CAPÍTULO XX

Durante el trayecto de vuelta a Cashel desde el Pozo de Ara no sufrieron ningún contratiempo. Para su sorpresa, ningún guerrero vigilaba el puente que cruzaba el río Suir a la altura de la pequeña bifurcación de Gabhailín, por donde les habían prohibido pasar hacía unos días. No obstante, al considerarlo mejor, Fidelma se percató de que era lógico que Gionga hubiera retirado a sus guerreros al saber que había conseguido llegar a Imleach. Eadulf expresó con palabras el problema al que Fidelma había estado dándole vueltas desde que salieran de la posada de Aona.

– ¿Es prudente llevar al hermano Mochta hasta la propia ciudad de Cashel? -preguntó-. Podría correr serio peligro, y aún faltan días para la vista ante los brehons.

El hermano Mochta se sentía algo mejor tras la noche de descanso, y las heridas le dolían menos.

– Estoy seguro de que estaré a buen recaudo entre los religiosos de Cashel, ¿verdad? -preguntó Mochta.

– Preferiría que en Cashel nadie supiera de vuestra presencia ni de la del relicario hasta el último momento -anunció Fidelma-. Hay un camino secundario poco transitado que bordea la ciudad y queda cerca de la casa de una amiga. Mochta puede quedarse con ella hasta el día de la vista.

– ¿En la propia ciudad? ¿Es prudente? -insistió Eadulf.

Se refería a que en las ciudades casi nadie atrancaba nunca las puertas y entraba y salía a sus anchas de las casas vecinas. Por lo general, las ciudades estaban formadas por viviendas que pertenecían a clanes familiares que habían ido creciendo con el tiempo, de manera que no había temor a los desconocidos.

– No os preocupéis -contestó Fidelma-, mi amiga no suele recibir visitas.

– Creo que os estáis tomando demasiadas molestias innecesarias -sugirió el hermano Mochta-. ¿Quién iba a hacerme daño en el palacio real de Cashel?

Fidelma frunció un momento los labios.

– Eso es precisamente lo que debemos descubrir -aclaró en voz baja-. Mi hermano me planteó la misma pregunta.

Algo más tarde llegaron a Cashel a través del camino secundario, guiados por ella. Al llegar al límite de la ciudad, Fidelma dejó a Eadulf y al hermano Mochta al abrigo de unos arbustos, tras explicarles que se adelantaría para preparar el terreno.

Regresó a los pocos minutos. El hermano Mochta se mostró preocupado al ver que Fidelma no llevaba consigo el relicario que había custodiado desde que salieran de Imleach. Fidelma, por su parte, se dio cuenta de la inquietud en su mirada y le aseguró que aquél estaba a salvo con su amiga. Los llevó a una casa de las afueras, un poco apartada de las demás. Se trataba de una estructura de tamaño medio con excusado exterior y granero propios. Fidelma los dirigió de inmediato al granero, que hacía las veces de cuadra. Eadulf ayudó al hermano Mochta a desmontar del potro, mientras Fidelma amarraba los caballos.

El hermano Mochta se apoyó en él para llegar hasta la casa, siguiendo a Fidelma. La puerta se abrió y, juntos, ayudaron al hermano convaleciente a entrar. Antes de cerrar la puerta, Fidelma echó una rápida mirada para asegurarse de que nadie les había visto.

Dentro había una mujer de baja estatura. Tenía más de cuarenta años, aunque la madurez no había deslucido la frescura de sus rasgos, ni su abundante cabellera dorada. Llevaba un vestido ligero que acentuaba una bella figura con caderas que no se habían ensanchado y miembros bien proporcionados.

– Os presento a mi amiga Della -anunció Fidelma-. Os presento al hermano Mochta, que se quedará con vos, y al hermano Eadulf.

Eadulf sonrió sin disimular su agrado ante aquella atractiva mujer.

– ¿A qué se debe que nunca haya visto a esta amiga de Fidelma en la corte de Colgú? -preguntó a modo de saludo, pero enseguida vio que había dicho algo inapropiado.

– No suelo aventurarme a salir de casa, hermano -respondió Della, que pese a lo solemne de su voz, algo tenía de atrayente-. Vivo recluida. La gente de Cashel así lo respeta.

Fidelma añadió casi con brusquedad, como si quisiera subsanar una falta de cortesía:

– Por ese motivo el hermano Mochta estará seguro aquí hasta el día de la vista.

– ¿Vivís recluida? -preguntó Eadulf, confuso-. No debe de ser fácil vivir así en esta ciudad.

– Es posible aislarse en medio de una multitud -respondió Della con serenidad.

– Vos cuidaréis del hermano Mochta, ¿verdad, Della? -solicitó Fidelma, lanzando una mirada a Eadulf como indirecta de que ya había hablado más de la cuenta.

Della sonrió a su amiga.

– Os doy mi palabra, Fidelma.

Della ya estaba ayudando al monje herido a tomar asiento. Al ver el relicario de san Ailbe, el hermano Mochta se tranquilizó visiblemente.

Fidelma tomó a Eadulf del brazo, que se había quedado allí de buen grado hablando de los principios de la soledad, y lo instó a ir hacia la puerta.

– Volveremos a tiempo para la vista, hermano Mochta. Cuidaos esas heridas.

Alzó una mano para despedirse del monje y dedicó a su amiga una sonrisa de agradecimiento.

Una vez fuera, mientras montaban en los caballos, Eadulf comentó:

– Tenéis una amiga peculiar, Fidelma.

– ¿Della? No, no es peculiar. Simplemente es una mujer triste.

– No veo ningún motivo por el que estarlo. Aún es atractiva y no parece que le falte de nada.

– Os contaré algo para que nunca más volváis a mencionar nada al respecto. Della era una mujer de secretos.

Fidelma empleó la palabra bé-táide.

– ¿Una mujer de secretos? -preguntó Eadulf, frunciendo el ceño sin alcanzar a entender el eufemismo.

Al comprender lo que Fidelma le estaba diciendo, se le iluminó el semblante.

– ¿Queréis decir que era prostituta? -preguntó al recordar la palabra echlach.

Fidelma asintió con sequedad.

– Por eso quería impediros pronunciar una palabra más ahí dentro. Es un tema delicado.

Desde una calle lateral accedieron a la calle principal de Cashel. Pasaron por delante de una taberna que había en una esquina. Frente a ésta, en la penumbra, vieron a un hombre bebiendo de un cuerno, que al verlos se apresuró a entrar. Eadulf fingió no haberlo visto, pero cuando dejaron atrás la taberna dijo a Fidelma:

– Acabo de ver a Nion en la puerta de esa taberna que acabamos de pasar. Es evidente que nos ha visto y que no deseaba ser visto.

Fidelma permaneció impasible.

– Después de pasar esta mañana por la posada de Aona, era de esperar que estuviera en Cashel.

La reacción de Fidelma le decepcionó, pero se volvió a interesar por Della.

– ¿De dónde viene vuestra amistad con Della?

– Fui su abogada cuando la violaron -respondió Fidelma con calma.

– ¿La violaron siendo prostituta? -preguntó Eadulf con incredulidad.

Fidelma enfureció de súbito.

– ¿Acaso porque una mujer sea prostituta está permitido que la violen? Al menos hay una ley que admite indemnizar a una mujer en tal circunstancia, aun en el caso de una bé-táide. Se le paga la mitad del precio de su honor.

La vehemencia del tono incomodó a Eadulf, que luego dijo para disculparse:

– Sólo creía que una prostituta no tenía derecho a tal compensación, como tampoco sabía que lo tuviera para adquirir una propiedad.

Fidelma se ablandó un poco.

– Puede heredar una propiedad de sus padres, pero en general no puede adquirirla ni por medio de matrimonio ni cohabitación y, si durante esta unión ha obtenido algún beneficio de su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar una parte del mismo.

Eadulf sonrió con satisfacción.

– Entonces tenía razón, ¿no?

– Salvo en que olvidaste que una prostituta puede renunciar a la vida que llevaba y, si así lo hace, puede ser readmitida en sociedad.

– ¿Eso le ha ocurrido a Della?

Fidelma hizo un gesto afirmativo.

– Hasta cierto punto. Renunció a su vida previa tras la violación. Concluido el caso en que la representé, se retiró a la casa que fuera de su padre. Ya hace algunos años de eso. Por desgracia, mucha gente aún la trata con desprecio y su forma de protegerse no ha sido otra que la de recluirse.

– Ésa no es la solución -respondió Eadulf-. En soledad, uno se encuentra con lo que ha llevado dentro.

Fidelma lo miró un momento. De vez en cuando Eadulf hacía comentarios tan pertinentes, que veía con claridad por qué había llegado a gustarle y por qué casi siempre confiaba en él. Otras veces era torpe y parecía exento de sensibilidad hacia las personas o los acontecimientos. Era un hombre paradójico; brillante e intuitivo por una parte, lento e irreflexivo por otra. Era irregular en su forma de ser, y dispar con respecto a la naturaleza lúcida, analítica y cáustica de ella.

En silencio, siguieron adentrándose en Cashel. Muchos la reconocían y algunos la recibían con una sonrisa, mientras otros formaban grupos, observando y susurrando sin disimular su curiosidad. Avanzaron hasta las puertas del grandioso palacio real.

Capa, el capitán de la guardia, se hallaba en la puerta.

– Bienvenida de nuevo, señora -la saludó al entrar-. El príncipe de Cnoc Áine ha llegado esta mañana, así que esperábamos vuestro regreso de un momento a otro.

Fidelma intercambió una mirada con Eadulf.

Antes de que pudiera decir nada, desde un edificio próximo apareció corriendo su primo Donndubháin, presunto heredero de Colgú, para recibirles con una sonrisa.

– ¡Fidelma! -exclamó con alegría-. Gracias a Dios que estáis sana y salva. Han llegado a nuestros oídos las nuevas del asalto a Imleach. Cómo no, el príncipe Donennach niega cualquier implicación de los Uí Fidgente. Pero eso ya cabía esperarlo, ¿verdad?

Fidelma desmontó, y su primo la abrazó. Se volvió para desatar la alforja de la silla, y lo mismo hizo Eadulf.

– Tendréis mucho que contarnos sobre el asalto a la abadía -exclamó Donndubháin, que parecía emocionado-. Cuando lo supimos… bueno, me costó mucho evitar que vuestro hermano fuera a Imleach al mando de una guardia. Pero… -dijo, y calló, mirando a su alrededor como si temiera que le oyera algún conspirador- de haberlo hecho, Cashel habría quedado desprotegida. Y no hay que olvidar la presencia de Gionga y su escuadrón de Uí Fidgente.

Fidelma se volvió hacia Capa para pedirle que se llevaran los caballos a los establos y los atendieran. Luego preguntó a su primo:

– ¿Ha ocurrido algo de lo que debáis informarme?

Donndubháin movió la cabeza indicando que no había ocurrido nada.

– Esperábamos que vos llegarais con alguna noticia que esclareciera el misterio.

Fidelma sonrió, apesadumbrada.

– Las cosas nunca son sencillas -comentó en un tono cansado.

– Vuestro hermano el rey quiere veros de inmediato -añadió su primo-. ¿Os importa? ¿O antes preferís descansar del viaje?

– Primero veré a Colgú.

– No es menester que vaya con vos el hermano Eadulf -se apresuró a decir Donndubháin, que iba delante de ella.

– En tal caso os veré luego -dijo Fidelma a su amigo, sonriéndole con un cierto amago de disculpa.

Colgú esperaba a Fidelma en sus aposentos privados. Tras un cálido saludo, Fidelma le preguntó por su herida.

– Gracias a nuestro amigo sajón, la herida está curando bien. ¿Ves? -dijo, alzando el brazo por encima de la cabeza para luego moverlo, mostrando así la evidente mejoría-. Aún tengo una leve molestia, pero no hay infección y pronto estaré bien, tal como prometió… -dijo y, tras hacer una pausa, preguntó-: ¿No ha venido contigo el hermano Eadulf?

Fidelma miró a Donndubháin, que se había quedado de pie junto a la puerta con cara de pocos amigos, y dijo:

– Creía que querías verme a solas.

Colgú quedó un momento desconcertado.

– Ah, sí, claro. Muy bien, Donndubháin. Enseguida estaremos con vos.

Cuando aquél hubo salido, Colgú indicó a Fidelma que tomara asiento.

– Donndubháin se ha convertido en un acérrimo partidario de la teoría de la conspiración. Está convencido de que acechan enemigos por todas partes. Espero que Eadulf no se haya sentido insultado. Confío mucho en él.

Fidelma le sonrió mientras se sentaba.

– Creo que sabes muy bien en quién depositar tu confianza.

– ¿Qué has averiguado en Imleach? Hemos recibido la noticia del ataque. Nuestro primo Finguine, príncipe de Cnoc Áine, ha llegado antes que tú y nos ha dado detalles.

– Eso tengo entendido -respondió Fidelma-. Por lo visto hay poco que añadir. El abad Ségdae y los testimonios de Imleach deberían llegar a lo largo de los próximos días, acaso mañana.

– ¿Testimonios? -preguntó Colgú con optimismo.

– Creo que los acontecimientos de Imleach, la desaparición de las Santas Reliquias y el asalto al pueblo guardan alguna relación con el intento de asesinato. Por cierto, ¿cómo está el príncipe de los Uí Fidgente? He olvidado preguntar por sus heridas.

Colgú le contó con sarcasmo:

– Tiene una leve cojera. La herida ha mejorado, pero ha empeorado su humor. Aparte de eso, goza de buena salud y sigue acusándonos de conspiración. Su escolta, Gionga, casi no se separa de él.

– ¿Sabéis que Gionga había apostado guerreros en el puente del río Suir para impedirme salir?

Su hermano puso gesto de preocupación.

– Me enteré después. Gionga, o su príncipe, fueron astutos. Tan pronto se supo que habías llegado a salvo a Imleach, el príncipe Donennach acudió a mí para explicarme que Gionga, en una muestra de excesivo celo en su trabajo, había apostado una guardia para impedir la huida de un posible cómplice de los asesinos. Los guerreros malinterpretaron sus órdenes y por eso intentaron evitar que fueras a Imleach. Donennach se deshizo en disculpas y explicó que más tarde les dio la orden de dispersarse.

– ¡Cualquiera se lo cree! -exclamó Fidelma tras soltar una risilla desdeñosa-. Tenían órdenes concretas de impedirme ir a Imleach. Me lo dejaron bastante claro.

– Pero, ¿cómo podemos demostrarlo? Así como Donndubháin defiende la teoría de una conspiración contra los Uí Fidgente, ¿qué pruebas tiene? No tardarán en cumplirse los nueve días. Me han dicho que el brehon Rumann de Fearna llegará dentro de poco con su séquito. Puede que mañana. Los brehons Dathal y Fachtna ya están aquí. Asimismo, se están reuniendo los nobles del reino. Ah, y nuestro primo Finguine, que ha venido para escoltar a Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente -le explicó Colgú, sin ocultar su inquietud-. Estoy preocupado, Fidelma. Lo confieso abiertamente. ¿Has dado ya con la solución a este rompecabezas?

Fidelma se debatía entre mostrarse optimista, o contarle a su hermano la dura verdad.

– Estoy contemplando varias vías que podrían conducir a la verdad, pero sólo son vías que indagar. Por desgracia, la respuesta inmediata es que aún no tengo la solución.

– Justo lo que imaginaba, ya que de lo contrario me lo habrías comunicado enseguida. Parece que tendremos que confiar en que tu talento permita sacar a la luz la verdad durante la celebración de la vista.

Fidelma habría querido alentar a su hermano, pero se limitó a preguntarle:

– ¿Donennach de los Uí Fidgente sigue empeñado en acusarte de conspiración?

– Por lo visto, Solam se ha obstinado en demostrar que estoy implicado en una conspiración para matar a Donennach. Los nobles de Muman han manifestado que no piensan aceptarlo. Con razón o sin ella, creen en mí porque soy su rey y están convencidos de que no he cometido vileza alguna…

– Y es cierto.

– Pero es necesario demostrarlo. Si un tribunal nos condena a mí y a los Eóghanacht, temo que los nobles aleguen que ha habido una conspiración, ¡al igual que Donndubháin! Entonces tomarían el asunto en sus manos para castigar a los Uí Fidgente. La actitud de los Uí Fidgente está encrespando por momentos a Donndubháin, que se muestra convencido de que ellos atacaron Imleach. Vislumbro la eventualidad de que Donndubháin acabe dirigiendo a los nobles en un ataque contra todos los clanes Dál gCais. El reino podría quedar dividido por las guerras. En lugar de la paz a la que aspiramos, podríamos entrar en otro ciclo de conflictos que podrían durar siglos.

– Los nobles de Muman te obedecerán si se lo ordenas… -empezó a decir Fidelma, pero su hermano la interrumpió.

– Ya corren rumores y amenazas contra los Uí Fidgente. Se dice que todo ha sido un intento deliberado de derrocar a los Eóghanacht y el poder de Cashel. ¿Qué puedo decirles yo del asalto a Imleach…?

– Todavía no sabemos si el asalto a Imleach fue obra de los Uí Fidgente -insistió Fidelma-. Hermano, debes controlar a los nobles de Muman, pues de suceder algo antes de la vista, estaríamos realmente condenados ante los cinco reinos de Éireann.

Colgú estaba abatido.

– He puesto todos mis esfuerzos en ello, Fidelma. Pero tengo miedo… de verdad que tengo miedo… Sé muy bien que entre los nobles hay jóvenes exaltados capaces de tomarse la justicia por su mano recurriendo al acero; jóvenes capaces de cabalgar hasta la región de los Uí Fidgente para vengar la destrucción del gran tejo de Imleach.

– Sólo puedo decirte que en este asunto hay algo más que la mera rivalidad entre los Eóghanacht y los Uí Fidgente, hermano. Durante la época que pasé fuera de Cashel, dime, ¿hubo alguna vez diferencias entre tú y Finguine de Cnoc Áine?

La pregunta desconcertó un poco a Colgú.

– ¿Finguine? ¿Nuestro primo? ¿Por qué iba a haberlas?

Fidelma no consideró necesario responder a las preguntas de su hermano.

– ¿Las hubo?

– No, que yo recuerde. ¿Por qué lo preguntas?

– Cuando el derbfhine de nuestra familia se reunió para nombrar al tanist de su padre, Cathal Cú cen Máthair, ¿hubo alguna discrepancia entre vosotros?

Cathal había sido rey de Cashel antes de que lo fuese Colgú.

– No lo creo -dijo su hermano, torciendo el gesto.

– Cathal tenía dos hijos -señaló Fidelma-. Finguine, que ahora es príncipe de Cnoc Áine, y Ailill, que es príncipe de Glendamnach. De los dos, Finguine tenía la edad para ser nombrado tanist, seguramente le dolió que no lo eligieran para suceder a su padre como rey de Cashel.

– También le dolió a muchos otros miembros del derbfhine que estaban igualmente cualificados, Fidelma. Sin embargo, así es nuestra ley de sucesión real. Lo ha sido desde los tiempos en que nuestro antecesor Eber Fionn se asentara en esta tierra con los hijos de los Gael, y lo será mientras queden familias nobles gaélicas en esta tierra. Nuestro hermano pequeño, Fogartach, también podría haber sido mi tanist si hubiera querido, pero prefiere apartarse de la política. Por tanto, cuando eligieron a Donndubháin para que fuera mi tanist, mi presunto heredero, podría decirse que fue una decepción para muchos de nuestros primos. Sin embargo, el derbfhine de la familia siempre elige al heredero. El tanist debe ser designado y confirmado por el derbfhine.

Fidelma conocía muy bien el sistema de sucesión real en los reinos de Éireann. El hijo mayor no era el heredero inmediato, como ocurría en otros países. Entre los hijos de los Gael, la familia del rey formaba un comité electoral para elegir un tanist, o presunto heredero, considerado como el hombre más adecuado para ejercer de monarca, y podía nombrarse entre los hijos, aunque también entre los hermanos, los tíos o los primos con diversos grados de relación. Si bien normalmente se elegía a un hombre como tanist, se sabía que una mujer podía ser nombrada jefe, aunque sólo durante el tiempo que viviera, pues se consideraba que sus descendientes sólo formaban parte del clan de su padre y no del pueblo del padre de su madre.

– ¿Por qué me has preguntado por Finguine? -se interesó Colgú.

– Sólo por puro interés, por algo que se me había ocurrido.

– Bueno, no recuerdo que Finguine abrigara sentimiento alguno de animosidad hacia mí cuando me nombraron presunto heredero de Cathal, sin embargo… -interrumpió lo que estaba diciendo, como si de pronto hubiera recordado algo.

Fidelma levantó la cabeza y lo miró con expectación.

– ¿Qué?

– De hecho, ahora recuerdo que hubo cierto enfrentamiento entre Finguine y Donndubháin, cuando éste fue elegido mi tanist. Finguine era el favorito para el cargo, pero al parecer aceptó la decisión. En aquel momento no le sentó muy bien. Aunque no lo acabo de entender. Finguine tiene casi mi edad y yo espero vivir muchos años, así que las posibilidades de que él llegara a ser rey, aun siendo mi presunto heredero, son escasas, la verdad -razonó Colgú, dirigiendo una amplia sonrisa a su hermana-. Pienso ser rey de Muman durante mucho tiempo, pese a conspiraciones y asesinatos.

– En tal caso, hermano -comentó Fidelma en voz baja-, si me disculpas, tengo mucho trabajo por delante si quiero asegurarme de que la vista no se oponga a nosotros

.


* * *

Se encontró con Eadulf tras la comida del mediodía y fueron a caminar por los muros del palacio. El viento del sur soplaba con fuerza y era frío. Se habían abrigado con las capas de lana para protegerse de las ráfagas heladas y poder pasear por las almenas.

– Al parecer Cashel está alborotado -comentó Eadulf mientras contemplaban la ciudad a sus pies-; ha estado afluyendo gente de acá y acullá para presenciar la vista. Parece que se ha alimentado mucho rencor contra los Uí Fidgente desde que se extendió por el país la noticia del ataque a Imleach y al tejo sagrado.

Fidelma parecía preocupada.

– ¿Habéis jugado alguna vez a tomus? -le preguntó.

– No, es la primera vez que lo oigo.

– La palabra significa «averiguar», «sopesar un asunto». Es el nombre que le damos aquí a un juego de muchas piezas pequeñas de madera, que deben encajarse para formar un dibujo.

¿Tomus, decís? No, no he jugado nunca.

– No importa. Pero me da la sensación de que tengo todas las piezas delante, sobre una mesa. Es como si hubiera encajado algunas, y como si otras fueran más enigmáticas y pudieran encajar aquí o allá. Y me faltaría una sola pieza más, que haría encajar de repente todas las demás y mostraría así el dibujo completo.

– ¿Así pues, tenéis la impresión de estar cerca de hallar la respuesta a este misterio?

Fidelma dejó escapar un hondo suspiro y se lamentó:

– Tan cerca… y aun así…

– ¡Fidelma!

Al volverse se encontraron con Finguine, que venía tras ellos. También se había abrigado para protegerse del frío viento que azotaba la Roca de Cashel. Llevaba la gruesa capa de lana teñida sujeta a la altura del cuello con el broche de plata de granates incrustados formando un símbolo solar.

– Me alegro de que hayáis regresado sana y salva. De haber sabido que salisteis ayer de Imleach os habría ofrecido escolta.

Fidelma escrutó a su primo, intentando discernir qué ocultaba aquella cara risueña.

– Quizá no habría sido una compañía grata para Solam -señaló.

Finguine se echó a reír de tal manera que la desarmó.

– ¿Solam? Si no hubiera escoltado a ese pequeño hurón, dudo que hubiera logrado llegar hasta aquí. ¿Habéis oído hablar del odio que se está incubando contra los Uí Fidgente? La noticia del asalto a Imleach se ha dispersado deprisa. El pueblo no perdonará la destrucción del tejo sagrado.

– ¿Así que todo el mundo ha decidido que han sido los Uí Fidgente? -preguntó Fidelma-. Sé que Nion, el bó-aire de Imleach, así lo cree, con total firmeza.

Finguine puso mala cara.

– ¿Nion? Sí, está seguro de que hay algún tipo de conspiración… aquí, en Cashel.

– ¿Por eso os ha acompañado hasta aquí? -preguntó Fidelma con sutileza.

– ¿De modo que habéis visto a Nion por el palacio? Pues sí, por eso me ha acompañado, para testificar. Cuando lo haga, quienes pretenden vender Cashel a los Uí Fidgente caerán.

Fidelma parpadeó ante el curioso tono que empleó Finguine, como si insinuara algo.

– ¿Compartís la convicción de Nion?

– A nadie le cabe la menor duda. Como dálaigh de Cashel que sois, se esperará de vos que aplastéis al príncipe de los Uí Fidgente en la vista. Sobre vos estarán puestas las miradas de todos los nobles de Muman. Se exigirá una gran indemnización a los Uí Fidgente, lo cual hará que estén en deuda con nosotros para siempre y que no vuelvan a sublevarse jamás.

– Eso se parece demasiado a infligir un castigo más, y no tanto a imponer una indemnización -observó Fidelma.

Finguine endureció la voz.

– Por descontado. Plantemos ahora las semillas de la destrucción entre los Uí Fidgente. Han sido una molestia para los Eóghanacht de Muman durante demasiado tiempo. Si queremos que nuestros hijos vivan en paz, ¡debemos cerciorarnos de que nuestra furia los hunda, para que jamás osen mirar a Cashel con envidia!

– En la epístola a los Gálatas está escrito: «Lo que el hombre sembrare, eso cosechará» -citó Fidelma.

– ¡Bobadas! -exclamó Finguine con brusquedad-. ¿Decís con esto que defendéis a los Uí Fidgente? Recordad que vuestro deber es servir a Cashel. ¡Vuestro deber es servir a vuestro hermano!

Fidelma enrojeció de furia.

– No tenéis que recordarme cuál es mi deber, príncipe de Cnoc Áine -respondió con frialdad.

– En tal caso, recordad lo que escribió Eurípides, ya que siempre os ha gustado citar a los antiguos. Los dioses dan a cada uno su merecido a su debido tiempo. El Uí Fidgente recibirá su merecido, y el momento se aproxima.

El príncipe de Cnoc Áine dio media vuelta y se fue indignado, claramente vencido por su mal humor.

Eadulf movió la cabeza, asombrado.

– Ahí va un joven cuyo ardor domina su razón -comentó.

– Sembrará espinas, creyendo que cosechará rosas, a menos que se le disuada -coincidió Fidelma con seriedad.

El viento había remitido un poco cuando Fidelma y Eadulf llegaron a una almena resguardada. Se apoyaron para contemplar la ciudad. Aunque ya se estaba haciendo tarde, parecía estar viva, pues caballos, jinetes, carros y personas atestaban las calles.

– Es como un público que espera a que dé comienzo la función -observó Eadulf-. Esto empieza a parecerse a un mercado.

Fidelma no dijo nada. Sabía que las palabras de Finguine, su primo, eran el sentir de muchos de los que allí se reunían ahora. Sin embargo, si tal era la rabia que sentía por los Uí Fidgente, ¿qué había estado haciendo con Solam? Fidelma no acababa de aceptar la idea de que sólo lo hubiera escoltado hasta Cashel por obligación. ¿Para qué buscaban por el bosque al hermano Mochta y las Santas Reliquias? ¿Qué sabían de todo aquello? No, algo no encajaba.

De pronto clavó los ojos en un almacén al otro lado de la plaza del mercado. Fidelma parpadeó. El almacén de Samradán.

– El almacén de Samradán -dijo Fidelma, reflexionando en voz alta-. Creo que allí encontraremos parte de la respuesta.

– No sé si os he entendido bien -se excusó Eadulf, mirando asimismo al edificio.

– No importa. Esta noche, cuando haya oscurecido, haremos una visita al almacén de Samradán. Allí comenzó este misterio, y tengo la corazonada de que allí se resolverá.

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