Para mí todo el asunto empezó a mediados de abril, apenas nueve días después de salir de la cárcel de Holloway. Me encontraba descansando en mi casa de Hampstead, encantada de poder tomar un baño cuando se me antojase y de volver a intimar con mis gatos, cuando un taxi se detuvo frente a mi puerta y Emmeline Pankhurst se apeó.
– Nell, querida, quiero que vayas a Biarritz de inmediato.
– No me siento tan mal como para eso, de veras -contesté-, y con dos días en Cookham estaré en plena forma.
Nunca he podido resistir la tentación de provocarla un poco; son muchas sus virtudes, pero el sentido del humor no es una de ellas.
– Se trata de una situación delicada. Una mujer ha muerto allí en circunstancias inquietantes y nos ha legado mucho dinero.
– ¿Cuánto?
– Quizá hasta cincuenta mil libras.
– Maravilloso, con eso en las próximas elecciones podríamos dar soporte a unos cincuenta candidatos partidarios del sufragio universal. ¿Quién era?
– No me resulta fácil decírtelo, Nell.
– Sin duda conocemos su nombre.
– Según me han dicho, una tal señorita Brown.
Esperé.
– Era una… una…
Me compadecí de ella.
– Si se trata de la Topaz Brown de quien he oído hablar, era una prostituta muy cotizada.
Emmeline asintió con la cabeza y se sonrojó como una joven recién presentada en sociedad.
– ¿Murió?
– Al parecer se suicidó. Agotada, supongo, por la vida degradante que llevaba.
– Y nos dejó todo su dinero. ¿Era una de las nuestras?
– Lo dudo mucho. Pero, bueno, se trata de saber si debemos aceptar su dinero.
Conocía mejor que Emmeline el estado de nuestras finanzas.
– ¿Cincuenta mil libras? Claro que sí.
– Supuse que ésa sería tu actitud y eso te convierte en la persona indicada para ir allí y velar por nuestros intereses… Si hasta hablas francés.
No me entusiasmaba la idea de pasar varias semanas discutiendo con abogados franceses e ingleses y enfrentándome con parientes dispuestos probablemente a pleitear, pero cincuenta mil libras son cincuenta mil libras. Además, empezaba a sentir curiosidad por el legado de Topaz Brown, y la curiosidad es uno de mis vicios preferidos.
– ¿Cómo nos ha llegado la noticia?
Emmeline me miró con expresión sombría.
– Ayer recibí un largo telegrama de Roberta Fieldfare, que por lo visto se halla en Biarritz, aunque Dios sabe por qué.
– ¿Bobbie? Compartí una celda con su madre, lady Fieldfare.
Cumplía una pena de tres meses por arrojar excrementos de caballo a un ministro. Su hermana Maud, que cuenta sesenta y nueve años pero tiene mejor puntería, dio en el blanco y le impusieron una pena de cuatro meses. Las Fieldfare, tía, madre e hija, apoyan con el mayor entusiasmo la causa sufragista, pero están todas locas de remate y no son precisamente las aliadas preferidas de Emmeline.
– Iré a ver a la joven Bobbie en cuanto llegue allí. ¿Dijo dónde se hospeda?
– Preferiría que no lo hicieras, Nell. De hecho, creo que lo mejor sería que muestres la mayor reserva mientras haces lo que tengas que hacer en Biarritz.
En otras palabras, ingresar el legado discretamente en la cuenta de la Unión Social y Política de Mujeres sin provocar cotilleos sobre su procedencia.
Le prometí hacer cuanto estuviese en mi mano, pedí a mi vecino que cuidase de mis sufridos gatos en mi ausencia y me informé sobre el horario de trenes. Salí de la estación de Charing Cross a las diez de la mañana del lunes y a las 7.27 del martes, tras viajar toda la noche desde París, me apeé en el soleado andén de la estación de Biarritz. Habían transcurrido seis días desde que Topaz fue hallada muerta. Durante el viaje consulté mi guía de turismo, la Baedeker, y encontré en ella una pensión de tarifa módica, la Saint Julien, en la avenida Carnot, lejos del mar pero no del centro. Cogí un taxi, conseguí habitación, dejé allí mi maleta y desayuné café y croissants en el café de al lado. En tanto bebía y comía pensé por dónde debía comenzar.
En Londres apenas había podido averiguar nada sobre la muerte de Topaz Brown; de hecho, sólo sabía que encontraron su cadáver en su piso del Hôtel des Empereurs. Decidí dar un paseo y echar un vistazo al edificio. Nunca había visitado Biarritz y, aunque estaba al corriente de que las visitas del rey de Inglaterra habían puesto de moda la ciudad, me impresionaron su lujo y su alegría, sobre todo después de la gris temporada en la cárcel. Casi todos los hoteles de lujo se hallaban agrupados en torno al casino y el principal balneario, detrás de un rocoso promontorio llamado la Atalaya. Largas playas de arena se extendían hacia el norte, y otras al sur, hacia la frontera española. Las olas azotaban violentamente el promontorio y del Atlántico llegaba una fuerte brisa. No obstante, los primeros paseantes que se exhibían frente a los hoteles parecían haber llegado directamente de Mayfair. Había criados empujando a ancianos inválidos en sillas de playa con ruedas; mujeres pugnando por no perder sus sombreros adornados con plumas de pájaro y cintas de seda; niñeras cuidando de niños con traje de marinero. En unos años probablemente el mundillo elegante se desplazaría y abandonaría Biarritz a las olas y los pescadores. Entretanto, los lujosos hoteles se alzaban a lo largo del paseo marítimo, cual una línea de grandes barcos anclados.
Fue fácil encontrar el Hôtel des Empereurs, uno de los más grandes y nuevos del lugar, de estilo barroco moderno con balcones de hierro forjado en cada planta y fachada decorada con guirnaldas, atléticas ninfas y caballos de mar de terracota. Dos cariátides flanqueaban los peldaños de la entrada, se alzaban hasta el primer piso y soportaban un balcón sobre la cabeza. Siete u ocho pisos más arriba, a ambos lados, se veían sendos torreones redondos con cúpulas de cobre en forma de hueveras invertidas. En cada uno había habitaciones, cuyas ventanas daban al norte, al sur y al mar. En el de la derecha, las persianas estaban bajadas. Permanecí allí un rato, observando a la gente entrar y salir del hotel, preguntándome cómo me sentiría si me encontrara tan cansada o harta de todo que la extinción me pareciera preferible. Tenía muchas ganas de recibir el dinero de Topaz, pero me creí en el deber de informarme más sobre ella.
– En cuanto a mí… -El abogado se puso de pie, manipuló un montón de papeles y se acercó a la ventana, como reacio a comprometerse-. En cuanto a mí, sólo puedo decir que la señorita Brown me parecía una mujer afable y práctica. De hecho, hasta que surgió esto del testamento la considerábamos la cliente ideal.
El abogado de Topaz era inglés y tenía su bufete en el mismo edificio que el consulado. Diríase que los consejeros profesionales migraban con sus numerosos clientes ingleses ricos e influyentes, que pasaban varias semanas al año en Biarritz.
– ¿Hacía tiempo que era cliente suya, entonces?
– Unas semanas. Nos encargábamos de una transacción inmobiliaria en su nombre.
Se mostraba más abierto de lo que esperaba. Cuando me presenté vi en su rostro una fugaz mueca, pero lo atribuí a que los abogados tienden a ser cautelosos con la gente que ha estado en prisión por lanzar ladrillos a las ventanas del número 10 de Downing Street.
– ¿Hizo su testamento recientemente?
Pareció sorprendido y hasta suspicaz.
– ¿No se lo han dicho?
– No conocemos los detalles.
– Fue el miércoles pasado, por la tarde -dijo muy deprisa y se volvió para mirar por la ventana.
– Pero… yo creía que…
– La criada de la señorita Brown la halló muerta el jueves por la mañana.
– ¿Así que hizo su testamento apenas medio día antes de morir? ¿La vio usted? ¿Tenía idea de…?
El abogado volvió pesadamente a su escritorio. Era bastante joven, pero calvo, y el sol relucía sobre su cráneo.
– Señorita Bray, me encuentro en una posición incómoda. Tal vez no sepa que el hermano de la señorita Brown va a recusar el testamento, alegando que no pudo estar cuerda al hacerlo. Supongo que la organización a la que usted pertenece lo discutirá en los tribunales. En estas circunstancias, comprenderá que no puedo decirle nada más.
Lo comprendí, le agradecí su cortesía y le dije que ya recibiría noticias de la Unión Social y Política de Mujeres. Cuando me acompañó a la puerta, comenté:
– Mencionó usted a una criada, supongo que no le importará que hable con ella.
– Desde luego que no. Quizá le parezca un poco… bueno… combativa. Era muy leal a la señorita Brown.
– ¿Sabe usted su nombre, o dónde puedo encontrarla?
– Se llama Tansy Mills y está en la suite de la señorita Brown en el Hôtel des Empereurs. La señorita Brown había pagado la suite hasta finales de mes y alguien tiene que empaquetar sus pertenencias.
– ¿Cuándo será el funeral?
– Todavía está por determinar.
Por el modo que lo dijo, me pareció que eso también presentaba problemas; pero él no me hablaría de ellos. Para entonces ya había transcurrido la mitad de la mañana. Me dirigí al Hôtel des Empereurs y en recepción pregunté por la criada de la señorita Brown.
Me miraron con curiosidad, pero un chico con una especie de fez y uniforme con galones dorados me llevó al otro extremo del vestíbulo y subió conmigo en el ascensor, cuyas puertas se abrieron en el séptimo piso. Me condujo por un pasillo enmoquetado y llamó a una puerta de doble batiente pintada de blanco y dorado.
– ¿Quién hay ahí? ¿Quién es?
La voz, con un ligero acento del este de Londres, me sonó brusca. El botones se encogió de hombros y se alejó.
– Soy Nelly Bray. ¿Es usted Tansy Mills?
– Sí. ¿Qué quiere?
– Quisiera hablar con usted acerca de la señorita Brown.
– ¿La envía el abogado?
– Sí. -No me apartaba mucho de la verdad; además, parecía el único modo de entrar.
– Un momento.
Se produjo una pausa, luego el sonido de una llave en la cerradura, y finalmente una de las puertas se abrió. La mujer rondaba el metro sesenta, pero era de hombros anchos y tenía un aire belicoso. Su nariz era larga; sus ojos, castaños y recelosos. Llevaba un sencillo vestido negro y su cabello, ya con algunas canas, estaba recogido hacia atrás en una apretada trenza. Parecía una personita muy respetable.
– ¿Es usted inglesa? Gracias a Dios. Estoy hasta la coronilla de oírlos a todos parlotear en francés, salvo por ese abogado, y él no es mucho mejor, aunque me hable en inglés. Nadie escucha una palabra de lo que digo.
Había cerrado la puerta a mis espaldas y nos hallábamos de pie en el amplio recibidor con puertas en el centro y a la derecha. A la izquierda vi una pequeña jaula de ascensor.
– Y bien, ¿qué quiere saber? ¿Va a escucharme o sólo quiere parlotear como los demás?
– Quiero escuchar.
Me miró y abrió la puerta que había frente a nosotras.
– Más vale que entre y se siente, aunque todo está hecho un lío. He estado empaquetando sus cosas. El señor Jules me ayuda, pero cuantas más cosas guardo más encuentro.
El salón era una amplia estancia circular; sus ventanas daban al paseo marítimo y desde ellas se divisaba toda la costa. Me di cuenta de que me hallaba en uno de los dos torreones que había visto en la calle, el de la izquierda. Dispersos había muebles de buena calidad, sillones de orejas, sofás, tumbonas y mesitas. En casi todas las superficies disponibles había vestidos, capas y chales de brillante colorido, o bien pilas de papeles, sobres y maletas de piel. Tansy quitó un montón de cosas de una silla para que me sentara.
– Supongo que desea un té.
– Sí, por favor.
Mientras ella sacaba un infiernillo de alcohol de un aparador yo traté de explicar mi misión.
– La señorita Brown legó una suma considerable de dinero a nuestra organización, pero casi no sabemos nada de ella.
Ella puso una pequeña tetera en una mesa y me miró fijamente, con los brazos en jarra.
– ¿Son ustedes las que han estado creando tantos problemas por lo del voto?
– Sí.
Sentí la furia que emanaba de ella y decidí no entrar en detalles. Atravesó la sala, pisando con fuerza, pero la gruesa alfombra amortiguaba el sonido.
– De todas las tonterías que ha hecho… Pero de nada servía discutir con ella cuando había tomado una decisión.
Llenó la tetera, golpeando metal contra porcelana. Resultaba obvio que si la señorita Topaz Brown era una conversa poco plausible a nuestra causa, no había logrado convencer a su criada.
Una vez encendido el fuego debajo de la tetera se dejó caer frente a mí en una silla llena de guías y horarios de tren.
– Bueno, ¿qué espera que le diga?
– Todo lo que recuerde sobre el día antes de su muerte.
Evidentemente, no cabía andarse con rodeos con Tansy y todo indicaba que nuestro derecho a las cincuenta mil libras dependería de su comportamiento ese último día. Para mi sorpresa, ella pareció casi complacida.
– Lo haré, se lo contaría a cualquiera, sólo que no me hacen caso.
– La escucho.
Aspiró hondo.
– ¿Todo el día? Bueno, la encontré muerta a las diez de la mañana del jueves. Si nos remontamos un día, serían las diez del miércoles. Le había llevado el desayuno, como de costumbre: una jarra de chocolate, espeso y cremoso, y esos panecillos franceses retorcidos que le gustaban. Llamé a la puerta y dije: Su desayuno, señorita. El día lo empezaba siempre con tono formal.
– ¿En esta habitación?
– No; en su dormitorio. ¿Dónde, si no?
– ¿Estaba sola? -Tenía que preguntarlo aunque le irritara.
– Claro que estaba sola. De lo contrario no la habría molestado, ¿no cree?
– Supongo que no. ¿Cómo la encontró?
– Como siempre por la mañana, acurrucada bajo las sábanas como un gran gato dormido. Bonita, naturalmente, así era, y no se crea lo que le diga la mujer de al lado ni nadie más. Mírela.
Señaló un retrato en la pared, en el cual no me había fijado al entrar dado que no estaba encendida la luz; pero al verlo me pareció que brillaba con luz propia. Era un dibujo al pastel en tonos rojizos, dorados y albaricoque; representaba a una mujer acostada entre telas doradas, con el cabello suelto y una sonrisa perezosa y complacida, más un gato satisfecho que uno depredador.
– Lo hizo uno de sus artistas. Le gustaba que la retrataran. Me ha preguntado cómo estaba esa última mañana: estaba así, exactamente. En todo caso, puse la bandeja sobre la mesilla al lado de la cama y descorrí las cortinas para que entrara el sol, como siempre. Ella preguntó si había llegado el correo.
– ¿Hubo algo en el correo que la angustiara?
De nuevo la sugerencia pareció ofenderla.
– No, y le diré cómo lo sé. Había dispuesto el correo sobre la mesa fuera de su dormitorio y se lo entregué. Era básicamente el de siempre, esos sobres cuadrados y rígidos con timbres y olor de caballero extranjero…
– ¿Olor?
– Ya sabe, el aceite que se ponen en el cabello y en la barba, esa clase de cosas. No hizo más que echarles una mirada, los apartó sin examinarlos y me dijo: «¿Tienes noticias de tu hermanita?» Ésa era la clase de dama que era. Un montón de nobles europeos detrás de ella, y ella los aparta para preguntarme por mi hermanita, una costurera de tres al cuarto en un mezquino taller de costura cerca de Mile End Road.
Me miró airadamente, como si me retara a contradecirla. Guardé silencio, pues sabía que debía dejarla hablar a su aire.
– Así que le dije que no, que no tenía noticias de Rose y ella me preguntó: «¿Crees que vendrá?» Verá, dos semanas antes me había pillado con aire triste y me hizo reconocer que estaba preocupada por Rose. Pero ni siquiera entonces le conté la mitad de lo que ocurría, que Rose no era fuerte, que no era capaz de trabajar como un buey, como yo, y que me inquietaba que trabajara tantas horas y se alojara en un cuchitril. Sin pensárselo siquiera, Topaz sugirió: «Bueno, escríbele y dile que venga aquí; le pagaré para mantener mi ropa interior en buen estado.» Creí que estaba bromeando, pero no se tranquilizó hasta que escribí a Rose y envié la carta, con un billete de diez libras que me dio para su pasaje. Esa última mañana no me preguntó por Rose porque estuviera preocupada por sus diez libras, créame.
Asentí. Tansy se levantó y vertió un chorro de agua hirviendo en una tetera de plata, la sacudió y echó el agua en una jofaina. Estaba enfadada con el mundo, conmigo, con todo, incluyendo la tetera, pero no por eso se olvidó de calentarla. Guardó silencio mientras acababa de preparar el té; yo cavilé en lo que me había dicho hasta entonces. Si Topaz se había suicidado en un arranque de locura o asco consigo misma, no dio muestras de ese estado de ánimo a principios de su último día. Esto es, si podía creer a Tansy. Sirvió el té y colocó una taza blanca y dorada en la mesa a mi lado, no sin antes apartar unos papeles.
– En todo caso, le dije que no tenía noticias de Rose. Seguro que en mi voz revelé lo que sentía, porque ella bajó su taza y preguntó: «¿Qué pasa, Tansy?» Y, ¡que Dios me libre!, me acerqué a la cama y le dije: «Me temo que va a tener problemas con la policía, señorita.»
»"¿Qué clase de problemas?", preguntó.
»Le expliqué que Rose no era mala, pero que frecuentaba a un grupo que le metía en la cabeza ideas que no debía tener y la hacía desear cosas que no tenía por qué desear. Me dirigió una de sus miradas francas y preguntó: "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita se ha metido en el negocio?"
»Antes de pensármelo, solté: "No, señora, no se trata de algo tan malo." Ella se echó a reír y yo me sonrojé como un tomate. Quería morderme la lengua, pero ella se limitó a apoyarse sobre las almohadas y reír, esa risa profunda que, según un hombre que escribía poemas sobre ella, era como el ronroneo de una leona.
»"¡Oh, mi pobre, pobre Tansy! Hay un mundo de diferencia entre una esquina en el este de Londres y esto, ¿no?", me dijo.
»Casi me mordí la lengua tratando de contestar a toda prisa y le dije que sí, que por supuesto, que la había. Y ella volvió a soltar esa risa suya.
»"La diferencia es que esto es mucho más cómodo. Ahora bien, ¿qué es eso que tu hermana no tiene por qué desear?", preguntó.
»"El voto para las mujeres, señora", le solté.
»Y esta vez rió hasta que me pareció que nunca se detendría, y yo allí, irritándome con ella, como me pasaba a veces. "¿Estás tratando de decirme que tu hermanita es una sufragista?", me preguntó finalmente.
»"Eso es, más o menos, señora", le contesté.
Tansy se detuvo para recuperar el aliento y tomar un sorbo de té. Su rostro estaba rojo como un tomate -según su propia descripción-, no sé si por vergüenza o por indignación. Aunque me era preciso no irritarla, no pude dejarlo pasar.
– Pero ¿por qué le preocupa tanto, señorita Mills? Hay mujeres de todas las clases sociales en nuestro movimiento y yo acabo de compartir una celda con una mujer que tiene título nobiliario.
Tansy volvió a mirarme airadamente.
– Eso está bien para ellas, pueden permitirse el lujo de meterse en política.
– ¿El lujo?
– Si la señora tal o la condesa cual golpea a un policía y la meten en la cárcel, no le importa, ¿verdad? No tiene que preocuparse por perder el trabajo sin referencias y acabar en un hospicio. Las chicas como mi hermana, que tienen muy poco para empezar, no pueden permitirse el lujo de perderlo.
– ¿Ha golpeado Rose a un policía?
– Todavía no, que yo sepa. Pero ha participado en un gran desfile hacia el Parlamento, así que sólo es cuestión de tiempo.
No era ni el momento ni el lugar adecuado para iniciar la educación política de Tansy Mills. En lugar de ello pregunté por la reacción de Topaz. Por ejemplo, ¿había adivinado que su jefa se interesaba también por el derecho de las mujeres al sufragio?
– Los periódicos hablaban mucho de eso antes de que nos fuéramos de Londres, pero eso fue hace dos meses, en febrero. Siempre teníamos cosas más importantes que hablar. En todo caso, esa última mañana, cuando le expliqué lo de Rose, estiró los brazos, como solía hacer cuando se estaba despertando del todo. «No son más que tonterías», dijo.
– ¿Dijo que el derecho de las mujeres al voto era una tontería?
– El voto para cualquiera. Dijo que la política era mitad codicia y mitad cotilleo. Dijo que conocía a bastantes políticos y que no votaría por ninguno de ellos, por ninguno.
Sin embargo, unas horas después de esa conversación, Topaz nos había legado su fortuna. Si había que creer a Tansy, el hermano de Topaz contaría con fuertes alegatos en contra nuestra en los tribunales. Me pregunté si ya se había puesto en contacto con ella.
– ¿Qué ocurrió después?
– Acabó de desayunar y abrió sus cartas.
– ¿Había algo inusual en ellas?
En esta ocasión Tansy vaciló.
– En realidad no.
– Pero sí hubo algo, ¿verdad?
– Nada especial. Una de ellas era un sobre grande que contenía una cajita y una tarjeta. Sonrió por lo que decía la tarjeta y me enseñó lo que había en la cajita.
– ¿Qué era?
– Nada especial, como he dicho. Sólo un gran ópalo girasol en un colgante. A mí me pareció anticuado y no se comparaba con las cosas que algunos le regalaban.
– Pero ¿a ella pareció gustarle?
– Mucho, sí. Pero, de veras, no era para emocionarse.
– Y luego, ¿qué?
– Bueno, nos preparamos para su baño. Dispuse las medias y su camisa de seda marfil con lazos color albaricoque y encaje. Uno de los lazos se estaba deshilachando, así que lo cosí. Ella comentó que eso probaba cuánto necesitábamos la ayuda de Rose. Siempre fue muy quisquillosa con su ropa interior. Fue una de las cosas que me chocó cuando la encontré muerta.
Su voz se tornó fría y desolada. Creo que mientras hablaba de Topaz casi había olvidado que había muerto. Ahora se quedó quieta, mirando la ventana por encima de su taza. De la calle llegaba el ruido de las bocinas y las ruedas de los carruajes, que me recordó que la ciudad se dedicaba a su acostumbrado quehacer: la diversión.
Tan suavemente como pude, inquirí:
– Por lo que me ha dicho, esa última mañana fue muy feliz y normal; pero por la noche se suicidó. ¿Podría usted…?
De pronto dejó la taza sobre la mesa y se levantó. Dado su escaso metro sesenta, no podía imponerme su presencia, ni siquiera estando yo sentada. Pero lo intentó.
– Es usted tan mala como los otros. ¿No me ha escuchado, no ha oído una sola palabra de lo que le he dicho?
– Claro que sí. Pero si se suicidó…
– No se suicidó. Topaz no se suicidó. No tenía por qué hacerlo. La asesinaron.
Alarmada por el curso que tomaba su pena, me levanté y le pasé el brazo por los tensos hombros.
– Señorita Mills, sé que está usted muy agitada, sé que esto debió conmocionarla, pero…
Con los ojos secos, me dirigió otra mirada airada y repitió:
– La asesinaron.
En el pasillo se oyó el sonido de un timbre.
– Debe de ser el señor Jules, tendré que bajar y dejarlo entrar.
Habiendo recuperado su eficacia y como si las palabras «la asesinaron» nunca hubiesen salido de sus labios, sacó de su bolsillo una llave y salió apresuradamente. Oí el ascensor bajar y volver a subir. No tenía idea de quién era el señor Jules, aparte del hecho de que estaba ayudando a Tansy a revisar los papeles de Topaz. Permanecí rodeada por los lujosos desechos de la carrera de Topaz Brown, y me pregunté qué debía contarle de todo esto a Emmeline, si es que se lo contaba.