10

A la mañana siguiente caminé hacia el Champ de Pioche, un espacio abierto donde acampaba el circo, a un kilómetro y medio en las afueras de la ciudad. A juzgar por el ruido y los olores, llegué justo cuando estaban aseando a los animales. Nadie pareció fijarse en mí cuando pasé frente a la gran carpa y entré en el pueblecito formado por caravanas, chozas y jaulas. Finalmente me detuve ante un chico pelirrojo que vestía un sobretodo varias tallas grande, y le pregunté en francés dónde encontrar al Cid. Contestó con un perfecto acento de Liverpool que lo hallaría en las caballerizas; recto, más allá de las llamas y a la izquierda, después de los camellos. Las caballerizas eran estructuras de madera y tejado de lona, sorprendentemente sólidas para un circo ambulante. Por encima de las medias puertas de los compartimientos se veía una fila de brillantes ancas que se movían; se percibía el olor a paja fresca y se oía la masticación. Vi a un hombre echar estiércol en una cesta con una pala, y también a él le pregunté por el paradero del Cid. Me sonrió con picardía, echó otra palada y exclamó alegremente:

– ¡Sid, te busca una dama!

El rostro que se asomó desde el último compartimiento era tan moreno y arrugado como el de un marinero, de brillantes ojos oscuros bajo un cabello negro. El hombre llamado Sid me miró y se acercó a saludarme, limpiándose las manos en el pantalón. Era más bajo que yo, de la talla de un jockey, pero de hombros tan anchos como un boxeador; vestía un jersey gris, era patizambo de tanto montar y aparentaba unos cuarenta años o más, pero caminaba con un aire satisfecho de sí mismo: un típico ejemplar de gallo sobre un montón de excremento. Pensé en lord Beverley y su realeza europea y no pude evitar sonreír. El hombrecillo me devolvió la sonrisa.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señora?

Su voz podría oírse en cualquier mercadillo de Londres.

– Creo que conocía usted a Topaz Brown.

Asintió con la cabeza, muy tranquilo.

– Me llamo Nell Bray y quisiera hablar con usted.

– Sidney Greenbow, para servirle, conocido también como El Cid. Estoy cepillando a Grandee. Entre y podemos charlar mientras lo hago.

El otro hombre había dejado de recoger estiércol y me sonreía maliciosamente, curioso por ver si aceptaba la invitación. Sid Greenbow abrió la media puerta y lo seguí al compartimiento tenuemente iluminado. La dorada paja me llegaba casi a las rodillas. Un reluciente caballo blanco dejó de comer del pesebre y volvió la cabeza hacia mí, relinchando. Le acaricié el hocico, que me pareció tan suave como el pelaje de un gato.

– ¿Fue Grandee el que llevó anoche al entierro de Topaz Brown?

– Por supuesto; sólo lo mejor para Topaz.

El equino volvió a su comida y Sidney cogió cepillo y almohaza y le alisó la ijada con largos movimientos elípticos. A cada tercera caricia pasaba el cepillo por la almohaza, produciendo un sonido trémulo y áspero y sin dejar de silbar suavemente entre dientes. No mostró ninguna curiosidad por la razón que me había llevado allí, y durante unos minutos me limité a observarlo trabajar.

Finalmente pregunté:

– ¿Hacía mucho que la conocía?

Para entonces, estaba cepillando el vientre del caballo y no alzó la mirada ni interrumpió su trabajo.

– Doce años o más. Cuando la conocí actuaba en teatros de variedades. Yo mismo hacía un número: «Cuthbert, el caballo que calcula», un animal panzón y pío al que le gustaban las pastillas de menta; de modo que de vez en cuando nos encontrábamos en el mismo programa.

– No sabía que Topaz hubiera actuado en teatros de variedades. ¿Qué hacía?

– Muy poco. Formaba parte de un dúo que cantaba canciones de moda llamado las Hermanas Chanson, aunque, claro, no eran más hermanas que yo. La otra era la que cantaba y Topaz adornaba, sólo que no se llamaba Topaz; ese nombre lo adquirió cuando se metió en su profesión actual… o más bien, pasada.

Parecía pesaroso pero no desconsolado, aunque quizá resulte difícil parecer desconsolado cuando se está cepillando suavemente alrededor de las partes íntimas de un caballo. El animal se movió, pero se calmó cuando Sid le susurró unas palabras.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Unos diez años. Durante un tiempo hizo ambas cosas: seguía actuando un poco en los teatros de variedades, pero le fue tan bien en lo otro que lo dejó por completo.

– Pero ¿usted continuó viéndola?

De un estudio sociológico que había leído al respecto, sabía que la mayoría de prostitutas tenía una especie de administrador y guardián que se quedaba la mayor parte de los beneficios, y pensé que éste podría haber sido el papel de Sid Greenbow en la vida de Topaz.

– No, continuamente no. La veía de vez en cuando, tomábamos una copa y nos contábamos cómo nos iban las cosas. Lo bueno de Topaz es que, por muy famosa que fuera, nunca se mostró altanera. Recuerdo una noche en que la vi salir del Empire del brazo de un ricachón; yo acababa de terminar mi actuación, así que todavía llevaba mi traje de gitano. Sin pensar, le grité: «¿Qué tal, Topaz?» Ella se volvió, me sonrió y contestó: «Bastante bien, Sid. ¿Vas a decirme la buenaventura?» Debió ver la cara del tipo, a quienes la vieron les encantó. Haría cualquier cosa para reír, así era Topaz.

– Y cuando empezó a viajar, ¿iba usted con ella?

– Claro que no. Tenía mi actuación, ¿no? Para entonces me había juntado con un irlandés; habíamos preparado un número cómico de cosacos y recorríamos los circos. Pero de vez en cuando coincidíamos en un sitio y nos reuníamos, y así.

Se movió de lado y empezó a cepillar los muslos traseros del caballo. Sentí alivio al ver que estaba más que dispuesto a hablar, pero me preocupaba lo que podría hacer cuando le preguntara por su relación más reciente con Topaz. Por lo que había dicho Jules, se trataba de mucho más que una copa ocasional.

– ¿Sabía que estaría aquí, en Biarritz?

– ¡Oh, sí! Traté de arreglármelas para estar aquí al mismo tiempo que ella. Quería que viera actuar a los dones; después de todo, era accionista.

– ¿Accionista de qué?

– De esto. -Golpeó suavemente la ijada del equino con el cepillo-. Grandee y los demás. Me dio el dinero para comprarlos.

– ¿Los dones?

– Los caballos. Los llamo así porque son españoles de alta alcurnia. Le dije: «Puede que tú y yo saliéramos del arroyo, pero somos propietarios de seis caballos con mejor pedigrí que la mitad de la realeza de Europa.» Eso le gustó.

– ¿Pagaron mucho por ellos? Silbó.

– ¡Por supuesto! Mil por Grandee, es el semental; quinientas por los dos castrados y dos mil por las tres yeguas. Se las enseñaré después. Tenemos que guardarlas al otro lado a causa de Grandee.

Eso ascendía a tres mil quinientas libras de carne de caballo.

– ¿Y ella lo pagó todo?

– Menos unos cientos que yo tenía ahorrados. Lo que ocurrió fue que me encontré con ella en París hace tres años. Me iba mal porque el circo con el que andaba había quebrado. Tomamos nuestra copa, como siempre, y le hablé de unos caballos que, según me había enterado, estaban a la venta en Barcelona. El propietario había muerto y en el mundillo del circo sabíamos que eran caballos de primera. Se lo conté a Topaz sin ninguna intención y comenté que podría montar un gran número con caballos así. Sabía que me era imposible conseguirlos, que sería más fácil que el arcángel Gabriel bajara y se sentara en una jaula de canario. Y ella, tan tranquila, va y me dice: «Bueno, ¿y por qué no los compramos?» Por supuesto, al principio creí que era otra de sus bromas, pero dijo que le sobraba algo de dinero, y no cejó hasta que prometí que iríamos a Barcelona en cuanto ella tuviera tiempo y los compraríamos. Y eso hicimos.

– ¿Dice usted que era accionista?

– Sí. Hicimos un negocio formal. Yo tenía derecho de trabajar con ellos durante tres años, de mejorar mi número. Después de eso empezaría a pagarle, hasta que al final, cuando le hubiese pagado el capital y quinientas libras de interés, los dones serían míos.

– Le tomaría mucho tiempo pagar tanto dinero, ¿verdad?

– No tanto como se imagina. Nos va muy bien, a mí y a los dones. Después de Biarritz voy a Niza y luego a París para el verano, y de vuelta a Londres para la Navidad. En todo caso, a Topaz no le habría importado, nunca me habría exigido dinero que no tuviera.

– ¿Qué pasará ahora que ha muerto?

Por primera vez dejó de cepillar y me miró directamente a los ojos.

– ¿Qué quiere decir con qué pasará?

– Con los caballos.

– Bueno, son míos. Eso es lo que ella quería.

Siguió cepillando, apartando cuidadosamente la tupida cola de los corvejones. Me pregunté si sería tan ignorante como parecía de las complejidades legales y si existía un acuerdo por escrito. Ya sabía lo suficiente sobre Topaz para dudarlo. Proseguí en un terreno igualmente delicado.

– Veía mucho a Topaz mientras estuvo aquí, en Biarritz, ¿verdad?

– ¿Quién se lo dijo? Tansy, supongo. -Pareció más divertido que irritado.

– No, Tansy no.

– Entonces ya imagino quién. -De nuevo sin irritación. Ahora se ocupaba del otro muslo, por lo que podía verle la cara-. Si me está preguntando si Topaz y yo salíamos, la respuesta es que sí, una temporada.

Me impresionó la expresión «salir», término anticuado que hace pensar en un cortejo rural y que tan raro sonaba en ese contexto.

– ¿Mientras ganaba dinero con el barón?

Sid Greenbow se echó a reír.

– Sí, sé con quién ha estado hablando.

Me miró de reojo, como si de pronto adivinase que yo me encontraba allí por algo más que curiosidad ociosa, pero su tono no cambió.

– Sí, ocurría de vez en cuando. Topaz era una chica que necesitaba ejercicio, y no todos los hombres que pagaban los ojos de la cara por su compañía sabían qué hacer con ella. Topaz dijo que el barón era un viejo caballero agradable y, por supuesto, hacía lo que podía por él, que en el caso de Topaz sería algo para merecer el dinero, pero no quedaba mucho vapor en el calentador. Así que yo iba a verla de vez en cuando y…

Silbó dos alegres notas.

– ¿En su hotel?

– Sí, por eso pensé que Tansy le había hablado de mí. Tansy no me ve con buenos ojos, con eso de que soy del circo y no pagaba los honorarios de Topaz. Solía bajar para abrirme con una expresión que decía a las claras que si de ella dependiera me echaría a patadas.

– ¿No tenía llave de la puerta lateral?

– Claro que no. Topaz no daba su llave a la gente. Y es normal. Vamos, supongamos que yo entrara mientras el barón se esforzaba, ¿qué pasaría?

Agradecida de no sonrojarme con facilidad, inquirí:

– ¿Topaz se vestía especialmente para usted? -Estaba pensando en la ropa interior de luna de miel de dependienta y me preguntaba si eso agradaría a Sid.

Lo miré directamente a la cara, esperando enfado o sorna. Lo que no esperaba fue la repentina ternura que mostró, una expresión que me recordó que aquel hombrecillo había recorrido un largo camino en el atardecer, montado sobre un valioso caballo, para rendir un postrero homenaje en la tumba de Topaz.

– Siempre era especial con ella. Seda tan fina que se le veía la piel. Satén que parecía que iba a ronronear al acariciarlo. Nada chillón, eso sí, nunca chillón. Tenía buen gusto, mejor que muchas mujeres de la alta sociedad. Solía abrir la puerta del dormitorio y ahí estaba, tumbada: «¿Qué te parece esto, Sid?», me preguntaba, y yo le decía qué me parecía; se lo decía a mi manera.

Había dejado el cepillo y estaba acariciando el brillante muslo con la mano -largas caricias pausadas-, y siguió haciéndolo cuando acabó de hablar, mirando a la lejanía.

– ¿Tomaron una copa de vino?

– ¡Oh, sí! -Sonrió con tristeza-. Trataba de educarme. Pedía que subieran una botella de su reserva con algo de la cocina del hotel. Yo tenía que adivinar qué vino era y de qué cosecha. Decía que nos debíamos lo mejor, a nosotros mismos y al lugar de dónde procedíamos, que debíamos reconocerlo.

Si decía la verdad, nada de eso concordaba con la ropa interior y el vino baratos. Sin embargo, lo que describía me hacía pensar en una parodia y estaba segura de que había alguna relación entre él y esa ropa.

– ¿Alguna vez le gastó una broma? Por ejemplo, ¿se disfrazaba de otra persona?

– No, conmigo no lo hacía. Ocasionalmente me hacía participar en las bromas que gastaba a otra gente.

– ¿Qué clase de bromas?

Volvió a cepillar al animal.

– Bueno, el año pasado fingió ser una princesa piel roja. Le procuré un par de ponis y dos o tres chicos pintarrajeados y emplumados. Debería haber visto las caras cuando se presentaron en el hotel a la hora de la comida y pidieron filetes de búfalo.

– ¿La semana pasada estaba planeando una broma?

Sid Greenbow negó con la cabeza.

– No. O al menos no lo mencionó. Solía ponerse en contacto conmigo cuando preparaba algo elaborado, pero no la había visto en una semana o diez días, porque pasaba mucho tiempo con el joven ricachón ese, el que ganó la fortuna en Cheltenham.

Sonaba amargado por lo de lord Beverley, pero no era de sorprender. En cuanto a la broma, Topaz no necesitaba un circo de ponis ni pintura para lo que planeó para el miércoles por la noche.

– ¿Cómo se ponía en contacto con usted cuando quería verlo?

– Me enviaba una nota.

– ¿Le envió una nota pidiéndole que fuera a las ocho el miércoles por la noche?

– No. No me mandó llamar, pero si lo hubiese hecho no habría sido para las ocho. Sabía que a las ocho yo estaba en la pista. Siempre iba a verla más tarde, después de la segunda función.

Empezaba a sonar irritado y no lo culpaba. Siguió cepillando un rato.

– Así que creen que la mataron a las ocho, ¿eh? -preguntó.

– ¿Que la mataron?

– Sí. ¿No se trata de eso?

– ¿Sabe que el dictamen forense fue de suicidio?

Por el sonido que Sid hizo, el caballo volvió bruscamente la cabeza para ver qué ocurría.

– Topaz no se suicidaría -dijo con convicción.

– Pero, si le parecía que la habían asesinado, ¿por qué no hizo nada al respecto?

Se encogió de hombros.

– No la habría hecho volver a la vida, ¿verdad? De todos modos, si uno molesta a las autoridades, no lo olvidan, sin importar la razón.

– ¿Quién cree que la asesinó?

Sid volvió a encogerse de hombros.

– Pudo haber sido cualquiera. Su profesión era peligrosa, y ella lo sabía.

Jules y Tansy me habían hablado tanto de la diferencia entre Topaz y las prostitutas de la calle, que eso me desconcertó.

– Habla como si Topaz hubiese trabajado en los callejones de Whitechapel. [4]

– No importa que la barra del trapecio sea de oro sólido; si uno se equivoca, muere.

– ¿Cree que un cliente mató a Topaz?

Sid no puso objeciones al término.

– Sí, lo creo. Si no, ¿quién?

– ¿Y no se lo ha contado a nadie, ni ha tratado de hacer que la policía lo investigue?

– ¿De qué serviría? Con la clase de clientes que tenía, echarían tierra al asunto.

– ¿Tenía enemigos?

– Topaz no era la clase de persona que tiene enemigos.

Había llegado a la cabeza del semental y lo estaba cepillando con delicadeza entre los ojos. Cuando acabó, pasó el cepillo por el almohazar por última vez, sacó algo de un bolsillo y se lo dio al animal.

– Bien, ya está por ahora. Venga, vamos a ver a las yeguas.

Varios ojos nos siguieron cuando cruzamos el campo, pero sin mucha curiosidad. Una mujer se hallaba ejercitando un par de galgos negros como el ébano. Una chica estaba tendiendo mallas de color delante de una caravana de brillante colorido. Las tres yeguas blancas compartían la cuadra con un grupo de ponis de Shetland. Nos inclinamos sobre las medias puertas y miramos.

Sid dijo:

– Aún no le he preguntado por qué le interesa.

Pregunta justa.

– Soy miembro de la Unión Social y Política de Mujeres. Sufragistas, si lo prefiere. Topaz nos legó su dinero. Supongo que lo sabía, ¿no?

Asintió con la cabeza.

– ¿Le sorprendió?

– Era su dinero.

No parecía resentido.

– ¿Esperaba que le dejara algo a usted?

– ¿Por qué habría de hacerlo? No pensábamos en la muerte, ni ella ni yo. Si llega, llega y punto.

– ¿Le contó que pensaba retirarse este año y comprar un viñedo?

– Este año no. Pero sabía que estaba pensando en ello. ¿Supone alguna diferencia, para ustedes, por eso del dinero, saber quién la asesinó?

– No debía importar. -No deseaba mencionar las complicaciones legales.

– ¿Entonces?

– Supongo… supongo que me parece injusto recibir su dinero sin tratar de que se le haga… justicia. -Me sorprendí al expresarlo así, pero lo decía en serio.

Sid me dirigió una de sus sonrisas ladeadas. Su mano acariciaba una esterilla echada sobre la puerta de la cuadra. Parecía necesitar acariciar algo todo el tiempo.

– ¿Le servirá de algo a ella?

Permanecimos apoyados en la puerta un rato, tan juntos que percibía el ritmo de su respiración. Luego dije que tenía que irme y él se ofreció a acompañarme hasta la salida. Casi habíamos llegado cuando preguntó:

– ¿Usted conocía a Topaz?

– No, personalmente no.

– Usted es como ella en algunos aspectos. No me refiero a lo físico, sino a que cuando quería algo no cejaba hasta conseguirlo.

Lo tomé como un cumplido.

Camino de vuelta a la ciudad la frase de la última nota de Topaz me rondaba por la cabeza: «Pagaré por una carrera.» Había creído que se refería a la suya propia, pero ¿y si el pagaré era por la de otra persona? Por lo que explicó Sid, cuando Topaz lo ayudó intervenía en un número cómico de cosacos y le iba mal. Ahora Cid era propietario de seis de los mejores caballos que vería en mi vida. Todos hablaban de la generosidad de Topaz, pero sin duda tenía límites. Quizá, si necesitaba dinero para su viñedo, había exigido el pago de alguna deuda. Pensé en el Cid acariciando la ijada blanca del semental y hablando de ropa interior de satén. Me detuve frente a uno de los carteles del circo y vi al Cid, enmascarado y con capa, sobre su caballo blanco con las patas delanteras levantadas. Funciones a las cinco y las ocho de la noche. «Sabía que a las ocho yo estaba en la pista.» Pero un hombre enmascarado, con capa y montado en un caballo se parece a cualquier otro, y Sidney Greenbow no sería el único jinete del circo. «Pagaré por una carrera.»

Загрузка...