16

Desperté al amanecer, a sabiendas de que lo más acuciante era encontrar a Rose. Estaba segura de que no pretendía matar al sátiro astroso, que debió de seguirla desde el jardín hasta el acantilado, o que la persuadió de que fuera allí y trató de interrogarla acerca de Bobbie o de mí. Podía imaginar su temor y su rabia, el empujón desesperado que lo hizo tambalearse y caer por el acantilado… su pánico. Fuese de quien fuese, la culpa no era de la pobre Rose y no debía sufrir por ello.

Me vestí a toda prisa, salí y anduve por las calles y el paseo marítimo, intentando pensar en los lugares de una próspera ciudad turística donde se refugiaría una pobre y asustada muchacha. No vi más que a un borracho roncando en las casetas de la playa. En la arena sólo había dos pescadores en la línea formada por la marea que, recortados contra un cielo perlado, cavaban en busca de cebos. Era domingo por la mañana y las campanas repicaban para anunciar la primera misa. Hombres y mujeres, respetablemente vestidos de negro, salieron de las casitas de pescadores del puerto. Era demasiado temprano para que los huéspedes de los hoteles se levantaran. Seguí caminando tierra adentro, por las calles y la plaza donde Tansy y yo habíamos ido de compras. El café se hallaba abierto y trabajadores de rostro moreno estaban sentados, bebiendo en cuencos café lechoso y vaciando copas de licor; ni una señal de Rose.

Tomé el café de mi desayuno en la cantina de la estación, en cuanto lo abrieron. Observé la salida del primer tren e interrogué a interventores y maleteros. Describí a Rose y pregunté si recordaban haber visto a una chica así en el primer tren de la mañana anterior. El primer tren a París salía a las 6.52, y esperaba que hubiese tenido suficiente sentido común como para cogerlo y regresar directamente a Inglaterra. No, nadie la había visto, ni en el primer tren ni más tarde. En todo caso, se me ocurrió que no tendría las cuatro libras para el billete. Mientras recorría la estación, vigilaba, por si Bobbie había tenido la misma idea. Sentí alivio al no verla. Teníamos cuentas pendientes, pero deberían esperar a la tarde; además, quería encontrar a Rose antes que ella.

Poco después de las diez abandoné la estación y fui al Hôtel des Empereurs; el personal ya me conocía y el recepcionista me saludó y señaló con la cabeza el ascensor público en el vestíbulo. Llamé a la puerta de la suite de Topaz. Con voz brusca, Tansy preguntó:

– ¿Quién es?

– Soy Nell Bray.

– ¿Qué quiere ahora?

Estaba empeorando: ni siquiera me abrió.

– ¿Puedo hablar con usted?

– ¿De qué?

– Tansy, no sea tonta; no le hará ningún daño dejarme entrar, ¿verdad?

La puerta se abrió con renuencia. Los ojos de Tansy estaban enrojecidos y parecía haber dormido con el vestido negro puesto.

– Tansy, ¿ha visto a Rose?

Se dejó caer en una silla, apretó los labios y negó con la cabeza.

– Y todo por culpa de usted y de todas las ideas que le ha metido en la cabeza. No le basta con el dinero y las cosas bonitas de Topaz, ¿verdad? ¡También quiere a Rose!

Tan gentilmente como pude, repuse:

– Si viene, me mandará un mensaje, ¿verdad? Es importante.

– ¿Por qué habría de venir aquí? Usted la ha puesto contra mí.

No contesté. Permanecí junto a la puerta y ella, sentada, sin siquiera fingir cortesía, esperaba a que me fuera. El silencio se prolongó unos minutos y no movió un solo músculo. Por fin, inquirió:

– Bien, ¿qué más quiere?

– He estado pensando en anteayer cuando oyó a alguien subir por el ascensor. ¿Cree que alguien pudo haber entrado antes? ¿Recuerda que, cuando fuimos de compras, al regresar vio que la ventana estaba abierta?

– Debí dejarla abierta por descuido.

– No es eso lo que pensó en ese momento.

– Deje de apabullarme -estalló-. ¿Qué más quiere que haga por usted? No ha dejado de hacerme preguntas y no me ha ayudado en nada. Estoy harta. ¡Lárguese!

– Tansy…

Me acerqué y le apoyé una mano en el hombro para tranquilizarla. La apartó bruscamente, se levantó, estiró su metro y medio y, sonrojada y con ojos brillantes, exclamó:

– ¡Lárguese! ¿Qué derecho tiene de venir a hacerme preguntas? Ya se lo he dicho: ¡lárguese de una vez!

Gritaba y me empujaba. Probablemente parecíamos un gallo tratando de alejar a una garza. Intenté en vano razonar con ella. Finalmente me dirigí a la puerta y la dejé, en medio de la sala, echando pestes. Al cerrar la puerta la oí gritar:

– ¡Y no se le ocurra volver!

A primeras horas de la tarde, y sin haber encontrado a Rose, decidí de mala gana que debía visitar de nuevo al cónsul. Que yo supiera, Rose podría estar ya en una celda. No podía preguntárselo abiertamente al cónsul, pero si la habían detenido sin duda me diría algo al respecto. Por ser domingo no pensaba encontrarlo en su despacho, mas tuve suerte: llegaba yo al consulado cuando él trasponía la puerta principal, con sombrero y bastón, dispuesto a dar un paseo. Me invitó a acompañarlo por el jardín.

– Tenía intención de ponerme en contacto con usted mañana, señorita Bray. Anoche recibimos un largo mensaje telegráfico de Scotland Yard acerca de ese hombre suyo.

– No es mío. ¿Sabían algo de él?

– Nada en absoluto. Espero que el golpe a su orgullo no sea demasiado duro, pero no la estaba siguiendo.

– Creo que sí me seguía.

– En todo caso, no para Scotland Yard. Me han informado que no tienen hombres en Francia en este momento y no sienten ningún interés por sus movimientos, señorita Bray, a condición de que se mantenga alejada de las ventanas del primer ministro. De hecho, el comisario espera que disfrute de sus vacaciones.

El suyo era precisamente el tono de superioridad que tanto me molesta, pero no podía darme el lujo de irritarme.

– ¿Su descripción no significó nada para ellos?

– Nada. No encaja con nadie de su personal, ni con su lista de personas desaparecidas. Al parecer, no pueden ayudarnos.

Sin embargo, había en él un aire satisfecho que no tenía el día anterior. Temí por Rose.

– ¿La policía francesa ha encontrado algo más?

Sonrió.

– Un poco. De hecho, están siguiendo una pista muy prometedora.

– ¿Una pista? -Intenté mostrarme indiferente.

– Han descubierto de dónde vino su disfraz, o al menos una parte. ¿Se acuerda que me dijo que llevaba pantalones abombados que parecían patas de oso? Cuando la policía los secó y los examinó a fondo encontraron una etiqueta escrita con tinta indeleble.

– ¿Su nombre?

– No; el del circo.

Lo miré fijamente.

– ¿Circo?

– Sí, hay un circo en las afueras de la ciudad. Apuesto a que pertenecían a uno de los payasos, así que esta mañana el jefe de policía vino a preguntarme si sé de algún súbdito británico que trabaje en el circo.

– ¿Y sabe de alguno? -Seguía intentando dar la impresión de interesarme en lo que decía por mera cortesía, pero mi mente saltó hacia Sidney Greenbow.

– Le dije que la gente del circo no suele firmar en el libro del consulado. De todos modos, eso explica lo que estaba haciendo en la fiesta de mademoiselle Tourelle.

– ¿Ah, sí?

– Supongo que el pobre tipo decidió entrar y mezclarse con los invitados, para ver lo que podía conseguir. Supongo también que se comportó de modo extraño y usted llegó a la conclusión de que la estaba siguiendo.

– ¿Ha preguntado usted a la gente del circo si lo conocían?

– Eso se lo dejamos a la policía. Creo que tarde o temprano tendré que encargarme del traslado del cuerpo a Inglaterra, si alguien allí lo reclama.

Le dije que entendía las dificultades inherentes a su cargo y que estaba segura de que sus responsabilidades lo mantenían muy ocupado.

– Sin embargo, para ser sincero, no ha ocurrido gran cosa últimamente. De hecho, el pobre patas de oso es lo más excitante que nos ha pasado en varias semanas.

No estaría hablando tan a la ligera si la policía hubiese detenido a una inglesa, acusándola de asesinato.

– ¿La policía tiene una mejor idea de cómo se mató?

– No lo creo. Parece un caso bastante claro de muerte accidental, aparte del problema que supone identificarlo. Quizá logró conseguir una copa o dos de champán y no se sentiría muy seguro en sus pezuñas, o patas, o lo que fuera. Por lo que me han dicho, había mucho champán.

Parecía lamentar no haber sido invitado. Decidí que no averiguaría nada más con él y me marché. En cuanto me aseguré de que no me observaba, doblé por el camino que llevaba al Champ de Pioche.

Apenas pude controlarme para no echar a correr. Había estado tan segura de que nos seguían por razones políticas que ni siquiera se me habían ocurrido otros motivos. Si podía equivocarme en eso, podía equivocarme en otras cosas. Fue esa esperanza la que me empujó a buscar a Sidney Greenbow, sin saber exactamente qué le diría al encontrarlo.

El campo del circo estaba más bullicioso y resuelto que en mi primera visita porque era media tarde cuando llegué y la primera función empezaba a las cinco. En un rincón alejado vi cuatro caballos de Sid trotando en círculo; sus jinetes vestían camisa y pantalón corrientes y nadie me detuvo cuando me dirigí hacia ellos. Al principio Sid, de pie en medio del círculo, no se fijó en mí, tan concentrado estaba en caballos y jinetes.

– Mantenle la cabeza alta. No, no tires de su boca, no es un maldito burro de playa. Utiliza tu muñeca, maldita sea.

Me acerqué más. Me vio y con una señal me ordenó que me quedara quieta. Pasados unos minutos despidió a dos caballos e hizo que los otros dos ensayaran la pelea con sables del final de la función. Ya sin la música y los vistosos disfraces resultaba mucho más impresionante, tan bien coreografiada como un ballet. Los hizo repetir varias veces los mismos movimientos, maldiciendo a los jinetes -nunca a los caballos- cuando se equivocaban. Finalmente, apenas satisfecho, los dejó ir y se acercó a mí, limpiándose las manos en el pantalón.

– ¿Conocía al hombre que encontraron ahogado? -le pregunté a bocajarro.

– ¿A Bobsworth? ¿Por el que preguntaba la policía esta mañana?

– ¿Se llamaba Bobsworth? [5]

– No sé su verdadero nombre. Nuestros chicos ingleses lo llamaban así.

Estudié su rostro, pero no vi nada, ni siquiera curiosidad. Se mostraba cortés, aunque se habría comportado igual si le hubiese preguntado por el precio de la paja.

– ¿Era amigo suyo?

– No; era uno de esos tipos que se pegan a los circos.

– ¿Uno de su equipo?

– ¡Qué dice! No dejo que cualquiera toque a los dones. Ayudaba con la carpa, conducía el carromato, vendía entradas y cosas así. Se unió a nosotros en invierno, en París.

Lo miré fijamente y él me devolvió la mirada con los brazos en jarra y la cabeza ladeada.

– ¿Por qué le interesaba Bobsworth?

– Me estaba espiando y antes de eso pudo haber espiado a Topaz. ¿Sabe algo de eso?

Sid negó con la cabeza. Detrás de él alguien paseaba a los caballos. Se volvió y gritó una orden. Tuve la sensación de que al menos parte de su atención estaba centrada en ellos.

– ¿Está seguro?

Volvió a mirarme.

– Claro que lo estoy. No intentará acusarme de nada, ¿verdad?

Al menos había conseguido una reacción.

– Es una curiosa coincidencia, ¿verdad? Usted es amigo de Topaz y trabaja con ese hombre. Luego él la espía a ella y después a mí.

– Se lo he dicho. Nunca he trabajado con él. Era parte de la chusma rabicorta. Además, ¿para qué iba a querer que alguien espiara a Topaz o, puestos a suponer, a usted?

– ¿Alguien de aquí lo conocía bien?

– Me parece que no le caía bien a nadie. Supongo que Joe era lo más cercano a un amigo, pero ni siquiera él era lo que se dice un amigo íntimo.

– ¿Podría hablar con Joe?

– Lo encontrará en el vagón de los hombres. La acompañaré hasta allí. Después tendré que ir a prepararme.

Me acompañó al otro lado del campo, hasta un par de vagones de tren verdes situados bajo un árbol.

– La policía ha estado hablando con él toda la mañana, así que probablemente esté harto de todo esto. De todos modos no podrá hablar mucho, porque tiene que cambiarse para su número.

Del primer vagón llegaba cháchara en varias lenguas. Sidney llamó a la puerta con la palma de la mano y gritó a Joe.

– Saldrá en un minuto. Quédese aquí, yo tengo que encargarme de Grandee.

Se alejó con paso largo, dejándome junto a la escalerilla del vagón. Pasados unos minutos la puerta se abrió y una cara joven y lúgubre se asomó. Tenía rizos castaño rojizos, boca ancha y la expresión de alguien que espera lo mejor pero anticipa lo peor.

– ¿Es usted Joe?

– Sí. ¿Quién lo pregunta?

– Me llamo Nell. ¿Puede decirme algo del hombre al que llaman Bobsworth?

Parpadeó varias veces.

– ¿Es usted su esposa?

No pude evitar sonreír.

– No, no lo soy. ¿Tenía esposa?

– No lo sé.

Joe salió con cautela y cerró la puerta a sus espaldas. En los escalones, sus pies se encontraban al mismo nivel que mis ojos. Llevaba calcetines verdes, de los que sobresalía el dedo gordo, un pantalón de ante y una camisa rusa muy parecida a la del sátiro astroso. Se sentó en un escalón.

– Creo que lo conocí, pero no estoy segura.

Agitó lentamente la cabeza con perplejidad.

– ¿Qué quiere saber?

– Cualquier cosa que pueda decirme. Por ejemplo, lo que hacía antes de unirse al circo.

– No lo sé, nunca se lo pregunté. En enero, cuando estábamos en París, uno de los hombres se rompió una pierna. Conocí a Bobsworth en un bar, como ocurre cuando uno se encuentra con alguien que habla inglés. Le iba mal, así que le pregunté si quería unirse a nosotros y eso hizo.

– ¿Hablaba de su vida, de dónde era?

– No hablaba mucho. Era como si se creyera superior a nosotros, ¿entiende? A los chicos eso no les gusta.

– ¿Tenía algún otro amigo?

– Nadie que pueda considerarse amigo. A veces se iba solo. A los chicos tampoco les gustaba eso.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Hacia el mediodía, hará una semana el jueves -contestó con presteza.

– ¿Está seguro? -Era el día que encontraron muerta a Topaz.

– Sí. Tuve que asegurarme para la policía esta mañana. Sí, sabía que era jueves porque es el día en que llegan los carros de paja. Se supone que todos debemos estar allí para ayudar a descargarlos y él no estaba. Luego, hacia el mediodía viene y me pide que le envíen su paga porque se va.

– ¿Dijo adónde iba?

– No se lo pregunté. Estábamos todos irritados con él por no ayudar demasiado, y me dije que mejor que se fuera. Estaba satisfecho consigo mismo. Dijo que algo había pasado, todo misterioso y dándose aires. Llevaba un sobretodo que no le había visto antes. Le dije que le enviaría su paga, entonces avisaron que la comida estaba lista y lo dejé plantado.

– ¿Y no volvió a verlo?

– No.

– ¿Se llevó las patas de oso?

– Es posible, supongo. Se guardaban en un baúl en nuestro vagón, con otras cosas, pero no nos dimos cuenta de que habían desaparecido porque no las hemos usado desde Navidades. Me parece raro que se las llevara.

– ¿Eran de usted?

– Sí. Yo era el oso. Verá, no soy exactamente un payaso, no he aprendido a serlo. Correteo un poco con varios disfraces y me caigo cuando me golpean.

Alguien gritó desde dentro del vagón. Joe descruzó los pies y se levantó.

– Tengo que acabar de vestirme. Siento no haberla ayudado más, señorita, pero nadie sabía mucho sobre Bobsworth.

– Me ha ayudado mucho. Una cosa más: usted dice que quería que le enviaran la paga. ¿Adónde se suponía que tenía que mandarla?

Por su aire de sorpresa me di cuenta que la policía francesa no le había hecho esa pregunta. Quizá tener que hablar con él mediante intérprete les había supuesto una desventaja.

– Me dio las señas escritas en un papel. Para ser sincero, lo había olvidado hasta que usted me lo ha preguntado; pensaba decir algo al respecto, pero…

– ¿Todavía conserva ese papel?

– Espere aquí.

Entró de un salto en el vagón y al poco salió con un papel gris doblado en cuatro.

– ¿Puedo quedármelo?

– Si quiere. El pobre diablo no va a necesitar su paga allá donde ha ido.

Le di las gracias, me deseó buenas tardes y volvió a subir a toda prisa. Por las risas que oí adiviné que se estaban burlando del pobre Joe por su cita con una mujer mayor. Desdoblé el papel. La letra, en mayúsculas, resultaba buena para un trabajador de circo: «Señor Robert Worth. c/o Hôtel Coq d'Or. Rue des Naufrages, Biarritz.»

De un coche de punto estaba bajando un grupo de niños con sus padres justo frente al campo del circo y lo cogí.

– Rue des Naufrages, lo más rápido posible -ordené al cochero.

El Hôtel Coq d'Or era un miserable hotelucho en una calle no muy distante del viejo puerto. En las puertas y los marcos de las ventanas se descascarillaba la pintura; en uno de los pisos superiores, el cristal roto de una ventana estaba pegado con papel de estraza y engrudo. De camino había preparado un cuento de que era pariente del señor Bobsworth, pero pude habérmelo ahorrado. Lo único que quería el propietario, que estaba como una cuba, era dinero. Le di un puñado de monedas y a cambio recibí un balbuceo y una llave atada a un trozo de madera con un sucio cordón. Su falta de curiosidad probaba que la policía no había llegado todavía.

El número 8 se hallaba en el segundo piso, cerca de las escaleras. Encajé la llave en la cerradura y vacilé al recordar que la última persona que la había usado fue un hombre que ahora se encontraba en el depósito de cadáveres. Me dije que no fuera tonta, le di la vuelta y empujé la puerta.

La persiana se hallaba abierta, lo que significaba que Worth había salido de día. El sol apenas entraba a través de una ventana sucia, pero la habitación en sí estaba sorprendentemente ordenada. Al principio pensé que había llegado demasiado tarde y que alguien ya había ido a limpiarla, pero no… Robert Worth era sencillamente un hombre ordenado. La cama, con su sábana amarillenta y su delgada manta gris, estaba tan bien hecha como la de un hospital… o una prisión. Una chaqueta de tweed, vieja pero cepillada, colgaba del respaldo de una silla. Aparte de ésta y de la cama, el único otro mueble era un armario en un rincón. Lo abrí, encontré una camisa, arrugada pero limpia, unas botas marrones, limpias también, y una maleta barata cubierta de lona y con correa.

Levanté la maleta y la puse encima de la cama. Al desabrochar la correa descubrí dos cierres cerrados con llave, pero no vi ninguna llave. Por suerte, los cierres eran de tan mala calidad como la maleta, y los abrí fácilmente con una pequeña herramienta de un juego de manicura que mi tía me había regalado cuando cumplí dieciséis años («Una dama siempre ha de llevar un juego de manicura, pues nunca sabe cuándo lo va a necesitar»). Fue la única vez, que yo recordara, que mi tía tuvo razón.

Levanté la tapa y, aparte de un chaleco a cuadros, un juego limpio pero remendado de camisetas, una bolsa de tela de rizo que contenía jabón y un juego de afeitar, sólo encontré una libreta encuadernada en tela roja y un sobre grande de papel de estraza. Primero abrí la libreta: «Mujer alta y mujer baja salen del hotel a las 18.04. MA & MB entran en sombrerería. A & B entran en segunda sombrerería…» Y así seguía, dos páginas enteras de una escritura cuidada, llenas de detalles sobre nuestra expedición de compras. Volví la página y leí «22 de abril», la fecha del entierro de Topaz. «MA llega temprano. MB con caballero extranjero. 2 MJ con corona. Una pronuncia discurso.»

Obviamente, Robert Worth no sabía nuestros nombres, y sin embargo estaba proporcionando a alguien detalles pormenorizados. Hojeé el resto de la libreta pero sólo hallé páginas en blanco. Abrí el sobre. Contenía cuatro billetes de cinco libras, al parecer nuevos, y una carta en un sobre blanco sin sellar y sin dirección. La carta procedía de un bufete de abogados en Gray's Inn Road, Londres, y estaba fechada en noviembre de 1901. «A QUIEN CORRESPONDA», rezaba. Era una referencia.

«El señor Robert Worth ha trabajado seis años en esta casa como oficinista. Es honrado, sobrio y trabajador, y recomendamos su contratación en cualquier tarea parecida.»

Así pues, hacía ocho años el hombre rechoncho había sido honrado, sobrio y trabajador. La libreta demostraba que trabajador lo fue hasta el fin. En cuanto a la sobriedad, a juzgar por lo que recordaba de su tez, no habría durado mucho. Y, en lo referente a la honradez, debía de haber una razón para que el empleado de un abogado se rebajara a trabajar en un circo. Posiblemente, entre 1901 y el momento de su muerte, a Bobsworth lo habían pillado con las manos en la masa. Pero se me antojó patético el hecho de que hubiese conservado este débil testimonio de su capacidad para un futuro empleo. Volví a meterlo todo en la maleta, abroché la correa y la guardé en el armario. Abajo, el propietario dormía con la cabeza sobre el mostrador y la boca abierta. Puse la llave del número 8 a su lado y salí.

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