2

Cuando Jules Estevan entró y me vio, su expresión fue de alivio. No sé qué le había dicho Tansy en el ascensor -si algo le había dicho-, pero creo que se alegró de encontrar a alguien para compartir la tarea de cuidar de Tansy. Por mi parte, mi impresión fue la de un joven alto, de poco más de treinta años, casi enfermizamente delgado y con la clase de rostro que se ve grabado en mármol en las tumbas medievales. Decir que vestía con elegancia equivaldría a decir que Leonardo da Vinci era un hombre que hacía dibujos. Su traje, su sombrero y su chaleco formaban una armonía de grises y plateados. Llevaba guantes lila pálido y un bastón de ébano con pomo de plata.

– ¿Me permite presentarme? Soy Jules Estevan, amigo de la señorita Brown.

Su voz, baja y agradable con una pizca de acento, demostraba que el inglés no era su lengua materna.

– Él es el que escribió el poema del que le hablé -comentó Tansy.

Le dije mi nombre.

– ¿Es usted poeta, señor Estevan?

Se encogió de hombros.

– Soy un flâneur, un ocioso, señorita Bray.

Lo dijo como si dijera abogado o médico. De pronto se me ocurrió que podía estar conociendo al primero de los clientes de Topaz, y él pareció leerme la mente.

– Tal vez se esté preguntando acerca de mi relación con la señorita Brown. No puedo decir que fuese más que su amigo, sólo su amigo. Nos conocimos durante la temporada del año pasado. En mi opinión era una de las personas menos aburridas de la ciudad, y fue lo bastante amable para devolverme el cumplido. ¿Nos sentamos?

A Tansy no pareció importarle que él hiciera las veces de anfitrión y permaneció de pie, mientras yo recuperaba mi asiento y Jules se acomodaba en un diván, tras apartar un montón de prendas con encajes.

– Represento a la Unión Social y Política de Mujeres y estaba preguntándole a la señorita Mills acerca de los hechos anteriores a la muerte de la señorita Brown.

No mencioné la palabra suicidio, pues no deseaba otro arranque de Tansy. Tuve la sensación de que sabía lo de la impugnación del hermano de Topaz. No sé por qué, pero Jules solía arreglárselas para dar la impresión de estar enterado de todo y aburrido con casi todo.

– Le he dicho que la asesinaron -comentó Tansy.

– Comprendo. ¿Qué deseaba saber exactamente, señorita Bray?

– Quiero hacerme una idea de su estado de ánimo cuando hizo el testamento.

El señor Jules esbozó una ligera sonrisa.

– Creo que podemos ayudarla en eso, ¿verdad, Tansy?

Tansy había salido un momento de la habitación y vuelto con una copa y una botella medio llena sobre una bandeja.

– Hoy día -continuó el señor Estevan- esta cosecha se encuentra únicamente en tres lugares: la bodega real en Budapest, el Vaticano y la pequeña reserva de Topaz aquí, en Biarritz. Ella y yo solíamos compartir media botella a estas horas. ¿Me acompaña con un brindis en su honor?

Habría sido descortés negarme. Con rostro impasible, Tansy fue a buscar otra copa y Jules hizo los honores.

– Por Topaz.

– Por Topaz.

Bebimos.

– ¿La visitaba usted cada día? -pregunté.

– Al mediodía, todos los días salvo sábados y domingos. Era un ritual. Le gustaba saber lo que había hecho la gente la noche anterior y normalmente yo podía contarle algunos chismes. Reía mucho, le gustaba reír.

Lo dijo como si él rara vez lo hiciera.

– Y ese último día, el miércoles, ¿vino como de costumbre?

– Desde luego.

– ¿Y de qué hablaron?

– De gente. De lord Beverley y su padre, de la Pucelle, de una docena de cosas que no significarían mucho para usted. Solía hablarme de las invitaciones que había recibido en el correo de la mañana y comentábamos cuáles serían divertidas y cuáles no.

– ¿Hubo algo más acerca del correo?

– Me enseñó un colgante que le habían enviado y quería que adivinara quién lo mandó. Hice uno o dos intentos por adivinarlo, pero me dijo que me había equivocado.

– ¿Un colgante valioso?

El señor Jules negó con la cabeza.

– Sólo de ópalo.

Sentía la mirada de Tansy sobre mí. Debía darse cuenta de que estaba poniendo a prueba la veracidad de lo que me había dicho.

– ¿Hablaron de su trabajo?

Esperaba que el ambiente se enfriara. Hasta entonces, tanto Tansy como Jules Estevan habían hablado como si Topaz Brown fuese una dama ociosa, y yo casi había caído en la trampa. Se me antojó que era hora de introducir un poco de realismo, lo que no pareció molestarle.

– Bueno, señorita Bray, supongo que tendríamos que clasificar a lord Beverley en el apartado de trabajo.

– ¿Quiere decir que era uno de sus clientes? ¿Y por qué se refirieron al «pobre» lord Beverley?

– Cliente. ¡Qué palabra tan fea! Diríase que Topaz era un dentista. En cuanto a lo de «pobre»… bueno, se había gastado todo el dinero y su padre el duque vino para llevárselo a casa, en Inglaterra. Eso estábamos comentando Topaz y yo.

– ¿La desilusionaba perderlo?

– No, en absoluto. Recuerdo haberle dicho que no parecía tener mucha prisa por sustituirlo. Y ahora, claro, veo por qué.

Tomó unos sorbos de vino y me miró por encima de la copa.

– ¿Quién es Pucelle?

– ¡Caray! ¿No le ha hablado Tansy de la Pucelle? Es su tema preferido.

A mi espalda, Tansy emitió un sonido burlón. Me sorprendió la extraña relación entre ella y Jules: no suponía el respeto acostumbrado entre hombre rico y criada.

– Bueno, como no lo ha hecho, le diré que si Topaz Brown tenía una rival en Biarritz, era Marie de la Tourelle, conocida en el vulgo por la Pucelle. Estoy seguro de que Tansy podría decirle por qué.

Tansy explotó.

– Dice que es la palabra francesa para una chica que es todavía virgen. Dios sabe por qué. No es ninguna jovencita y ciertamente no es lo otro.

Jules sonrió.

– Era una especie de tributo a sus múltiples martirios. Para un observador, una de las cosas más interesantes de la rivalidad entre Topaz y Marie era el contraste entre ellas. Topaz no ocultaba que disfrutaba de su trabajo y que le gustaban los hombres. Marie insiste en que se sepa que es de la nobleza y que ha caído en esta profesión debido a malos tiempos. Creo que prefiere la compañía de las mujeres, salvo cuando de trabajo se trata, y a menudo afirma lamentar la existencia que se ve obligada a llevar.

– Se dice que va a encerrarse en un convento, a arrepentirse, pero no me lo creo -recalcó Tansy.

– ¿Es tan hermosa como Topaz? -No pude evitar preguntarlo. En ese momento estaba mirando el retrato de Topaz.

– Sí -reconoció Jules.

– De ninguna manera -rebatió Tansy y lo miró airadamente.

Él siguió hablando conmigo.

– Marie es alta y muy esbelta, con perfil de diosa y cabello largo, tan oscuro como el camino de la perdición. Al lado de Topaz (y no es que se las viera a menudo juntas), parecían la diosa del amanecer y la diosa de las sombras.

– Pero ha dicho usted que era rival de Topaz.

– Algunas personas, señorita Bray, prefieren la sombra. Dos hombres se han suicidado por ella y dos más se encuentran en prisión por haberse batido en duelo a causa de ella. Para algunos hombres, eso es parte de la atracción, es como acostarse con la propia muerte y sobrevivir.

– Nadie salió malparado por haber tenido relaciones con Topaz -declaró Tansy.

– Eso es probablemente cierto. No sé cómo describirlo, señorita Bray, pero en Topaz hubo siempre una exuberancia. Creo que en eso residía parte de su éxito. Digamos que los hombres pensaban que parte de su vitalidad se les contagiaría.

Me miró con expresión penetrante. Si esperaba verme sonrojar, quedó defraudado.

– Lord Beverley no tardó en saber a cuál prefería -declaró Tansy.

– Sí, señor. Uno de los pequeños triunfos de Topaz. De hecho, supongo que podríamos decir que el último. Se lo quitó a la Pucelle sin esforzarse siquiera, por lo que se ve.

– No necesitaba esforzarse, podía conseguir mejores que él sin el menor esfuerzo.

Tansy volvió a sonrojarse, indignada. La mirada de Jules y la mía se encontraron y él sonrió. Me pareció que le agradaba provocarla, y eso no era amable.

Tansy se dirigió a la ventana y miró hacia fuera.

– Apuesto a que está allí, observándonos.

– ¿Dónde?

– Marie vive en el otro torreón, el del sur, igual a éste. Posee una villa en las afueras, pero en cuanto se enteró de que Topaz había alquilado esta suite para la temporada, tuvo que conseguir la otra a cualquier precio.

Tansy soltó una exclamación desdeñosa:

– ¡Mírenla allí!

Y cuando Jules y yo fuimos hacia la ventana, agregó:

– No, no la miren, eso es justo lo que quiere.

Demasiado tarde; ya nos encontrábamos a su lado frente a la ventana, contemplando el torreón. Todas las persianas estaban bajadas, salvo una, y en esa ventana vislumbré un pálido perfil y una mano blanca.

– ¿Qué está mirando?

Jules abrió una puerta y salió al balcón. Pese a las protestas de Tansy, lo seguí. Miramos hacia abajo y allí, frente a la puerta, se hallaba la calesa de un florista, tirada por dos ponis blancos. Apenas se veían la calesa y los ponis, porque estaba atestada de azucenas. Atrás había dos calesas más, igualmente atestadas, y vimos una fila de botones entrar en la recepción, tambaleándose por el peso de las azucenas que llevaban en los brazos y que parecían casi tan altas como ellos.

– Mire eso -dijo Jules-, es un absoluto desenfreno de pureza.

– ¿Son todas para Marie de la Tourelle?

– ¿Para quién, si no? Probablemente las envía el archiduque, pidiendo perdón por tocarla con sus lascivas manos.

– Debió de enviar todas las azucenas de Biarritz.

Incluso hasta nuestro balcón, tan arriba, llegaba su fragancia por encima del olor del mar. La figura se había apartado, pero mientras mirábamos una fila de botones desfiló frente a sus ventanas.

– ¡Cómo se habría reído Topaz! -aseguró Jules con tristeza.

Volvimos a la sala, donde Tansy estaba haciendo alarde de ocuparse de pilas de ropa.

– No sé cómo puede estarse allí, mirándola, señor Jules. Si hubiese justicia en este país…

Jules cogió su copa y le contestó bruscamente:

– Tansy, por favor, no empieces con eso otra vez.

– Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme quieta sin decir nada, viendo cómo se las da de gran señora, día tras día, después de lo que ha hecho?

Dobló un chal, convirtiéndolo en un pequeño cuadrado, pero se le escurrió entre las manos y tuvo que recogerlo y empezar de nuevo. A juzgar por su voz, creo que estaba a punto de llorar.

– Tansy cree que Marie asesinó a Topaz -explicó Jules con tono cansino.

– ¿Qué?

– Bueno, ¿quién más pudo haberlo hecho? La odiaba, envidiaba hasta el aire que respiraba. Y cuando vio que no podía vengarse de otro modo, decidió envenenarla.

Tansy cogió otro chal, asió dos extremos con las manos y otro con los dientes, y tiró con tanta fuerza que la delicada tela se rasgó.

– ¡Mire lo que me ha hecho hacer! Sus cosas eran tan bonitas…

Rompió a llorar con desconsuelo. Jules le pasó un brazo por los hombros y se inclinó.

– Tansy, no debes ir por ahí diciendo esas cosas. Podrías meterte en problemas.

– ¿Por qué nadie me cree?

Entre Jules y yo logramos sentarla en el diván, hacerla beber un poco de vino y calmarla, aunque no dejó de insistir.

– Todos tratan de fingir que se suicidó. Pero ella nunca se suicidaría. Estoy segura.

Miré a Jules.

– ¿Usted cree que Topaz se suicidó?

– ¿Qué más puedo creer? En todo caso, no creo que Marie entrara sigilosamente, sin que nadie la viera, y echara medio frasco de láudano en su vino.

– ¿Murió por causa del láudano?

– Sí.

– ¿Solía tomarlo?

Tansy afirmó indignada:

– Claro que no. Ni siquiera tenía láudano.

Jules asintió con la cabeza.

– A Topaz nunca le costó dormir.

– Sin embargo, por lo que ustedes me dicen, Topaz se comportó con naturalidad el miércoles, hasta el mediodía y aún más tarde. ¿Cuándo la dejó?

– Justo antes de la una. Esperaba comer con ella, pero dijo que no, que quería hablar de algo con Tansy. Le dije que nos veríamos esa tarde para un paseo, si no estaba ocupada, y las dejé.

Tansy se había tranquilizado y me miraba fijamente.

– Así que Topaz comió aquí, a solas.

Tansy negó con la cabeza.

– No, Topaz y yo comimos aquí juntas.

Debí de poner cara de sorpresa.

– No crea que lo hacíamos a menudo; sólo de vez en cuando. En su cumpleaños y el mío, si no tenía otro compromiso, nos sentábamos y hablábamos. Topaz no se avergonzaba de sus orígenes, no como esa de enfrente. En todo caso, ese miércoles tenía algo que decirme y me pidió que hiciera subir la comida de la cocina para las dos. Esos meloncitos color naranja, un poco de ensalada de langosta, frambuesas y una botella de su chablís especial. Y yo le pregunté, un poco impertinente: «¿De quién es el cumpleaños, suyo o mío?», y ella me contestó que pronto me enteraría. Creí que iba a decirme cuándo volveríamos a Inglaterra. Le gustaba regresar a tiempo para las carreras de caballos en Ascot. De todos modos, cuando ya íbamos por la mitad de la ensalada de langosta, me sorprendió con la noticia.

Jules no atendía el relato, como un hombre que ya lo ha oído antes.

– ¿Qué noticia?

– Dijo que no regresaría a Inglaterra. «¿Ni siquiera para Ascot?», le pregunté. «Ni siquiera para Ascot, ni para nada. Me voy a retirar, Tansy», contestó. Yo no sabía qué decir. Nadie en Europa había tenido tanto éxito como ella. Así que, como de costumbre, contesté lo primero que me vino a la cabeza y, claro, metí la pata.

»"Todavía tiene años por delante, ni siquiera ha empezado a perder su belleza." No se ofendió.

»"Hace años, Tansy, antes de conocerte, juré que lo dejaría cuando encontrara mi primera cana, y eso acaba de ocurrir"», me dijo:

»"¿Dónde está? No la veo", pregunté. Inspeccioné su cabello, que todavía le caía suelto sobre los hombros. Y ella me dijo:

»"Parece que quieres golpearla, Tansy, como si fuese una abeja. ¿Quién te ha dicho que estaba en mi cabeza?" Y rió más al ver que yo me sonrojaba, y dijo:

»"Es cruel, ¿verdad, Tansy? Me encanta hacerte sonrojar. Probablemente por eso nos llevamos tan bien tú y yo. Te sonrojas por mí." No dije nada, porque todavía estaba tratando de digerir la noticia. Y ella añadió:

»"¡Oh!, podría seguir un par de años más antes de que mi cuerpo empiece a llenarse y mi cutis a ajarse. Pero voy a cumplir treinta y un años y llevo en esto trece. He ganado todo el dinero que necesito para lo que quiero hacer."

»Le pregunté qué era, y ella dijo que iba a comprar un viñedo, que creía haber encontrado lo que buscaba. Dijo que iba a dejarse engordar y que su cabello podría hacer lo que quisiera, que se desplazaría en una calesa y reprendería a sus peones cuando los viera holgazanear. Que invitaría a algunos hombres a visitarla, pero sólo a aquellos que fueran como el señor Jules u otros que la hicieran reír. Estaba tan excitada como una chiquilla y yo pensé: bueno, ¿por qué no, después de todo? Alcé mi copa y brindé por su viñedo y le deseé la mejor suerte del mundo.

Miré a Jules.

– ¿Topaz le habló de esto?

– Esa mañana no. Creo que quería contárselo primero a Tansy.

– ¿Cuándo?

– Tendrá que escuchar el resto primero. Adelante, Tansy.

De nuevo me fijé que la rabia de Tansy parecía desvanecerse cuando hablaba de Topaz, que se sentía feliz hablando de ella.

– Bueno, quería que fuera con ella a ese viñedo, como ama de llaves. Le dije que no me necesitaría y que yo echaría de menos Inglaterra si estaba lejos todo el tiempo, pero que iría a visitarla. Ella dijo que me echaría en falta y que nos quedaríamos en Biarritz un mes más, para empaquetar todo y dar a Rose unas vacaciones. Luego me pagaría el pasaje de vuelta a Londres y cien libras además de mi salario. Siempre fue generosa.

– Eso es cierto -confirmó Jules-. A Topaz le gustaba el dinero pero era muy generosa.

– Bueno, le di las gracias. Ojalá lo hubiésemos dejado en eso, pero ella tuvo que preguntarme qué pensaba hacer, dijo que ella iba a conseguir lo que quería y deseaba que me pasara lo mismo. «¿Qué harías, Tansy, si pudieras tener todo lo que quieres?», me preguntó. Cerré los ojos y lo vi aparecer, como en una fotografía. Debió de ser por el vino: una casita junto al río, un huertito, unos patos, para que Rose y yo pudiésemos arreglárnoslas sin tener que servir en una casa o trabajar en una fábrica.

»Ella creía que si Rose tenía un lugar cómodo en el que vivir no se preocuparía con lo del voto de las mujeres. En todo caso, no sé porqué, pero la idea de los patos divirtió mucho a Topaz.

»"¿Ya has criado patos, Tansy?", me preguntó. "No, es sólo algo que se me antojó", le contesté. Entonces me lo dijo, y ojalá no lo hubiera hecho: "Te diré qué, Tansy. Te dejaré quinientas libras en mi testamento. Así, si muero antes que tú tendrás tus patos, aunque ya seas vieja." "En ese caso, espero llegar a ser tan vieja como Matusalén", le respondí.

»Luego me dijo que iría a ver a su abogado en el consulado británico después de la comida y hablaría con él de cómo transferir el dinero para comprarse el viñedo. Aprovecharía para hacer su testamento, y yo tenía que ir con ella. Claro que para entonces deseaba no haber abierto el pico, pero fuimos en su carruaje, yo sentada a su lado con mi mejor traje azul marino. Todos los caballeros se inclinaban y la saludaban con la mano en el paseo. Recogimos al señor Jules de camino y él puede contarle el resto, porque no puedo pensar en ello sin enfadarme.

– Cómo se redactó el testamento -opinó Jules-, eso es lo que quiere saber, ¿verdad, señorita Bray?

Sonreía, pero me di cuenta de que no era yo la única persona en esa sala que buscaba respuestas.

Загрузка...