4

Tenía dos miradas puestas en mí: la de Tansy, trágica y resentida, y la de Jules, inquisidora. Tratando de no parecer demasiado ridícula, pregunté lentamente:

– ¿Está diciendo que cuando la encontró muerta Topaz Brown llevaba ropa interior que no usaba normalmente?

– No se habría dejado pillar…

Se interrumpió justo a tiempo y se sonrojó.

– Así fue cómo lo supe, ¿sabe? Desde el principio supe que no se había suicidado. Aparte de lo otro, digo. Además, estaba ese vino que se llevaron.

– Había una copa vacía y una botella de vino medio llena al lado de la cama -explicó Jules-. La policía se las llevó, naturalmente. El láudano estaba en la copa.

– Pero ella nunca bebería el vino así, hasta yo lo sabía. Explíqueselo a la señorita Bray, Jules.

Éste suspiró y se removió en el asiento.

– Lo primero que ha de entender es que Topaz era una auténtica conocedora de vinos y poseía una excelente y selecta bodega. Según las habladurías, escogía a sus amantes por la calidad de sus viñedos. Como mucho de lo que se ha dicho acerca de ella, no es del todo cierto, pero no se alejaba del todo de la verdad.

– Entiendo. Supongo, pues, que tomó el láudano en un vino de cosecha excepcional.

– Al contrario. La botella encontrada al lado de la cama contenía un vino barato y peleón, del tipo que sirven en las peores tabernas para obreros. Tansy opina que Topaz nunca se pondría ropa interior como ésa y yo puedo asegurarle que nunca, estando en sus cabales, habría bebido una copa de vino de esa botella.

«Estando en sus cabales.» La expresión me deprimió, y Jules lo sabía.

– Tal vez si iba a añadirle láudano, no querría echar a perder un buen vino -sugerí.

Jules asintió con la cabeza.

– Es posible.

Pero ¿esa prueba iría en favor o en contra de una mente perturbada?

– Por lo que me han dicho ustedes, Topaz podría describirse como una persona de gustos caros. -Tansy y Jules asintieron con la cabeza-. Entonces, ¿por qué habría de querer suicidarse con ropa interior barata y bebiendo vino barato?

Un diagnóstico de aguda repugnancia hacia sí misma habría bastado, pero no concordaba en absoluto con la descripción del último día de Topaz.

– Lo hicieron para avergonzarla -declaró Tansy.

Obviamente, Jules sabía lo que seguiría.

– Tansy, si eso significa que crees que Marie subió, persuadió a Topaz a tomar veneno en una copa de vino que ya era de por sí veneno y luego la vistió con esa abominable ropa interior sólo para humillarla, lo único que puedo decir es que te acercas a la locura peligrosa.

Tansy lo miró airadamente.

Con más gentileza, añadí:

– Por lo que me ha dicho, Topaz se esforzó por sacarla de la habitación esa noche. ¿Acaso eso no hace pensar que ya había tomado una decisión?

– Pero era feliz, feliz como un niño con juguete nuevo, sobre todo ese día. No me diga que alguien se comporta así y luego va y se envenena.

– Tansy, me temo que varios amigos míos se han suicidado por razones diversas -comentó Jules-. En todos los casos se veían más alegres justo antes de hacerlo que en los anteriores meses, y creo que es porque habían tomado la decisión.

– Señor Estevan, ¿cree usted que Topaz Brown se suicidó? -pregunté.

– ¿Qué más puedo pensar?

Ya debía de haber pasado la hora de la comida; el sol se había desplazado hacia el oeste y sus rayos entraban directamente por las grandes ventanas. Jules no hacía ademán de irse, ni yo tampoco: si nuestro derecho al dinero de Topaz dependía de su estado de ánimo ese día -y esto me parecía probable-, no podíamos permitirnos dejar nada sin indagar.

– Señorita Mills, tenía usted la impresión de que Topaz Brown esperaba a alguien esa noche, ¿verdad?

– Eso supuse. De lo contrario, ¿por qué se quedaría?

– Pero ¿no tenía idea de quién sería?

– No.

– Usted, señor Estevan, ¿tiene idea de quién pudo visitarla?

– Media docena de personas pero no sé quién fue, si es que alguien lo hizo.

– Naturalmente, me pregunto si alguien le dio una noticia tan mala que decidió quitarse la vida.

– Naturalmente.

– Supongo que la policía ha preguntado en recepción si hubo visitantes.

– Lo dudo. La policía, como la mayoría de la gente, sabría que pocas de las personas que visitaban a Topaz pasaban por la recepción.

– ¿Por qué no?

– ¿Se fijó en el ascensor privado en el pasillo de esta suite? También hay escaleras que dan a una pequeña puerta en una calle lateral. Hay algo parecido en el torreón de Marie.

– Muy conveniente.

– Claro. Corre un chiste de que el arquitecto era un hombre de mundo que diseñó el edificio para las femmes du demi-monde, o sea, las cortesanas. Es una de las razones por las que el alquiler de las dos suites es tan elevado.

– ¿A los visitantes de la señorita Brown (me cuidé de no llamarlos «clientes») se les daba la llave de esta puerta privada?

– Creo que no, pero Tansy lo sabrá.

Ella negó con la cabeza.

– Había sólo tres llaves, una para ella, otra para mí y otra guardada en el despacho del gerente del hotel.

– ¿Llevaba usted la suya el miércoles por la mañana?

– Sí. Salí por la puerta lateral y la cerré con llave, como siempre.

– Cuando vino la policía -intercaló Jules-, después de que Tansy encontrara el cuerpo de Topaz, entraron por la puerta principal, pero Tansy decidió examinar la puerta lateral, ¿verdad, Tansy?

– Estaba cerrada con llave.

– ¿Como la había dejado Tansy?

No entendí lo que Jules insinuaba.

– Sí, pero hay un pequeño misterio. Tansy no encuentra la llave de Topaz y esto, por alguna razón, la preocupa.

Tansy le dirigió otra mirada airada.

– Solía guardarla en el cajón de esa mesita. Pero no estaba allí ni en ningún sitio. La he buscado.

Jules me miraba, esperando mi reacción, y yo pregunté qué deducía de ello.

– Nada -contestó-. Las llaves se pierden a menudo, pero Tansy no está de acuerdo.

– La que la mató salió por esa puerta lateral y se llevó la llave consigo -afirmó Tansy como si no cupiera duda.

– ¿Se lo explicó a la policía?

– Lo intenté, pero no me hicieron caso.

Jules se encogió de hombros.

– Resultaba obvio que Topaz se había suicidado. ¿Para qué hacer preguntas que crearían problemas para algunos?

Permanecimos sentados un rato. Luego, sin saber por qué, pedí ver el dormitorio de Topaz. Esto pareció alarmar a Tansy.

– No he entrado allí desde que la sacaron.

– Tendrás que entrar en algún momento, Tansy. ¿Por qué no ahora? -sugirió Jules.

Se puso en pie y, andando sobre la mullida alfombra, me guió hacia la puerta de doble batiente blanca y dorada que llegaba hasta el techo de la habitación. La tozudez y la pesadumbre de Tansy me impresionaron: se había quedado sola en la lujosa habitación, temerosa de abrir esa puerta. Seguí a Jules, con Tansy pisándome los talones.

Al entrar, mi primera sensación fue de oscuridad y olor a cerrado, olor que me recordaba algo en lo que prefería no pensar. A través de las pesadas cortinas de terciopelo corridas en todas las ventanas apenas se filtraban unos débiles rayos de luz, suficientes para revelar una pálida silueta en forma de tienda y destellos dorados dispersos. Jules no era, creo, una persona reverente por naturaleza, pero cruzó la habitación lentamente, como si participara en un ritual, y descorrió las cortinas para dejar entrar la luz. La habitación era más recargada que el salón, con una pintura estilo Versalles en el techo y delicadas sillas y mesas de la época de Luis XIV o buenas imitaciones. La cama se encontraba sobre una tarima bajo un baldaquín de damasco blanco atado con cuerdas doradas. Las sábanas, de satén dorado oscuro, se hallaban todavía desordenadas. La cara de Tansy se arrugó al verlas.

Sin poder evitar susurrar, pregunté dónde habían encontrado la botella de vino. Jules señaló una mesita redonda junto a la tarima y las marcas dejadas por la copa y la botella. En el suelo, cerca de la mesita, había un camisón rosado, el que tanto había ofendido a Tansy, supuse. Al levantarlo olí el aroma a sándalo, pero seguía percibiendo aquel otro olor que aún no había identificado.

Traté de pasar por alto la mirada desaprobadora de Tansy y subí por los bajos escalones de la tarima hasta la cama. Una de las almohadas doradas mostraba todavía la depresión producida por la cabeza de Topaz. Con la intención de ahorrar al menos eso a Tansy, la sacudí para devolverle su forma.

– ¡Señor Estevan!

Mi susurro lo obligó a cruzar la habitación y subir en dos zancadas. Tansy, celosa, lo seguía.

– ¿Nadie vio esto?

Debajo de la almohada había una hoja de papel blanco, cuidadosamente doblada.

– ¡Ay, Dios! Me pareció raro que no dejara una nota.

Se estremeció y me fijé que cerraba con fuerza el puño derecho. Creo que ninguno de los dos deseaba coger el papel.

– ¿Qué es? -la voz de Tansy sonó brusca.

Cogí el papel y lo desdoblé. Papel de buena calidad, con el nombre y el escudo del Hôtel des Empereurs impreso en relieve en la parte superior. La nota era corta y extrañamente dispuesta.


Demasiado tarde.

Ocho de la tarde. Devolución de pagaré por una carrera.

Vin Poison. [1]


Seguía una firma garabateada: «Topaz Brown.»

Se la enseñé a Tansy.

– ¿Es su escritura?

– Sí, pero ¿qué significa?

Estaba pálida y le temblaban los labios. Tan gentilmente como pude le expliqué:

– Creo que quiere decir que ya no quería continuar con la existencia que llevaba… con su profesión como la veía.

– Pero no es así. Ya se lo dije, pensaba dejarla.

– Dice: «Demasiado tarde.»

– Y «pagaré», eso es cuando uno debe dinero.

– Tal vez creyera deberle algo al mundo.

– Topaz no debía nada a nadie -afirmó Tansy categóricamente.

Jules volvió a leer la nota por encima del hombro de Tansy.

– No entiendo por qué escribió eso de vino y veneno. Debió de saber que la policía sabría que se trataba de vino envenenado.

– Además, lo escribió en francés. ¿Sabía francés?

– Lo hablaba un poco, de hecho lo estaba aprendiendo rápidamente. Pero en cuanto a leerlo y escribirlo, no iba más allá de lo que necesitaba para entender un menú o la factura de un modisto.

Tansy me devolvió la nota, como si no quisiera tener nada que ver con ella.

– Supongo que hemos de enseñársela a la policía -comenté.

– De todos modos, saben que es un suicidio -replicó Jules con aparente indiferencia.

Sugerí que como vería de nuevo al abogado de Topaz le entregaría la nota. Me pareció que eso ayudaría más a nuestra causa. Tras una última mirada a la cama desordenada, Tansy regresó al salón y la seguimos.

Caminó de un lado a otro, jugueteando con montones de notas, papeles y esos rígidos sobres con olor a caballero extranjero.

– Tendré que hacer algo con todo esto.

– Déjaselo a los abogados -aconsejó Jules.

– Ella no querría eso. ¿Saben?, el abogado tuvo la desfachatez de enviar a un hombre el viernes, el día después de su muerte; quería llevarse sus papeles. Lo saqué de aquí sin miramientos. Ni siquiera estaba enterrada y ya querían curiosear, remover todas sus cosas. No iba a aceptar eso.

Nos dio la espalda, a punto de echarse a llorar. Jules y yo nos miramos. En algún momento alguien tendría que quitarle la custodia de los tesoros de Topaz, pero no era nuestra responsabilidad. Por lo visto, Jules adivinó lo que yo estaba pensando.

– Supongo, señorita Bray, que todo esto le pertenece legalmente… bueno, quiero decir a su organización.

Su sonrisa me pareció maliciosa, teñida de esa superioridad masculina que lo definía como «enemigo».

Observé los cuadros y los adornos, los montones de bufandas de muselina y estolas.

– No sé qué haríamos con ello.

– Claro, es el dinero lo que importa, ¿verdad? Es una pena que eso no fuera lo que ella deseaba. Supongo que le gustaría creer que recibía a sus visitantes con un símbolo de su organización prendido secretamente sobre el corazón, o en otro sitio.

Esta vez me tocó a mí mirarlo airadamente, pero una llamada a la puerta que daba al salón desde el descansillo me ahorró darle una respuesta. Tansy fue a abrir.

– Ah, eres tú.

Casi siseó al pronunciar estas palabras, pero abrió la puerta y la mujer más bella que hubiese visto entró majestuosamente. Era delgada como un tallo de dedalera, y alta, de cutis pálido y cremoso y enormes ojos oscuros. Llevaba un vestido de tarde de seda color café claro y, en el cinturón, auténticos capullos de rosa blanca; su expresión era de tragedia pura. Jules se adelantó para saludarla sin abandonar su maliciosa sonrisa.

– Señorita Bray, permítame presentarle a mademoiselle Marie de la Tourelle. Marie, ésta es la señorita Bray de la Unión Social y Política de Mujeres.

Una mano, ligera como el ala de mariposa, rozó la mía. A continuación Marie pasó silenciosamente de largo y se dejó caer en un diván, cual un cisne malherido.

– ¡Qué horror…! Tanta desesperación… Me culpo a mí misma.

Tansy la miró con expresión de repugnancia, y Jules tuvo que ir por otra copa para servirle lo que quedaba del tokay. [2] Marie tomó unos breves sorbos y se llevó una mano a la frente, con la palma hacia fuera, pose que yo nunca había visto, salvo en las pinturas de la Royal Academy. En su frágil muñeca lucía un hermoso brazalete de perlas y diamantes.

– ¿Por qué se culpa a sí misma? -inquirí.

– Los celos son terribles.

Su inglés era bueno, pero tenía un ligero acento.

– ¿Los celos de quién? -preguntó Jules.

Al menos era coherente en su deseo de experimentar: no se limitaba a mi persona. Me había fijado que al traer la copa buscó la mirada de Tansy, desafiándola literalmente a causar problemas. Hasta ahora ella había permanecido muda pero rebelde, vigilando cada movimiento de Marie.

Ésta dirigió una mirada dolorida a Jules.

– De mí, por supuesto. ¿De quién, si no?

– ¿Por qué?

Marie suspiró.

– Por lo de lord Beverley.

Tansy explotó.

– Él te había abandonado por ella, eras tú la celosa.

El contraste entre aquella mujer cita enfurecida y enfundada en ropas negras, y Marie, larga y sedosa sobre el diván, resultaba casi risible. Si las miradas mataran, Tansy se encontraría junto a su señora en el depósito de cadáveres. Después de esa única mirada, Marie la ignoró y habló con Jules.

– Según lord Beverley, Topaz era vulgaire. Me lo dijo, el pobre, cuando me rogó que lo aceptara de nuevo.

– ¡Eso dices tú! -exclamó Tansy, pero Marie siguió ignorándola.

– Está muy arrepentido. Todas esas azucenas blancas; ustedes las vieron.

– Esas azucenas te las envió ese sátiro, el archiduque. Todos están enterados de lo tuyo con él.

– El miércoles por la tarde me encontraba yo con lord Beverley en su automóvil, cuando Topaz nos pasó en su carruaje. Creo que fue entonces cuando decidió hacer esa cosa horrible.

– ¿No viste que él le guiñó el ojo? -preguntó Tansy-. Si quieres saber lo que ella pensó, te diré que se moría de risa.

– Ocultaba su dolor -declaró Marie, mirando a Jules, y se llevó una mano al corazón, con otro centelleo de sus diamantes.

– Por eso me culpo, por haberle provocado esa terrible desesperación que la empujó a hacerlo.

Cerró los ojos y se recostó. Tansy avanzó y se detuvo delante de ella.

– Le importabais un comino, tú y lord Beverley y lo demás. Había decidido dejarlo.

Jules repitió lo que Topaz le había dicho a Tansy sobre la primera cana y me di cuenta de que Tansy habría preferido que no lo hiciera. Marie abrió los ojos con expresión trágica.

– ¿Lo ven? Sabía que estaba envejeciendo y que todo había terminado para ella. A todos nos pasará con el tiempo, incluso a mí. Si una no tiene una fe que la ayude, ¿qué queda sino la desesperación?

– Nunca volverás a tener treinta años, tú tampoco -declaró Tansy.

Me dio la impresión de que empezaba a divertirse. A Marie debía costarle seguir ignorándola, aunque lo consiguió.

– He venido porque me creo en el deber de asegurarme de que la entierren en tierra sagrada, pese a sus pecados.

– Cualquier pecado que ella cometiera, también lo has cometido tú, sólo que no tan bien.

Jules la interrumpió.

– Creo que Marie habla del pecado del suicidio.

– Pues claro. Es el único pecado del que no tiene uno tiempo de arrepentirse.

– No fue un suicidio -dijo Tansy, pero vio que Jules la miraba fijamente y se apartó con expresión despectiva.

Más tarde, cuando Marie y Jules hablaban de los arreglos para el entierro, él preguntó a Tansy si algún pariente debía participar en los arreglos.

– El hombre del consulado dice que el hermano no quiere hacer nada. De todos modos, ella lo odiaba como…

Volvió a sonrojarse y se fue presurosa, probablemente a su dormitorio. Creo que no confiaba en sí misma estando en la misma habitación que Marie.

Dejé a Marie y a Jules decidiendo que quizá Topaz fuese católica romana; Marie decía que hablaría con el padre Benedict. Cuando Jules vio que me marchaba, me acompañó a la puerta.

– Me pregunto si puedo visitarlo mañana, señor Estevan. Todavía tengo cosas que preguntarle.

Él me hizo una irónica reverencia y me entregó su tarjeta de visita.

Regresé a mi pensión y pasé casi toda la tarde tomando apuntes de lo que me habían dicho el abogado, Tansy y Jules Estevan. Luego, soñolienta por haber pasado la noche despierta en el tren, decidí echarme una siesta de una hora antes de salir a cenar. Sin duda me encontraba más cansada de lo que suponía, porque me perdí la cena y dormí toda la velada y la noche entera en la angosta cama blanca de la pensión.

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