9

Esa tarde Topaz Brown fue enterrada en un cementerio en la cima de un acantilado. Acudí temprano, cuando dos peones todavía estaban cavando la fosa, me situé entre las tumbas y observé la carroza fúnebre, tirada por dos caballos negros con plumas que se movían al ritmo del vehículo al subir con estrépito el empinado camino; detrás iban dos carruajes. Del primero salió un cura bajito y atildado, seguido de una mujer con capa negra y sombrero muy elegante, espeso velo y ramos de azucenas blancas y malva en los brazos. Cuando se acercaron me percaté de que debía ser Marie de la Tourelle.

En el segundo iban Tansy, Jules Estevan y el abogado calvo. Tansy y Jules formaban una extraña pareja al andar entre tumbas, él alto y con elegante traje sastre, ella aferrada a su brazo, con su grueso abrigo negro, más pequeña que nunca. A cierta distancia llegaba un automóvil. Me fijé que los cinco recién llegados lo observaban; me encontraba lo bastante cerca para oír el jadeo de Marie cuando del coche se apeó un hombre. Vestía de modo extraño para un entierro: esmoquin, capa y sombrero de copa. Dadas las circunstancias, lord Beverley hacía gala de una gran cortesía al encontrar tiempo para presentar sus últimos respetos a Topaz. Cuando los portadores hubieron bajado el féretro a la tumba, las seis personas se acomodaron alrededor de la fosa abierta, el cura a un lado, Marie cerca de él, Tansy tan lejos de Marie como pudo, Jules a su lado, y el abogado revoloteando entre ellos. Tras mirar en torno con aire perdido, como preguntándose cuándo empezaría la siguiente carrera, lord Beverley se colocó junto a Tansy.

Yo esperaba que la ceremonia se desarrollaría sin la presencia oficial de la Unión Social y Política de Mujeres cuando, con un chirrido, se abrió la puerta del cementerio y la corona más grande que hubiese visto en mi vida entró caminando. Ésa al menos fue mi primera impresión, porque no había reparado en Bobbie y Rose. El borde de la corona era de laureles y el interior de flores blancas, y el centro de violetas púrpuras. Un lazo exigía «El voto para las mujeres». El arreglo floral se detuvo no muy lejos de Tansy, quien miró a Rose de reojo. Atrapada entre la corona y Marie con sus azucenas, estaba roja de rabia. Sentí alivio cuando el cura empezó sus oficios.

Durante el servicio tuve la inconfundible sensación de ser observada, y no por alguien del grupo ante la tumba, cuya atención estaba centrada en el cura y los unos en los otros. Finalmente dejé que mi mirada siguiera los dictados de la sensación. A menos de veinte metros se hallaba un hombre rechoncho, bien afeitado, de sobretodo y sombrero negros, contemplando todo atentamente. Al parecer hacía lo mismo que yo: asistía al entierro pero permanecía lo bastante alejado para evitar el contacto con los demás. De hecho, por el modo en que se había colocado junto a un ángel de piedra, diríase que se escondía. El señor Sombra de Tansy, sin duda, el que nos había seguido cuando fuimos de compras, el hombre del abogado que había dicho que deseaba ver los papeles de Topaz. Bueno, quizá Tansy se lo creyera, pero yo no. En mi opinión se notaba a la legua que era un policía de paisano. Típico de la policía enterarse del legado de Topaz aun antes que nosotros, pensé, y enviar a alguien a husmear y hacer lo posible por desacreditarnos.

Al principio esto me irritó tanto que decidí enfrentarme a él en cuanto terminara el entierro. No había venido a Francia con propósitos peligrosos y me indignaba que me siguieran como a una criminal. Entonces vi a Bobbie mirarlo desde detrás de la corona y supe que haría mal en alejarlo. Nada obstaculizaría más a un asesino en potencia que el que Scotland Yard o su equivalente francés le pisara los talones. El único problema residía en desviar su atención de mí a Bobbie, pero, a menos que me equivocara, ella misma se encargaría pronto de eso.

Junto a la tumba, Jules y Marie rezaban con el cura. Tansy lloraba en un gran pañuelo blanco que le había prestado Jules. El cura acabó la oración y echó un puñado de tierra sobre la tapa del ataúd y, al oír el golpeteo, Marie avanzó un paso, cual si obedeciera la seña de un director de escena.

– Adiós -dijo.

Arrojó las azucenas, se persignó y, con la cabeza inclinada, permaneció tan inmóvil como una estatua. Pero Bobbie, que también sabía reconocer una entrada, le echó a perder el efecto: dejó a Rose tambaleándose bajo el peso de la enorme corona, dio un paso adelante y dijo con solemnidad:

– Hemos venido a honrar a nuestra hermana Topaz Brown. -Su hermosa voz, profunda pero clara, resonó en el cementerio. Oí a alguien murmurar con tono de protesta-. Sí, nuestra hermana -continuó-. Por muy degradante que fuese su vida, por muy mancillada que estuviera a ojos del mundo, nuestra hermana Topaz Brown conservó en el corazón y la mente una gran esperanza, la esperanza de que las mujeres se alzarían y exigirían…

Más murmullos. Marie había proferido exclamaciones de protesta cuando Bobbie habló de la vida degradante de Topaz. Jules Estevan se había acercado a ella, desviando así la atención de Tansy, que, cuando Bobbie llegó a la parte del discurso en que mencionaba a las mujeres que se alzarían, había exclamado: «¡Eso es un disparate!» Jules se apartó bruscamente de Marie y volvió con Tansy. No logró hacer callar a ninguna de las dos. El cura pidió silencio con chitones a Marie, y el abogado hizo lo propio con Bobbie, ambos en vano. Bobbie, acostumbrada a peores interrupciones, continuaba:

– … se alzarían y exigirían sus derechos. Topaz Brown, por desgracia, no vivió el tiempo suficiente para presenciar ese despertar. Murió víctima del mundo que los hombres han impuesto a las mujeres. Aunque ella misma se haya dado muerte, en un sentido…

Marie gritó algo en francés, el cura protestó alzando la voz, el abogado cogió el brazo de Bobbie, que apartó su mano de una sacudida. Pero nada de eso rivalizó con lo que hizo Tansy a continuación. Dio un paso hacia Bobbie y gritó a voz en cuello:

– ¡No se dio muerte a sí misma! ¡La asesinaron y la persona que lo hizo está aquí!

Eso casi puso fin al entierro de Topaz Brown. Bobbie prosiguió con su discurso, pero la mayor parte del público se marchó. Jules rodeó a Tansy con un brazo, medio sosteniéndola, medio conteniéndola, y la llevó sollozante hacia la puerta, seguido por el abogado. El cura dio un ligero codazo a Marie, que había vuelto a su pose de estatua, y la guió por el mismo camino, pero con mayor dignidad y sólo después de oír cómo se alejaba el carruaje de Jules. Con eso quedaron tres junto a la tumba: Bobbie, que continuaba hablando a las nubes acerca de las afrentas sufridas por las mujeres; Rose, que seguía con la mirada a su hermana, y lord Beverly, cuya expresión era la de alguien para quien los acontecimientos resultan más interesantes de lo que esperaba.

– Topaz Brown, te rendimos homenaje -concluyó Bobbie y ella y Rose colocaron la corona.

– Muy bien hecho -comentó lord Beverley.

Bobbie le dirigió una mirada airada, cogió a Rose del brazo y juntas se alejaron. Yo miré el ángel junto al cual había estado el hombre rechoncho, pero no lo vi. Se había esfumado sigilosamente mientras todos discutían.

Lord Beverley se sobresaltó cuando me presenté.

– He oído hablar de usted: es la mujer que arroja ladrillos y cosas así.

– Sólo por una causa justa.

– Por supuesto.

Tendría unos veintiocho años, era alto, de cabello rubio, nariz aguileña y labios bien formados.

– Personalmente, simpatizo mucho con ustedes, son mujeres muy valientes.

– Quisiera hablar con usted.

– Me temo que no me interesa mucho la política.

– No tiene que ver con la política sino con Topaz Brown.

Casi esperaba que me dejara con la palabra en la boca, pero pareció ligeramente interesado.

– ¿Ah, sí? ¿Quiere que regresemos a la ciudad en mi automóvil?

Mientras nos alejábamos, los peones empezaron a echar en la tumba paladas de tierra. Lord Beverley me ayudó a acomodarme en el asiento del pasajero e inició la larga tarea de encender el motor. De repente soltó:

– ¡Que me…! ¿Qué está pasando ahí? -Miraba hacia la tumba.

Desde nuestra altura la veíamos bien, así como a los dos peones apoyados sobre sus palas. Pero había algo más, y cuando lo vi no pude evitar un grito sofocado, presa de la superstición que nunca abandona a la gente en los cementerios, ni siquiera a la más racional. La tumba de Topaz Brown tenía de repente una estatua, una estatua ecuestre, de mármol tan blanco que parecía generar luz propia en el atardecer; apenas se divisaba la oscura figura del jinete. Lord Beverley dejó que el motor se apagara y la observamos, paralizados. Luego, mientras mirábamos, el caballo de mármol se movió, estiró una pata delantera e inclinó la cabeza largamente en gesto de respeto y pena. Mantuvo la pose durante lo que parecieron minutos enteros, aunque probablemente fueran unos segundos, alzó la cabeza y se alejó de la tumba tranquilamente, como cualquier caballo de carne y hueso, y sorteando las tumbas desapareció de nuestra vista.

– ¡Vaya! -exclamó lord Beverley, y se aplicó de nuevo a echar a andar el motor.

No pudimos hablar de camino a la ciudad debido al estrépito del coche. Cuando llegamos al paseo, lord Beverley aparcó y se produjo un bienvenido silencio. Ya estaba oscuro, salvo por hilos de luces de colores; más allá, el mar golpeaba la playa.

– ¿Quién era el tipo del caballo?

– No lo sé.

– Quienquiera que fuera, no me molestaría tener sus caballerizas. Topaz conocía a mucha gente, claro, miembros de familias reales extranjeras y gente así.

Se le notaba casi alegre. Creo que el episodio del caballo lo había impresionado tanto como a mí, pero no era de los hombres que meditan demasiado. En todo caso, la idea de que un príncipe quijotesco rindiera homenaje a Topaz pareció hacerle gracia. Aún diez años después de salir de Eton o Harrow, lord Beverley conservaba algo de colegial.

– ¿Sabe que Topaz Brown legó mucho dinero a nuestro movimiento?

– Menuda sorpresa, ¿eh?

– Efectivamente. ¿Es cierto que usted había abandonado a Topaz para volver con la mujer que llaman la Pucelle?

Soltó un sorprendido «uf», pero yo no vi razón para andarme por las ramas.

– Fue más bien al revés. Empecé con Marie, por así decirlo, y después fui con Topaz.

Una vez recuperado de la sorpresa, se me antojó muy dispuesto a hablar de ello; ahora bien, un hombre puede sentirse satisfecho de que compitan por él dos de las cortesanas más conocidas de Europa.

– Marie parecía pensar que había vuelto a cambiar de opinión. Según ella, usted consideraba a Topaz vulgaire.

– ¿Ah, sí? Bueno, si eso significa que le gustaba divertirse y no le importaba quién lo supiera, entonces supongo que Topaz era vulgar, pero del mejor modo posible, ¿me entiende? Después de la Pucelle supuso un alivio.

– ¿Marie era temperamental?

– A Marie le gusta interpretar el papel de diosa.

– Y puesto que usted pagaba los gastos, no le agradaba hacerlo con reverencia hierática.

Suspiró.

– Es usted asombrosamente directa, señorita Bray.

Por suerte, no había herido su aristocrático oído con algunas de las cosas que había escuchado en la cárcel de Holloway.

– En todo caso, tengo la impresión de que Marie… eh… cuando no está trabajando, por así decirlo… prefiere a las mujeres.

Estaba demasiado oscuro para verlo, pero creo que se había sonrojado.

– Lord Beverley, ¿me equivocaría al pensar que todo esto es algo relativamente nuevo para usted?

– ¡Oh! Caray, uno conoce un poco de mundo…

– Me refiero a mujeres como Marie y Topaz.

– Se está preguntando cómo un tipo como yo puede competir, ¿verdad? ¿Quiere decir que no se ha enterado del golpe de suerte que tuve?

Le expliqué que era una recién llegada a Biarritz.

– ¡Pero todo Londres lo sabía también! Gané diez mil libras en una tarde en las carreras de primavera de Cheltenham. Y me dije que iba a gastármelo todo. Bueno, me voy a casar el mes que viene y ya no tendré muchas oportunidades. Ya casi se me ha acabado el dinero, por desgracia, y mi padre ha llegado a leerme la cartilla. Les jeux sont faits, o sea, las cartas están echadas, por así decirlo. Y ahora, para colmo, Topaz está muerta.

Parecía apesadumbrado. Escuchamos las olas un rato.

– Probablemente fui el último hombre con quien estuvo, por así decirlo -dijo de pronto.

– ¿Cuándo?

– La noche antes de que se suicidara, el martes.

– ¿Parecía desdichada?

– No; estaba muy alegre, fue uno de nuestros mejores momentos.

– ¿No tenía usted cita con ella para el miércoles por la noche?

– Habíamos hecho planes para pasear en automóvil por la costa, pero tuve que cancelarlo. Me enteré de que mi padre venía de camino y se requería la presencia del hijo pródigo arrepentido.

– ¿Cuándo lo canceló?

– Le envié una nota el miércoles, temprano por la mañana.

Así que Topaz se había encontrado con el miércoles por la noche inesperadamente libre. Fuese lo que fuese que había planeado, debió de hacerlo ese mismo día.

– Señorita Bray, ¿puedo preguntarle algo? Ese arrebato de su criada, eso de que Topaz fue asesinada… ¿es cierto?

– Tansy está angustiada. Cree que Marie envenenó a Topaz.

– Pero ¿por qué? ¡Por Dios!

– Celos, por usted.

Lord Beverley gruñó.

– Espero que mi padre no se entere de eso. Por unas canas al aire hace la vista gorda, pero estar metido en esta clase de cosas, bueno, eso sería el colmo.

– ¿No lo cree?

– Es una locura. Haga algo, por favor, para que esa mujer deje de decir esas cosas.

Le prometí hacer lo que pudiera; después de todo, todavía necesitaba su ayuda.

– Lord Beverley, le agradecería que me explicara un poco cuál era el procedimiento cuando visitaba a Topaz.

– ¡Por Dios, señorita Bray…!

Creo que sintió el impulso de saltar fuera del coche y huir.

– Por ejemplo, supongo que usaba la puerta privada del hotel. ¿Le dio una llave?

– ¡Oh, no! Tocaba el timbre y la criada bajaba para dejarme entrar. Subía en el ascensor mientras la criada esperaba abajo. Supongo que subía más tarde.

– ¿Alguna vez entró por la puerta principal?

– No, eso no se hacía.

Empezaba a relajarse de nuevo, aunque obviamente se sentía intrigado.

– Otra cosa: cuando le envió a Topaz la nota comunicándole que no la vería el miércoles, ¿le envió algo más?

– No.

– ¿Alguna vez le envió un ópalo girasol en un colgante?

– No, nunca le di joyas. Alguna que otra flor, sí, pero dejó bien claro que prefería el dinero contante y sonante. Eso ahorraba problemas.

– Cuando estuvo con ella el martes, ¿le habló de una broma que estuviera planeando?

– Pues no, que yo recuerde. Nos reímos mucho, eso sí; uno solía reír con Topaz.

Suspiró y yo dije que sería mejor que fuese a cenar.

– No puedo decir que eso me entusiasme mucho. Probablemente recibiré un sermón del viejo, sobre cómo ser un buen marido y padre. ¡Caray, señorita Bray!, ustedes las mujeres se quejan de no tener oportunidades, pero a veces la de los hombres es una vida de perros, ¿sabe?

Sugerí que eso lo dijera en la Cámara de los Lores.

– Va a hacer que esa criada de Topaz deje de contar tonterías, ¿verdad? Aparte de lo demás, Marie no pudo haberla asesinado el miércoles por la noche. Tiene una… ¿cómo se llama?… una coartada.

– ¿De veras?

– Estuvo cenando en el comedor del hotel hasta pasada la medianoche. Lo sé porque yo tenía miedo de que viniera a decirme algo mientras estaba con mi padre. Por suerte no lo hizo.

– ¿Con quién cenaba?

– Con un yanqui rechoncho. Parece que es productor de teatro que va a darle el papel de María Estuardo o Cleopatra o algo así. De todos modos, allí estaban con las cabezas muy juntas, así que es una tontería eso de Topaz.

Me ayudó a apearme del coche y, luego de encender el motor nuevamente, se alejó por el paseo con estrépito; con una mano conducía y con la otra se levantó el sombrero de copa para despedirse.

Por mi parte, caminé hasta encontrar lo que buscaba, y no fue una caminata larga. Había carteles por toda la ciudad y me había fijado en ellos por casualidad, sin darme cuenta de que contenían algo significativo, porque el cartel de un circo se parece siempre a los demás. Bueno, hasta que se miran atentamente desde el vestíbulo de un hotel y se ve un caballo blanco sobre las patas traseras montado por un jinete enmascarado, con la capa ondeando y sombrero con plumas en la mano izquierda. «El Cid y su maravilloso caballo blanco», rezaba el cartel. Había funciones diarias a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche. Al decirle a lord Beverley que no sabía quién era el jinete del caballo blanco, le había dicho la verdad. Pero tenía mis sospechas y no compartía su idea romántica de la despedida de un príncipe anónimo.

Sin embargo, el Cid tendría que esperar hasta la mañana. Pasé las siguientes horas a la puerta de una tienda, vigilando las habitaciones encima de un colmado, en una calle poco elegante, donde, según me había dicho Rose, se alojaban ella y Bobbie. Poco después de que me apostara, Rose regresó sola, con andar abatido, arrastrando los pies y con aire deprimido. Más de una hora después llegó Bobbie, también sola, con paso tan resuelto como siempre. Esperé, alerta por si salía un joven vestido con ropa informal, pero a medianoche ninguno de los dos había aparecido. Para entonces, creyendo que David Chester se hallaría a salvo en su cama, decidí ir a la mía. Me pregunté si lord Beverley había disfrutado la velada con su padre y si era posible que alguien fuese tan inocente como parecía serlo él.

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