Cuando Tansy entendió lo que pensaba hacer, y no le costó mucho, su enfado se convirtió en sombría satisfacción.
– ¿Vamos a hacer el recorrido que hizo ella?
– Si podemos.
Quedamos en que iría a buscarla al hotel poco antes de las seis, más o menos la hora en que Topaz saliera de compras la semana anterior. Cuando llegué, ella estaba preparada, con el abrigo y el sombrero puestos.
– Eso quiere decir que me cree, y que no cree que la señorita Topaz se haya suicidado.
– No es tanto eso sino que me siento confundida. Me gusta tener las cosas claras.
Se trataba de una pieza del rompecabezas.
Vacilamos frente al hotel.
– ¿Esa tarde Topaz bajó en el ascensor privado o por el público?
– Usó el nuestro.
Eso significaba que había salido por la puerta lateral. Tansy me condujo hacia un lado del hotel, a la entrada privada, una discreta puerta con un porche pequeño y timbre propio. Traté de imaginar a Topaz allí.
– ¿Qué dirección tomaría para ir a las tiendas?
– Si eran las de lujo, de vuelta a la terraza, doblando a la derecha.
– Pero no fue a las tiendas de lujo, ¿verdad? Llevaba su vestido más sencillo.
– Las otras están por aquí atrás.
Nos alejamos del hotel por una callejuela perpendicular al mar. Vimos a niños jugar en el arroyo y tenderetes al aire libre, llenos de verduras y frutas de alegre colorido. A una mesa al aire libre de un café que hacía esquina unos hombres jugaban a los naipes. Dimos la vuelta y llegamos a una plaza con más tiendas pequeñas. Habíamos caminado doce minutos. Recordé que Topaz estuvo fuera menos de una hora, lo que le dejaba media hora para las compras, teniendo en cuenta que ir y venir llevaba veinticuatro minutos.
– ¿Qué le parece ésta, Tansy? -Ya no la llamaba señorita Mills.
Al lado de la charcutería había un aparador lleno de sombreros y cofias de aspecto tan desalentador que una mujer sólo los compraría por necesidad extrema.
– Allí compro las cosas que necesito para coser -dijo Tansy.
– ¿Venden ropa interior?
– Sí.
– Tansy, ¿ya había pensado usted hacer esto?
– No hablo este idioma extranjero. Cuando voy de compras, pido con señas lo que quiero.
Repasé rápidamente mi propio vocabulario con la esperanza de que fuera adecuado.
– Tansy, explíquemelo de nuevo, ¿cómo eran las pantaletas?
Me las describió. Aspiré hondo, entré en la estrecha tienda, con Tansy pisándome los talones, y dije lo que necesitaba a la mujer de rostro pétreo que había detrás del mostrador.
La aparición de una inglesa de mediana edad -es decir, yo- que pedía pantaletas blancas con lazos de color rosa y una combinación de muselina del mismo color provocó un siseo de la dependienta, aspirado entre dientes tan apretados que parecía que estábamos infectando el aire. Lo lamentaba, declaró con un tono que denotaba más alivio que pesar, pero no vendía nada por el estilo. Cuando insistí y le pregunté qué clase de ropa interior podía enseñarme, sacó unas cajas de debajo del mostrador y bruscamente colocó sobre éste la clase de ropa interior que le hubiera sido útil a Florence Nightingale en Crimea: corsés que semejaban camisas de fuerza y pololos que me habrían envuelto de las costillas a las rodillas.
– Ésos no -dijo Tansy a mi espalda, despectiva.
Intimidada por la expresión de la dependienta, compré una sencilla camisola y varios metros de elástico lo bastante fuerte para amarrar un barco. Tansy cogió el paquete y nos batimos en retirada.
– ¿Para qué ha comprado eso?
Con tono de disculpa dije algo sobre no hacer perder el tiempo a la gente y miré mi reloj. La transacción nos había llevado diez minutos.
– Allí está la otra.
Tansy apretó el paso, cruzó la plaza y enfiló otra callejuela. Tuve que esforzarme para mantener su paso.
– Ésta es.
La tienda también tenía sombreros en el aparador, pero de diseño más frívolo, de los que van adornados con rosas y violetas artificiales y una ocasional pluma. Eché una mirada al interior y vi que la mujer detrás del mostrador parecía tranquilizadoramente joven y amable. Entramos y abrí las negociaciones. La dependienta casi ni pestañeó. El mostrador se llenó de vaporosas prendas blancas y de colores pastel en tanto ella vaciaba una caja tras otra, volcando su contenido ante nuestros ojos. Vislumbré algo de color rosa y lo intercepté.
– ¿Tansy?
Ésta perdió el aliento.
– Idéntico.
A la dependienta le dije que me quedaba la combinación y miré entre montones de pantaletas. Cada vez que encontraba unas que podrían ser iguales, se las enseñaba a Tansy, y me fijé que la dependienta empezaba a preguntarse por qué consultaba a mi criada sobre algo tan íntimo.
– ¿Y éstas?
– No; tenían bordado inglés en la pernera, no encaje.
– ¿Éstas?
– Mejor, pero los lazos eran de otro color; rosa.
Pregunté si tenían algo igual, pero con lazos rosas, a juego con la combinación. La dependienta contestó que las tuvieron, pero que había vendido las últimas la semana anterior.
Intentando mostrarme indiferente, inquirí si se las había vendido a una inglesa. Pareció perpleja, aunque no suspicaz. Sí, las había vendido a una dama extranjera que hablaba poco francés. Se habían reído mucho, ella y la dama, que trataba de darle a entender por señas lo que deseaba, pero tenía prisa y no se entretuvo en decidirse. ¿Una hermosa extranjera?, pregunté. El objetivo de las preguntas debió de resultarle claro a Tansy, aunque no sus detalles. La sentí tirarme del codo e irritada la aparté. ¿Qué llevaba puesto la extranjera? ¿Acaso un sencillo vestido marrón y un chal de tono crema? Sí. Tansy volvió a tirarme del codo.
– Enséñele esto -dijo.
Se trataba de una fotografía de Topaz Brown, del tamaño de una tarjeta postal, vestida de gala, con los hombros desnudos, una gargantilla de diamantes, brazaletes de diamantes y más joyas para retener una pluma en el cabello. La dependienta la cogió y me miró estupefacta.
– Oui, c'était madame. Mais c'est Topaz Brown!
Hasta entonces no me había dado cuenta de cuan célebre era Topaz. Para aquella chica, que soñaba entre sombreros adornados con flores y ropa interior barata, parecía tan conocida como un miembro de la familia real y, a juzgar por su expresión, igualmente envidiable. Su primera reacción fue de orgullo de que alguien como Topaz hubiese comprado en su tienda, seguida de perplejidad.
– Mais on m'a dit qu'elle était morte.
Pasó una mirada inquisitiva de mí a Tansy y de ésta a mí. Por desgracia, contesté, era cierto, Topaz había muerto. Tenía la sensación de haberme apresurado demasiado, de moverme demasiado deprisa. Para evitar más preguntas, le dije que me llevaría las pantaletas de lazos azules también y fingí buscar la suma adecuada. Habría olvidado el paquete en el mostrador, de no ser por Tansy, que lo cogió.
Una vez de vuelta en la plaza, Tansy comentó:
– Así que las compró ella misma.
– Obviamente.
Esperaba que eso cortaría de cuajo cualquier idea absurda sobre Marie.
– Bueno, eso lo prueba, ¿no?
– ¿Qué?
– Que no se suicidó.
– Lo siento, Tansy, pero no prueba nada. Lo único que demuestra es que, ocurriera lo que ocurriese, Topaz lo planeó todo.
Sabía, además, que acababa de gastar unas libras de la organización perjudicando así nuestra causa. Al enterarse de que una mujer rica como Topaz había pasado sus últimas horas comprando ropa interior barata, un tribunal podría considerar probada una mente perturbada.
– Pero debió de ser para una broma, ¿no lo entiende? No se habría tomado tantas molestias de estar pensando en suicidarse.
Hice un esfuerzo por meterme en la piel de Topaz, tan asqueada de repente consigo misma que consideró la posibilidad de suicidarse, planeando una amarga despedida. Pero, de ser así, ¿no habría ido a los extremos? Se habría engalanado con sus mejores prendas, o bien se habría puesto su ropa más sencilla como gesto de desdén. En lugar de eso, se había esforzado por ser comedida, rehuyendo ambos extremos. Había muerto de modo fascinante, cierto, pero moderado. Aun teniendo en cuenta que su mente no era la mía, no tenía sentido.
Una broma, en cambio, sí lo tenía. Alguien paga por pasar una noche con una de las mujeres más caras de Europa y la encuentra vestida como la clase de mujer que podría conseguir por un soberano en Londres. [3]Esto podría agradar a alguien con un sentido del humor especial. Pero si la broma se hubiese amargado, el cliente, en lugar de divertirse… No, eso tampoco tenía sentido. Topaz y Tansy no tenían láudano, al menos según Tansy. Eso significaba que el asesino… interrumpí mis divagaciones: era la primera vez que había usado el término, aunque sólo fuera mentalmente.
Nos hallábamos frente al café y Tansy me miraba como queriendo saber qué íbamos a hacer a continuación.
– El vino, supongo -dije-. ¿Se acuerda de cómo era la botella?
– Tenía un viejo gordo y un racimo de uvas en la etiqueta.
Habíamos pasado frente a una pequeña tienda de ultramarinos al otro lado de la plaza. Volvimos sobre nuestros pasos, siguiendo el olor a queso y ajo. No era más que una caverna mal iluminada, de cuyo techo colgaban puñados de hierbas y estalactictas de salchichas. Entramos, apretujándonos detrás de una mujer gorda que estaba comprando unos gramos de anchoas. Toqué el brazo de Tansy y señalé una hilera de botellas en un estante. Aun a la tenue luz, Baco parecía tan llamativo con su racimo de uvas como una feria en días festivos.
– Sí, era ése.
El rostro anguloso de la mujer detrás del mostrador permaneció inexpresivo cuando pagué unos francos por la botella de vino y cuando le enseñé la fotografía de Topaz. Murmuró que tenía tantos clientes que no podía esperarse que los recordara a todos. Resultaba obvio que no decía la verdad. Aun con su sencillo vestido marrón, Topaz habría resaltado en esa caverna como un pavo real entre gorriones. Por su modo de mirarme, supe que me mentía por costumbre e instinto. Más allá de su caverna, el mundo era hostil y ella no quería tener nada que ver con él.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Tansy a mi espalda.
– Dice que no se acuerda, pero creo que miente.
– Claro que miente. ¡Vieja tonta!
Tansy le dirigió una mirada fulminante, cogió la botella y salió, muy estirada.
– Eso es lo que no me gusta de vivir en el extranjero. Nunca se sabe lo que están diciendo de una y apostaría… ¡Ay, perdón, pardon, mademoiselle!
Cargada de paquetes y distraída, había chocado con una mujer de aspecto deprimido y rodeada de chiquillos. Llevaba un bebé en un chal y un paquete mal envuelto en un periódico. El impacto sacudió a ambas y las ayudé: mientras ella acomodaba al bebé, sostuve el paquete, que me dejó manchas de aceite en los guantes y un olor extrañamente familiar. Me dio las gracias y murmuró algo sobre que había ido a buscar su cena. En Biarritz, al parecer igual que en Londres, había familias tan pobres que no tenían ni hornillo y debían procurarse comida hecha. Le dije que esperaba que ella y su familia disfrutaran del pescado, y al mencionar la palabra poisson (pescado) algo encajó con tal rapidez que me pareció sentir un golpe. Le pregunté dónde lo había comprado. Al principio me miró con expresión incrédula, pero luego señaló una callejuela. Como un perro tras un rastro, me encaminé hacia allí, seguida de Tansy cargada de paquetes y refunfuñando.
– No quiere eso, ya sabe cómo son esas cocinas.
El olor a pescado me guió hasta una tienda sin puerta, que apenas consistía en un mostrador de madera y una cocina grande. Detrás de ésta había un hombre con delantal blanco.
Pedí pescado y él echó un gran filete en una sartén sobre el fogón. Sus ojos eran brillantes y de expresión divertida.
– ¿Madame es inglesa?
– Sí.
– Yo trabajé en Londres dos años, en el hotel Caprice de Bayswater. ¿Lo conoce?
No, no lo conocía, qué pena.
Él sonrió con picardía.
– Creo que a ustedes las damas inglesas les gusta mi pescado.
– ¿Por qué? ¿Han venido otras inglesas?
– La semana pasada, el miércoles por la tarde. Era muy hermosa. Ella sí conocía el hotel Caprice de Bayswater. Dijo que mi pescado le recordaba Londres.
Volví a sacar la tarjeta postal de Topaz.
– ¿Esta dama?
– Sí, la misma. Era muy pero muy hermosa. ¿Es amiga suya?
Asentí con la cabeza. Si reconoció en ella a Topaz Brown, no lo demostró.
– ¿Compró mucho pescado?
– Para dos personas. Le presté un plato para llevárselo. Por favor, salúdela de mi parte, y dígale que no tengo prisa, que puede traerme el plato la próxima vez que venga. Y que le regalaré el pescado que quiera.
Echó mi pescado al aire, lo atrapó, lo envolvió en un periódico y se lo dio a Tansy. Ella se lo colocó debajo de la barbilla, encima de la botella de vino y de los dos paquetes de ropa interior.
Llegamos a la entrada lateral del hotel una hora y veinte minutos después de haber salido. Topaz había sido más rápida, pero sabía exactamente dónde ir por lo que deseaba. Tansy dejó el vino y la ropa interior sobre una silla, pero me entregó el pescado.
– ¿Va a comérselo aquí o piensa llevárselo?
Se dirigió hacia una ventana, creo que con la intención de abrirla para deshacerse del olor, y se encontró con que ya estaba abierta.
– ¡Qué curioso! Juraría que cerré las ventanas antes de salir con usted. Espero que la camarera no haya entrado otra vez.
Esto pareció irritarla, pero no le presté mucha atención, aunque me dio otra idea.
– Tansy, ¿recuerda que me dijo cómo vio a Topaz cuando volvió de la compra? La ventana del balcón estaba abierta y ella se encontraba allí.
– Sí.
– ¿Por qué?
– ¡Y yo qué sé!
– ¿Podría haber sacado algo al balcón, para que usted no lo oliera y no hiciera preguntas?
– ¿Por qué iba a querer hacer eso?
– ¿Por qué iba a querer comprar pescado?
– Eso es lo que no entiendo. Podía hacer que le subieran cualquier pescado que quisiera de la cocina del hotel.
– Sí, pero entonces sería pescado caro. Ropa interior barata, vino barato y también pescado barato.
Tansy me miró como si me hubiese vuelto loca. Recorrí la sala de un extremo al otro.
– Estaba en un plato, pero tendría que recalentarlo. Ahí está la lámpara de alcohol.
De mala gana, Tansy dijo:
– Estaba aquí cuando la policía se marchó, pero me sentía tan trastornada que no me llamó la atención.
– Luego lo llevó al dormitorio, con el vino. Es allí donde había olor. ¿Qué pasó con el plato?
¿Quién habría pensado en un plato de pescado cuando tenían una botella de vino para analizar? Quizá la policía se lo había llevado con la botella de vino.
– No veo por qué está armando tanto alboroto por un plato de pescado.
Tenía que explicarle mi teoría a alguien y, acertada o equivocadamente, se la conté a Tansy.
– Si tengo razón, ese plato de pescado podría probar que Topaz no se suicidó.
No la impresioné.
– Eso es lo que he estado diciendo. Pero no era el pescado el que contenía el veneno, sino el vino.
– Todo depende de la nota que dejó. -La saqué de mi bolso y la desdoblé.
Demasiado tarde.
Ocho de la tarde. Devolución de un pagaré por una carrera.
Vin Poison.
– Nos pareció que anunciaba su suicidio y no era así. Es una invitación. Convida a alguien a las ocho de la tarde y le ofrece vino y pescado. Pero se equivocó y escribió «veneno», poison, en lugar de pescado, poisson.
Tansy se negaba a excitarse.
– Pero ¿y lo del pagaré?
– No lo sé; debe de ser parte de la broma.
– Usted no me creyó cuando le dije lo de la broma.
– Tansy, creí que usted quería probar que Topaz no se suicidó.
– Lo que quiero es que quien lo haya hecho pague por ello.
Yo seguía paseándome por la sala, triunfante y excitada. A la sazón ni siquiera pensaba que un veredicto de asesinato nos ayudaría más que uno de suicidio. Ni siquiera me preocupaba la justicia. Se trataba de la emoción de la caza, pura y primitiva, y me temo que empecé a dar órdenes a la pobre Tansy, cual si su papel fuese el del rastreador.
– Tansy, quiero que se siente y me haga una lista de todos los clientes de Topaz que recuerde, bueno, visitantes si lo prefiere. Empiece con los de este año en Biarritz, siga por los del año pasado, y luego todos lo que recuerde desde que está al servicio de Topaz. Entonces, si… -me interrumpí al ver su expresión.
– No lo haré. Nunca cotilleé sobre eso cuando vivía, y no pienso hacerlo ahora que está muerta. Ella confiaba en mí.
– Tansy, no se trata de cotilleos sino de una investigación.
– No me importa cómo lo llame.
En ocasiones me han dicho que soy tozuda, pero mi obstinación no era digna rival de la de Tansy. Permaneció quieta, con los brazos cruzados. Mis argumentos hicieron tanta mella en ella como un remolino en una roca. Nunca había hablado de los asuntos de Topaz y nunca lo haría. Punto.
– ¿Ni siquiera para atrapar a su asesino?
– No la mató uno de ellos.
– Tansy, eso no lo sabe.
– Sí, lo sé.
Finalmente tuve que aceptar mi derrota.
– Muy bien, entonces tendré que averiguarlo de otro modo.
– Como quiera.
Una vez aceptada mi derrota, firmamos una tregua y ella preparó el té. De pronto, cuando estábamos sentadas, tomándolo, se echó a reír.
– ¿Qué le parece tan divertido?
– Estaba pensando en cuando fue a buscar el pescado. Sorprendió al señor Sombra.
– ¿El señor Sombra? ¿De qué me está hablando?
Sonrió maliciosamente, disfrutando de su triunfo por ser más observadora que yo.
– ¿No se fijó en él? Yo lo vi inmediatamente después de que salimos. Luego, cuando entramos en la segunda tienda, donde compró la ropa interior, estaba al otro lado de la calle. Es el hombre del abogado.
– ¿Qué hombre del abogado?
– El que le dije, el que vino el viernes para revisar los papeles de Topaz.
– ¿Por qué no me lo dijo?
– No quería tener nada que ver con él.
– ¿Cómo es?
Se lo pensó.
– Bastante alto, regordete, cara roja y bien afeitado. De unos cuarenta años. Sobretodo y sombrero negros, respetable pero no precisamente un caballero.
– ¿Francés o inglés?
– Inglés.
– ¿Y cree que nos estaba siguiendo?
– No lo creo, lo sé.
Pensé que Tansy exageraba la reaparición fortuita del hombre creyendo que la seguía. Bajo los raudos modales de Tansy empezaba a reconocer su gusto por lo teatral. Le pedí que si volvía a verlo me lo dijera, acabé mi té y me levanté con la intención de marcharme.
– El señor Jules dijo que vendría mañana para decirme cuándo será el entierro. ¿Usted va a ir?
Contesté que sí y que iría a ver a Jules Estevan por la mañana. Tansy bajó en el ascensor conmigo y me acompañó a la puerta lateral. Insistió en que me llevara el pescado, así que se lo regalé a un digno gato que encontré junto a los cubos de la basura del hotel.