CAPÍTULO XXIV

En la Gran Sala se desató un pandemónium tras el silencio que causó el arrebato del rey. Los nobles de Muman pusieron el grito en el cielo, y la gente se agitaba entre exclamaciones de indignación. Desde todos los rincones se proferían gritos de amenaza contra Fidelma, que permaneció de pie ante los jueces sin perder la calma.

El brehon Rumann parecía desconcertado. Iba contra el protocolo que un rey interrumpiera el proceso con semejante arranque. Iba contra todas las normas que un abogado defensor actuara como fiscal y acusara a quien representaba. El clamor era ensordecedor. Rumann no conseguía restaurar el orden con el mazo. El gentilhombre no dejó de golpear el suelo con el báculo hasta que la algarabía hubo amainado y sólo se oía un murmullo de desasosiego.

– Colgú de Cashel -ordenó Rumann con severidad dirigiéndose al rey-, debéis volver a vuestro lugar.

Angustiado, incapaz de dar crédito a lo que había dicho su hermana, dudó un momento, pero con la ayuda de Cerball, su consejero bardo, volvió a sentarse. El abad Ségdae no se había movido. Estaba pálido y parecía sumamente conmocionado por lo ocurrido.

El príncipe de los Uí Fidgente intercambió una sonrisa triunfante con Solam.

Tras restablecer en parte el orden, el brehon Rumann reprobó a Fidelma.

– Fidelma de Cashel, os he ofrecido mucha libertad en esta vista. Ya no puedo permitirlo. Al comienzo de este juicio os he informado sobre los principios generales que espero en un tribunal. Ningún abogado puede cambiar su alegato y traicionar los intereses de su cliente. Se os declara culpable de contravenir las normas de este tribunal y se os multa…

¡Brehon Rumann! -solicitó Fidelma, en un tono tan cortante que hizo callar al jefe de los brehons-. No he cambiado mi alegato, ni he traicionado los intereses del rey de Muman. Permitid que me explique.

Rumann la miró de forma estúpida.

– Es evidente que habéis cambiado vuestro alegato, pues en el discurso inicial habéis dicho con claridad meridiana, ante testigos… -arguyó y, leyendo un papel que le pasó un escriba, añadió-: Habéis dicho que no había ninguna conspiración por parte del rey de Muman para asesinar al príncipe de los Uí Fidgente; habéis declarado sin asomo de duda que así lo demostraríais. Y ahora decís que era una conspiración del rey de Muman.

Fidelma movió la cabeza, objetando:

– No. Doy un uso muy preciso al lenguaje, como espero que lo haga este tribunal. He dicho que no puedo absolver a los Eóghanacht de la responsabilidad. En ningún momento he dicho que Colgú fuera responsable. Sabio juez -prosiguió Fidelma-, permitidme presentar la resolución de este asunto a mi manera.

Los brehons Dathal y Fachtna se ladearon hacia Rumann, y los tres jueces sostuvieron una conversación susurrada. Luego Rumann se dirigió a ella:

– Vuestra petición es inusitada. Con todo, puesto que al parecer la paz de este reino depende de este asunto, os concederemos permiso para presentar vuestros argumentos.

Fidelma dejó escapar un suspiro de alivio.

– Éste no ha sido un caso corriente. De hecho, durante cierto tiempo me confundió otro asunto que parecía relevante para resolverlo, pero que sólo resultó ser una serie de acontecimientos que, sin estar relacionados, se toparon con una de las conspiraciones más horrendas que se han urdido para destruir el reino de Muman.

La sala prorrumpió en un clamor, y Rumann tuvo que golpear con el martillo varias veces.

Solam se puso en pie.

– ¿Afirmáis ahora que hemos conspirado para derrocar el reino de Colgú? -refutó-. ¡No sé qué pensar! Parece decir una cosa distinta a cada momento.

Fidelma alzó las manos al aire.

– Sabios jueces, el camino más corto hacia la verdad es que se me conceda tiempo para explicarme a mi manera.

– Ese permiso ya se os ha concedido -confirmó Rumann-. No habrá más interrupciones hasta que la abogada de Cashel haya concluido.

Solam volvió a su asiento de mala gana.

– Muy bien -dijo Fidelma-. No es necesario decir que existen tensiones entre Muman y el reino del norte de Ulaidh. Los Uí Néill y los Eóghanacht han estado en desacuerdo desde que se repartieran el país en una época inmemorial, cuando Eremon gobernaba en el norte y Eber Fionn gobernaba en el sur. Los Uí Néill, descendientes de Eremon, creían, al igual que el propio Eremon, que les correspondía gobernar los cinco quintos de Éireann. Éste ha sido, y sigue siendo, el origen de las tensiones en este país. Incluso ahora, cuando ya queda atrás un pasado pagano, los jefes de la Fe se han dividido según esas definiciones políticas. En Armagh, el comarb de Patricio apoya al rey de los Uí Néill, mientras que en Muman, el comarb de Ailbe guarda lealtad a los Eóghanacht.

– ¡Historia! -se burló Solam casi hablando para sí-. ¿Es necesario perder el tiempo con una lección de historia? ¿Qué necesidad hay de ser tan vago?

Fidelma se dirigió a él con enfado.

– Sin historia estaríamos condenados a seguir siendo niños, sin saber quiénes somos ni de dónde venimos. Si no conocemos el pasado, no comprenderemos el presente; y si no entendemos el presente, no podremos crear un futuro mejor -le aclaró, y volvió a dirigirse a los jueces-: Sabios jueces, tened presente esas tensiones históricas, pues son importantes.

Hizo una breve pausa. En la Gran Sala no se oía ni un resuello. Todos recordaban la tirantez y las envidias que había descrito Fidelma. Y no menos los Uí Fidgente, a quienes los ambiciosos monarcas Uí Néill habían apoyado en diversas tentativas contra Cashel.

– A continuación precisaré los hechos. Permitidme empezar diciendo que en el reino de Muman hay un joven príncipe que está poseído por una ardiente ambición. Ansía, busca el poder y, para hacerse con él, no contempla ni la ley ni la moralidad.

– ¡Decid quién es! -saltaron varias personas.

– Así lo haré -respondió Fidelma sin inmutarse-. Pero a su debido tiempo. En su ansia de poder, este joven planeó derrocar al rey de Muman con el propósito de ocupar el vacío de poder. Muman es un reino grande y fuerte, pero tiene una debilidad. ¿Y cuál es?

Fidelma se volvió hacia Donennach, el príncipe de los Uí Fidgente, que se ruborizó y torció el gesto.

– Se sabe que los Uí Fidgente han reivindicado desde hace tiempo su derecho a ocupar el trono en Cashel -dijo.

– No lo negaré -respondió Donennach con desafío-. Es un hecho histórico, como vos misma habéis subrayado: es un hecho histórico.

– Exactamente -coincidió Fidelma con una sonrisa-. A lo largo de los siglos, los Eóghanacht se han enfrentado en innúmeras batallas contra los Uí Fidgente. El botín siempre ha sido Cashel. Y este joven que, os diré de antemano, es un príncipe de esta tierra, ideó un astuto plan para fomentar disensiones en el seno de Muman. Pretendía organizar un asesinato. El asesinato del rey de Cashel. El intento de asesinato del príncipe de los Uí Fidgente era una cortina de humo para ocultar su verdadero objetivo…

Tuvo que hacer una pausa porque el tumulto se había vuelto ensordecedor. Tanto Solam como Donennach estaban de pie, gritando, mientras los guerreros Uí Fidgente, con Gionga a la cabeza, se habían puesto a patalear en muestra de desaprobación. En las grandes salas, durante banquetes o juicios, no se permitía a nadie la entrada con armas. Dado el dramatismo de la escena, Eadulf sabía que si Gionga y sus hombres hubieran tenido armas en las manos la situación habría sido grave.

El brehon Rumann hizo lo posible por recuperar el control y, por el mero peso de su personalidad, logró restaurar el orden. Se disponía a hablar, cuando Fidelma reanudó la exposición.

– A fin de perpetrar el plan y a sabiendas de que los Uí Fidgente irían a Cashel un día determinado, dicho príncipe envió a un mensajero de confianza a los Uí Néill de Ailech para revelarles su propósito y pedir apoyo a su rey, tan ambicioso como él. Encontró el apoyo que buscaba. En Armagh había un tal hermano Baoill que compartía la creencia de que los Uí Néill y Armagh debían dominar los cinco reinos. Por una curiosa coincidencia, Baoill era el hermano gemelo del hermano Mochta, el conservador de las Santas Reliquias de Ailbe.

«Entonces el plan se complicó. La idea no consistía simplemente en asesinar al rey de Muman, sino en sumir al reino en un caos absoluto, e intentar robar y ocultar las Santas Reliquias de Ailbe. Creo que no hace falta explicar que las Reliquias no sólo son un icono de valor incalculable, sino también el símbolo político de todo el reino de Muman. Ailbe era nuestro guardián espiritual. La desaparición de sus Reliquias sería causa de alarma y desesperación para nosotros. ¡Pensad sólo en la combinación! La muerte de nuestro rey, la pérdida de las Reliquias…

»Con todo, los conspiradores no estaban satisfechos. Por si aquello fracasaba, los Uí Néill de Ailech enviaron una banda de sus hombres a este reino. No es la primera vez que tal cosa ocurre. Fue la banda de mercenarios que atacó Imleach y cortó el tejo sagrado.

El brehon Dathal se inclinó hacia delante.

– Sin embargo, los jinetes tallaron en el árbol un jabalí rampante, que es el símbolo de los Uí Fidgente.

– Para que la culpa recayera en los Uí Fidgente. Empecé a sospecharlo al ver que el atacante capturado, al que por desgracia habían matado, llevaba una espada que había visto en mis viajes por el norte. Era una claideb dét, una espada ornamentada con dientes de animal. Me llevó cierto tiempo recordar que tales espadas solamente se fabrican en la región de Clan Brasil. Baoill llevaba una espada de esa clase durante su tentativa de asesinato. Y Armagh se halla en la región de Clan Brasil.

Solam la miró con perplejidad, al comprender adónde quería ir a parar.

– ¿Estáis diciendo entonces que los Uí Fidgente son parte inocente en todo esto? ¿Que no pretendéis culpar a Donennach ni acusarle de conspiración?

Fidelma sonrió al instante.

– Me temo que, desde el momento en que Gionga bloqueó el puente del Suir con sus guerreros, las acciones de los Uí Fidgente no contribuyeron a defender su inocencia. Ahora bien, ésa no fue la única acción que me confundió. Lo que me confundió durante un tiempo fueron ciertos sucesos que casi nada tenían que ver con la conspiración.

– Que eran… -quiso saber Solam, ya más relajado en su lugar.

– La implicación de Samradán. Volveré a ello enseguida. Prosigamos con la historia principal. Ese joven y ambicioso príncipe aguardaba ahora la ayuda de Ailech. El mensajero de Ailech era el hombre que conocemos como el arquero, Saigteóir. A Armagh y al comarb de Patricio envió a Samradán. El arquero era, claro está, el hombre que intentó asesinar a Colgú. Solamente el adalid de la conspiración conoce el verdadero nombre de aquél, pues fue él mismo, el ambicioso y joven rígdomna, quien entregó al arquero el emblema de la Cadena de Oro, con instrucciones de soltarla al huir, tras el asesinato.

»E1 arquero había vuelto a Muman con el hermano Baoill, a quien el comarb de Patricio había enviado desde Armagh al conocer la relación fraternal entre Baoill y Mochta. Baoill trató de ocultar la tonsura de san Pedro dejándose crecer el pelo, pero no tuvo demasiado tiempo para taparla del todo. Entonces se puso en contacto con su hermano Mochta en Imleach. Al principio, Baoill tanteó a su hermano para tratar de persuadirlo para que se uniera a la conspiración. Al no conseguirlo, Baoill intentó hacerse con las Santas Reliquias mediante ardides primero, y luego por la fuerza. Solamente consiguió usurpar el crucifijo de Ailbe.

»En ese incidente, el hermano Mochta resultó herido. Tras relatar lo ocurrido a su compañero, el hermano Bardán, y apercibirse de que se estaba urdiendo una conspiración, optaron por esconder al hermano Mochta con las Reliquias restantes, hasta que Bardán encontrara a alguien en quien pudieran confiar.

– ¿Por qué no confiaron en su abad? -preguntó el brehon Dathal.

– Según me contó Mochta, dado que el abad es un hombre honesto, habría insistido en devolver las Reliquias a la capilla. A raíz de las amenazas de Baoill, Mochta y Bardán averiguaron que enviarían guerreros para atacar la abadía y robar las Reliquias. Creyeron que si Mochta y las Reliquias desaparecían, no habría ninguna razón para que aquéllos atacaran Imleach.

– Pero al final atacaron -interrumpió el brehon Rumann.

– Sí, pero no a la propia abadía. Baoill y el arquero ya habían puesto en práctica un plan alternativo. No olvidéis que el objetivo principal de estos actos era causar alarma y desaliento entre la gente de Muman, a fin de dividir el reino. Asimismo, un ataque en el cual se cortara y destruyera el tejo sagrado de los Eóghanacht sería devastador para Muman. En cuanto se supo que las Santas Reliquias y Mochta habían desaparecido de la abadía, el gran tejo se convirtió en el objetivo más lógico. Era lo único que podía causar el efecto de alarma y desaliento en Muman.

El brehon Fachtna intervino por primera vez durante la exposición.

– Es interesante la historia que narráis, Fidelma de Cashel. Habéis eximido de culpa al príncipe de los Uí Fidgente. Lo que contáis será más interesante todavía si nos dais el nombre del principal conspirador. ¿Quién está detrás de esta conspiración?

– Un carrero de Samradán fue quien me puso por primera vez en el buen camino.

El brehon Dathal puso cara de asombro.

– ¿Del mercader Samradán? ¿Decís que era un mensajero de Armagh, del comarb de Patricio?

– En realidad me dijo que había ido dos veces a Armagh en los últimos dos meses. Era un hombre tan exento de malicia, que comprendí que quizá ni él mismo sabía en qué estaba metido. Sólo le preocupaban las actividades ilegales de Samradán.

– ¿Actividades ilegales? -preguntó el brehon Rumann-. ¿Se halla este hombre en la sala?

– No, anteanoche lo asesinaron. Lo asesinaron porque pensaban que podía conducirme hasta el verdadero conspirador.

Aquellas palabras levantaron un murmullo de sorpresa en la Gran Sala.

– Samradán era un mercader dedicado sobre todo al comercio ilegal. Él y sus hombres habían encontrado una pequeña mina de plata cerca de Imleach. De hecho, está en un terreno propiedad de la abadía. La mina de plata no pertenecía a Samradán. Como actuaba bajo los auspicios de nuestro principal conspirador (recordad que es un noble poderoso), ese mismo príncipe le animaba a extraer el mineral y se llevaba un porcentaje del botín. En aquella conspiración minera había otra persona…

Nion, el bó-aire de Imleach, estaba intentando salir de la sala a hurtadillas.

– ¡Capa! -llamó Fidelma, y señaló al herrero.

El fornido capitán de la escolta de Colgú agarró al herrero por el hombro con una fuerza sin par, que lo obligó a detenerse en seco.

– Traedlo ante el tribunal -ordenó el brehon Rumann.

Nion estaba pálido.

– No tengo nada que ver con la conspiración para derrocar a Cashel -dijo casi sin aliento.

– ¿Reconocéis que teníais que ver con este… este tal mercader, Samradán? -preguntó el brehon Rumann.

– Eso no lo niego. Tan sólo traté con él porque me traía la mena. Yo extraía la plata, y a veces la trabajaba.

Mientras Nion hablaba, Fidelma iba asintiendo con la cabeza.

– Sí, tengo entendido que en ocasiones, con esa plata, hacíais unos magníficos broches con la forma del símbolo solar. Por desgracia, los jinetes destruyeron vuestra forja, por lo que el día que siguió al asalto, Samradán tuvo que abandonar la mina llevándose solamente el saco de plata que habíais podido refinar, aparte de un saco de mena sin refinar.

– No di abasto -dijo Nion, dándole la razón.

– ¿Visteis alguna vez al protector de Samradán?

– Nunca. Yo no tenía nada que ver con ningún plan para derrocar a Cashel…

Fidelma se dirigió a los jueces.

– Ahí residía mi confusión -admitió-. Durante un tiempo pensé que Samradán y la actividad ilegal en la mina eran la clave del problema. Sobre todo cuando descubrí que la mina se hallaba en el mismo dédalo de túneles donde se escondían Mochta y las Santas Reliquias. Fue una mera coincidencia que el hermano Bardán, de camino a reunirse con Mochta, se topara con la operación minera de Samradán, y que éste lo apresara y lo llevara a Cashel con él. Samradán no podía asumir la responsabilidad de la muerte de un clérigo, de manera que escondió a Bardán en el almacén, a la espera de recibir instrucciones de su protector. El príncipe decidió que había que matar tanto a Samradán como al hermano Bardán, pues sospechaba que podían conducirme hasta él. Samradán estaba muerto cuando lo encontré. Por suerte, conseguí liberar a tiempo a Bardán, que estaba amordazado en un almacén. Se halla en el tribunal como testigo.

– Decís, sin embargo, que fue Samradán quien os puso en el buen camino. Pero si estaba muerto cuando lo hallasteis, ¿cómo pudo hablar con vos? -preguntó el brehon Rumann.

– No. Me refería al carrero de Samradán -corrigió Fidelma-. El carrero acudió a mí para facilitarme información sobre el arquero y Baoill. Como veis, el carrero, cuyo nombre nunca se supo, no sabía de la implicación de su amo en el asunto; ni siquiera sabía que su amo tenía un protector. Samradán creía que yo estaba en Imleach para descubrir su operación minera ilegal, pues yo misma había cometido la estupidez de ponerle sobre aviso al preguntarle si comerciaba con plata, cosa que negó. Samradán hirió de muerte a su carrero. Antes de morir, éste alcanzó a decir, estando presente el hermano Eadulf -afirmó, mirando hacia donde estaba sentado-, ciertas cosas que me llevaron al hermano Mochta. Y, lo que es más importante, se refirió a un momento en que vio al arquero, que se alojaba en la misma posada, reunirse con un hombre al que no pudo identificar. Dijo que era un joven abrigado con una capa. Era de noche.

– Si no pudo identificar al hombre, ¿cómo es posible que ese dato pudiera apuntar a una pista tan significativa? -preguntó el brehon Fachtna.

– El arquero se dirigió al hombre como rígdomna, príncipe, indicando de ese modo el rango de aquella persona. Éste era el principal conspirador. El hermano Bardán también oyó hablar con Samradán a unos jinetes y oyó decir que el rígdomna estaba confabulado con un comarb.

Fidelma miró hacia el lugar donde seguía Nion, cerca de Capa, que no le quitaba el ojo de encima. Luego se volvió hacia Finguine, el príncipe de Cnoc Áine.

– Que Finguine se siente ante los jueces -solicitó con cortesía.

Una nueva ola de susurros se desató en la Gran Sala.

Finguine se puso en pie, vacilante, con las facciones tensas por una súbita inquietud.

– Acercaos -dijo el brehon Rumann con voz cavernosa-. Acercaos, Finguine.

El joven príncipe de Cnoc Áine avanzó despacio.

– Llegasteis a Imleach justo después del asalto, ¿no es así? -preguntó Fidelma.

– Así es.

– En ese momento, ¿estabais seguro de que se trataba de un ataque de los Uí Fidgente?

– Sí -respondió Finguine-. Así lo creía Nion y, además, así lo demostraba el jabalí tallado en el árbol y el hecho de que los jinetes huyeran rumbo al norte tras el ataque. Todo apuntaba a que eran los Uí Fidgente.

– Como se esperaba que fuera -coincidió Fidelma-, claro que con una excepción: el jinete que capturamos.

– Sí, pero murió antes de que pudiéramos identificar quién era… -empezó a decir Finguine.

– La noche antes de que salierais de Imleach, el hermano Bardán acudió a vos en la capilla para confesaros que conocía el paradero del hermano Mochta y las Santas Reliquias.

Finguine señaló a los testigos.

– El hermano Bardán está ahí sentado. Él os lo confirmará.

– ¿Acordó traeros a Mochta y las Santas Reliquias?

– Sí.

– ¿Debo considerar, por tanto, que es coincidencia que Solam se uniera a vos aquella mañana?

– Sucedió del modo en que os lo conté. Me vi obligado a escoltarlo hasta Cashel. Pero nos retrasamos porque había dado mi palabra a Bardán y él no aparecía. A Solam sólo le conté lo que consideré necesario. Más tarde supe que os habían visto en el camino que lleva al puente de Ara, con el sajón y el hermano Mochta. Según la descripción, llevabais algo que sólo podía ser el relicario. En cuanto a Bardán, en fin, había desaparecido.

– ¿Cómo descubristeis dónde había escondido al hermano Mochta y las Santas Reliquias?

– Nion os vio salir de la casa de Della. No hizo falta mucha imaginación para indagar y averiguar que erais amigas.

– ¿Por eso fuisteis a casa de Della y os llevasteis a Mochta y el relicario? Todavía hay algo que no me explico. En más de una ocasión habéis declarado vuestras sospechas hacia los Uí Fidgente. Si así es, ¿por qué os hicisteis acompañar por Gionga de los Uí Fidgente para registrar la casa de Della?

Finguine miró nervioso a los jueces.

– Fue necesario actuar sin dilación alguna en cuanto Nion me informó. Me hallaba con Solam cuando Nion vino a hablar conmigo. Así, Solam insistió en que Gionga me acompañara, ya que abrigaba sospechas y quería un testigo de los Uí Fidgente. Como no tuve tiempo de mandar traer a mis guerreros, tuve que fiarme de Gionga.

Solam se dio la vuelta y asintió para confirmar lo dicho.

– Así fue, Fidelma.

– Una vez descubristeis que había traído al hermano Mochta y el relicario a Cashel, Finguine, ¿por qué creísteis necesario llevároslos, si yo los había puesto a buen recaudo?

Finguine parecía incómodo y luego sostuvo un momento la mirada de su prima.

– Porque creíamos que vos estabais tras la conspiración contra Cashel.

Rara vez se asombraba Fidelma hasta quedarse sin habla, pero así fue.

Su silencio animó a Finguine a seguir.

– Acababais de regresar a este reino tras pasar años fuera. De joven os marchasteis a estudiar con el brehon Morann de Tara. Luego fuisteis a la abadía de Cill Dara, donde pasasteis años. Habéis estado en el extranjero, en el reino de Oswy de la tierra de los Anglos y en Roma. ¿Cómo íbamos a confiar en vos?

– Aún no entiendo qué os hacía sospechar que estuviera envuelta en una conspiración de estas características -dijo Fidelma, poniendo al fin palabras a su asombro.

Nion salió en defensa de Finguine.

Yo conté a Finguine lo que había oído de Samradán. Una vez se jactó de lo poderoso que era su protector; de que era alguien muy próximo al rey de Cashel. Nunca concretó si era hombre o mujer. Hasta ahora no sabíamos que se refería a él como rígdomna.

– ¿Aun siendo rígdomna masculino, y no femenino? -le preguntó Fidelma con regocijo.

– Esto no es cosa de risa -interrumpió el brehon Rumann con enfado-. Con vuestra argumentación, casi os habéis colocado en la posición de principal sospechosa.

Fidelma se puso seria de pronto.

– En tal caso, será mejor que llegue a la conclusión, sabio juez, antes de que me declaréis culpable de conspiración. Una pregunta más. ¿Qué hacíais en la casa de Samradán la otra noche?

Finguine arrugó la frente.

– ¿La otra noche? Estaba buscando a Samradán, quería hacerle unas preguntas. Fui a caballo hasta su casa, pero al llamar a la puerta no me contestó.

– ¿No entrasteis?

– Ni siquiera bajé del caballo. Simplemente fui hasta la puerta y llamé. Al no haber nadie, me marché. Al día siguiente me llegó la noticia de su muerte… de su asesinato.

– Samradán me proporcionó la respuesta aun después de muerto -comentó Fidelma.

Un silencio glacial volvió a imponerse, y todos los presentes se inclinaron para escucharla bien.

– He mencionado que había cometido la necedad de preguntarle si comerciaba con plata, pues eso había oído decir. Lo negó porque su comercio era ilegal. Aparte de sus empleados y de Nion, que extraía la plata del mineral, sólo su cómplice en la conspiración conocía su actividad minera. Su cómplice era el rígdomna que pretendía derrocar el gobierno de Muman.

»Cuando ese hombre, ese joven rígdomna, entró a caballo en Cashel esa mañana, levantó la mano para dar la señal a los asesinos de disparar a Colgú. El simple hecho de que Colgú se inclinara inesperadamente hacia delante para saludarme hizo fallar al asesino. La segunda flecha dio exactamente adónde iba dirigida, y causó a Donennach una herida dolorosa, si bien leve. A continuación, Gionga, que había avistado a los asesinos, se lanzó tras ellos a galope tendido.

»Ahora bien, lo último que el cabecilla quería era que capturaran vivos a sus cómplices, ya que si morían, la conspiración aún podría seguir adelante. A uno de ellos, le había entregado el emblema de la Cadena de Oro, con la orden de soltarla en el lugar donde él se hallaba. Sin embargo, no había reparado en que el segundo de sus hombres, Baoill, aún llevaba encima el crucifijo de Ailbe, que sería la primera pista que conduciría a los conspiradores.

– ¿Decís con esto que Gionga actuó de forma equivocada al matar a los asesinos? -la interrumpió Solam.

– Gionga hizo lo que consideró oportuno. Mató a los asesinos pensando que estaba en peligro. Seguramente, si hubiera vacilado, el principal conspirador, que cabalgaba tras él, habría procurado matar a los dos hombres con algún pretexto antes de que pudieran hablar. Al final los dos hombres murieron, pero Gionga no tiene la culpa.

Gionga se había puesto de pie; tenía la frente arrugada, como si cavilara. Recordaba el incidente con mayor nitidez después de oír a Fidelma.

Ésta lo miró desde el otro lado de la sala para infundirle ánimo.

– Gionga, ¿me equivoco, o la persona que os siguió de cerca, y se aseguró de que matarais a los dos hombres en el almacén de Samradán, fue el mismo que sugirió que yo estaba decidida a inventarme pruebas para incriminar al príncipe Donennach? ¿No os insinuó él mismo que sería un acierto por vuestra parte apostar una guardia en el puente para impedirme partir a Imleach?

La cara de Gionga se iluminó, y asintió rápidamente.

– Así es, pero él…

– Sin daros cuenta, os hizo caer en una trampa, pues al enviar a los guerreros para cortarme el paso, sólo conseguisteis infundir más sospechas sobre vuestro príncipe. Con tal acción agravasteis la sospecha de culpa de los Uí Fidgente.

Gionga se llevó una mano a la frente y gruñó.

– No había pensado en eso.

– ¿Quién es ese hombre? -interpeló el brehon Rumann con frustración-. Basta ya de insinuaciones. Decid su nombre.

– ¿Quién alzó la mano cuando la escolta del rey Colgú entró en la plaza del mercado aquella mañana? -preguntó Fidelma-. Todos creímos que fue una señal para sus jinetes, cuando en realidad iba dirigida a los asesinos. ¿Quién fue con su caballo a la zaga de Gionga? ¿Quién sugirió a Gionga apostar guerreros en el puente sobre el río Suir? ¿Quién me dijo, en un momento en que bajó la guardia, que había comprado a Samradán cierto broche de plata, cuando la actividad minera era tan secreta que, aparte de Nion, la única persona que podía haber sabido de ella era su cómplice y protector?

Muy despacio, Donndubháin se había levantado de su sitio para aproximarse a Fidelma y ponerse de cara a ella, delante de los brehons. Había guardado silencio a lo largo del juicio. Había permanecido sentado, impertérrito ante el desarrollo de los hechos, con un semblante inconmovible. Había mantenido la vista al frente, sin mirar a diestro ni siniestro. Había llegado el momento en que todos ya sabían a quién estaba acusando Fidelma. Aun entonces fue capaz de mantener un gesto.

– ¿Qué pretendéis hacerme, prima? -dijo con benevolencia, pero con la mirada dura y sin parpadear.

– ¿Que qué pretendo haceros? ¿Yo a vos? Sois el artífice de una vil conspiración, primo. Os mostrasteis airado y celoso cuando eligieron tanist a Colgú, y luego, cuando lo nombraron rey de Muman, pues considerabais que el reino os correspondía por derecho. Y cuando os nombraron tanist, presunto heredero de Colgú, no os bastó. Colgú era joven y, a menos que aconteciera un accidente imprevisto, no podríais aspirar a ser rey. Por tanto, decidisteis precipitar ese «accidente».

»Colgú sería asesinado. Se culparía a los Uí Fidgente. El desorden y la confusión desmembrarían Muman y entonces vos, estimado primo, entraríais en escena para reclamar el trono con la promesa de volver a unir el reino. Contaríais con el apoyo del reino entero para invadir a los Uí Fidgente y, con las cenizas de esa tierra, rendiríais tributo a los Uí Néill y, así, permitiríais que Mael Dúin de Ailech volviera a extender su mano manchada de sangre para dominar nuestro reino.

Muchos de los presentes se habían levantado de sus sitios para agolparse hacia el lugar donde se desarrollaba el espectáculo. La aglomeración obligó a Eadulf a levantarse y a terminar colocándose delante de la multitud. Se aferró con desespero al bordón para mantener el equilibrio y no caerse. Al final acabó ocupando una posición próxima a Donndubháin y Fidelma. No le gustó nada el cambio que se estaba produciendo en el semblante del tanist, cuyas hermosas facciones se estaban desencajando en una máscara de odio descontrolado. Era indiscutible que Fidelma había puesto el dedo en la llaga.

El tanist de Cashel intentó poner cara de suficiencia al negar la acusación una vez más.

– Los brehons quieren pruebas y no suposiciones, prima -dijo, tratando de dar un tono incrédulo sin conseguirlo-. ¿En qué pruebas basáis este increíble sinsentido?

– ¿No os parecen pruebas suficientes las que os he dado? Aquí está Gionga. Él mismo os dirá cómo lo persuadisteis de enviar a sus guerreros…

– ¿Y qué si lo hice? No podéis demostrar nada más. Baoill y Fedach están muertos y…

Fidelma lo interrumpió esbozando una amplia sonrisa.

– ¿Qué nombre habéis dicho? -preguntó en voz baja.

– Baoill y… -dijo, y calló, percatándose de su desliz.

– Creo que habéis llamado Fedach al arquero… Ya he dicho antes que nadie sabía su nombre, ¿no es así?, que la única persona viva que podía saberlo era…

– Con esta prueba no basta, podría haberlo oído decir a alguien y…

– Cuando decidisteis matar a Samradán la otra noche, cometisteis un error fatídico. Sin ese asesinato, el rompecabezas, las piezas del tomus al que jugábamos de niños, no habrían encajado.

– Pero si yo os llevé hasta los caballos del asesino, que habían ocultado en la cuadra de Samradán -protestó Donndubháin-. ¿Acaso procedería así un hombre culpable?

– Sí, porque vos mismo los escondisteis allí. En ese momento Samradán se hallaba en Imleach. Esos caballos habían estado ocultos en otra parte. Acaso en vuestra propia cuadra. Los llevasteis a Samradán la misma tarde que lo matasteis, a fin de cerrar el círculo, y que un muerto cargara con la culpa. Cometisteis un error al mostrarme esos caballos con el propósito de que dejara de lado las pistas que me conducían a vos. Aún estaban calientes y sudados por haber cabalgado desde el lugar donde habían estado los últimos días. Ya descubriremos cuál de vuestros sirvientes escondió los caballos acatando vuestras órdenes. Hemos sabido el nombre del arquero por vuestra propia boca: Fedach.

– ¡Eso es ridículo! Que conozca su nombre no demuestra nada.

– Quitasteis de los caballos todos los objetos que pudieran identificarlos, salvo el símbolo de los Uí Fidgente en la silla, que esperabais que me convenciera de que el culpable era el príncipe Donennach. Vaciasteis el portamonedas del arquero, algo bastante estúpido, pues reveló que todo había sido amañado. Sin embargo, pasasteis por alto una moneda. Un píss, una moneda de los Uí Néill de Ailech.

La mostró al público.

– La moneda me demostró que el arquero había estado en Ailech recientemente.

– Pero no demuestra que yo estuviera al servicio de Ailech -se defendió Donndubháin-. Ni demuestra mi culpabilidad.

– No, pero la muerte de Samradán me demostró que lo matasteis. ¿Dónde está vuestro broche de plata, el que dijisteis que habíais comprado a Samradán; el que se hizo a partir de la plata obtenida de la actividad minera ilegal que ejercíais con él? ¿El que el mercader pidió al herrero Nion que hiciera especialmente para su protector, con cinco granates?

Donndubháin se llevó la mano al hombro en un ademán involuntario y palideció.

Fidelma tenía en la mano el broche que había tomado de entre los dedos del cadáver de Samradán. Lo sostuvo en alto para que todos lo vieran.

– Lo hallé en la mano cerrada de Samradán. Durante el forcejeo por salvar su vida lo arrancó de la capa de Donndubháin, llevándose un poco de tela.

– No podéis demostrar que es mío. Un broche de oro con un símbolo solar y granates en las puntas -se burló Donndubháin-. He visto otros iguales. ¡Mirad! -exclamó, señalando a Nion, que, en efecto, llevaba un emblema solar parecido, con granates rojos, y luego, con enfado, señaló a Finguine-. ¡Y mirad! Él lleva uno exactamente igual.

Moviendo la cabeza, Fidelma asintió:

– Sí, Nion también forjó el broche de Finguine. Por eso se parecen tanto, porque son broches elaborados por el mismo artesano que hizo el vuestro. No obstante, mientras los emblemas que llevan Nion y Finguine tienen tres granates rojos, éste, que fue encargado especialmente para vos, tiene cinco. Vi que lo llevabais el día del intento de asesinato. ¿Por ventura representan los cinco reinos de Éireann? ¿Tan grande es vuestra ambición, Donndubháin?

Donndubháin actuó con tanta rapidez que todo sucedió en un instante. Introdujo una mano en su camisa y sacó una daga que escondía en la pretina, al tiempo que agarraba a Fidelma con la otra mano. Al no esperar aquel movimiento, al instante su primo la tenía aprisionada con la espalda contra el torso y la daga al cuello.

– ¡Donndubháin! -gritó Colgú, levantándose de un salto-. ¡No seáis necio! ¡No podréis escapar!

En la Gran Sala se había desatado el caos y la gente gritaba, alarmada.

– Si no puedo, vuestra preciosa hermana morirá conmigo -amenazó el príncipe entre la multitud.

La daga estaba tan cerca del cuello, que por el filo se deslizó un hilillo de sangre.

– Decidle a Capa que me ensille un caballo enseguida. No quiero trampas, pues Fidelma viene conmigo… -ordenó Donndubháin.

Empezó a retroceder poco a poco, apartándose de los jueces, que lo observaban con el semblante pálido, y de las miradas alarmadas de los presentes.

Entonces se oyó un ruido apagado. La mano en que Donndubháin tenía la daga tembló y ésta cayó de sus dedos inertes al suelo. Acto seguido, el cuerpo inconsciente del tanist de Cashel se desplomó.

Fidelma se dio la vuelta con los ojos muy abiertos, respirando agitadamente.

Allí de pie estaba Eadulf con gesto de preocupación. Entre ambas manos tenía agarrado el bordón. En cuanto sus ojos se encontraron con los de Fidelma, sonrió.

– Lo que sirve para un canis lupus puede servir también para un lobo humano.

Fidelma echó atrás la cabeza soltando una carcajada de alivio y abrazó a su compañero.


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