Le había dicho a Tansy que conseguiría la lista de amantes de Topaz de otras fuentes, pero era un alarde vano. Me he vuelto bastante dura e ingeniosa con el tiempo, pero no podía recorrer las capitales y las playas europeas preguntando a los hombres si habían pagado por los servicios de Topaz Brown. Así pues, a las diez de la mañana siguiente llegué a la puerta de Jules Estevan. Vivía en una alta casa pintada de blanco, situada en el sur de la ciudad; los brotes de una enredadera rodeaban una veranda de hierro forjado. Me abrió la puerta una anciana vestida de negro, probablemente el ama de llaves, y me dijo que el señor Estevan estaba desayunando.
– Dígale, por favor, que Nell Bray desea hablar con él.
Me dirigió una mirada recelosa, pero regresó unos minutos más tarde y me llevó arriba.
– Me preguntaba cuándo vendría, señorita Bray -me dijo Jules.
Vestía una bata de seda negra de solapas moradas y bebía chocolate en una taza de porcelana blanca. La habitación era tan amplia que debía abarcar toda la planta de la casa; no se parecía a nada que hubiese visto. Aparte de un enorme sofá cuadrado tapizado de blanco y un par de bancos de iglesia de madera tallada y dorada, no contenía nada de lo que la gente normal considera necesario: mesitas, adornos o cómodas sillas. Una pintura mural -un amanecer donde figuraban varias criaturas con cornamenta estirándose hacia el sol- cubría toda la pared frente a las ventanas. Un pilar de marfil con calaveras esculpidas en toda su longitud sostenía una capa de ópera y un sombrero de copa. En medio de la sala había un maniquí envuelto en un traje de ballet oriental, coronado por una cabeza de porcelana de tamaño natural. El suelo era de madera encerada y sobre él unas alfombras de Bujará formaban islotes. Jules me pidió que me sentara y escogí uno de los bancos de iglesia.
– ¿Sabe que a Topaz la entierran a las seis de la tarde en el cementerio de las afueras? Marie y el padre Benedict no pudieron conseguir nada mejor.
Dijo que iría.
– Hay algo más, señor Estevan.
– Espero poder servirle, señorita Bray.
Sentado en el borde del sofá blanco, no daba la impresión de avergonzarse por su escasa ropa o la desnudez de pantorrillas y pies debajo de la bata. Nunca había visto unos pies de hombre tan bien formados.
– Quiero una lista de los amantes de Topaz.
Silbó, sorprendido, y casi derramó el chocolate. Creo que para él constituía una derrota demostrar sorpresa, porque tras la primera reacción recuperó su habitual actitud de cinismo divertido, pero más marcada.
– ¿Está escribiendo su biografía, señorita Bray? ¿O debería decir hagiografía? ¿Contará entre las santas patronas de su movimiento?
– Eso lo dejaré a los poetas como usted, señor Estevan. Mis razones son prácticas.
Me clavó una mirada sonriente pero astuta. Sabía que deseaba preguntarme la razón, pero no iba a descender a la mera curiosidad.
– No estoy seguro de ser una autoridad al respecto. ¿No sabrá más la criada?
– Lo intenté, pero al parecer ofendí su sentido de la discreción profesional.
Jules se echó a reír.
– Pobre Tansy. Es tan desesperadamente respetable. -Esperé-. Y tuvo que recurrir a mí. Se da cuenta de que hace apenas catorce meses que conozco a Topaz, ¿no?, y casi todo ese tiempo aquí, en Biarritz. Nos vimos brevemente en París el otoño pasado y de nuevo aquí, cuando regresó en febrero.
– Pero hablaba con ella cada día, debió contarle algo de…
– ¿Sobre sus clientes? Sí, claro. Se mostraba muy abierta.
– Bien, empecemos con los de esta temporada en Biarritz.
Dejó su taza en el suelo y se enderezó.
– Creo que se ha dado cuenta de que el inglés, lord Beverley, era el favorito del momento, pero sólo en la última semana o algo más. Durante la mayor parte de febrero hubo un barón alemán, mas su salud se deterioró hará un par de semanas, así que se marchó al balneario de Baden Baden. Había un artista circense del que el barón no sabía nada, aunque no contaba porque no pagaba. Entre nosotros y el resto de Biarritz, el barón la quería principalmente para presumir de ella, por lo que Topaz se divertía con otro.
– ¿Qué habría ocurrido de haberse enterado el barón?
– No lo sé, porque nunca se enteró. La última noticia de Baden Baden es que el pobre tipo apenas puede llegar tambaleándose a las aguas.
– ¿Quién más?
– Entre el barón y lord Beverley hubo un italiano, más feo que el pecado pero dueño de la mitad del Piamonte. La llevó a París unos días, sobre todo para molestar a su esposa, que tenía una apasionada aventura con un violinista ruso.
– ¿Eso es todo?
– ¿Quiere decir que Topaz no estaba sobrada de clientes? Me inclino ante sus conocimientos al respecto, aunque, para ser sincero, pensé lo mismo. En vista de lo que sabemos ahora, entiendo por qué.
– ¿Se refiere a su retiro o su suicidio?
Jules se encogió de hombros. De camino a su casa me había preguntado si debía hablarle de la ropa interior y del pescado, y reconocer que ya no creía que Topaz se hubiese suicidado. Seguí dudando.
– Si alguno de los clientes de Topaz sabía que iba a retirarse, ¿se habría preocupado por una posible indiscreción de su parte?
Soltó una carcajada.
– Se nota la influencia de Tansy. ¿Qué quiere decir con eso de indiscreción?
– Bueno, que pudiera perjudicar a alguien comentando quiénes habían sido sus amantes…
– Querida señorita Bray, de haber publicado anuncios en los periódicos, Topaz no habría revelado nada que todo el mundo no supiera. Lo que no entiende es que, al llegar a ser amante de una mujer tan conocida como Topaz, un hombre se convertía en figura pública. ¿Acaso no se trata de eso?
– ¿De qué?
– De demostrar que puede permitirse el lujo, que tiene suficiente confianza en sí mismo. No es como si un padre de familia, buen burgués que va a misa en París o Londres, regalase un puñado de monedas de plata a una zorra por diez minutos de los que espera que nadie se entere. ¿De qué serviría pagar una pequeña fortuna a mujeres como Topaz o Marie, si nadie lo supiera?
– Entiendo.
Permanecí quieta, observando los colores que el sol hacía resaltar en las alfombras y tratando de digerir esa nueva información.
– Pero ¿no tuvo que dejar de verla lord Beverley cuando llegó su padre?
– Su padre… sí… aunque estoy seguro de que el viejo ya se habrá enterado. Y le aseguro que el joven Beverley será el héroe de sus clubes cuando regrese a casa. La pérdida de una fortuna lo vale.
– ¿Ha perdido una fortuna?
– Eso dicen.
– ¿Y el año pasado? ¿Quiénes fueron sus amantes?
Jules se llevó una mano a la sien y fingió cansancio.
– ¡Ay, querida señorita Bray!, es usted una verdadera tirana. Me está hablando de hace mucho tiempo, más que la caída de Roma. Si insiste trataré de confeccionarle una lista, pero necesito tiempo.
Acepté de momento y con rodeos me preparé para hacerle otra pregunta, una que me inquietaba desde mi conversación con Bobbie Fieldfare.
– Usted estuvo presente el miércoles pasado, cuando Topaz hizo su testamento. De hecho, fue usted testigo. No quiero dar a entender que traicionara su confianza, pero me pregunto si es posible que después se lo mencionara a alguien.
Traté de decirlo con tacto, pues pensaba que se ofendería, pero lo único que conseguí fue otra sonrisa ladeada, como si lo divirtiera a su pesar.
– ¿Mencionárselo a alguien? Sólo a medio Biarritz antes de la cena.
Sin duda mi expresión fue de desaprobación.
– Está a punto de decirme, señorita Bray, que un testamento es confidencial. De haber creído que pretendía que fuese su testamento de verdad, supongo que no se lo habría contado a nadie.
– ¿No creyó que iba en serio?
– Claro que no. No era más que una buena anécdota y Topaz se habría desilusionado si no lo hubiese comentado con cuanta gente me fuera posible.
De nuevo mi expresión debió mostrar lo que sentía.
– Verá, algunos de nosotros escribimos poemas o pintamos cuadros. A Topaz le encantaba hacer cosas inesperadas o divertidas y que se hablara de ellas. Si esa tarde, a la hora de la cena, todo el mundo no hubiese hablado del hecho de que Topaz Brown había legado su dinero a las sufragistas, yo no habría cumplido con mi deber.
– Ya veo.
Guardamos silencio un rato. Creo que le interesó darse cuenta de que la idea me dolía. Al cabo, le agradecí el tiempo que me había dedicado y dije que lo vería en el entierro. Él me informó que había prometido acompañar a Tansy. Me pregunté si era porque le parecería divertido ser visto en compañía de una criada, o si se trataba de bondad.
– ¿Marie estará presente?
– Por supuesto. Tendrá la oportunidad de practicar sus poses.
– ¿Poses?
– ¿No sabe que está a punto de embarcarse en una carrera en el teatro? Un empresario norteamericano cree que será la nueva Sara Bernhardt, mientras no tenga que abrir la boca.
Me levanté. Todavía no le había hablado de mis pesquisas.
– Hay algo que no le he preguntado. Me ha dicho que a Topaz y a usted les encantaban las bromas. ¿Estaban planeando una broma esa noche entre los dos?
– No, que yo sepa.
– ¿Cabe la posibilidad de que ella lo estuviera haciendo?
Me miró fugazmente.
– ¿Se refiere a la ropa interior y el vino?
– ¿Se le ocurre otra explicación?
– No. ¿Y a usted?
– Topaz era… cara, ¿no? Si alguien pagara mucho para pasar una noche con ella y al llegar la encontrara con aspecto de… bueno, de…
– ¿De furcia barata?
– Gracias. Y si le ofrecía la clase de vino y comida que costaría unos francos en un café de barrio, ¿ésa sería la idea de una buena broma para Topaz?
Jules negó con la cabeza.
– Las mujeres no ganan tanto dinero como Topaz si no se toman su trabajo en serio.
– Pero ¿todavía le importaba? Supongamos que había decidido acabar con su profesión con un gesto burlón hacia ella.
– No lo haría. Sería como un pintor que eligiera adrede un color equivocado, o un músico que desentonara.
– Supongamos que se tratase de alguien a quien odiaba desde hacía mucho tiempo, pero al que tuviera que tolerar porque le pagaba.
– Topaz no odiaba a la gente. Además podía escoger. En una ocasión rechazó dos mil libras por una noche porque no le gustaba la barba del hombre.
– ¿No me había dicho que se tomaba el trabajo en serio?
– Y así es. El hombre fue de inmediato al barbero y le envió la barba en un paquete, junto con un talón bancario por tres mil libras. Y a todos les dijo que había merecido la pena cada pelo.
Mientras me acompañaba abajo, le dije que esperaba que Tansy no hiciera una escena a Marie en el entierro. Se encogió de hombros y eso no me tranquilizó. Creo que veía la vida como un espectador de teatro, como un conocedor de escenas. Quizá por eso había decidido ir al entierro con Tansy. Quizá también por eso me invitó de repente, pero a un acontecimiento muy distinto.
– Me pregunto si estará libre mañana por la noche. Marie organiza una soirée ancienne.
– ¿Qué es eso?
– Será una especie de avance del ensayo general de su actuación en el teatro ante un público invitado. Grandes damas del mundo antiguo. Todos los invitados han de llevar trajes clásicos. Casi no quedan sandalias u hojas de laurel en Biarritz.
– Por desgracia, dejé mi toga en casa.
– Podría ir de ménade, estoy seguro de que arrojaban ladrillos todo el tiempo.
– Siento decepcionarlo, pero no tengo la costumbre de hacerlo en sociedad. ¿Por eso quería llevarme?
Me abrió la puerta, hizo una mueca por la repentina luz y el aire marino, pero se recuperó rápidamente.
– No. Me pareció que apreciaría la oportunidad de vigilar al menos a una sospechosa. La veré en el funeral, señorita Bray.
Estaba enfadada conmigo misma por subestimarlo. Demasiado tarde se me ocurrió que Tansy podría haberle contado todos los detalles de nuestra aventura, incluyendo lo que suponía acerca de la nota de Topaz. No podía confiar en ellos, y, sin embargo, eran mis principales fuentes de información. Fue la irritación por estar atrapada en el círculo de Topaz la que provocó mi siguiente acción. Quería hechos científicos en lugar de esa red de personalidades y valores que apenas entendía.
Fui al consulado y les pedí que me recomendaran un buen médico. Me aseguraron que todos, o sea, todos los ingleses de la alta sociedad, iban al doctor Campbell. Hablaban muy bien de sus modales amistosos, su cortesía y capacidad profesional, dicho esto último como si fuera una ocurrencia del último minuto. Vivía en una casa donde también tenía su consultorio, en la avenida Bayone, en el nuevo barrio al norte de la Gran Playa. Allí hay baños medicinales, nutridos por manantiales salinos calientes, y la cantidad de nuevas mansiones y placas de médico prueban su popularidad entre los inválidos de la buena sociedad. Cogí el tranvía, ya que pagando diez céntimos me ahorraba el precio de un taxi. Encontré la placa del doctor Campbell en una de las mansiones más atractivas. Tras una corta espera, una mujer con elegante vestido gris me llevó a un consultorio que parecía más bien un salón.
El hombre frente a mí era más joven de lo que esperaba, pero tenía unas cuantas canas en la barba cuadrada que hacía resaltar una nariz aguileña y unos ojos inteligentes e inquisitivos. Su aire de satisfacción cuando me conminó a sentarme, me decidió a no andarme por las ramas e ir directo al grano.
– Doctor Campbell, ¿cuánto tiempo se necesitaría para que una dosis fatal de láudano surtiera efecto?
– ¿Por qué me lo pregunta, señorita Bray?
– Porque me he visto envuelta en los asuntos legales de una persona que murió por una sobredosis de láudano.
– No estaremos hablando de la difunta señorita Topaz Brown, ¿verdad?
– Sí.
Naturalmente, el médico de moda de la comunidad inglesa se habría enterado de todos los cotilleos. Formaba parte de su trabajo. Se reclinó en el sillón y miró por encima de mi hombro hacia un cuadro, un Nocturno de Whistler, prueba tanto de un gusto refinado como de honorarios a tono.
– Dependería de muchas cosas: de la salud general de la persona, de su peso, de si había ingerido bebidas alcohólicas…
– Hay pruebas de que lo tomó en una copa de vino.
– Eso podría retardar los primeros síntomas. Pero puede decirse que la persona sentiría intenso sueño al cabo de una hora. Poco después se dormiría, luego llegaría un estado de inconsciencia y, finalmente, caería en un coma profundo. Si no se tomaran medidas preventivas, moriría a las doce horas de haber ingerido la dosis.
Topaz había invitado a su visitante para las ocho. Estaba muerta y fría cuando Tansy la halló a las diez de la mañana siguiente. Eso sugería que había tomado el veneno poco después de la llegada de su visitante.
El doctor Campbell se levantó y se acercó a la ventana. Unas cortinas amarillas enmarcaban un jardín de adelfas y mimosas, cuyo aroma nos llegaba. Estaba orgulloso de su posición y sus posesiones.
– ¿Era la señorita Brown paciente suya?
– Nunca me consultó. -Parecía decepcionado.
En la repisa de la chimenea había tarjetas de invitación y tarjetas de visita, puestas aparentemente con descuido, pero que no dejaban dudas en cuanto a su éxito social. Lord Fulanito agradecería su asistencia a una cena. Sir John Sutanito rogaba el honor de visitarlo a las cuatro.
– Doctor, ha dicho «si no se toman medidas preventivas». ¿Quiere decir que podrían haberla salvado?
– Por supuesto. El envenenamiento con láudano o cualquier otro derivado del opio es relativamente gradual, no es como la estricnina o el cianuro. Si se llega a tiempo, el pronóstico puede ser favorable.
– ¿Existe un antídoto?
– El antídoto, en términos corrientes, consiste en mantener al paciente despierto. Darle grandes cantidades de café negro, hacerle caminar, y luchar como sea contra la pérdida del conocimiento puede resultar eficaz.
– Y si alguien hubiese encontrado a la señorita Brown sin conocimiento, ¿habría podido revivirla?
– Hay un punto en que el coma es irreversible, pero, dentro de ciertos límites, sí.
– ¿Qué límites? ¿Una hora después de ingerirlo? ¿Dos horas? ¿Más?
– Es imposible contestar acertadamente.
– Bueno, una suposición razonable. Supongamos que alguien encontró a la señorita Brown tres horas después de que ingiriera el láudano.
– No querría atestiguar esto en un tribunal, y dependería de la dosis, pero me atrevería a decir que si la hubiesen encontrado tres horas después de perder el conocimiento, podrían haberla salvado.
– ¿Y después?
– Después, ni siquiera me atrevo a opinar.
Cogió una tarjeta de invitación de la repisa de la chimenea, le dio vueltas y dejó que el sol brillara sobre los bordes dorados. Traté de revisar mi idea de la muerte de Topaz. Había supuesto que el envenenamiento constituía un proceso rápido, que el asesino, si es que lo había, podía matarla y marcharse. Pero no era así. Él o ella no tendría seguridad de que nadie encontraría a Topaz en esas tres horas, y si alguien la revivía, sin duda lo primero que haría sería acusar a quien le había dado el vino. Él o ella tendría que permanecer sentado al menos tres horas junto a la mujer dormida, quizá más tiempo, hasta que el sueño fuese irreversible. Alcé la mirada y me encontré con la del médico fija en mí.
– ¿Cuánto se necesitaría para matarla?
– Eso dependería de muchas cosas. Si la persona estaba acostumbrada a ingerir láudano, mucho tiempo. El láudano contiene apenas un uno por ciento de morfina. Hasta he oído hablar de niñeras que dan una gota a los niños en un terrón de azúcar para dormirlos, aunque yo no recomiendo esa práctica. Un adicto podría beber hasta un vaso y sobrevivir. A otra persona, un niño o un adulto enfermo, podrían matarla con una cucharadita.
– Entonces, ¿dos o tres cucharaditas en una copa de vino…?
– Podrían matar a alguien que no estuviera acostumbrado al láudano.
– Sin embargo, al salir de aquí, puedo comprar cuantos frascos quiera en cualquier botica.
– Efectivamente. Pero supongo que ha tomado Polvos de Dover de vez en cuando.
– Ocasionalmente, para dolores de estómago, cuando viajo.
– Esos polvos también contienen opio, señorita Bray. ¿Deberían encerrarse en un botiquín de venenos?
Le di las gracias y le pedí que me enviara sus honorarios.
– Creo que conoce usted a mi tía, lady Fieldfare -dijo.
– Sí. Hace poco pasamos mucho tiempo juntas.
Esto pareció alegrarlo y también avergonzarlo un poco.
– Bueno, debería decir que es mi tía política: el hermano de mi madre se casó con su hermana menor.
Me había ayudado y no resentí el que decidiera cobrarse en parte con un poco de esnobismo inofensivo.
– ¿Sabía que la hija de lady Fieldfare, Roberta, está aquí? Es una jovencita encantadora. Espero que esté durmiendo mejor.
– ¿Bobbie vino a verle con problemas de insomnio?
– Confío que no crea que traiciono la confianza de mis pacientes, señorita Bray. No era nada grave, se lo aseguro. Como le dije a la señorita Fieldfare, los viajes a menudo causan trastornos en el sueño de las damas.
Yo me había levantado para marcharme y ya estaba dirigiéndome a la puerta, pero al oírlo me quedé de piedra. Quizá los viajes trastornaran el sueño de las mujeres, pero apostaría a que eso no era algo que aquejara a Bobbie. El médico me miraba fijamente y comenté con aparente indiferencia:
– Estoy segura de que le recetó algo útil.
Mas la discreción profesional se había reafirmado. Me sonrió y dijo que esperaba que lo visitara de nuevo, si podía serme de utilidad. La recepcionista se hallaba de pie junto a su escritorio, jugueteando con una maceta de mimosas.
– La esposa del señor de David Chester llegará en cinco minutos con su hija -le dijo el médico-. Que entren enseguida.
No dudo que lo dijo por el puro placer de usar el nombre de un miembro del Parlamento, aunque la mención resultó incómoda. No deseaba conocerla y apreté el paso, con la esperanza de apartarme de su camino.
Pero la señora llegó. Acababa yo de cerrar la puerta de la reja cuando un coche de alquiler se detuvo y la mujer regordeta que había visto al lado de David Chester se apeó con torpeza y expresión de preocupación. Todo en ella era redondo: sus pantorrillas expuestas al bajar, sus ojos, sus mejillas sonrojadas, redondeces más pesadas que cómodas, como si su propio cuerpo constituyese uno de sus múltiples problemas.
En principio no me vio y se volvió hacia el coche emitiendo ruiditos quejumbrosos. El cochero no hizo ademán de ayudarla y permaneció sentado, jugueteando con las riendas, por lo que justo cuando la niña bajaba el caballo se removió y la pequeña rodó y cayó sobre una rodilla en el arroyo, sin que su madre lograra evitarlo. Sólo una persona mucho más dura que yo habría sido capaz de resistir el llanto de la niña y la angustia de su madre. La levanté -no era precisamente un peso pluma- y la dejé en el sendero.
– A ver, vamos a ver qué te ha pasado.
La niña continuó chillando. Una mancha roja apareció en su rodilla a través de su media blanca.
– ¡Ay Dios! ¡Ay Dios! -exclamó la señora Chester-. Sabía que algo iba a ocurrir.
– No se preocupe -la tranquilicé-, no es más que una rozadura.
En un intento por detener los chillidos, hice algo con la niña que siempre me da resultado con mis sobrinos.
– Vamos, sécate las lágrimas y sé un valiente soldadito.
La niña dejó de llorar el tiempo suficiente para dirigirme una mirada desconcertante, pues me recordó a su padre en el tribunal.
– Las niñas no pueden ser soldados -repuso, y volvió a chillar.
Sugerí a la señora Chester que metiera a la niña en la casa y que el médico la examinara.
– No me gusta el doctor, ¡no quiero ver al doctor!
Su madre me miró con expresión desesperada.
– No querrá entrar, no cuando está de este humor, y Louisa tiene que visitarse.
– Mami, ¿qué pasa, mami? -la voz de otra niña, mayor pero quejumbrosa, salió del interior del coche y un rostro redondo y pálido se asomó.
– Espera un minuto, Louisa. Tu hermana… ¡vamos, Naomi, deja de llorar! ¡Ay Dios!
La absoluta impotencia de la mujer me dio una idea. Pese a su gordura era como una pluma que se mueve por donde sopla el viento. En esa niñita llorona el destino me había mostrado el modo de echar a perder los planes de Bobbie, y no pensaba desaprovechar la ocasión.
– ¿Quiere que cuide a la pequeña Naomi en el jardín, mientras usted entra?
– ¡Ay Dios! ¿Lo haría? Lamento ser una molestia, pero…
Con firmeza llevé a Naomi a una glorieta frente a la casa, la senté en el banco y le vendé la rodilla con mi pañuelo.
– ¿Lo ves? Estamos bien aquí, ¿verdad, Naomi?
Mirando repetidamente hacia atrás y con saludos nerviosos, la señora Chester se dirigió a la puerta de la casa, seguida de la pálida hija mayor. Una vez cerrada la puerta, Naomi continuó lloriqueando un rato, hasta darse cuenta de que en mí no tenía un público comprensivo.
– Me duele.
– Cuenta hasta cincuenta y veremos si todavía te duele.
Llegó hasta el quince.
– ¿Eres una aya?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Te comportas como si lo fueras.
No la contradije; como identidad era tan buena como cualquier otra.
– ¿Te gusta estar aquí, en la playa?
– No. Odio el mar. Estamos aquí por los pulmones de Louisa.
Al parecer, los pulmones de su hermana le desagradaban profundamente.
– ¿Qué les pasa?
– Tose mucho, sobre todo por la noche.
– Lo siento.
– Sí, porque me despierta. Bueno, me despertaba, sólo que ahora duermo en la habitación de mami y la aya duerme con Louisa. Bueno, hasta que mami la despidió.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Mami dice que le faltó el respeto a papi. Mami dice que los extranjeros son irrespetuosos y sucios casi siempre, sobre todo las mujeres.
– ¿A tu mami no le gustan los países extranjeros?
– No, mami quiere regresar a casa, a Londres. De todos modos, papi tendrá que irse pronto. Mami dice que es un hombre muy importante y que el rey no puede prescindir de él.
No puede prescindir de él, pensé, para enviar a mis amigas a la prisión de Holloway. No obstante, la odiosa chiquilla me estaba dando una buena noticia, me daba la impresión de que se necesitaría muy poco para apartar a la familia de Biarritz.
– Mi papi está en el Parlamento.
– ¿Ah, sí? ¿Tú también vas a estar en el Parlamento cuando crezcas?
Se me ocurrió que podría plantar una o dos semillas, aun en ese terreno no abonado.
De nuevo, aquella mirada parecida a la de su padre.
– Las damas no pueden estar en el Parlamento. Voy a casarme con el primer ministro y tener muchos vestidos con colas largas y tomaré el té con la reina.
Gradualmente se olvidó de la rodilla y parloteó como si me conociera desde hacía años. En casa, en Knightsbridge, tenía un perico y sentía muchas ganas de verlo, y un perrito que pertenecía a su madre. Louisa debía tomar muchas horribles medicinas, pero siempre le tocaba repetir durante la comida, por eso de que debían fortalecerla. Papi prefería a Louisa porque era la mayor, pero su cabello no era tan largo como el de Naomi, ni mucho menos. Para mí, casi todo lo que decía era como el zumbido de las abejas en el jardín. Finalmente, la señora Chester salió, con Louisa cogida de la mano, y expresión más distendida.
Diríase que ahora que había tenido tiempo de serenarse me veía bien por primera vez y, para mi alivio, no dio muestras de reconocerme. Claro, era de las que deja a su marido todo lo que se refiere a la política y los tribunales.
– ¿Te has portado bien, Naomi? Se lo agradezco mucho, señorita…
– Señorita Jones, Jane Jones -contesté.
– Es una aya -precisó Naomi y no la contradije.
Juntas nos dirigimos hacia el carruaje de alquiler; Naomi me tenía la mano cogida con su manita regordeta y caliente.
– ¿Podemos dejarla en algún sitio, señorita Jones?
– Muy amable.
Di el nombre de un hotel bastante alejado del mío y le pregunté cómo había ido la consulta con el médico.
– Está bastante contento con ella, ¿verdad, Louisa? Dice que tiene que seguir tomando la medicina y que debemos asegurarnos de que duerma la siesta.
Louisa hizo una mueca. Yo estaba segura de que no le pasaba nada que no se curase con ropa más holgada y unas buenas carreras en la arena, pero el doctor Campbell no podía comprar pinturas de Whistler con esa clase de tratamientos.
– Y estoy segura de que mejorará cuando se la lleven de Biarritz -comenté con entusiasmo.
– ¿Qué? -La señora Chester abrió los ojos tanto como la boca.
– Es un lugar muy poco saludable para los niños -añadí-, pero por supuesto no hay remedio si su marido tiene que venir. Estoy segura de que Louisa se curará cuando regresen a casa.
– Pero… pero… todos dicen que es un lugar muy saludable.
– Bueno, eso les conviene a los franceses, ¿no?
– Pero el rey viene aquí. -Era una demanda de ayuda a la máxima autoridad.
– Sí, pero él tampoco tiene muy buen aspecto, ¿verdad? Y me he enterado… -Bajé aún más la voz, cual si le estuviese contando un secreto de Estado-. Me he enterado de que el año pasado casi no vino, tal era su miedo a una epidemia de cólera. Claro, fingieron haber hecho algo para mejorar el sistema de desagüe y echaron tierra sobre el asunto, pero…
– El sistema de desagüe, ¡ay Dios, ay Dios!
Me miró fijamente y me alarmé al ver que gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
– ¡Ay Dios!, ¿qué dirá mi marido?
– Su marido no puede culparla por el estado del sistema municipal de desagüe. -Me temo que fui más brusca de lo que sería un aya, pero ella no reparó en ello.
– Ni siquiera quería venir. Es un hombre muy ocupado. Pero haría cualquier cosa por Louisa, así que cuando el médico de Londres recomendó Biarritz, lo convencí y… ¡ay, Dios!
Las niñas permanecieron impasibles, como si estuvieran acostumbradas a ver a su madre llorar. Me habría culpado de crueldad, salvo que estaba intentando evitar una peor causa de llanto. Ahora bien, cuando vi lo que ese hombre había hecho con su esposa y sus hijas, casi deseé dejar que Bobbie le disparara.
Insistí.
– Y hay otras cosas.
– ¿Otras cosas?
Sus ojos se pasearon nerviosamente por el carro, como si esperara ver los bacilos de la peste.
– Cosas de las que no debemos hablar frente a las pequeñas. -Naomi empezó a escuchar ávidamente-. Algunas de las personas que vienen aquí y se exhiben descaradamente por el paseo. No puede imaginarse…
Por su expresión, me di cuenta de que me había entendido y casi habría deseado que continuara, de no ser por la presencia de las niñas.
– En fin, si pudiera elegir regresaría a Inglaterra mañana mismo.
Aparte de entregarle horarios de trenes, no creí poder hacer nada más. Con suerte, la familia Chester regresaría a casa en unos días. Aunque Bobbie los siguiera, en Londres contaría con menos oportunidades y los demás miembros de la organización la mantendrían a raya.
Frente al hotel que había nombrado me bajé con sensación de trabajo bien hecho. Por un rato me había ocupado de uno de los problemas y ahora podía concentrarme en el otro. Encontré una botica y por curiosidad pedí un frasco de láudano. El boticario cogió mi dinero, envolvió un frasco en papel azul y me lo entregó casi sin mirarme. Así de sencillo.