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Me dirigí hacia el frente del hotel con la intención de regresar desde allí a la zona de la ciudad donde me hospedaba y cenar. Pasaba un poco de las ocho y había una larga fila de carruajes que llevaban a gente a cenar al hotel. La observé ociosamente, vi vestidos con cuentas, joyas que refulgían a la luz eléctrica del vestíbulo y abanicos de plumas ondeando en el aire marino. El más sencillo de esos trajes habría costado el equivalente a seis meses de salario de gente como Rose y Tansy.

Dos hechos me sacaron del ánimo meditabundo en que había caído. El primero fue que vi a David Chester por segunda vez ese día: él y su rechoncha esposa -la muy imprudente lucía satén verde- se hallaban en un carruaje abierto acompañados de otra pareja en traje de noche, esperando a que el tráfico les dejara recorrer los pocos metros que los separaban de la entrada del edificio. Como mi brazo de arrojar ladrillos se movió de nuevo, como con voluntad propia, estaba a punto de alejarme de la tentación, pero algo me hizo mirar hacia arriba.

Entre las guirnaldas y las ninfas había luces, y lo primero que percibí fue una sombra moviéndose cerca de la cabeza de la cariátide de la derecha. Al principio pensé que pertenecía a una paloma dormida, pero era demasiado larga. Volvió a moverse y vi que se trataba de un joven en chaqueta y pantalones de tweed. Si perdía el equilibrio en la cornisa junto a la cabeza de la cariátide, caería al suelo enlosado desde unos doce metros; sin embargo se movía con ligereza. Dio un paso hacia una de las luces y pude distinguirlo mejor. No llevaba sombrero y su oscuro cabello rizado era largo como el de un artista. Había estado mirando los carruajes frente a los escalones y entonces, de pronto, alzó la cabeza y miró brevemente al mar. En ese segundo lo reconocí. No era un hombre y habría apostado todo el dinero de Biarritz a que estaba viendo a Bobbie Fieldfare. Doce metros más abajo, a punto de situarse en una posición adecuada para ser blanco de un disparo, David Chester dijo algo a su amigo y se volvió hacia el hotel: la pechera de su camisa blanca constituía una diana tan nítida como lo habría deseado cualquier asesino sin experiencia.

Tuve un segundo para pensar y durante medio segundo mi odio me dijo que sí, que dejara que lo hiciera, pero luego pensé que eso entorpecería nuestra causa durante años, quizá para siempre. Grité:

– ¡Miren, regardez!

Señalé la cariátide. Se oyeron gritos y jadeos cuando la gente vio lo que señalaba. Los porteros corrieron escalones abajo para mirar y los ocupantes de los carruajes abiertos se levantaron para ver mejor. El horror se convirtió en risas.

– Demasiado vino burbujeante -dijo una voz inglesa.

Al parecer los jóvenes que pululaban en las fachadas de los hoteles formaban parte de la fauna normal de Biarritz. En cuanto a la figura en chaqueta de tweed, cuando oyó las carcajadas, permaneció inmóvil, mirando hacia abajo. Quería gritarle que huyera, pero temí hacerle perder el equilibrio. Un portero ya había dicho algo a un botones y estaba segura de que el personal corría hacia el primer piso para encargarse de esa molestia. «Si detienen a Bobbie -pensé-, debo presentarme como amiga de la familia y tratar de hacer pasar su fechoría por una broma inofensiva.»

La figura seguía quieta. Se apoyaba en la cornisa de puntillas, y con un brazo rodeaba el tocado de la estatua. Luego la soltó y, sin apoyarse, se acercó aún más al borde de la cornisa. Jadeos. Me dije: «Dios mío, va a saltar.» Me mordí los nudillos y traté de no gritar. Bobbie -ahora estaba convencida de que era ella- nos miró fijamente. Entonces se inclinó, lentamente, cual una persona a punto de zambullirse. Más jadeos y el grito de una mujer. Diríase que la figura permaneció en esa posición una eternidad, pero con igual lentitud se enderezó, dio un paso atrás y saludó a la multitud, tras realizar la más lenta y cortés de las reverencias. Se produjo una ráfaga de risas de alivio e incluso hubo aplausos.

– Borracho como un arzobispo -comentó la misma voz inglesa, que tampoco parecía muy sobria. Absolutamente beodo.

Para entonces varios miembros del personal del hotel se hallaban en los balcones del primer piso, gritándole a Bobbie que entrara. Ella los miró, negó solemnemente con la cabeza y, con una rapidez que dada su anterior lentitud parecía mayor, caminó por la cornisa hasta un tubo de desagüe en la esquina del edificio y se deslizó hacia abajo. Saltó los últimos tres metros, se incorporó ágilmente, cruzó la calle y se alejó corriendo paseo abajo. Me recogí la falda y, envidiando la ventaja que le daban los pantalones, la seguí. Detrás de nosotros se oían los gritos del personal del hotel, pidiéndole que se detuviera.

Sin duda constituimos una de las visiones más raras de la temporada, corriendo como exhalaciones por el paseo marítimo, Bobbie en traje de deporte y sin sombrero, y yo con la rapidez que se aprende cuando se intenta evitar las indeseadas atenciones de la policía metropolitana. Varias personas nos preguntaron qué ocurría y un hombre trató de cerrar el paso a Bobbie, mas ella lo rodeó y vi la expresión de sorpresa del hombre al pasar yo también a su lado. Habíamos recorrido unos ochocientos metros en dirección al puerto de pesca, dejando fácilmente atrás al personal del hotel y pasando frente a los elegantes hoteles. Bobbie se distanciaba por momentos. Me considero una atleta razonablemente buena, pero tengo diez años más que ella y supongo que la cárcel se cobra lo suyo. Nunca la habría alcanzado, de no ser porque en el último tramo, al doblar una esquina, chocó contra el carro de un trapero que hacía sus rondas vespertinas.

Bobbie se levantó de inmediato. Me di cuenta de que no se hallaba malherida, pero las palabras del trapero resultaron contundentes. La cogió del brazo y se negó a soltarla; ella hizo un desesperado esfuerzo por apartarse al ver que yo me acercaba corriendo y, cuando llegué a unos pasos de ella, exclamó con alivio:

– ¡Nell Bray, siempre estás a mano cuando te necesitamos! ¿Qué me está gritando este hombre?

– Cree que has herido a su caballo.

Bobbie soltó un resoplido muy parecido al de un equino.

– Tonterías. Con esas patas que tiene sólo un elefante podría herirlo. Mira.

El hombre le había soltado el brazo; ella se agachó y deslizó una mano de experta por las rodillas y el fuerte menudillo del caballo.

– Está en perfecto estado.

Puse unas monedas en la mano del hombre y tiré de Bobbie hasta la puerta de una tienda. Jadeaba tanto como yo, pero sonreía como una colegiala haciendo novillos.

– ¿Eras tú la que me perseguía? Creí que era un gendarme.

– Más vale que me des la pistola, por si los gendarmes te atrapan.

Abrió los ojos con aire inocente.

– No la llevo encima, está en mi habitación.

No pareció molestarle que supiera lo de la pistola.

– ¿Qué hacías allá arriba?

En sus ojos apareció una expresión irónica, cual si se enfrentase a un prefecto escolar.

– Estaba esperando.

– ¿A David Chester?

– Sí.

– Quiero hablar de eso contigo. Ven.

Me siguió sin rechistar hasta una fila de barcas de pesca negras amarradas al muelle del puerto y nos sentamos sobre sendos rollos de cuerda, entre nasas langosteras que olían a alquitrán.

– Nadie lo ha autorizado -dije.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Crees que no importa? Si formas parte de un movimiento, has de aceptar su disciplina.

– La disciplina es útil para ocultar la cobardía moral.

– Entonces, ¿las demás somos cobardes?

– No me refería a ti, Nell.

– Pero me afecta. Nos afecta a todas que hagas algo que estropee todo por lo que hemos luchado. Nuestra causa depende de ganarnos a la opinión pública. Las medidas extremas como la tuya…

Me interrumpió:

– ¿Acaso ellos no usan medidas extremas? Sus prisiones, su brutal policía, sus abogados corruptos, sus jueces ignorantes, sus periódicos mentirosos. ¿Se supone que hemos de permanecer impasibles, diciendo «Por favor, amables caballeros, dennos el derecho al voto»?

– No necesitas sermonearme a mí. Aunque tuvieras éxito, ¿de qué serviría eliminar a ese hombre?

– Sería como una advertencia al resto de esos hipócritas.

– Bobbie, te ruego que no lo hagas.

Como miembro del comité de la Unión Social y Política de Mujeres, supongo que podría habérselo ordenado, pero las órdenes no sirven de mucho con las Fieldfare, madre o hija.

– Si me niego, ¿te chivarás a la policía francesa?

– No seas ridícula.

– Así pues… -Con aquella pregunta implícita quiso saber qué pensaba hacer al respecto.

– Tendré que asegurarme de estar siempre presente para evitarlo, como esta noche.

– Conque fuiste tú la que gritó, ¿eh?

Eso al menos parecía preocuparla. No lo eché a perder, no le dije que me encontraba allí por casualidad.

– ¿No crees que debiste ser sincera con Rose Mills y explicarle en qué la estabas metiendo?

– ¿Has visto a Rose?

– Esta tarde. Y si te estás preguntando cuánto me ha dicho, has de saber que lo adiviné casi todo. Es una chica leal.

– Si hay algún riesgo, lo corro yo, no Rose. Además, no la obligué, está tan convencida como nosotras.

– ¿Y qué hay de la hermana de Rose? No es una de las nuestras y, sin embargo, estás dispuesta a meterla en esto también.

Bobbie guardó silencio un rato. Se sentía culpable, o eso esperaba yo. Cuando habló, lo hizo con tono menos seguro.

– No voy a complicar a la hermana de Rose, ya no.

– Sí, ahora que ya no te conviene, pero lo habrías hecho, ¿no?

– Sí, lo habría hecho.

La dejé pensárselo un momento.

– Bobbie, hagas lo que hagas, por favor envía a Rose de vuelta a Inglaterra. No eres justa con ella.

– ¿No tiene que decidirlo ella? -inquirió, con tono más pensativo que agresivo.

Se me ocurrió que ya había ganado unos puntos y nada conseguiría presionándola más. Sin embargo, no veía cómo, dada mi otra misión en Biarritz, podía vigilarla cada minuto del día.

Ya era tarde y el frío y la humedad nos envolvieron. Me ofrecí a acompañarla a su pensión, pero rehusó. No hizo ademán de levantarse y de pronto dijo:

– ¿Sabías que van a enterrar a Topaz Brown mañana por la tarde?

– No. ¿Cómo te enteraste?

– Todo el mundo parece saberlo.

– ¿La conociste?

– No. He oído hablar de ella.

Estaba demasiado oscuro para verle la cara, mas no detecté tensión en su voz. Proseguí:

– Y supiste lo de su legado a la causa. Sin duda enviaste el telegrama a Emmeline poco después de su muerte.

– Todo el mundo lo sabía.

Aun teniendo en cuenta el uso que se hace en sociedad del término «todo el mundo», que según mi experiencia suele referirse a una docena de personas, me sorprendí.

– Nell, ¿por qué se suicidó?

– No lo sé.

Nos levantamos simultáneamente. Apoyé una mano en su hombro y percibí su tensión.

– Bobbie, regresa a casa y olvida esto. Hay mucho que hacer allí.

Ella negó lentamente con la cabeza y se apartó. Una vez en el camino principal, nos separamos.

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