaron para poder sostenerlo, como si fuera a desplomarse. Pero no cayó. Con tal fuerza apretaba las mandíbulas, que se oía el rechinar de los dientes. Eadulf tomó un paño blanco que alguien ofreció y con él le vendó el brazo.

– Esto valdrá hasta que regresemos a la fortaleza -dijo con satisfacción-. Debo tratar la herida con hierbas para prevenir una infección -añadió en voz baja, dirigiéndose a Fidelma-. Por suerte, la punta de la flecha ha entrado y ha salido de forma limpia.

Fidelma tomó la flecha y la examinó con el ceño fruncido. Entonces la introdujo en la cuerda de la cintura y se dispuso a ayudar a su hermano.

El joven presunto heredero, que había bajado del caballo, apareció entre el gentío, con el rostro encendido. Con preocupación, miró de arriba abajo a Colgú, que estaba de pie con ayuda de su hermana.

– ¿Es grave la herida?

– Bastante grave -respondió Eadulf en nombre del rey-, pero sobrevivirá.

Donndubháin bufó despacio.

– Los hombres del príncipe Donennach han dado con los asesinos.

– Nos encargaremos de ellos cuando hayamos llevado a mi hermano y al príncipe de los Uí Fidgente al palacio -comunicó Fidelma con sequedad-. Ayudadme, os lo ruego.

Eadulf estaba allí donde habían construido una camilla para transportar al herido príncipe de los Uí Fidgente, que ya estaba tumbado en ella, muy dolorido. Eadulf le había hecho un torniquete en la parte superior del muslo. Comprobó la estabilidad de la camilla y acto seguido ordenó a los guerreros Uí Fidgente que la levantaran con cuidado y le siguieran a él y al grupo que acompañaba a Colgú por el camino hacia el palacio.

Apenas habían iniciado la marcha, cuando se oyó ruido de cascos y un grito de protesta.

Eran los guerreros de la escolta montada de Donennach, que regresaban a la plaza. Tras los caballos, arrastraban por el suelo dos formas humanas con las muñecas atadas a una cuerda sujeta a la perilla de la montura del jinete que iba en cabeza.

Fidelma los vio y se volvió hacia su hermano lanzando una exclamación de protesta para criticar tamaña barbaridad. Para ella, era motivo de indignación dar un trato semejante a una persona, a cualquier persona, aun cuando pudiera ser un asesino. Pero su queja se acalló en sus labios en cuanto los jinetes se detuvieron. Bastó una miraba rápida a aquellos cuerpos ensangrentados para saber que ya estaban muertos.

El guerrero en cabeza, un hombre de rostro ovalado y anodino, y ojos entornados, desmontó de un salto y se aproximó a zancadas a la camilla del príncipe. Saludó haciendo una rápida señal con la espada manchada de sangre.

– Mi señor, creo que debéis echar un vistazo a estos hombres -dijo con dureza.

– ¿Acaso no veis que estamos llevando a vuestro príncipe a palacio para curarle la herida? -exigió Eadulf con furia-. No importunéis con tal asunto hasta que no se haya completado esta labor.

– Callad, forastero, cuando hable con mi príncipe -le espetó el guerrero con altanería.

Colgú, que se había detenido a poca distancia de allí, se dio la vuelta con una mueca de cólera y dolor, apoyándose en Donndubháin.

– ¡No os atreváis a dar órdenes en las laderas de Cashel, donde yo gobierno! -lo increpó apretando los dientes.

El guerrero Uí Fidgente ni siquiera pestañeó, ni apartó la mirada del rostro angustiado y pálido de Donennach de los Uí Fidgente, tendido en la camilla delante de él.

– Mi señor, es un asunto urgente.

Donennach se incorporó apoyándose en un hombro, sintiendo el mismo dolor que el de su anfitrión.

– ¿A qué se debe tanta urgencia, Gionga?

El guerrero, que así se llamaba, hizo una seña a uno de sus hombres, que había cortado las cuerdas que ataban a los cuerpos. Arrastró uno de ellos a un lado de la camilla.

– Aquí tenéis a los perros que os han disparado, mi señor. Mirad a éste -dijo, y sostuvo en el aire la cabeza del hombre.

Donennach se inclinó desde la litera. En las comisuras de los labios mostraba cierta tensión.

– No lo reconozco -se quejó.

– No tendríais por qué, mi señor -respondió Gionga-. Pero tal vez reconozcáis el emblema que lleva al cuello.

Donennach lo miró fijamente y luego frunció los labios sin emitir sonido.

– Colgú, ¿qué significa esto? -exigió, mirando hacia donde Donndubháin había ayudado al rey de Muman a aproximarse para ver mejor el cuerpo.

Colgú miró con angustia al hombre muerto. Fidelma y Eadulf estaban de pie a su lado. Nadie reconoció el cuerpo, pero el motivo de preocupación era evidente.

El hombre portaba el collar y el emblema de la orden de la Cadena de Oro, la élite guerrera de los reyes de Cashel.

De pronto, el tono áspero de Donennach se elevó con nerviosismo.

– Extraña hospitalidad la vuestra, Colgú de Cashel. Vuestra élite de guerreros me ha disparado. ¡Han intentado matarme!


Загрузка...